Narcissa se sentó junto a la Dama, evaluando la situación.

Todas sus heridas habían sido curadas, excepto la cicatriz que le surcaba la cara, pero la bruja no daba señales de despertar.

Narcissa se frotó las manos, nerviosa ¿Qué sería de ella? ¿Y de Draco? ¿Y Lucius? ¿Cómo les castigarían por esto? Se sentía desesperada, y deseó que nada de eso estuviera sucediendo.

Pensó en Lucius, encerrado en Azkabán, y lo fácil que sería para el Señor Tenebroso hacer que un dementor le arrancase el alma. Y Draco... podría ordenarle estar en primera línea de batalla, junto a Greyback...

¿Por qué había sido tan estúpida? Tendría que haber entrado ella primero en la habitación ¿Qué iba a hacer ahora? Completamente desesperada, Narcissa rompió a llorar.

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–Fue culpa de los hechizos protectores que ella misma puso en las paredes –explicó el profesor Flitwick, tras examinar el despacho de la Dama–. Estaban diseñados para aislar la habitación de los hechizos y maldiciones que pudiesen entrar, pero también impedía la salida de estos. La campana protectora hizo rebotar la magia de los petardos, amplificando su potencia.

–¡Estáis intentando excusar a los mocosos! –gritó Alecto–. Mi hermano...

–La Dama podrá decidir qué hacer con ellos cuando despierte –la interrumpió Dumbledore–. No creo que le agrade saber que has tomado decisiones por tu cuenta y a sus espaldas, al igual que hizo tu hermano –incidió.

–Estaría vengando su honor.

–Y por ello, debe ser ella misma la que decida lo que desea hacer.

La mortífaga iba a replicar, pero el conserje Filch se asomó por la puerta de la habitación, buscando a Dumbledore.

–Señor director, una veela acaba de entrar en Hogwarts. Dice que viene de parte del Ministerio.

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La veela brillaba en el Hall como una estrella en mitad de la noche. Su ropa blanca y vaporosa se agitaba como si la meciese una suave brisa, al igual que su pelo plateado.

Los alumnos la miraban embelesados, mientras que las chicas la fulminaban con la mirada. Ella dijo llamarse Vaitiare, y saludó a Dumbledore con una reverencia.

–¿Qué deseas? –preguntó el director, con cautela.

–He sido enviada por el Ministerio. Me han informado de que tienen problemas a la hora de controlar a su nueva supervisora –su voz era dulce, y su sonrisa luminosa.

–¿Te envía Vóldemort?

–Yo no he dicho eso –se acercó un par de pasos, y habló con aire confidencial–. ¿Sabe? No todos los trabajadores del Ministerio han sido sometidos. Hay otras fuerzas luchando para hacerse con el control.

Dumbledore la miraba fijamente, evaluando su respuesta. Las veelas eran criaturas poderosas y peligrosas.

–¿Cómo han sabido que hay problemas?

–Por las lechuzas que envían los alumnos a sus padres –sonrió ella–. Cuentan cosas bastante preocupantes. Creemos que es nuestro deber ayudar.

–¿Envían a una veela para luchar contra la Dama?

–No será una pelea al uso –ella seguía sonriendo con serenidad, agitando su larga melena por encima de su hombro–. Las de mi especie tenemos poderes fuera de lo común.

–No me cabe la menor duda –Dumbledore aún la evaluaba con atención ¿podía fiarse de ella?–. Cualquier ayuda será bienvenida –dijo al fin, y la sonrisa de ella se ensanchó.

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Narcissa oyó unos pasos apresurados y levantó la cabeza. Frente a ella, Snape apartó las cortinas con brusquedad, dejando pasar a una elfina doméstica.

–Déjanos a solas –gruñó, apenas mirando hacia ella.

Narcissa iba a protestar, pero al ver la mirada del mortífago, cedió. Sin embargo, su instinto le dijo que debía prestar atención a lo que pasaba. Había algo en el airado comportamiento de Snape que no era normal ¿Y qué hacía esa elfina allí?

Él esperó hasta que Narcissa salió de la enfermería para cerrar de nuevo las cortinas.

Win se subió a la cama, y apoyó sus largas manos en la frente de la Dama. Snape observó, con los brazos cruzados, mientras la elfina obraba su magia. Si alguien podía traer a la mujer de vuelta, era ella.

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–No habrá ningún problema –les explicó Vaitiare a los profesores–. Seduciré a Amycus, y él se encargará de controlar a su hermana. Sin la ayuda de esos dos, la Dama estará sin apoyos.

El plan no sonaba descabellado, y la mitad del profesorado asentía con convicción. La otra mitad, sin embargo, se preguntaba el por qué de esa repentina ayuda.

–Amycus todavía está en la enfermería, acompañado por su hermana y rodeado de un perímetro de seguridad –intervino McGonagall, con sequedad. Ella y Vaitiare se habían mirado con odio desde el primer momento.

–Así podremos planificar mejor lo que vamos a hacer –la veela no redujo ni un ápice su sonrisa–. Por cierto, echo en falta a otro profesor. Un... antiguo mortífago, por lo que tengo entendido ¿dónde está?

Dumbledore se sintió observado por los otros profesores ¿Dónde estaba Snape? No le había vuelto a ver desde que se marchó enfadado de su despacho.

–Le he mandado fuera –no era una mentira completa, después de todo, y servía por el momento. La veela no insistió más, pero su pelo plateado flotó de forma extraña.

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Harry Potter también estaba buscando a Snape. Su último encuentro con el profesor le había dejado desconcertado, y quería saber si debía prepararse para algún tipo de venganza.

En el mapa del merodeador su nombre aparecía en la enfermería, un poco apartado de los Carrow. Parecía estar junto a alguien llamado Hellen Smith.

Harry frunció el ceño, contrariado. Había varias alumnas que se apellidaban Smith, al fin y al cabo, era un apellido muy común, pero ¿qué diablos estaba haciendo Snape junto a una de ellas? ¿Sería otra víctima de los Carrow? ¿Estaría intentando ocultar otro de sus crímenes?

En silencio, se cubrió con su capa de invisibilidad, y salió de la sala común. Avanzó sigilosamente por los pasillos, evitando a los otros alumnos gracias al mapa. Entonces, en el pasillo que llevaba a la enfermería, se encontró con una persona que se interponía en su camino.

Narcissa Malfoy deambulaba de un lado a otro, rascando con nerviosismo las vendas que cubrían su mano quemada. Parecía muy preocupada, y su paseo errático hacía muy difícil pasar junto a ella.

Tras unos minutos, la mujer se apoyó en el marco de una ventana, tapándose la cara con las manos. Sus hombros se sacudieron, mientras lloraba.

Harry reunió el valor para intentar escabullirse en silencio por detrás de ella, pero el sonido de unos pasos detrás de él le detuvo.

–Madre ¿qué ocurre? –Draco se acercó apresuradamente a ella, preocupado. Narcissa se secó la cara a toda prisa, tratando de disimular, pero él no se dejó engañar–. ¿Por qué estás llorando? ¿Te han hecho algo? –ella negó con la cabeza, pero le cogió de las manos.

–¿Qué vamos a hacer, Draco?

–No te preocupes, madre, todo se arreglará –respondió él–. Cuando Potter pague por lo que ha hecho, podríamos...

–No, Draco. No debes hacer nada.

–Pero madre...

–¡No! ¿No lo entiendes? Cada cosa que hemos hecho sólo ha servido para empeorar la situación. Desde que tu padre... él dijo que sería lo mejor para nosotros, pero... –la voz le tembló, y Narcissa volvió a secarse los ojos–. Él está en la cárcel, y tú...

–Madre, por favor.

–Draco, eres mi único hijo. No soportaré que te pase nada –ella le apretó las manos, mirándole desesperada–. Por favor, te lo suplico. Sólo limítate a seguir con vida. No hagas nada más. Los Carrow y la Dama pueden bastarse por sí mismos para conseguir lo que quieren. Pero nosotros... hijo, debemos sobrevivir. Tenemos que llegar juntos hasta el final. Prométemelo, Draco. Prométemelo –insistió. Draco hundió los hombros y agachó la cabeza.

–Te lo prometo, madre –murmuró. Narcissa le abrazó, y él no la apartó. Permanecieron juntos, abrazándose bajo la ventana, dándose mutuo apoyo.

Con un nudo en la garganta, Harry retrocedió en silencio, sin hacer el menor ruido. Aquella noche no fue a la enfermería.

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–¿A nombre de quién? –le preguntó el duende. La Dama parpadeó, sin palabras.

Desde que había entrado en Gringotts se había enterado de que había heredado de la familia de su madre túneles llenos de oro. Había apartado una cantidad suficiente para vivir sin problemas el resto de su vida, y había pedido que lo transfiriesen a una cuenta de banco muggle.

Pero entonces, había llegado la fatídica pregunta ¿A nombre de quién?

La Dama desconocía su nombre de pila, nadie lo había usado jamás. El Señor Tenebroso la llamaba "hija", los mortífagos "mi señora", Win "señorita", y para todos los demás era la Dama.

El duende miraba al vacío, bajo el influjo de la maldición Imperius, pero no podían permitirse perder mucho más tiempo. La Dama miró a su alrededor, pensando a toda velocidad.

–Win ¿Tengo nombre? ¿Cómo me llamo? –la elfina agitó sus largas orejas.

–Hellen, la señorita se llama Hellen, como su madre –respondió en voz baja.

–¿Y mi apellido? No, espera, eso sería demasiado obvio la Dama se mordió los labios, frunciendo el ceño–. ¿Cuál es el apellido más común en Inglaterra?

–Debe ser Smith, señorita.

–Abra la cuenta a nombre de Hellen Smith –indicó. El duende obedeció, sin oponer resistencia.

Poco después, ambas caminaban con paso decidido por el callejón Knocturn. Win la guio hacia un oscuro y destartalado desván, donde un misterioso sujeto fabricó para ella un pasaporte con el nombre de Hellen Smith, además de otros documentos de identificación que podrían ser necesarios.

Cada vez que decía su nuevo nombre en voz alta, la Dama se convencía de que era perfecto. Era un nombre muy normal, que no llamaba la atención. Nadie se fijaría en ella.

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Snape y Narcissa coincidieron frente a las puertas del Gran Comedor, y se miraron fijamente.

–No volveré a apartarme de la Dama –prometió ella. No sabía muy bien por qué, pero algo le decía que debía darle explicaciones al profesor. Él la miró con su típica expresión hermética, y asintió en silencio.

Nada más atravesar la puerta, Snape sintió cómo una luz muy intensa y brillante le golpeaba de frente, haciéndole parpadear. De forma automática, se protegió usando la Oclumancia, y se llevó una mano al bolsillo, preparado para blandir su varita.

Estudiando el Gran Comedor con atención, se dio cuenta de que esa fuente de energía proveía de la misteriosa mujer de cabellera plateada que estaba hablando sonriente con Dumbledore, en la mesa de los profesores.

Al acercarse, comprendió que se trataba de una veela. Ninguna mujer humana poseía esa belleza etérea y luminosa. Pero eso le preocupó. La presencia de la veela no estaba en el plan.

–Severus, por fin llegas. Te presento a la señorita Vaitiare. Llegó anoche. La envían del Ministerio, para prestarnos ayuda –el brillo de los ojos del director le informó de que, si bien Dumbledore se mostraba relajado y amable, en el fondo él también estaba en guardia. Snape se limitó a asentir, sin bajar ni un ápice la barrera protectora de la Oclumancia.

–Mi afiliación al Ministerio no es de dominio público –le corrigió ella, con una amplia sonrisa–. Me alegro de conocerle, profesor Snape –le tendió una mano pálida y delicada, que él se vio obligado a coger. El toque con su piel le produjo una extraña sensación de cosquilleo en los dedos.

Tratando de mantener la calma, Snape se dirigió a su silla con paso rígido. El efecto de las veelas era parecido a la Legeremancia, pero aún más peligroso, pues su irresistible encanto podía convencerle de bajar la guardia, y una vez que lo hiciera, estaría a su merced. Debía tener mucho cuidado.

Aún sonriendo, Vaitiare se sentó a su lado, en el mismo sitio que dos días antes había ocupado la Dama. Snape la ignoró, y se inclinó hacia Dumbledore.

–¿Del Ministerio? –susurró.

–Es de fiar.

–¿Cómo lo sabe?

–Tú no sabías de su existencia, lo cual significa que Vóldemort no te había hablado de ella. No ha sido enviada por él.

–El Señor Tenebroso me oculta muchas cosas –protestó Snape, sin apenas mover los labios.

–No a alguien como ella –sonrió el director–. Pero estoy seguro de que podrás averiguar más al respecto ¿no te parece?

Snape bufó pero no dijo nada. Aquello era otra complicación con la que no había contado. Por el rabillo del ojo localizó a Narcissa, sentada junto a su hijo en la mesa de Slytherin. Ella también miraba a Vaitiare con un gesto de contrariedad, y por un momento, sus ojos y los de Snape se cruzaron, en una pregunta muda.

¿Qué estaba sucediendo?

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El aeropuerto había sido el lugar más caótico que la Dama había visitado nunca.

Win, invisible, se había encargado de todo. Había localizado una de esas ventanillas que vendían billetes de última hora, y siguiendo el deseo de Hellen por alejarse lo máximo posible, había comprado un billete hacia Estados Unidos.

Doce horas después, y con las piernas dormidas por haber llevado a Win sentada sobre sus rodillas durante todo el trayecto, Hellen llegó a Washington, e inmediatamente, se arrepintió de su decisión.

Había demasiada gente, demasiado ruido, y todo era muy extraño. Se sentía tan perdida y abrumada que Win la llevó de vuelta al aeropuerto, donde pasaron varios minutos frente a un mapa, decidiendo su próximo destino.

Esta vez, compró un asiento en primera clase, y cayó rendida por el sueño, segura de que Win la protegería si pasaba algo. Tras otro largo viaje, por fin llegaron a Hawái. Habían dado media vuelta al mundo, y ya no podían alejarse más.

La capital era bulliciosa, y estaba llena de turistas, pero por primera vez, Hellen se sintió tranquila. Era imposible que nadie la reconociese allí.

Con la ayuda de Win, viajó hasta una de las islas más pequeñas, donde apenas había turistas. El sol se estaba poniendo, y Hellen se adentró en la playa, hundiendo los pies en la arena blanca y suave.

Era la primera vez que veía el mar, y dejó que la sensación de calma la inundase, mientras observaba la puesta de sol, sentada en la playa.

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–¿Soy yo, o la veela le está tirando los tejos a Snape? –preguntó Ron, con una sonrisa burlona.

Muchos alumnos cuchicheaban lo mismo, mirando con sorpresa e incredulidad hacia la mesa de los profesores.

Vaitiare hablaba muy sonriente, ligeramente inclinada hacia él, desplegando todos sus encantos con el profesor. Su etéreo cabello flotaba suavemente a su espalda, como movido por la brisa.

Él permanecía muy tieso y serio en su asiento, y parecía incómodo y avergonzado.

–Apuesto a que la única mujer que le ha hablado así ha sido su madre –Harry esbozó una mueca de cruel satisfacción al ver la incomodidad del profesor.

–No os burléis ¿no os parece raro? –les regañó Hermione.

–¿Que una chica joven y guapísima le ponga ojitos al profesor más desagradable del colegio? Para nada.

–Ron, lo digo en serio. No creo que esté haciendo todo eso por nada.

–¿Creéis que está intentando sonsacarle información acerca de Vóldemort? –preguntó Harry en voz baja.

–Podría ser. Pero parece que Dumbledore confía en ella.

–También se supone que confía en Snape –le recordó Harry.

–A lo mejor es al revés. Puede que sea una espía de Quien-Tú-Sabes –las palabras de Ron les hizo mirar de nuevo a la mesa de los profesores ¿Podría ser esa vela una espía de Vóldemort? Harry se pasó una mano por el pelo, desconcertado.

–No lo sé, pero me gustaría saber de qué están hablando.

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–Siempre he encontrado absolutamente fascinante el arte de hacer pociones –ronroneó Vaitiare. Detrás de ella, McGonagall puso los ojos en blanco. Las otras mujeres del profesorado mostraban actitudes similares, menos Trelawney, quien se sentía acobardada ante su presencia.

Snape murmuró algo, tratando de ignorar el dolor sordo de su cabeza. La magia seductora de la veela era muy fuerte, y le estaba costando no perder la concentración. Ni siquiera el Señor Tenebroso le había sometido a una presión semejante.

Sin embargo, la Oclumancia no le protegía por completo, y muy a su pesar, sentía parte del influjo del hechizo, como aquel incómodo calor que inundaba su cuerpo, o el súbito nerviosismo que le invadía. Ella actuaba como si nada raro sucediese, mirándole atentamente con sus ojos verdes, y sonriéndole con dulzura.

Su instinto le gritaba que la ignorase y mirase para otro lado, pero muy a su pesar, debía averiguar si Dumbledore estaba en lo cierto y comprobar que Vaitiare no estaba al servicio del Señor Tenebroso.