CAPITULO 18: LA NOCHE MÁS OSCURA
Cada miembro del convoy podía sentir el peso de sus próximos actos. En esos momentos previos al enfrentamiento, el convoy se movía con la inexorabilidad de un destino oscuro, cada vehículo y cada hombre una pieza clave en el plan maestro del Juez. La comunidad de Paxton, ajena aún al peligro inminente, se encontraba en el filo de un abismo, con el Juez preparado para empujarla hacia la oscuridad.
Beatrice y Maya, prisioneras en la sombra precaria de un vehículo estacionado en las filas traseras del convoy, sintieron cómo el miedo y la desesperación las envolvían como un manto frío al escuchar la orden despiadada del Juez. La mención de una masacre por parte del Juez reverberó en sus mentes, un eco de terror que amenazaba con quebrar lo poco que quedaba de su esperanza.
Maya, con lágrimas surcando sus mejillas, se sentía consumida por la culpa. La promesa de Negan, la seguridad que sus palabras habían parecido ofrecer, se desvanecía ahora en la cruel realidad de su ausencia. "¿Dónde está Negan?" susurraba entre sollozos, su voz apenas un hilo de desesperación y traición. La ausencia de aquel imponente hombre, en quien había depositado su confianza, era un golpe devastador, un recordatorio de lo peligroso que era creer en la palabra de alguien en aquel mundo desgarrado por el fin.
Beatrice, por otro lado, se consumía en una furia impotente. La rabia la impulsaba, una chispa ardiente en la desolación que las rodeaba. Inclinándose hacia el frente del coche, su figura tensa como un arco listo para lanzar su ira, confrontó a los hombres que se preparaban para el asalto.
— ¡Esto no era parte del acuerdo que hicimos con Negan! — espetó, su voz cargada de una furia incendiaria, un desafío lanzado contra la marea de desesperanza.
Los hombres, sorprendidos inicialmente por la interrupción, intercambiaron miradas entre sí antes de soltar carcajadas burlonas, sus risas un sonido discordante en la quietud tensa que precedía al asalto.
— ¿Negan? — Uno de ellos escupió las palabras con un desdén mordaz, — en estos momentos, Negan tiene más agujeros que un queso suizo.
La revelación golpeó a Beatrice y Maya como un puñetazo, un giro cruel que las dejaba aún más aisladas y vulnerables en medio de un enemigo que se regodeaba en su propia brutalidad. La noticia, reducida a una broma macabra, era un testimonio sombrío de la volatilidad y traición que infestaba el mundo en el que se encontraban. Beatrice, sintiendo cómo la furia se mezclaba con una desesperación creciente, se volvió hacia Maya, sus ojos buscando los de su amiga en un silencio cargado de preguntas sin respuesta. ¿Qué podían hacer ahora?
Maya, a pesar de las lágrimas y el miedo, encontró en la mirada de Beatrice un reflejo de su propia determinación. No podían permitirse ser consumidas por la desesperación; no cuando aún respiraban, no cuando aún podían luchar. La revelación sobre Negan, servía como un crudo recordatorio de que ahora era el mundo. La única certeza era la incertidumbre, y la única esperanza residía en la resistencia que pudieran encontrar dentro de sí mismas y entre ellas.
Robert Kennedy, desde su posición en la barricada y a través de los prismáticos, su mirada se cruzó con la del Juez, un momento fugaz que sintetizaba el choque de voluntades a punto de desatarse. Robert se volvió hacia Lysander y los demás residentes armados que se habían congregado rápidamente en la entrada. — Atentos, pero no disparen a menos que sea absolutamente necesario. Vamos a intentar hablar primero. Su presencia aquí no puede ser buena, pero quizás podamos evitar lo peor.
Las miradas de horror y desesperanza que se lanzaban los residentes eran agobiantes, mientras veían al convoy detenerse a una distancia prudente de la barricada.
El Juez, bajando la ventanilla de su vehículo, permitió que su voz fría y calculadora llegara a los oídos de los defensores. — Cualquier resistencia de su parte será fútil y caótica. Abran las puertas e intentemos "charlar".
Robert, sosteniendo su arma con firmeza, pero sin apuntar, dio un paso adelante. — ¿Dónde está mi gente? Sus camionetas…. Ustedes ¿Por qué las tienen? ¿Qué es lo que quieren? — preguntaba con tono amenazante, fulminando con la mirada a aquel hombre de sonrisa sádica, que ahora se encontraba parado frente a las murallas de Paxton, junto con Teo, que sostenía el lanzagranadas y Simón.
El Juez solo se limitaba a sonreír y retar a los oponentes con la mirada, ignorando toda pregunta y cuestionamiento.
— Paxton no se rendirá ante la tiranía ni las amenazas. No logramos entender que es lo que están buscando, pero defenderemos a nuestra gente hasta con el último aliento— Continuo Robert con voz fuerte, asegurándose de que su mensaje fuera claro.
La tensión entre Robert Kennedy y el Juez agobiaba, un duelo de miradas cargado de significado en el crepúsculo que descendía sobre Paxton. Los residentes, observando desde detrás de la barricada, contenían el aliento, conscientes de que los próximos momentos definirían el destino de su comunidad.
El Juez sostuvo la mirada de Robert por lo que parecieron eternidades, evaluando al hombre que se atrevía a desafiarlo. En el ocaso del anochecer, su figura se recortaba ominosamente contra el cielo que rápidamente oscurecía, la última luz del día bailando en sus ojos fríos y calculadores. Sin apartar los ojos de Robert, el Juez realizó un movimiento rápido y preciso con su mano, una señal inequívoca que solo Teo y Simón esperaban. En un acto de obediencia casi instantánea, Teo levantó el lanzagranadas, su postura una mezcla de determinación y reluctancia, consciente de las vidas que estaba a punto de arrebatar.
El silencio se rompió con el estruendo del lanzagranadas, el proyectil surcando el aire para impactar directamente contra las puertas de Paxton. La explosión que siguió fue ensordecedora, las llamas y el humo elevándose hacia el cielo, marcando el inicio del asalto.
La comunidad, sacudida por la fuerza de la explosión, se sumió en un caos instantáneo. Los gritos de alarma y las órdenes apresuradas llenaron el aire, mientras los residentes, impulsados por el instinto de supervivencia y la urgencia de proteger a los suyos, se movilizaban para responder al ataque.
Robert, recuperándose rápidamente del shock inicial, gritó instrucciones a los defensores de Paxton, su voz cortando el tumulto. — ¡A sus posiciones! ¡Protejan a los niños y mujeres! ¡No dejaremos que pisen nuestro hogar!
Lysander y los demás, revividos por las palabras de Robert, tomaron sus armas con renovado propósito, dispuestos a defender cada pulgada de Paxton contra los invasores. A pesar del miedo y la incertidumbre, la comunidad se unió con una determinación férrea, encarando la oscuridad que avanzaba hacia ellos.
El Juez, observando el caos que había desencadenado, mantuvo su sonrisa cruel. Para él, la destrucción de Paxton era un espectáculo, una demostración de su liderazgo, del porque él seguía siendo el líder del santuario.
Pero Paxton no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente. A medida que la batalla se desataba entre las construcciones de aquella escuela, cada residente, armado con el coraje nacido por la supervivencia, luchaba con una valentía que desafiaba las probabilidades.
La noche en Paxton se había convertido en un campo de batalla, con el destino de la comunidad colgando en un delicado equilibrio. Mientras las estrellas brillaban indiferentes en el cielo, abajo, la lucha por la vida y el derecho a vivir en paz continuaba, un testimonio del espíritu indomable del ser humano incluso frente a la adversidad más sombría.
Mientras el estruendo de la batalla llenaba el corazón de la comunidad, en los rincones más protegidos, Hanna, Hailey, Cyndie, Natania, y otros residentes vulnerables buscaban refugio. La noche, antes símbolo de paz y descanso, se había transformado en un velo que cubría escenas de desesperación y valor.
Hanna, con Hailey agarrada de su mano y Max trotando a su lado, corría por los corredores conocidos hacia el sótano de la escuela, ahora reacondicionado como refugio. La urgencia de proteger a su hija y a los más vulnerables de la comunidad le daba una fuerza que desconocía tener, a pesar de la preocupación que la consumía por Liam, quien estaba fuera en una misión crítica.
Hailey miraba a su alrededor, los murales familiares y proyectos colgados en las paredes ahora borrosos por sus lágrimas. Aunque joven, la gravedad de su situación se reflejaba en sus ojos oscuros, encontrando un consuelo silencioso en la calidez de la mano de su madre y en la presencia leal de Max, que se mantenía firme a su lado.
Cyndie, ejerciendo un liderazgo nacido de la necesidad, guiaba a Zeth y a otros niños hacia el sótano, su voz era un faro de calma en el torbellino de miedo y confusión. "Vamos a estar bien," les aseguraba, aun cuando su corazón latía acelerado por la ansiedad. A pesar de su juventud, se había erigido en una figura de apoyo para los más pequeños, distrayéndolos con historias susurradas y juegos silenciosos, intentando crear una burbuja de normalidad en medio del caos. Su voz temblaba, pero no cesaba, tejida con la fuerza de quien se niega a ceder ante el miedo.
Natania, coordinaba con serenidad a las mujeres embarazadas, los ancianos y a aquellos que no podían defenderse. "Encontraremos fuerza en cada uno de nosotros," murmuro, más para sí misma que para los demás.
Al llegar al sótano, convertido ahora en refugio, las familias se reunían en un silencio tenso, interrumpido solo por el llanto de los bebés y los susurros de consuelo entre padres e hijos. Las luces temblorosas proyectaban sombras largas en las paredes, creando un espacio de seguridad precario pero necesario en medio del caos exterior.
Los sonidos de la batalla, amortiguados pero incesantes, servían de recordatorio de la lucha que se libraba por su futuro. En ese refugio subterráneo, cada persona se enfrentaba a sus miedos, unidas por la esperanza compartida de sobrevivir hasta el amanecer.
Mientras tanto, en el exterior, Robert, Lysander y los otros defensores hacían frente a la invasión con un coraje que trascendía el miedo. Cada esquina de la escuela, cada aula y pasillo se convertía en un símbolo de su resistencia, una afirmación de su derecho a existir en paz.
La escuela de Paxton, en aquella noche fatídica, se convertía en un testimonio de la resiliencia humana, un recordatorio de que incluso en la oscuridad más profunda, la luz luchaba por no apagarse. El aire en el refugio estaba cargado de una mezcla de miedo, esperanza y determinación. Los llantos de los bebés y las preguntas ansiosas de los niños se mezclaban con los rezos susurrados y las miradas que se dirigían hacia la entrada principal del sótano, como si pudieran ver más allá de ella.
La batalla en el corazón de Paxton había alcanzado su clímax, con el fuego devorando lo que alguna vez fue un refugio de esperanza. Los hombres del Juez, sin piedad alguna, imponían su ley a través del miedo y la violencia, superando en número y en armamento a los valientes defensores de la escuela. La captura de Robert y Lysander por Arat y Simón había sido el golpe definitivo, dejando a la comunidad en un estado de desesperación total.
Con las llamas iluminando su rostro, el Juez avanzó con una sonrisa cruel hacia donde Robert y Lysander estaban arrodillados, sus cuerpos golpeados y heridos evidenciaban la brutalidad del enfrentamiento. El Juez, saboreando el momento, se inclinó y, con un gesto teatral, golpeó a Robert en la cara, disfrutando del sonido de su puño contra la carne.
—¿Ves lo que la resistencia provoca? — su voz, cargada de desdén, cortaba el aire con la misma precisión que sus hombres habían usado para desmantelar las defensas de Paxton.
Robert, con la sangre corriendo por su rostro, levantó la vista hacia el Juez. Su mirada, aunque debilitada, aún ardía con un fuego inquebrantable.
— Esto todavía no ha terminado —escupió las palabras, cada una de ellas un desafío.
El Juez soltó una carcajada, luego agarró a Robert por el cabello, obligándolo a levantar la cabeza para que todos, incluidos los prisioneros de Paxton, pudieran ver su rostro derrotado. Los saqueadores, armas en mano, vigilaban a los prisioneros, disfrutando del espectáculo de humillación.
—¡Miren muy bien, miserables! ¡Esto es lo que le pasa a los "valientes" que tratan de resistirse a mis órdenes! —gritó el Juez, dirigiéndose a los prisioneros y a los pocos defensores que quedaban, su voz resonando con autoridad malévola.
En ese momento, Lysander, a pesar de sus heridas, intentó levantarse, sus ojos encontrando los de Robert en un gesto silencioso de solidaridad. Pero antes de que pudiera decir algo, Simón lo empujó hacia abajo, su bota encontrando lugar en su espalda con una violencia innecesaria.
— Quédate quieto amigo, o acabaras peor que la mierda — la amenaza de Simón, aunque susurrada, llevaba un peso mortal.
El aire se llenó de un tenso silencio, roto solo por el crujir de las llamas y los sollozos ahogados de los prisioneros. La escena era un sombrío recordatorio de la crueldad que el Juez y sus hombres eran capaces de infligir.
La escena en Paxton era un cuadro dantesco, con las llamas como telón de fondo, pintando sombras grotescas que danzaban al compás del caos. Beatrice y Maya, arrodilladas, eran testigos de la desolación, sus rostros bañados en el reflejo naranja del fuego, contrastando con la oscuridad que amenazaba con consumir todo lo que habían construido. La impotencia y el odio marcaban el rostro de Beatrice, una furia contenida que la hacía temblar ligeramente. Maya, por su parte, se ahogaba en un mar de culpa, sus ojos empañados en lágrimas reflejaban el dolor de haber contribuido, aunque involuntariamente, a esta tragedia.
El impulso de Maya por detener al Juez nació de lo más profundo de su ser, un destello de valentía en medio de la desesperación. Sin embargo, antes de que pudiera siquiera tocarlo, uno de los hombres del Juez, con una rapidez depredadora, la capturó por los cabellos, arrastrándola hasta quedar a merced de este monstruo vestido de humano. La bofetada que el Juez le propinó resonó como un trueno, el sonido brutal de la humillación. Maya, con el labio sangrando, encaró al Juez con una mirada fulminante, un silencioso desafío que gritaba su rechazo a someterse.
— ¡Basta ya! —exclamó con voz quebrada, pero el Juez solo respondió con una sonrisa cargada de burla y crueldad.
— ¡Oh no, no debiste!, ahora, él pagará el precio por tus acciones— dijo el Juez, señalando a Robert con un gesto despectivo, haciéndole una seña a Simón.
La atmósfera se cargó de una tensión insoportable, el aire espeso casi impedía respirar, mientras el olor a quemado invadía los sentidos, un cruel recordatorio del infierno en el que todo se había convertido. El súbito miedo en los ojos de Maya contrastaba con la resignación en los de Robert, quien, a pesar de estar a momentos de enfrentar un destino fatal, le ofreció a Maya una mirada de comprensión. Era una promesa no verbal, un mensaje claro: "No es tu culpa. Lucha, sobrevive, sigue adelante".
Simón, con una frialdad que helaba la sangre, avanzó hacia Robert, su cuchillo brillando bajo el incierto resplandor del fuego. Beatrice, incapaz de contenerse más, estalló en un grito desgarrador, una mezcla de rabia, dolor y súplica. Pero antes de que Simón pudiera cumplir la orden del Juez, un estruendo inesperado rompió la noche.
Desde las sombras, una figura emergió, impulsada por el caos y la urgencia del momento. Hanna, quien, armada con la determinación de cambiar el curso de la noche, abrió fuego contra los saqueadores. La distracción fue suficiente para sembrar el caos entre las filas del Juez, permitiendo un instante de confusión que se convirtió en una oportunidad.
Maya, aprovechando el momento, logró zafarse con un movimiento brusco, su determinación reavivada por la perspectiva de luchar hasta el final. Beatrice, por su parte, encontró en la confusión la fuerza para levantarse, sus ojos ardían con una resolución feroz. Juntas, se prepararon para enfrentar lo que venía, dispuestas a defender lo que quedaba de Paxton y sus ideales, incluso frente a la abrumadora oscuridad.
El Juez, su rostro una máscara de ira contenida y determinación, giró hacia sus hombres, la luz de las llamas reflejando en sus ojos una intensidad feroz.
— Llévense todo lo que nos pueda ser útil, luego ¡Acaben con todos! ¡No dejen a nadie con vida! — Su voz, un trueno sobre el caos, era una orden inapelable, dirigida a reafirmar su autoridad frente a sus seguidores. Era crucial demostrar su poder indiscutible, especialmente después de haber eliminado a Negan, asegurando que su liderazgo permaneciera incuestionable. La masacre no era solo una demostración de fuerza; era un mensaje brutal para quien osara desafiarlo dentro de sus filas.
Con un gesto brusco, señaló hacia las sombras de la noche, donde Simón se encontraba mirando el caos, sabiendo que dicha orden debía ejecutarla. La determinación del Juez se filtraba en cada movimiento, cada paso calculado para sembrar el terror incluso en el corazón de sus propios hombres.
Teo y un grupo de fieles seguidores se apresuraban a seguir al Juez hacia una de las camionetas, preparándose para abandonar el lugar de la masacre y regresar al santuario. Sus movimientos eran precisos, casi mecánicos, producto de una disciplina férrea y un miedo subyacente a la furia de su líder.
Simón, ahora encargado del macabro deber, avanzaba entre los prisioneros y defensores caídos de Paxton con una frialdad que helaba la sangre. Su voz, marcada por un tono de mando cruel, resonaba entre las ruinas humeantes.
—Ya escucharon la orden, y yo, voy a ejecutarla. — La sentencia, aunque esperada, no dejaba de ser un golpe devastador para los sobrevivientes, que enfrentaban el final con una mezcla de desesperación y coraje. Simón, parecía disfrutar del caos, sonriendo con malicia, encantado de culminar la misión.
