Abraza la manada

16

Encuentros y reencuentros

Estaba acostada bocarriba en su cama. Llevaba tanto tiempo despierta que sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y ahora veía con detalle los muebles de su habitación. Era la primera noche que volvía a dormir sola desde que había compartido la cama de Anthony y ahora no podía sólo cruzar el pasillo para verlo. Estaba de vuelta en el Hogar de Pony y debía dormir sola.

Se acomodó de costado, viendo hacia la ventana y abrazó la almohada. Seguía con los ojos bien abiertos y la sombra que se formó en el balcón no pasó desapercibida. Se levantó de un brinco y fue hasta la ventana. Lo que vio al correr la cortina la hizo ahogar un grito de sorpresa y, llevándose una mano a la boca, abrió la ventana.

—¡Anthony!, ¿qué haces aquí?

Anthony había escalado su balcón y se había quedado en el borde, entre las flores que Candy cuidaba en ese pequeño espacio.

—Quería verte —respondió por lo bajo y le hizo una seña a ella para que no hablara tan fuerte.

—Pero nos despedimos en la tarde —susurró Candy, intentando ser una mujer racional.

—Entonces me voy.

—¡No! —gritó Candy y lo tomó de la manga de la chaqueta—. Entra. —Dio un paso atrás y Anthony traspasó la ventana—. La verdad es que yo también quería verte —dijo Candy una vez que Anthony estuvo dentro.

Este sonrió, complacido por la respuesta y la atrajo hacia su cuerpo. Candy lo abrazó y recargó la cabeza en su pecho.

—¿Es por el vínculo?, ¿la marca? —preguntó Candy buscando la mirada de Anthony, misma que pudo ver con claridad gracias a la luz de la luna. Era una noche despejada y tranquila.

—Yo creo que es por ti y la manera en la que me vuelves loco —respondió Anthony besando con delicadeza la mejilla de Candy. Ella se estremeció, sonrió y se aferró más al abrazo de Anthony.

—¿Y lo que tú haces conmigo qué es? —replicó Candy en su oído.

Anthony tomó su rostro entre sus manos y la besó larga y profundamente. Lo que Candy provocaba en él no era diferente a lo que ella sentía.

—No debí venir, pero necesitaba verte —dijo Anthony con voz ronca.

Su presencia en la alcoba de la rubia era una completa falta de respeto al Hogar de Pony, pero no estaba ahí para hacer algo indecente, sólo necesitaba tenerla a su lado, sólo unos minutos y su lobo se calmaría. Haberla dejado ir con la marca tan reciente en su cuello había sido una mala idea, pero el trato era que Candy sólo pasaría, esta vez, una semana en casa de la manada, y ninguno de los dos contaba con que saldría con la marca en su cuello.

Al día siguiente de la marca habían pasado cada minuto juntos, a donde quería ir uno, lo seguía el otro y, por la noche, habían vuelto a dormir juntos, envueltos en un abrazo. No hubo incomodidad ni ansiedad en el transcurso de esas horas porque siempre estuvieron juntos, pero al día siguiente, al separarse… había dolido y no solo en el sentido romántico, sino físicamente, como si perdieran una parte de su cuerpo.

—¿Te quedas un rato? —preguntó ella mirando hacia la puerta, tras un leve asentimiento de cabeza por parte de Anthony, caminó hasta esta y cerró con llave.

—Sólo hasta que te duermas —contestó Anthony.

Se acostaron en la cama abrazados, como lo habían hecho en los últimos días. Sus respiraciones eran tranquilas, acompasadas. Anthony le besó la frente y ella le acarició el pecho.

—¿Siempre será así? —preguntó Candy refiriéndose a esa imperiosa necesidad de estar juntos.

—La intensidad disminuirá. Mientras más tiempo pasemos juntos más pronto se fortalecerá el vínculo y poco a poco podremos estar un poco más alejados —explicó Anthony—. ¿Te incómoda?

—No, solo quiero entender.

El contacto de Anthony no podía incomodarle, al contrario, era algo que disfrutaba, pero tampoco quería ser una molestia para él ni distraerlo de sus deberes. Sin ir muy lejos, la mañana del domingo, Anthony había faltado a su entrenamiento por quedarse un rato con ella.

—Déjame simplificarlo. ¿Sabes por qué se llama luna de miel?

—No…

—Bueno pues… A lo largo del tiempo ha tenido diferentes nombres y aunque para los humanos tiene propósitos diferentes, como viajar para visitar a los parientes que no asistían a las bodas, para nosotros es un tiempo para afianzar el vínculo, reforzarlo. Estar solo tú y yo juntos para eso… estar así, juntos, acostumbrándonos a la presencia del otro.

—Pero, Anthony, la luna de miel es para los casados, lo acabas de decir —dijo Candy removiéndose entre las sábanas.

—¿Y qué es el matrimonio? Un compromiso, al igual que la marca. Es un juramento —respondió Anthony con voz baja pero firme.

—¿Quieres decir que ahora soy una mujer casada? —preguntó Candy con diversión en su voz, diversión que no era más que nerviosismo.

—En mi mundo, sí —respondió Anthony y los segundos que Candy guardó silencio se le hicieron eternos. ¿Era muy tarde para decirle que el vínculo era irrompible?

—En nuestro mundo —dijo finalmente ella y le besó la comisura de los labios.

Anthony respiró aliviado y sonrió. Candy se acomodó en su abrazo y suspiró, presa del cansancio.

—Ahora duerme, ya es muy tarde —murmuró Anthony.

—No quiero. Si me duermo, te irás y no quiero eso —se quejó la rubia y entrelazó su mano con la de Anthony.

—Entonces me iré hasta que amanezca, ¿te parece?

—Sí, pero con una condición —murmuró Candy casi arrastrando las palabras, pues estaba a punto de quedarse dormida.

—¿Cuál?

—Despiértame cuando te vayas.

—Dormirás muy poco.

—No importa. No quiero despertar y no verte a mi lado.

Anthony ahogó una risa.

—Eres mi perdición, pecosa —dijo antes de plantarle un beso en la frente y ordenarse a ser un caballero el resto de la noche.


Semanas después, Candy y Odette bajaron del tren. Al salir de la estación, la primera tomó el papel de guía, con la idea de que la ciudad no había cambiado tanto como para no reconocer el mejor camino que las llevara al hotel. La reservación la habían hecho desde el teléfono de Harmony. Con maletas en mano, abordaron un taxi y se registraron en habitaciones separadas al llegar.

—Descansemos un poco y bajemos a almorzar, ¿te parece? —dijo Candy al momento en que un mozo abría la puerta de su habitación.

—De acuerdo, ¿nos vemos en una hora? —propuso Odette.

Candy salió de su habitación y fue directo hasta la recepción del hotel, donde pidió el teléfono para hacer un par de llamadas. Después de eso, se dirigió al restaurante del hotel y esperó a que Odette se le uniera, lo que no tardó en ocurrir.

Durante la comida, Candy conoció más a la cambiante y se enteró de que había estudiado Historia en la Universidad de Chicago, por lo que la ciudad no le era desconocida; su lugar favorito era una antigua librería al este, cerca de su alma mater, donde el dueño era un cambiante, miembro de la manada de Anthony. Candy no se sorprendió por este hecho, pues ya había entendido que la manada se extendía mucho más allá del bosque y que aún había muchos miembros a los que no conocía.

Habían llegado a la ciudad muy temprano, por lo que tenían el resto del día para cumplir con su misión. Salieron del hotel y se dirigieron al centro de la ciudad donde recorrieron varias tiendas en las que Candy consiguió todo lo que se necesitaba en el orfanato. Odette se divertía como una niña pequeña entre la ropa, material y juguetes para niños. Era muy rápida en matemáticas y muchas veces, antes de que Candy pagara, ella le decía el monto exacto.

Pidieron que los paquetes los enviaran al hotel y siguieron recorriendo la ciudad hasta bien entrada la tarde.

Al llegar al hotel, Candy recibió un mensaje de la recepción y tomó el teléfono, siempre bajo la mirada de Odette, pero lo bastante lejos para darle privacidad.

—¡Me encantaría! —exclamó la rubia al teléfono—, sí, a las ocho estará bien. —Asintió y repitió el nombre y dirección del hotel—. Somos dos, ¿no hay problema? —preguntó— ¡muchas gracias!, nos vemos en un rato.

Candy devolvió el teléfono y pidió al recepcionista que le avisara en cuanto llegaran por ella y su acompañante. El hombre asintió y la rubia volvió al lado de Odette, quien ya la esperaba con una mirada interrogante.

—Esta noche cenaremos fuera —dijo Candy lo más tranquila posible—, a las ocho vienen por nosotras.

—¿Quiénes vienen? —preguntó Odette.

—Pues… el chofer de Albert, del señor Andley —especificó y todo el camino de la recepción hasta sus habitaciones, Candy escuchó docenas de razones por las que no debían ir a la casa del señor Andley.

—Entonces no tienes que ir —dijo Candy un tanto molesta cuando estuvieron en el pasillo de sus habitaciones.

—¡No puedo dejarte sola! —exclamó la cambiante—, menos en ese lugar.

—No voy a una prisión —se defendió Candy—, voy a ver a mi amigo Albert —dijo cada palabra con lentitud.

—Anthony no aprobaría eso y lo sabes bien.

—Anthony no está aquí y no necesito su permiso. —Candy intentó ser prudente, conservar la calma, pero no podía aguantar que le dijeran qué hacer y qué no, sobre todo tratándose de Albert, su hermano, su salvador. Además, tenían mucho tiempo de no verse y Candy no iba a desaprovechar su viaje a Chicago para saber cómo estaba.

—Mira, entiendo todo el problema de la manada con Albert, juro que sí —dijo conservando la calma—, pero Anthony y yo establecimos hace mucho tiempo que mi relación con Albert es algo completamente independiente a ese asunto. Sé que no quieres verlo, que nadie de ustedes quiere hacerlo, así que no voy a obligarte, pero tú no puedes impedirme visitarlo. Iré a cenar con él y es tu decisión si me acompañas para seguir las órdenes de Anthony o, confiar en mí y dejarme ir sola. En cualquiera de los dos casos, yo asumo la responsabilidad.

Odette no sabía qué hacer. No podía dejar sola a Candy por la orden de Anthony de cuidarla en todo momento, pero tampoco quería ir a la casa de los Andley porque había una remota posibilidad de que el señor William la recordara y, entonces sabría que Candy tenía contacto con ellos y ¡Dios sabe lo que pasaría!... ¿y si llamaba a Anthony? No, no había tiempo… solo podía hacer una cosa y eso era confiar en su instinto y este le decía que Candy no corría ningún peligro con el señor William Andley… con Albert.


—¿Estás segura? —preguntó Candy por tercera vez cuando ya se despedían.

—No —aceptó—, pero dijiste que confiara en ti y lo hago. Ve a esa cena y te veo cuando vuelvas. Si algo pasara, solo llámame e iré de inmediato.

Candy asintió. La sobreprotección de la manada a veces era asfixiante para alguien como ella que estaba acostumbrada a hacer las cosas sola y por su cuenta, pero poco a poco iba entendiendo que ella era parte de esa manada y, que, al ser la compañera del jefe, debía ser más cuidadosa en sus acciones, sobre todo, después de lo ocurrido con Jimmy.

Candy abordó el automóvil de los Andley que ya la esperaba en la entrada principal del hotel. El tiempo que tardó en llegar a la mansión lo usó para pensar en qué le diría a Anthony sobre su visita a Albert. Era cierto que habían acordado separar la relación que cada uno tenía con el patriarca, pero eso había sido antes, mucho antes de que empezaran su relación. "Solo lo veré hoy", pensó Candy "y no estoy haciendo nada malo".

Por fuera, la mansión era tal y como la recordaba Candy de sus contadas visitas mientras estuvo en Chicago, cuando la señora Elroy la habitaba junto con Stear y Archie, pero por dentro lucía completamente diferente. Era más austera, se veía más grande y moderna, aunque… vacía.

La comparación con la casa de la manada no se hizo esperar y a Candy se le encogió el corazón al pensar que, mientras Anthony a esa misma hora estaba cenando junto con toda la manada, Albert estaba solo en esa enorme casa.

—¡Pero miren quién llegó! —La alegre voz de Albert la sacó de sus pensamientos y Candy corrió a abrazarlo.

—¡Me da tanto gusto verte! —dijo abrazándolo con fuerza. —¡Estás muy delgado! No comes bien, ¿cierto? —lo reprendió en cuanto llegó y Albert rio de buena gana.

—Estoy bien, Candy —respondió Albert mientras le hacía un gesto para atravesar el recibidor y entrar a una sala de estar en la que el ambiente se veía más hogareño. La chimenea estaba encendida porque pronto llegaría la temporada de frío y el personal le daba mantenimiento; una bandeja de bocadillos descansaba en la mesa de centro, junto a una montaña de papeles que pronto se mudaría al sofá donde Albert tenía más documentos.

Albert prefería trabajar en esa habitación a hacerlo en el despacho, algo que seguramente la tía Elroy reprobaría, pero ya bastante tiempo pasaba en la oficina del Corporativo Andley, detrás de un escritorio, como para hacerlo también en su casa.

Candy se sentó sin ceremonias en un sillón que estaba vacío y Albert hizo lo mismo a su lado.

—¿Y tu acompañante? —preguntó Albert.

—Prefirió quedarse en el hotel, pero agradece la invitación —contestó Candy.

—Me sorprendió mucho tu llamada —siguió hablando Albert—. Creo que adelantaste mucho tu viaje de fin de año, ¿no?

—Sí, es que quería aprovechar el clima y a mi acompañante le urgía hacer las compras que hicimos.

Un mayordomo llegó y puso un servicio de té en un hueco de la mesa de centro. Le sirvió a Candy una taza y se retiró.

—En cuánto George llegue, cenaremos, ¿te parece? —preguntó Albert y Candy asintió.

La siguiente hora, Candy y Albert la usaron para ser ellos mismos. Tenían meses sin verse y mucho de lo que ponerse al corriente. Candy escuchó con atención lo que Albert le contaba, ya fuera sobre su vida personal, que se había vuelto realmente monótona; habló sobre la familia y de su asistencia a la boda de una prima muy lejana a quien en realidad no conocía, pero la joven se había empeñado en que el patriarca de los Andley estuviera en primera fila ese día.

—Resulta que yo fui a su bautizo cuando era un niño y no lo recuerdo —contó Albert divertido por la anécdota del tío lejano que le contó que, en ese entonces, Rosemary era una perfecta señorita de sociedad, pero que no se resistía a los dulces y que ese día había tomado un puñado y los había metido en los bolsillos de Albert.

—¿Qué edad tenía tu hermana?

—Creo que no pasaba de los once años.

Albert también habló de Archie y Candy le contó la versión de los Britter sobre el rompimiento del compromiso.

—Dejemos que encuentre su camino él solo —dijo Albert—, ha pasado por mucho y es justo que respetemos sus decisiones.

Candy asintió.

—¿Has tenido noticias recientes de él?

—Me escribió hace una semana. —Candy pidió más información con sus enormes ojos verdes—. Está bien, le gusta Pensilvania y está muy enfocado en sus estudios. Dice que siente atracción por ese lugar y que no piensa salir de ahí pronto.

Candy preguntó por los negocios de la familia, no porque le interesaran los ingresos e inversiones, sino porque ese era el mundo de Albert y era el que lo tenía tan cansado y bajo de peso, aunque él lo negara.

—No canto victoria —contestó Albert—, pero poco a poco los socios han aceptado la posibilidad de invertir en el sur y ya falta poco para la junta de consejo en la que voten si aceptan o no.

—¿Y Canadá? —preguntó Candy recordando a la perfección que los socios querían a toda costa la industria canadiense.

Albert frunció el ceño.

—Deben olvidarse de eso. —Negó con la cabeza—. Ese territorio ya está ocupado.

A Candy le llamó la atención la elección de palabras de Albert, pero no dijo nada, pues en ese momento entró George a la sala y saludó con afecto y respeto a la rubia quien le correspondió con el mismo cariño que si de un tío querido se tratara.

La cena fue servida y la mansión Andley revivió con la presencia de Candy quien llenaba el lugar con sus risas, sus anécdotas sobre los niños del Hogar de Pony, noticias de Paty, noticias sobre la gente del pueblo a quien Albert no conocía, pero se entretenía oyendo cómo organizaban rodeos, ferias y bodas en graneros.

—¡La boda de Tom fue todo un evento! —contó Candy y les relató cada detalle, desde los preparativos, la misa, la fiesta y lo felices que habían sido los niños.

Tomaron el postre en la terraza, donde George podía fumar sin que el humo molestara a los rubios.

—Candy —dijo Albert terminando su segunda taza de café—. Mañana hay una cena de empresarios, la ofrece el presidente de la Cámara de Comercio y me preguntaba si te gustaría ir con nosotros.

Señaló a George y este asintió.

—¡Yo! —exclamó con nerviosismo y sorpresa—. Suena a algo muy importante, no quiero hacer algo que te avergüence.

—¡Vamos, Candy! Nunca has hecho nada de qué avergonzarse en las fiestas, ¿ya se te olvidó a todas aquellas a las que me acompañaste en mi primer año como cabeza de familia?

—No, pero… no tengo nada de gala en la maleta.

—Puedes conseguir algo mañana.

—Vengo con alguien, ¿recuerdas?

—¡Pues tráela contigo!


—¡NO, ¡NO, NO! —exclamó en repetidas ocasiones Odette—. Candy, ese no era el trato.

—Lo sé, lo sé —se disculpó mil veces la rubia—, pero insistieron mucho y no pude negarme más. Además, yo todavía soy parte de la familia Andley, y Albert necesita algo de apoyo moral con todas esas personas. Dijo que son empresarios muy importantes de todo el país. Todos van con sus esposas, yernos y no sé cuánto séquito más y Albert siempre va solo.

La rubia suplicó, prometió ampliar la biblioteca, prometió que su primo Aarón dejaría de ser tan severo con ella durante los entrenamientos, prometió…

—¿Quiénes dijiste que irán? —preguntó Odette cuando Candy enumeró una larga lista de apellidos.

—Los McLaren, los Martin, los Bennett, los Roble, los…

—¡Alto, alto! —la detuvo la cambiante—, ¿dijiste Bennett? ¿del oeste?

—No sé de dónde son, pero… —Candy hizo memoria—, son los que tienen el monopolio en los negocios con Canadá y por los que Albert no puede…

—¡Ay, Candy!, ¡son cambiantes!

—¿Qué?

—Los Bennett, esos que controlan el territorio norte son parte de la manada de cambiantes del jefe Rodrick.

—¿Él estará ahí?

—No, pero su hermano Richard, sí —Odette empezó a explicar—: Los Bennett son como debió haber sido la familia Andley con la manada si la jefa Rose no hubiera muerto tan joven.

—¿De qué hablas?

—Los Bennett son dos hermanos, uno de ellos es el jefe Rodrick, quien heredó el gen cambiante, mientras que su hermano Richard, no; él es completamente humano, pero trabajan juntos para que su manada y sus negocios prosperen. Richard controla la parte comercial porque su hermano tiene el control de una de las manadas más grandes del país y una de las dos fronterizas con el norte, ¿me sigues?

Candy asintió.

—Bueno y como son tan unidos, como todas las familias deberían ser —juzgó Odette—, Richard Bennett estará escoltado por un cambiante, es la regla.

—¿Y eso es un problema?

—Lo es para mí porque ahora debo ir contigo a esa cena —respondió Odette muy segura de que Anthony la mataría por permitir que su compañera fuera a una fiesta con el jefe de la familia Andley donde habría un cambiante que se encargaría de esparcir la noticia de que William fue acompañado por la compañera de alguien de la manada, por la compañera del jefe de la manada.

—Sigo sin entender cuál es el inconveniente —repitió Candy—, ¿tenemos algún problema con esa manada?

—¡Ninguno!, pero siempre es una noticia cuando aparece un cambiante o, en tu caso, alguien relacionado con ellos, en las altas esferas.

—Bien, hagamos esto, yo voy sola, tú te quedas y nadie se dará cuenta de que yo tengo algo que ver con ustedes y evitamos esas catastróficas habladurías a las que tanto temes.

—¿No se te olvida un detalle? —preguntó Odette y Candy frunció el ceño, no sabiendo a qué se refería—, la marca, Candy. Cualquier cambiante que esté ahí olerá tu marca y sabrá que eres la compañera de uno de nosotros.

Candy se llevó la mano al cuello y recordó que eso era cierto, cualquiera podría olerla a metros a la redonda.

—No puedo dejar a Albert plantado —dijo Candy después de un largo silencio.

—Ya entendí esa parte —asintió Odette—, por eso iremos a esa fiesta y yo me encargaré de que el guardia de Bennett no diga nada al darse cuenta de nuestra presencia.

Odette la tomó de los hombros con cuidado para llamar su atención.

—Somos animales territoriales, Candy, cualquier movimiento no previsto lo tomamos como una invasión a nuestro espacio y, en la política y la economía no es tan diferente, lo entiendes, ¿verdad?

—Creerán que Anthony quiere meterse en sus asuntos y no les gustará.

Odette asintió.

—Lo siento, no sabía que sería un problema mayor ver a Albert —se disculpó la rubia con la mirada gacha.

—No tendría que ser así —resopló la cambiante—, pero entre menos contacto haya entre nosotros y los Andley humanos, estaremos bien.

—¿Dijiste que si la madre de Anthony no hubiera muerto tan joven, la manada sería igual a la de los Bennett?

—Sí —asintió Odette—, seguro ya sabes que el Jefe Clinton, el abuelo de Anthony se hizo cargo de ambas partes porque era el mayor de los hermanos y el único que heredó el gen cambiante, además de que fue el único hombre.

Candy asintió, aunque en realidad no recordaba bien la historia del abuelo Clinton, pues Anthony no se la había contado a fondo.

—Con sus hijos eso sería diferente, la jefa Rose se haría cargo de la manada y Albert de la parte humana, eso tuvo que haber pasado, pero…

—Albert les dio la espalda —dijo Candy en un tono cansado, pues había oído ese reproche varias veces por parte de Anthony.

—No fue su culpa —dijo Odette pensativa—, pasaron muchas cosas en esa época y él reaccionó como pudo. Tal vez… Sé que no debería decir esto, pero si no lo hubiéramos dejado solo en esa época, él no nos habría rechazado, habría seguido con la manada y trabajado primero con Víctor y después con Anthony.

—¡Tú lo conoces! —afirmó Candy después de observar con detenimiento a la cambiante que parecía estar atrapada en sus recuerdos y escuchar que no culpaba a Albert de la situación.

—Lo conocí cuando éramos niños —admitió Odette—. La jefa Rose lo llevaba a casa cada vez que podía y… hablábamos.

—¿Me puedes contar? —preguntó Candy, intrigada por cómo era la relación de Albert con la manada antes de que se separaran.

Era casi la una de la mañana cuando Candy y Odette seguían hablando ya no sólo del pasado de la manada, sino del posible futuro, del verdadero presente y del mundo en que vivían.

—Odette, ¿crees que Albert te reconozca mañana? —preguntó Candy.

—Espero que no, él tampoco debe saber que soy de la manada porque no dudará en correrme y no te dejaré sola.

—No quería ser una carga para ti —se lamentó la rubia.

—¡No lo eres, Candy! —negó Odette— tú no tienes la culpa de lo que haya ocurrido en el pasado entre Anthony y Albert, o Víctor.

—Si pudieran hablar… estoy segura de que solucionarían los malos entendidos. Albert no le daría la espalda a Anthony, él lo amaba y si supiera que está vivo…

—Ya se intentó, Candy y por eso estamos como estamos —dijo Odette como quien analiza la situación política del país.

—Lo sé, sé que Albert dijo cosas hirientes sobre ustedes y el jefe de la manada cuando lo buscaron en Londres, pero…

—Eso casi le cuesta la vida a Anthony y si él hubiera muerto, después de Víctor no tendríamos un líder —interrumpió la cambiante y esta vez sí había un tono de molestia en su voz.

—¿Cómo que casi le cuesta la vida a Anthony?, ¿qué pasó? —preguntó Candy más extrañada todavía por lo que oía.

—¿No sabías?

—No.

—¡Demonios! no debí hablar, Candy, pero contigo es tan fácil decir todo… —Odette se llevó las manos al largo cabello castaño y se reprochó por hablar de más, pero era cierto que con Candy era muy fácil hablar de cualquier cosa.

—Cuéntame, por favor —pidió la rubia, segura de que no se le negaría la información.

Odette la miró por varios segundos. Era una historia que no le correspondía contar, eso era seguro. Si Anthony no se lo había contado, era por algo, pero Odette sabía que en el punto en el que estaban, no había retorno. Candy debía saber ciertas cosas del pasado para tomar las decisiones correctas en el futuro.

—Cuando Víctor y Anthony volvieron de Londres y Albert se negó a recibir al nuevo jefe porque no le importaba quién fuera… Anthony… él enfermó… se negaba a transformarse, creyendo que podría revertir el gen y ser sólo un humano, pero eso no es posible, no podemos negar nuestra naturaleza. Su cuerpo humano se debilitó porque no podía controlar la fuerza de su lobo.

Los ojos de Candy se llenaron de lágrimas al instante. Era algo que no sabía y ahora no sabía si quería seguir escuchando.

—Víctor y Gabriel intentaron todo para convencerlo, pero era inútil y los demás no podíamos hacer nada porque no nos conocía… El único que logró convencerlo fue su padre. Víctor lo contactó en cuanto Anthony volvió a la manada, pero como el capitán estaba de viaje no pudo verlo de inmediato, no hasta que estuvo enfermo y él logró que se transformara otra vez.

Las palabras que Candy articuló después de oír esa información no tenían mucho sentido y Odette entendió su confusión, así que la acompañó un rato más hasta que asimiló toda la historia.

Así que esa era la razón por la que Anthony se había reunido con su padre después de su supuesta muerte… "Ojalá el reencuentro no hubiera sido en esas circunstancias", pensó Candy, pero al menos estaban juntos y Anthony tenía a su padre que lo amaba por todo lo que era. Su padre, siendo humano, nunca le daría la espalda, nunca culparía a los cambiantes de la muerte de su esposa, él no diría lo que Albert, hundido en su dolor, había dicho años atrás y tanto daño había causado…

"Albert no sabe el sufrimiento que provocó y, aunque sé que no lo hizo a propósito, es mejor que nunca lo sepa. Anthony tiene sus razones para no contactarlo y está bien, es mejor que Albert no sepa nada, la culpa no lo dejaría vivir", pensó Candy una y otra vez esa noche.


—¿Acaso no te enseñé nada sobre la caballerosidad? —George reprendió a Albert cuando esperaban en la entrada de la casa.

—Candy no quiso que fuera por ellas al hotel y dijo que vendrían directo a la casa para irnos juntos —respondió Albert cuando el automóvil que había mandado para recoger a Candy y su compañera se detenía frente a las escaleras principales.

Albert bajó deprisa y abrió la puerta del vehículo para ayudar a bajar a ambas mujeres. La primera en asomarse fue una hermosa mujer de largo y ondulado cabello castaño, alta (tan alta como él), tez blanca y unos hermosos ojos grises. Su presencia era impactante, era una de esas mujeres que una vez que se miran, es imposible despegar la vista de ellas.

—Bienvenida —dijo Albert de inmediato y después ofreció la mano para que Candy bajara.

—Gracias, señor Andley —asintió Odette y se hizo a un lado para que Candy tuviera espacio para moverse.

—Albert, ella es mi amiga Odette —Candy hizo las presentaciones en cuanto George se les unió para recibir a las señoritas y entraron los cuatro a la casa. La recepción a la que irían no empezaba hasta dentro de una hora y Albert nunca era de los primeros en llegar a esas reuniones, así que tenían algo de tiempo para, al menos, beber un trago con tranquilidad.

Odette entró con seguridad y confianza a la mansión, escoltada por George, no sin dejar de pensar que Anthony la mataría en cuanto supiera lo que estaba pasando, pero ya no había vuelta atrás…

Albert las dirigió a una sala de estar, diferente a la de la noche anterior, más elegante y ordenada. Ahí ya los esperaba el mayordomo con una botella de champaña. El señor Andley las invitó a sentarse, pero Odette pidió que la dejara observar la pintura que colgaba de una de las paredes.

—¿Le gusta? —preguntó Albert después de varios minutos en los que se dedicó a estudiar a su visitante.

—Es impresionante la intensidad de la mirada del hombre, parece que carga con todo el peso del mundo, pero no transmite pesar, sino… cierta paz —asintió Odette sin dejar de ver la pintura—, y la técnica es simplemente perfecta.

—Amari estará complacido con su comentario.

—¿Amari?

—El artista.

—¿Ese no es un nombre africano?

—Sí, y también el artista. Amari es un amigo que conocí en África.

—¿Usted estuvo en África?, ¿dónde? —preguntó Odette emocionada, esbozando una sonrisa que marcó un par de hoyuelos en sus mejillas.

—Recorrí varios países, Kenia, Tanzania, Etiopía y Mozambique; estuve a nada de llegar a Madagascar, pero tuve que volver al país —contestó Albert—. Amari fue mi intérprete en muchos de esos lugares.

—¡Increíble! —exclamó Odette y bebió de la copa que el mayordomo le ofrecía.

—¿Qué me dices de ti?

—¿De mí…?

—Odette estudió Historia y es una experta en arte —intervino Candy "y en la historia de tu familia", pensó.

—¿Historia?, ¡vaya, es impresionante! —dijo Albert y bebió de su copa, pero sin apartar la mirada de Odette.

La mujer era agradable, no había hablado ni diez minutos con ella, pero había apreciado una obra que él amaba y eso ya le sumaba puntos.

—¿Y a qué se dedica?, con ese título podría estar aquí mismo, dando clases o haciendo investigación, ¿no?

—Vivo con mi familia y administramos una librería —respondió Odette. Era la historia que ella y Candy habían creado por si Albert preguntaba—. Planeamos abrir una biblioteca pública y por eso vine a Chicago, a hacer un presupuesto de lo que necesitamos.

—Eso es todavía más impresionante —aseguró Albert—. Permítame ofrecerle mi apoyo en esa labor. Estoy seguro de que podemos aportar algo al acervo de esa biblioteca, tal vez… en la sección de historia romana.

Odette sonrió, pero no por agradecimiento. Él la había reconocido o creía reconocerla y ella no caería en la trampa.

—En realidad nos interesa más la literatura contemporánea, algo que atraiga la atención de los más jóvenes y claro, los clásicos, pero nada más antiguo que Shakespeare. Dejemos a Roma y el latín para los abogados y médicos.


Salieron de la mansión Andley poco después de esa charla. La recepción se llevaría a cabo en la casa del Presidente de la Cámara de Comercio, misma que era enorme, casi como un palacio. La fila de automóviles era larga, pero avanzaba con rapidez y en la puerta había un par de hombres revisando la lista de invitados. George había confirmado muy temprano que irían cuatro personas por parte de la familia Andley, los demás socios invitados confirmaron por sí mismos.

En un amplio salón había ya varias personas bebiendo y charlando. Muchas saludaron a Albert y éste les correspondía a todos en el mismo grado de amabilidad que le ofrecían: si eran efusivos, él también lo era, si eran sólo corteses, él también. Saludaron al anfitrión y Candy fue presentada ante un hombre mayor, serio y con el entrecejo marcado de arrugas, pero amable. Él y Albert intercambiaron impresiones generales de la fiesta, del panorama económico mundial y prometieron reunirse pronto.

El señor Pike no soltó a Albert desde el momento en que lo vio y acaparó su atención y la de Candy, a quien le dio gusto ver después de un tiempo.

—Señorita Andley, por favor, convenza a Albert para que me envíe al sur, tengo unas ganas enormes de disfrutar del calor del hemisferio sur. A mi edad, ya no se tolera el invierno y éste está a la vuelta de la esquina —el hombre bromeó y Candy prometió hacer lo que estuviera a su alcance para ayudarlo.

George entablaba las conversaciones que le correspondían y Odette lo acompañaba con una elegante sonrisa, pero sin descuidar a Candy.

—¿Se encuentra bien? —preguntó George cuando Odette respiró profundo y miró a su alrededor. George creyó que buscaba una salida para tomar aire, pero Odette había identificado al esperado cambiante, estaba cerca y era seguro que él también la había olido a ella.

—Estoy bien, gracias. —Sonrió la joven—. Sólo miraba.

Albert y Candy conversaban en voz baja, cerca de una ventana. Las primeras presentaciones estaban hechas y tenían unos minutos de tranquilidad hasta que empezara la segunda ronda antes de la cena.

—Señor Andley —una voz masculina llamó la atención de Albert.

—Señor Bennett —saludó Albert con un firme apretón de manos.

Este hombre tenía tal vez cincuenta años, no era muy alto, pero su presencia se imponía de inmediato; tenía una nariz bien delineada y unos oscuros ojos que parecían capturar todo lo que se cruzaba en su camino; su sonrisa parecía muy diplomática y su traje no tenía ni una sola arruga.

—Me da gusto verlo después de tanto tiempo, creí que esta vez también faltaría a la reunión —dijo el hombre—. Pocas veces tenemos la oportunidad de encontrarlo en estos eventos.

—Asisto cada vez que puedo, señor Bennett —respondió Albert con el mismo tono amable que había usado con las demás personas—. Creo que en realidad son pocas las circunstancias en las que usted y yo coincidimos.

—Habrá que cambiar eso, muchacho —dijo Bennett y fue claro cómo recalcó la palabra "muchacho"—. La señorita es…

—Candy White Andley. —Saludó Candy ofreciendo su mano con cortesía y elegancia, pero con los nervios de punta y ansiosa por reconocer al cambiante que lo acompañaba.

Bennett besó la mano de Candy y se quedó al lado de los Andley charlando con Albert del ambiente que se vivía en la recepción.

Odette y George se acercaron unos metros a ellos, pero fueron detenidos antes de llegar por un par de socios que querían saludar a George y pedir una cita con Albert.

Odette no perdía de vista a Candy y ella, al encontrarla con su mirada, la interrogó sobre el cambiante que debía estar cerca. Odette asintió ligeramente afirmando la presencia de dicho personaje y le sonrió para darle tranquilidad.


El olor de los humanos ya no le molestaba, hacía años que se había acostumbrado a este y ya nada podía sorprenderle; en términos generales, todos olían a lo mismo y la recepción a la que iban esa noche no sería la excepción. Encontraría los mismos olores, naturales y artificiales de hombres y mujeres por igual. Lo único divertido de esas reuniones era encontrar las similitudes entre toda esa gama de aromas, y no era precisamente por encontrar quién era la pareja de quién, sino para descubrir qué distinguido caballero engañaba a su esposa con la de otro hombre o qué hermosa dama tenía un amorío con un hombre menor. Ese divertido juego les había servido durante años para hacer sus propios negocios, porque quién se negaría a hacer tratos con Richard Bennett si este amenazaba con revelar los turbios secretos de tal o cual señor. Esa noche no sería diferente, algún soso olor daría información…

Excepto que no era un olor soso, ¡oh, no! Era uno muy interesante, fresco, joven y nada más y nada menos que de un cambiante, en específico de una mujer cambiante.

Dom inhaló profundo en cuanto la percibió, sonrió discretamente y no dijo nada a Richard. Esperaría a conocer a la loba y, si estaba con alguien importante lo reportaría, de lo contrario, la dejaría pasar.

Richard tomó su propio camino entre la gente y Dom hizo lo propio. Buscó el aroma detenidamente, cual cazador a su presa, aunque ella no era una presa, era alguien igual que él, así que era seguro que ella también lo estaba buscando.

Entró al salón principal donde estaba la mayoría de invitados reunidos y ahí lo encontró, pero… ¡ese era otro olor! No era una cambiante, pero sí la compañera de alguien… ¡Esto se ponía más divertido! Una humana, porque no había duda que era mujer, era la compañera de un cambiante y este no estaba a su lado, ¡qué extraño! Porque el olor era fresco.

Dirigió sus pasos con prisa hacia ese fresco aroma. Identificó a la joven, era una hermosa rubia, demasiado joven, tal vez de la edad de su propia hija. "¿Dónde está tu compañero, linda?" pensó mientras avanzaba, pero el otro aroma lo detuvo, y no fue solo el olor, sino el cuerpo del que emanaba.

Odette se había adelantado al cambiante. En cuanto pudo identificarlo, hizo todo lo posible por separarse de George y fue al encuentro del lobo. Lo vio precisamente cuando cruzaba el umbral del salón con paso decidido a acercarse a Candy, pero ella se interpuso en su camino.

—¿Te exiliaron de tu manada, o qué haces aquí? —preguntó Dom tan pronto como una cambiante castaña, alta y con llamativa presencia se detuvo frente a él, impidiéndole el paso.

—Solo estoy de paso —respondió la cambiante con tranquilidad—. No busco problemas.

—¡Oh, tampoco yo! —exclamó él con una sonrisa—, además, no tienes de qué preocuparte, este no es mi territorio, yo también estoy de paso.

—Bien, entonces no llamemos la atención, sigue tu camino y yo el mío —dijo Odette con una determinación en su voz envidiable para cualquier político.

—Lo que me intriga, y no voy a negarlo —dijo el cambiante con una sonrisa socarrona—, es qué haces aquí y quién es tu acompañante y, sobre todo, dónde está su compañero.


—Sí, no tengo negocios en Chicago, solo estoy de paso —respondió Bennett ante la pregunta de Albert de porqué estaba en la ciudad si sus socios e inversiones estaban del otro lado del país—, y no podía negarme a la invitación del ilustre Presidente de la Cámara de Comercio —dijo este título con exageración y sonrió como si hubiera contado la mejor broma de la noche—. Pero ya que estamos aquí, me gustaría conversar con usted de algo muy serio, señor Andley.

—Usted dirá.

—¿Hasta cuándo va a seguir intentando meterse en mis negocios? —el rostro de Bennett mostró seriedad, pero de inmediato soltó una carcajada que incluso llamó la atención de algunas personas que estaban a su alrededor—. Es broma, muchacho.

Bennett volvió a reír y Albert sonrió, pero Candy notó de inmediato su incomodidad. ¿Es que a todos les encantaba recalcarle a Albert que sus intentos mercantiles habían fracasado?

—He oído que te interesa el mercado del sur, con los latinos. Ahora, ¡eso es valiente e interesante! Si lo logras, tal vez podamos hacer negocios.

—Lo tendré en cuenta —respondió Albert.


—Así que nadie sabe lo que eres. —Dom asintió lentamente con la cabeza después de que Odette le exigiera discreción sobre su naturaleza—. Bien, no toquemos el tema de lo que somos y no somos; aunque quisiéramos, quién nos creería, ¿no?

—¿Le dirás a tu protegido?

—¿Tengo motivos para ocultarlo?

Odette se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto.

—Le contaré, como también le contaré que la amante del ilustre señor McLaren está embarazada y está aquí, dispuesta a hacer una escena delante de la señora McLaren. —Odette frunció el ceño, sin comprender de qué hablaba Dom y la relación que tenía un tema con otro—. A mi protegido le gusta estar enterado de todo lo que pasa a su alrededor, que tu acompañante sea la compañera de alguien es algo que le interesa tanto como cualquier otro chisme de esta encantadora sociedad.

—Los humanos con los que venimos no lo saben, así que será mejor que no digas nada delante de ellos.

—Tranquila, niña, no voy por la vida diciendo "¡soy un cambiante!, ¡me convierto en lobo!"


—¿Lo encontraste? —preguntó Candy en cuanto tuvo a Odette a su lado.

—Sí, es el sujeto alto y calvo de allá —señaló con discreción hacia Dom y Candy lo miró con disimulo—. Ya está advertido de que nuestros acompañantes no saben lo que somos, bueno… lo que soy ni quién eres, y que no debe decir nada ni hacer insinuaciones.

—Bien —asintió Candy—, ¿ya estás más tranquila?

—Sí, supongo que exageré.

—Le diré a Anthony que me cuidaste bien. —La tomó de la mano y sonrió.


—¿Algo interesante, sabueso? —preguntó Richard Bennett a Dom una vez que estuvieron a bordo de su automóvil.

—Algo muy interesante. —Sonrió Dom echando a andar el vehículo—. Había una joven cambiante en la fiesta.

—¡En serio! —exclamó Bennett con genuina sorpresa—. ¿De la manada de quién?

—¿De quién crees? De los Andley.

—¡No puede ser!, ¿acaso ya se han reconciliado? —preguntó Bennett intrigado.

—¡Cómo voy a saberlo! —se quejó Dom—. Lo que sé es que lo acompañaba una cambiante y… —La pausa dramática que hizo sólo puso más nervioso a Bennett—. La compañera de un cambiante, pero… no de uno cualquiera, la de un líder.

—¡No puede ser! —repitió Dom—, esto lo tiene que saber mi hermano. Después de tantos años, el joven patriarca vuelve a andar con lobos…

—Le informaré, pero eso no es todo.

—¡Déjate ya de rodeos, y dime todo lo que sabes!

—Él no sabe que está rodeado de cambiantes. La chica loba fue muy insistente en que él no debía saberlo.

—¡Vaya, vaya! Así que el nuevo jefe está metiendo sus narices con los Andley… por cierto, ¿quién es el jefe ahora?

—El hijo de Rosemary Andley.

—¿No había muerto?

—No, apareció hace años, pero los humanos no lo saben.

—¿Y si se enteran?

Dom se encogió de hombros, él se limitaba a obtener la información, analizarla y usarla era ya tarea de Richard y su hermano Rodrick, el jefe de su manada.


El último día que estuvieron en Chicago, Candy comió con Albert en la mansión Andley. George estaba en la oficina y Odette, a regañadientes, esperó en el hotel.

—Me apena que te vayas tan pronto, Candy —dijo Albert cuando paseaban por el jardín—. Me gustaría invitarte a pasar una temporada en la ciudad, pero tengo mucho trabajo y te dejaría sola casi todo el tiempo.

—Hay mucho que hacer en el orfanato y no puedo desaparecer más tiempo del que ya lo hice.

—Sólo fueron tres días, Candy —dijo Albert— estoy seguro de que la hermana María y la señorita Pony se las han arreglado sin ti.

—En eso tienes razón… —Pero Candy se había ausentado más de tres días y no podía contarle dónde pasaba la mayor parte de su tiempo.

—Por cierto, no me dijiste cómo conociste a Odette.

Las palabras de Albert tomaron a Candy desprevenida y calló por varios segundos.

—El pueblo en el que vivo es pequeño y todos nos conocemos —respondió con nerviosismo—. ¿Ella no te agradó?

—¡Al contrario! Es muy inteligente y segura de sí misma, se le nota a leguas, sólo que… —Albert se frotó el cuello y negando con la cabeza, ahuyentó los recuerdos.

—¿Sólo que, qué?

—¡Nada, Candy! No me hagas caso, solo… ten cuidado con quienes frecuentas.

Entraron a la casa desde la puerta de la cocina y fueron directo al despacho de Albert para que éste recogiera unos documentos, salieran de la mansión y él acompañara a Candy hasta su hotel y ella partiera de vuelta a casa.

—Será sólo un momento —dijo Albert buscando en los cajones del escritorio.

Candy asintió y recorrió con la mirada el lugar.

—¿Dónde los dejé? —murmuraba Albert cada vez que volcaba todo un cajón de papeles.

Candy se sentó a esperar en la silla frente al escritorio. Recorrió con la vista lo que había encima y sus ojos se detuvieron en el programa de una misa de difunto. Extrañada, tomó el papel y empezó a leer.

A la memoria de Anthony Brower Andley, amado sobrino.

Los ojos de Candy se llenaron de lágrimas. Ella sabía que él no estaba muerto, pero la idea de que así lo creyeran, de que hicieran rezos por la salvación de su alma le daba escalofríos. Albert notó ese llanto y fue de inmediato al lado de la rubia, quien tan pronto lo sintió cerca intentó recomponerse.

—¿Qué pasa, Candy? —preguntó al tiempo que sacaba el pañuelo de su bolsillo y se lo daba. Ella no respondió, pero Albert vio lo que sujetaba en las manos y entendió todo—. Hace poco habría sido su cumpleaños —dijo tomando el programa de la misa—. No soy un hombre religioso, pero la tía Elroy cada año en su cumpleaños y en el aniversario de su muerte, manda a hacer una misa para él. Este año fui… —El llanto de Candy se intensificó y Albert la abrazó. En otros tiempos le habría dicho que no llorara, pero esta vez la dejó hacerlo.

—Albert… —dijo entre sollozos—, Anthony…

—Yo también lo extraño, Candy —dijo Albert limpiando las lágrimas de la rubia que caían en su propia mano.

—Albert, esto es tonto, pero… si tuvieras a Anthony frente a ti, si por cualquier razón, si por cualquier milagro estuviera vivo… ¿qué le dirías?

—El único milagro que nos lo hubiera devuelto nunca ocurrió, Candy… ¡lo siento!, yo… no sé lo que digo. —Se llevó una mano a la frente y respiró profundo—. Supongo que… lo primero que le diría es… lo que siempre le digo cuando pienso en él… que lamento no haberlo cuidado como era debido, que siento no haber estado a su lado cuando era un niño… que siento mucho… —la voz de Albert se quebró—, no haber podido hacer nada para salvar a Rose y salvarlo a él… Si Anthony estuviera con nosotros, todo el esfuerzo de la compañía y la familia valdría la pena porque todo sería para él… él sería ya un hombre y habría forjado su propio destino como me lo dijo en sus cartas… hasta estoy seguro de que él y tú serían una pareja porque… Anthony te amaba, Candy… era todavía un niño cuando ustedes se conocieron, pero él ya te amaba…

Candy tomó las manos de Albert entre las suyas y lloró al lado de él. ¡Con tres palabras ella podría borrar todo ese dolor!, pero no podía, ¡no podía! Y eso la consumía. Para sanar una herida era necesario abrir otra y traicionar la confianza de Anthony y eso… ¡eso era impensable!

—Perdóname, Albert —dijo Candy cuando contuvo sus lágrimas, pero no pedía perdón por haberlo hecho hablar, sino por no poder decirle la verdad.

—No tengo nada que perdonarte, Candy… —Albert se limpió con discreción las lágrimas que aún corrían por sus mejillas y esbozó una sonrisa—. En realidad, hiciste que recordara algo importante y que me gustaría mostrarte.

Albert fue hasta el librero que estaba detrás de su escritorio y tomó un libro que, al abrirlo, resultaba ser una caja. Sacó unos sobres y buscó el que quería mostrarle a Candy. Cuando lo encontró sonrió con nostalgia y volvió al lado de la joven, quien lo siguió con la mirada en todo momento.

—Esta es la carta que Anthony me escribió para pedirme que te adoptara —se la dio a Candy y ella la recibió con manos temblorosas…

Estimado señor Andley,

La caligrafía de Anthony siempre había sido perfecta. Candy se llenó de ternura al leer cada palabra respetuosa, en un principio, para saludar al señor Andley y disculparse por escribirle de manera tan precipitada, pero el problema que había en Lakewood era importante y Anthony necesitaba de su ayuda.

La misiva era bastante diplomática y respetuosa. En breves líneas, Anthony resumió los acontecimientos que habían hecho a Candy mudarse con la familia Leggan y el maltrato que había sufrido, así como el engaño y malicia con los que había sido enviada a México.

Anthony le explicó al señor Andley que Candy era una joven de buen corazón, valiente y brillante que merecía el cariño y protección de una familia y qué mejor familia que los Andley, quienes contaban con el respeto de la sociedad, los recursos para proveer una buena educación y los valores para criar a una dama que, en pocos años, sería la compañera perfecta de cualquier caballero.

Si todo eso no convencía al señor Andley, Anthony le propuso algo: adoptar a Candy y proveerla de todo lo necesario hasta que él fuera mayor de edad y tuviera acceso a su fortuna; entonces, él mismo, Anthony Brower devolvería cada centavo invertido en la joven, la misma a quien pensaba convertir en su esposa en cuanto fuera posible.

Las lágrimas de Candy cesaron y su corazón se llenó de calor, de amor y de un ferviente deseo de estar en ese momento en brazos de Anthony y agradecerle por todo lo que había hecho por ella. Él siempre la había cuidado, cambiante o no, y estaba convencido de que terminarían juntos, justo como ya lo estaban.

—Nunca había visto esta carta —dijo Candy devolviéndosela a Albert.

—La tengo siempre conmigo, igual que las de Archie y Stear —respondió Albert señalando el interior de la caja, ahí estaban esas dos misivas y unas cuantas más de las que Candy decidió no preguntar de quién eran.

—Nunca les respondiste —afirmó Candy y Albert asintió—, ¿no querías hacerlo?

—Me moría de ganas de escribirles, de entablar comunicación con mis sobrinos, al menos de manera epistolar, pero no era posible… y ahora… ahora es la única manera en la que puedo comunicarme con uno solo de ellos, Archie.

¡Anthony está vivo, Anthony está vivo! Gritaba una voz en el interior de Candy, sólo tres palabras y las cosas cambiarían, sólo tenía que decir eso y, estaba segura, Albert iría con ella hasta la casa de la manada a arreglar cualquier malentendido que hubiera, pero no… no podía hacerle eso a Anthony.

—A mí también me puedes escribir siempre que quieras y, cuando me llames, juro que vendré —prometió Candy tomando las manos de Albert entre las suyas, afianzando su promesa de no dejarlo, de ser siempre su familia.

—Lo sé, Candy, lo sé. —Sonrió Albert—. Pero tú debes hacer tu vida, has pasado ya mucho tiempo en el Hogar de Pony y tal vez ya es tiempo de que salgas de tu refugio y busques tu camino.

—Ya lo encontré, Albert y te aseguro que estoy donde debo estar. —La sonrisa de Candy era franca y Albert no tuvo razones para dudar de sus palabras.

—Me alegro por ti, pequeña. —Le besó la frente y Albert volvió a tomar la carta de Anthony—. Llévala contigo.

—¡Pero, Albert! Es un recuerdo de Anthony, no puedo quitártelo.

—No me estás quitando nada, yo te la doy de buena gana. Es una carta que te concierne a ti y creo que deberías tenerla… pero si te pone triste…

—¡NO! —exclamó Candy—, ¡para nada! En realidad, me hizo muy feliz leerla.

Albert y Candy continuaron el plan y después de que él encontrara por fin los documentos que necesitaba, que no estaban en el despacho, salieron rumbo al hotel de Candy donde Odette la esperaba ya, lista para irse.

—Debo subir a la habitación un momento a revisar unas cosas más antes de irnos —dijo Candy.

—Te acompaño —dijo Odette.

—No es necesario. —La detuvo Candy—. Espérame aquí.

La rubia subió deprisa las escaleras del hotel y dejó solos a Odette y Albert quienes, incómodos por no conocerse realmente, se sentaron en el lobby.

—¿Encontraste todo lo que necesitabas de Chicago? —preguntó Albert sólo para llenar el silencio incómodo.

—Sí, en casa estarán complacidos con lo que llevo —contestó Odette.

Un trabajador del hotel colocó varios ejemplares de la edición vespertina del diario local y Albert tomó una, empezó a leer y, tras varios minutos, chasqueó la lengua.

—¿Sucede algo? —preguntó Odette.

—La salud del senador Phillips empeora y el partido ya está publicando el nombre de su suplente, pero Jenkins es más empresario que político y no sólo eso, empresario de la vieja escuela, así que si él asume el cargo ya puedo despedirme de algunos proyectos… —Albert terminó de leer la noticia y se quedó con la mirada fija en el papel—. Disculpe, son cosas que de seguro no te interesan. —Se disculpó al recordar que hablaba frente a una dama y, por desgracia, en su mundo, con pocas mujeres se podía hablar de política.

—Phillips aumentó el fondo de apoyo para las familias de los soldados en el frente, a pesar de que la mayoría del senado dijo que no sería posible vaciar más las arcas públicas —dijo Odette y Albert asintió—. También ayudó a financiar hace unos… seis años el zoológico de la ciudad, ¿no es así?, cuando todavía no era senador. —Albert volvió a asentir, no cabía del asombro y, tras dejar a un lado el periódico, se inclinó hacia adelante para prestar más atención a la conversación que ya se formaba—. A Jenkins no lo conozco… ¿cuál es su rama?

—Bienes raíces.

—Eso explica mucho… pero ¿cómo es que él es suplente de Phillips si sus ideales son tan diferentes?

—El partido no creyó necesario que hubiera un suplente con ideas afines porque Phillips tenía la energía de un caballo, pero la guerra mermó su salud —contestó Albert—. Sus dos hijos menores fueron de los primeros en enlistarse en el ejército y murieron en combate. Eso complicó las cosas y desde hace unos ocho meses que la pena no lo deja trabajar como lo había estado haciendo desde el principio.

—¿Y se puede saber qué proyectos corren peligro si Jenkins se vuelve senador? —preguntó Odette con voz pausada, analizaba realmente la situación.

—Phillips, unos socios y yo, el corporativo Andley —especificó—, planeamos construir un hospital al sur de la ciudad, pero el predio que nos interesa está en disputa legal y una vez que se resuelva estará a la venta y…

—Jenkins preferiría ayudar a cualquier otra empresa privada a conseguirlo antes que a ustedes porque un hospital es menos redituable que… no sé… ¿un hotel?

—¡Precisamente! —exclamó Albert y dedicó los siguientes minutos a resumir el estado legal del predio y los principales competidores que tenía para poder comprarlo.

Odette escuchó con atención y cuando tenía dudas, no dudaba en interrumpir y preguntar, Albert tampoco tenía reparos en responder y agradecía que la joven fuera tan rápida para entender los recovecos, fallas y beneficios que tenía su situación.

—Bueno, lo de Jenkins aún no es un cargo seguro, pero si ya lo están presentando en el ámbito político no estaría de más que lo conociera y sondeara qué camino tomaría si asume el cargo… Dudo que, desde un principio, eche por la borda lo que ha hecho Phillips porque eso le estropearía un segundo mandato en las siguientes elecciones… y tampoco le convendría enemistarse con los empresarios como usted que han estado del lado de Phillips e impulsado su carrera…

Albert aplaudió complacido un par de veces ante el análisis de Odette, quien sonrió con discreción. Era una amante de la Historia y su capacidad de análisis de los hechos pasados le servían para entender, como pocos, el contexto en que vivían y la forma en la que podían desarrollarse los eventos. El señor Andley no tuvo reparos en elogiar esa capacidad de análisis y siguieron hablando de ese y otros temas hasta que Candy volvió a su lado.

El equipaje y todo lo que habían comprado durante su estancia en Chicago fue cargado en el automóvil de los Andley y Albert las acompañó hasta la estación de trenes, donde se despidieron como tres buenos amigos.

—Espero verte pronto —se despidió Albert de Odette.

La joven se sonrojó, pero no por las caballerosas formas de Albert, sino por la situación en la que estaban metidos y él desconocía por completo. Si él supiera lo que era… Odette estaba segura que sus palabras serían muy diferentes.

—¡Cuídate mucho, Albert! —exclamó Candy al abrazar a Albert y se quedaron así un rato— por favor, escríbeme.

—Ten un buen viaje, pequeña —contestó Albert a modo de despedida.


Queridas lectoras, gracias por llegar hasta este episodio. Ni siquiera me atrevo a ver el número de capítulo porque no les digo quién planeó una historia breve, pero la extendió y extendió, y miren dónde estamos y todavía lo que falta… pero espero que no se aburran.

¿Qué les pareció este capítulo?, ¿Qué creen que haga Anthony cuando se entere de lo que hizo Candy en Chicago?, ¿Su resentimiento hacia Albert será justificado, un berrinche atrasado o un terrible malentendido? Ya saben, quejas, dudas y sugerencias son más que bienvenidas.

Quiero agradecer, como siempre, a quienes leen y comentan de forma anónima y a quienes se toman su tiempo para dejarme saber sus impresiones:

Maria Jose M: ¡Claro que nada es incorrecto cuando se trata de Anthony!, concuerdo al cien por ciento contigo. Qué bueno que te gustara el capítulo anterior. Te mando un saludo y espero que cuando leas este avance, lo disfrutes.

Mayely León: ¡Bendiciones a ti también! Gracias por tus comentarios.

GeoMtzR: Mil gracias por tu comentario, qué bueno que la euforia no te dejó y comentaste el capítulo. Mira, resulta que la marca no dolía… tanto ja, ja.

Cla1969: ¡Hola!, pues mira, sí pudieron sólo dormir juntos, pero la necesidad de estar uno al lado del otro persiste, veamos cuánto duran separados. Sobre Chicago, bueno… ya vimos qué pasó.

Nos leemos pronto

Luna