Capítulo dos
Katniss apartó la mirada del cuenco repleto de fresas. Había comido una sopa que no te hacía plantearte de qué estaría hecha, ternera de verdad, puré de patatas y hasta tarta de chocolate. Se sentía a punto de vomitar, e incluso un poco asquerosa, como Effie había parecido querer gritarle al verle comer con tanta ansia. Katniss le propició una mirada implacable, la misma que le dedicó a Haymitch al verle apurar otro trago. Alder tenía que haberse pasado el tiempo que les habían dado para ducharse y cambiarse llorando sin parar, ya que sus ojos estaban completamente rojos e hinchados y no dejaba de marear la comida con el tenedor. Katniss le sacaba al menos una cabeza y era tres años mayor que él. Había recordado, al ver a sus padres en la despedida, que su familia tenía una de las pocas tiendas de zapatos y otros complementos en el Distrito 12. Debía de ser uno de esos críos que hasta entonces había tenido una vida sencilla, pues a diferencia de ella, parecía bien alimentado. Su plan inicial había sido ignorarle, pero creía que le resultaría difícil. Con aquel rostro descompuesto, no pudo evitar sentir una oleada de simpatía hacia él. ¿Cómo iba a ser capaz de matarlo?
Observar el resto del tren tampoco le hacía ningún bien. Su habitación era más grande que su casa entera, con un baño para ella sola, una bañera que tenía agua caliente de inmediato e incluso vestidores con toda la ropa que quisiera. Hasta ahora, solo había visto eso y el vagón comedor, engalanado aún más que el Palacio de Justicia. Le pareció una terrible demostración de riqueza, como si estuvieran en un concurso para superar la anterior extravagancia. Y eso solo para el trayecto de un escaso día que tardarían en llegar al Capitolio… No quería ni imaginarse lo que les esperaba allí.
—Vamos a ver los resúmenes —les indicó Haymitch al terminar la cena.
Katniss dudaba que fuera capaz de concentrarse en nada. Seguía teniendo un aspecto terrible y juraría haberle escuchado vomitar a lo poco de subir al tren. A pesar de ello, se puso en pie, mientras que Alder no se había levantado.
—¿Por qué? —preguntó, mirando a su mentor con poca confianza.
—Tenemos que conocer a vuestros contrincantes.
—Nuestros asesinos —corrigió el chico, en una vocecilla estridente. Le temblaba la barbilla con cada palabra. Katniss temía que fuese a llorar de nuevo.
—Un cazador tiene que estudiar a su presa, chico.
—Eso será para ella —repuso.
Katniss se le quedó mirando por un momento y después frunció el ceño ligeramente. No quería evaluar sus dotes como asesina en ese momento, ni tampoco creía que Haymitch supiera acaso que cazaba, igual que lo había hecho su padre antes. Decidió desviar la atención siguiendo a su inepto mentor.
—¿Por qué no ha venido Elwood?
—Michael está enfermo. No puede ser mentor mientras le tratan —explicó Effie. Era casi imposible, pero por un segundo Katniss se había olvidado de que seguía allí.
—Sois afortunados de tenerme.
Muy suertudos, sin duda. Katniss le dio la espalda para mirar a Alder, quien apretó la boca, como si quisiera contener el llanto. Al seguir a Haymitch hasta el cuarto de al lado, escuchó los pasos del chico tras ella, claramente vencido. La sala era mucho más pequeña, pero los sofás eran igual de mullidos y aterciopelados que los demás en el tren y la pantalla mucho más fina que cualquier televisor que ella hubiera visto. No paró de acariciar la piel de su asiento mientras veía por primera vez a los chicos que, o bien ella mataría o la acabarían matando. Algunos le llamaron la atención: la chica rubia de expresión seria en el 4, un voluntario en el 2 que le horrorizó, o una niña igual de pequeña que Prim en el 11. Cuando llegó el turno de su distrito se le encogió el estómago al ver lo dramático que había sido, pero no se permitió apartar la vista. En cuanto la recopilación terminó, Haymitch se acercó a una pequeña mesa de cristal repleta de botellas y Katniss se levantó de inmediato. Solo le apetecía que la dejaran a solas con sus pensamientos. Alder, que seguía teniendo la cara encendida, hizo lo mismo.
—Hasta mañana —se despidió, con un leve hilo de voz.
—Hasta mañana.
En el comedor ya habían apagado las luces del techo, aunque no las lámparas. Katniss no entendía la función de la mitad de los muebles y cachivaches que había en su habitación así que se puso lo que parecía su pijama y se permitió acurrucarse bajo el suave edredón. Cerró los ojos e intentó vaciar su mente sin éxito durante lo que pareció una eternidad, aunque lo único que le asaltaba era el horrible silencio que había seguido al nombre de Prim. La cama y la almohada eran lo más cómodo que había probado en su vida. Las sábanas eran suaves y el edredón ligero. Sin embargo, no olían a frescura, desde allí no le llegarían los rayos de luz, ni tendría que tirar a Buttercup de la cama para que no les molestara a ella y a Prim. Exactamente una hora después de haberse acostado, como le reveló el moderno reloj en la mesita, se puso en pie. Allí no había nada que la tranquilizara, por lo que salió al pasillo. Todos debían de haberse ido a la cama también, porque el tren estaba sumido en la penumbra. Katniss caminó descalza, sintiendo la moqueta bajo los pies. Sin saber muy bien por qué se dirigió a la mesa, tal vez atraída por el brillo del recipiente de cristal. Todavía había algo de comida en la mesa. Lo primero en lo que reparó fue en que nadie había tocado las fresas. Se preguntó si Prim las habría comido en su casa. A la vez, recordó las gruesas lágrimas rodando por el rostro de su padre cuando se habían despedido. Aunque había intentado ignorarlo, era complicado. Él nunca lloraba, no delante de sus hijas, solo cuando su madre había muerto y en las noches que creía que ellas dormían.
Katniss se acercó más a la mesa. Tomó una fresa, dos, tres y después de devorarlas rompió a llorar en el vagón semioscuro. Intentó contener los sollozos mientras que volvía a su compartimento corriendo. Al menos allí nadie la escucharía. Cuando se durmió, lo hizo de puro agotamiento y los chillidos de su hermana protagonizaron sus pesadillas esa noche. Al despertarse, la almohada estaba fría, húmeda, y era tan pronto que el día aún estaba desperezándose. Se metió en la bañera, aunque estaba limpia, porque le gustaba la sensación del calor en la piel, cosa que había tenido el lujo de sentir en contadas ocasiones. Mientras flotaba repasó lo que sabía: conocía centenares de especies botánicas gracias a su madre y las plantas que comestibles y no comestibles por su padre. Pero, ¿y si no había vegetación ni árboles? Era imposible adivinar el aspecto de la Arena ese año. Al menos sabía nadar, muchos tributos no dirían lo mismo. Ella solo había aprendido porque sabía colarse al bosque. Cuando se quiso dar cuenta, estaban aporreando a su puerta, con la voz de Effie al otro lado llamándole para desayunar. De nuevo, la cantidad de comida fue abrumadora. Había zumos, frutas, panes de todo tipo. Ni siquiera sabía por dónde empezar. Se decidió por unos trazos de beicon, pan y algo de zumo de naranja, porque ni recordaba a lo que sabía.
—Chocolate caliente.
La voz de Haymitch la tomó por sorpresa. Según se inclinó hacia la mesa les plantó una taza delante a Alder y a ella. Katniss aspiró el olor de la bebida, en efecto, olía a chocolate, pero nunca lo había visto así de líquido. Po su parte, su mentor se decidió por más alcohol. Tenía el pelo desordenado y la mirada vidriosa. Katniss lo conocía desde hacía un día y ya empezaba a odiar la forma en la que se comportaba.
—¿Tienes pensado enseñarnos algo o vas a seguir bebiendo? —le recriminó.
Alder la miró con los ojos desorbitados. Hasta Effie se detuvo para mirarla.
—Eres un encanto, preciosa —se rio su mentor, al que no parecía importarle su opinión—. ¿No te lo han dicho nunca?
Katniss sintió que el pecho se le encendía. ¿Pero de qué iba?
—¿Crees que esto es una broma?
Ni siquiera lo pensó, pero del enfado que surgió el cuchillo que tenía en la mano para partir el beicon acabó hundido en el panel de madera tras de Haymitch.
—Pero ¿qué haces? ¡¿Te has vuelto loca?! —gritó Effie.
Katniss tomó aire, con el ceño fruncido, pero algo más consciente de lo que había hecho. Se esperaba más gritos en respuesta por parte de su mentor, pero Haymitch no la regañó. En su lugar, dejó escapar una pequeña risa y la miró impresionado.
—¿Sabes hacer algo más? —preguntó, arrancando el cuchillo.
Katniss se cruzó de brazos.
—Sé usar un arco.
—¿Y tú, chico?
Ella había sido modesta. Sabía hacer trampas, pescar, nadar. Sin embargo, no quería excederse delante de Alder ni pasarse de lista hasta ver en qué podría ayudarles Haymitch. Si es que sabía hacer algo que no fuera emborracharse.
—Puedo…usar herramientas —contestó el chico, con el gesto algo asustado.
Haymitch volvió a su asiento, acomodándose contra el respaldo.
—Bueno. ¿Así que os interesan mis consejos?
—Sí—habló de repente, Alder, con decisión.
—Hagamos un trato, si no toqueteáis mi alcohol —comenzó dirigiéndole una mirada severa a Katniss—, os ayudare en lo que pueda.
—De acuerdo —murmuró ella, casi a regañadientes.
—Lo primero es dejaros presentables.
—Tendréis vuestros propios estilistas nada más llegar al Capitolio —explicó Effie, contenta de poder contribuir—. La imagen es esencial.
Katniss tocó la taza. El chocolate ya se podía tomar.
—Esa es la primera lección —añadió Haymitch—. Esto es un espectáculo, y vais a tener que aprender a jugar en muy poco tiempo.
Más que tranquilizarla, le cabreó más. ¿Es que su vida o la de su hermana era un juego? O la de Alder, que no habría ni roto un plato en su vida.
—Eso es repugnante.
—Es lo que hay, preciosa. A partir de ahora, os toca demostrar que sois una buena apuesta. El apoyo lo es todo.
El desayuno pasó en un silencio incómodo solo roto por Effie y sus explicaciones de lo que sucedería los próximos días: su preparación, el desfile de los elegidos, el entrenamiento. El resto del día estuvo sumido en el mismo vacío, hasta que el tren se empezó a acercar al Capitolio. A lo lejos, los edificios parecían ya tan altos que se aproximaban al cielo. Hasta Katniss siguió a Alder con prisa hacia la ventanilla para no perderse nada al entrar a la ciudad. En la televisión todo parecía más gris y aburrido, pero en realidad cada rincón era brillante: el pavimiento, las aceras perfectamente diseñadas y limpias, los edificios de cristal impoluto, la gente con miles de colores vivos no solo en su ropa, también en la piel o el cabello. Su compañero no dejaba de abrir la boca. Con la cara casi pegada al cristal, preguntó, sorprendido:
—¿Qué llevan puesto?
Katniss no podía apartar la mirada. Si Effie le había parecido extravagante era porque todavía no había visto nada. La fantasía se rompió al entrar a la estación, con el fin del recorrido. Sin ni siquiera haber frenado del todo, la gente se empezó a agolpar a su alrededor. El flash de las cámaras saltando de repente le descolocó y al cerrar los ojos, solo pudo escuchar a Haymitch preguntar:
—¿Estáis preparados?
