CAPITULO 17: ENTRE LA ESPERA Y EL ASEDIO

Paxton, la comunidad que prometía una estabilidad y estructura inimaginable, se encontraba sumida en una atmósfera de incertidumbre y preocupación. La desaparición del Sargento Dawson y su equipo, junto con la ausencia de las doctoras Emily y Vania, y de Liam, uno de los líderes más respetados de la comunidad, había dejado un vacío palpable en el corazón de sus habitantes.

A pesar de la creciente tensión, la vida en Paxton seguía adelante, cada miembro de la comunidad asumiendo roles adicionales para cubrir las necesidades diarias y mantener el espíritu de solidaridad que los había caracterizado. Los adultos se organizaban en grupos para discutir estrategias de defensa contra los recientes avistamientos de caminantes que amenazaban su hogar, sus conversaciones frecuentemente interrumpidas por miradas ansiosas hacia los caminos que conducían fuera de la comunidad, esperando el retorno de sus compañeros desaparecidos.

En los rostros de cada adulto se leía una mezcla de determinación y preocupación, pero era en los espacios compartidos donde la comunidad encontraba momentos de respiro. Los jardines comunitarios, los talleres y las áreas de cocina se convertían en lugares de encuentro, donde la preocupación daba paso, aunque fuera brevemente, a la cooperación y al consuelo mutuo.

Entre los jardines comunitarios que brotaban con vida, Cyndie había organizado un juego improvisado. Junto a su hermano Zeth y Hailey, con Max correteando a su alrededor, la tarde se llenaba de risas y gritos juguetones. A pesar de la sombra que la situación actual arrojaba sobre la comunidad, Cyndie estaba decidida a crear una burbuja de felicidad y normalidad para ellos.

— ¡Vamos a ver quién puede correr más rápido que Max! — exclamó Cyndie mirando al canino que jugueteaba inquieto por el lugar, su voz llena de emoción mientras se preparaba en la línea de salida improvisada, una pequeña brecha entre dos arbustos floridos. Zeth y Hailey se colocaron a su lado, ambos con miradas de concentración cómicamente serias en sus rostros.

Max, el leal compañero canino de Hailey, se paró frente a ellos, la lengua colgando y los ojos brillando con la anticipación del juego. Aunque era más un guardián y superviviente que un atleta, la energía y el entusiasmo de los niños parecían contagiarlo.

— A la cuenta de tres — dijo Zeth, asumiendo el papel de juez con una solemnidad que contrastaba con su joven edad. "Uno... dos... ¡tres!

El grupo estalló en un sprint, risas mezclándose con el sonido de los pies descalzos golpeando el suelo. Max, con una ventaja injusta de cuatro patas, tomó la delantera, pero eso no disminuyó el espíritu competitivo de los niños. Hailey, con una determinación que reflejaba la de su tía y su padre, corría con una mezcla de alegría y esfuerzo, sus cabellos volando detrás de ella.

— ¡Max, espera por mí! — gritó Hailey entre risas, mientras el perro giraba en círculos, ladrando felizmente al ver que los niños intentaban alcanzarlo.

Cyndie, llegando de segunda después de Max, se giró para animar a Zeth, quien venía detrás, sus pequeñas piernas luchando por mantener el ritmo. — ¡Vamos, Zeth! ¡Puedes hacerlo! — Su voz era un canto de apoyo y diversión.

Al final del improvisado circuito, se detuvieron, sin aliento, pero sonrientes. Max se acercó a cada uno de ellos por turno, buscando caricias y ofreciendo su versión de felicitaciones con suaves lametones.

— Creo que Max ganó, pero yo... yo volé como un superhéroe — declaró Zeth, tratando de recuperar el aliento, sus manos en las rodillas.

— ¡Todos somos superhéroes aquí! — Cyndie respondió, abrazando a su hermano. — Pero el superpoder más grande de todos es hacer que los demás sonrían, ¿no creen?

Los niños asintieron, unidos en un momento de inocencia y complicidad. La realidad de Paxton, con todas sus preocupaciones y desafíos, parecía distante en este pequeño oasis de juegos y risas. Cyndie, con su ingenio para crear momentos de alegría, había logrado su objetivo: hacer que, al menos por un rato, aquellos niños olvidaran la dureza del mundo allá afuera.

Max, el fiel guardián y compañero de aventuras, se recostó junto a ellos, su presencia era un recordatorio constante de la inocencia y pureza que no se debía perder. Y en aquel espacio de tiempo, bajo el cielo que comenzaba a teñirse de los colores del atardecer, Hailey y Zeth encontraron un respiro, una chispa de felicidad en un mundo que a menudo se olvidaba de sonreír.

Justo en la entrada principal de la comunidad de Paxton, la expectativa danzaba en el aire como una corriente eléctrica. Robert Kennedy, con la postura erguida y la mirada firme que solo años de servicio militar podían forjar, compartía la vigilia con Lysander Vale, cuya juventud no le restaba un ápice de seriedad a su expresión. La desconfianza y la dureza de su mirada se suavizaban solo ligeramente al lado de Robert, un hombre que había llegado a respetar a pesar de su naturaleza reservada.

Ambos hombres observaban el horizonte más allá de la barricada, sus ojos escrutando el paisaje en busca de cualquier señal de peligro o, con suerte, de sus compañeros desaparecidos. La quietud del momento era engañosa, un mero preludio de lo que podría desatarse en cualquier segundo.

— ¿Crees que Liam logre encontrarlos con vida? — La voz de Lysander rompió el silencio, llevando consigo el peso de la preocupación por sus camaradas, una pregunta que resonaba constantemente en su mente desde su partida.

Robert giró su cabeza hacia Lysander, su mirada encontrando la del joven. — He visto hombres enfrentarse a lo imposible y regresar para contarlo — comenzó, su tono era calmado pero cargado de vivencias. — Pero en este mundo, cada día es una prueba de nuestra voluntad para sobrevivir. Ellos... todos ellos son fuertes.

Un suspiro casi imperceptible escapó de los labios de Lysander, las palabras de Robert no ofrecían garantías, pero sí un tipo de consuelo en la incertidumbre. — Quisiera poder hacer más. Gracias al sargento Dawson es que estamos todos aquí — admitió, su mirada volviendo al vasto y desolado paisaje que se extendía frente a ellos.

— Lo que hacemos aquí, mantener a salvo a toda esta gente, también cuenta. Todos jugamos nuestra parte, Lysander — respondió Robert, su mano encontrando el hombro del joven en un gesto de camaradería raro en él. — Y cuando llegue el momento, estaremos listos para hacer lo que sea necesario.

Lysander asintió, sintiendo la responsabilidad de sus roles como guardianes de Paxton más fuerte que nunca. La brevedad del contacto, el gesto simple pero significativo de Robert, le recordó que no estaban solos en aquella lucha por la supervivencia. La comunidad dependía de ellos tanto como ellos dependían de la fortaleza colectiva de Paxton.

Por un momento, los dos hombres compartieron una mirada de entendimiento mutuo, una conexión forjada en el crisol de la adversidad y el compromiso compartido de proteger no solo a su comunidad, sino los ideales que Paxton representaba en un mundo fracturado.

Tras un momento, ambos volvieron su atención hacia el horizonte, sus siluetas un par de faros de vigilancia contra la oscuridad creciente. En la calma antes de la tormenta, encontraron una determinación renovada, la promesa silenciosa de enfrentar juntos cualquier desafío que el destino les reservara.

Tras unos minutos de silencio, un movimiento en la lejanía capturó la atención de Robert. Con la practicidad de quien ha enfrentado innumerables situaciones críticas, extrajo de su chaqueta los prismáticos que siempre llevaba consigo, un regalo de tiempos más simples que ahora servían como una herramienta indispensable en su vigilancia diaria.

Al enfocar la vista, lo que al principio parecía ser apenas unas manchas en el horizonte comenzó a tomar forma. Un convoy se acercaba, y entre los vehículos, pudo distinguir las camionetas que el Sargento Dawson y su equipo habían usado al partir en busca de suministros. — Parece que nuestros muchachos están de vuelta — anunció, su voz teñida de alivio y esperanza, creyendo que, contra todo pronóstico, la misión había sido un éxito.

Lysander se acercó rápidamente, su mirada alternando entre Robert y el camino que se extendía frente a ellos. — ¿Están todos ahí? — preguntó, con el entusiasmo por volver a ver a sus camaradas con vida, y en especial, a Vania, e intentando ocultar la ansiedad en su voz.

Robert, sin apartar los ojos de los prismáticos, asintió inicialmente. Sin embargo, conforme el convoy se acercaba, una sensación de inquietud comenzó a anidar en su pecho. Algo en la formación de los vehículos, en la manera en que avanzaban, no cuadraba. El alivio inicial dio paso a una sombra de duda, un presentimiento de que algo estaba profundamente mal.

— Espera... algo no está bien — murmuró Robert, su ceño fruncido en concentración. Cada vez que los vehículos se acercaban, podía ver que no mostraban señales de la habitual formación defensiva que adoptaban al regresar de una expedición. No había rastros del vehículo de Liam, ni señales de celebración o alivio por el retorno seguro. En su lugar, el convoy avanzaba con una urgencia que parecía presagiar malas noticias.

Unos detalles tras otro comenzaron a sumarse, tejiendo una narrativa que Robert no había anticipado. La camioneta que lideraba el convoy... algo en ella no encajaba. No era la postura ni el movimiento de quien la conducía; era algo más siniestro, una presencia que desentonaba con el espíritu de su comunidad.

El hombre al volante, aunque a esta distancia solo se perfilaba como una silueta, irradiaba una autoridad fría y calculadora. Su postura era la de alguien acostumbrado a comandar, a imponer su voluntad. La luz del atardecer proyectaba largas sombras, pero incluso así, Robert podía discernir la dureza en la manera de conducir, la determinación en el avance del vehículo.

Lysander captó el cambio en la postura de Robert, la tensión que ahora dominaba sus movimientos. —¿Qué ves? — insistió, su voz elevándose ligeramente, marcada por la tensión.

— Quien dirige el convoy….. No es de los nuestros. — sentencio Robert, su alivio inicial dando paso a una tensión creciente.

Lysander, sintiendo la gravedad de las palabras de Robert, frunció el ceño. — ¿Qué quieres decir? ¿Quién es, entonces? — Su voz estaba teñida de una preocupación repentina, la ansiedad comenzando a asentarse en su estómago.

Robert bajó los prismáticos lentamente, su mirada fija en el convoy que ahora se distinguía con mayor claridad. — No lo sé, pero tienen nuestras camionetas…. Algo me dice que no vienen con buenas intenciones. Ve a buscar a los demás. Necesitamos estar listos para lo que sea — Instruyó Robert, su experiencia militar brillando a través de su liderazgo en momentos de crisis. Lysander asintió, la seriedad de la situación reflejada en sus acciones rápidas y decididas.

Sin perder un segundo, Lysander se giró y corrió hacia el interior de la comunidad, llamando a los residentes a sus puestos de defensa, su corazón latiendo con fuerza ante la incertidumbre de la situación.

Robert se mantenía firme en su puesto, los prismáticos nuevamente alzados hacia sus ojos, intentando descifrar la historia que se desplegaba ante él con cada metro que el convoy se acercaba a Paxton. La figura que conducía el convoy, ese hombre de autoridad implacable, era un enigma que pronto tendría que enfrentar, preparado para defender a su comunidad contra cualquier amenaza que se presentara.

Cada metro que el convoy acortaba, la atmósfera en Paxton se cargaba de electricidad, una mezcla de temor y determinación llenando el aire. Lo que había comenzado como un momento de esperanza se había transformado en una preparación para el enfrentamiento, cada miembro de la comunidad uniendo fuerzas en la sombra de un peligro desconocido que se aproximaba con cada giro de las ruedas sobre el asfalto.

Dentro del vehículo que guiaba el convoy, el silencio que reinaba era un preludio tenso a la tormenta inminente, cargado de una calma engañosa que precedía al caos. El Juez, sosteniendo el volante con emoción, exhibía una confianza que rozaba la arrogancia, sus ojos centelleantes de anticipación y una diversión cruel al contemplar las puertas de Paxton. Había en su mirada un brillo perverso, el de quien se sabía portador de destrucción y desesperación, una sonrisa malévola delineando sus labios al imaginar la caída inevitable de la resistencia que se alzaba frente a él.

Girándose hacia Teo con un movimiento fluido y seguro, el aire a su alrededor parecía vibrar con una energía maligna.

— ¿Ya está listo el lanzagranadas? — preguntó, su voz cargada de una expectativa siniestra. Teo, captando la urgencia y la oscuridad en la pregunta, asintió casi mecánicamente, extrayendo el arma de la parte trasera con una reverencia temerosa y entregándosela al Juez. En ese gesto, en la forma en que sus manos tocaban el arma, había un respeto retorcido, un reconocimiento de la destrucción que estaba por desatarse.

Al tomar el lanzagranadas, el Juez examinó el arma con un aprecio casi afectuoso, como si acariciara a una bestia peligrosa y leal. Su sonrisa se ensanchó, sus ojos brillando con una mezcla de anticipación y sadismo. Era el momento culminante que había esperado para reafirmar su liderazgo, y en sus gestos había una ceremonia macabra, preparándose para el acto de violencia que consideraba su derecho divino.

Luego, su mano se desplazó hacia el radio colgado en su cinturón, activándolo con una familiaridad que hablaba de muchas órdenes similares dadas en el pasado.

El silencio en el vehículo líder del convoy se rompió de nuevo cuando el Juez activó el radio colgado en su cinturón. Con una calma perturbadora, presionó el botón de transmisión, su dedo firme y decidido, como el de un director preparando a su orquesta para el inicio de una sinfonía devastadora.

— A todos mis hombres, y en especial al "Capitán Caos" — comenzó el Juez, refiriéndose a Simón, su voz filtrándose a través de las ondas con una autoridad inquebrantable — Aasegúrate de que tus hombres estén listos. Al primer signo de resistencia, no quiero dudas ni vacilaciones. Paxton caerá hoy, y con ella, cualquier ilusión de desafío a mi liderazgo.

Del otro lado, la respuesta de Simón fue inmediata, un simple "Entendido" que llevaba la pesadez de la certeza y la obediencia. La voz de Simón, aunque calmada, no podía ocultar el matiz de adrenalina ante la inminente confrontación. Desde la camioneta más grande, repleta de hombres armados hasta los dientes, Simón repitió las instrucciones a su equipo, su figura imponente proyectando una sombra de determinación y brutalidad.

El Juez, satisfecho con la respuesta, guardó el radio y volvió su atención hacia la entrada principal de Paxton. La anticipación se reflejaba en cada línea de su rostro, una cruel expectativa por el caos que estaba a punto de desatar.

Teo, por su parte, observaba la interacción con una mezcla de admiración y temor. Aunque parte de él se rebelaba contra la magnitud de la destrucción que se avecinaba, la lealtad hacia el Juez y el deseo de pertenencia dentro del rígido orden del Santuario lo mantenían en silencio, su conciencia luchando contra la marea de la obediencia ciega.