Seis
—Robin. ¿Ya sabes qué vas a hacer para tu valoración?
A pesar de que Finnick lo estaba mirando fijamente, el chico siguió engullendo su cena, como si estuviera en un concurso por ver quién podía comer más. Cada vez que pinchaba un pedazo lo hacía con tanto ímpetu que parecía más un cuchillo que un tenedor.
—Es mañana —le recordó, tratando de ser paciente. Estaba enfadado, eso estaba claro. Era lo que tenía estar acercándose a una muerte inminente.
—¿Qué más da? —replicó, enviándole una mirada llena de rabia.
Quisiera o no, Finnick era su mentor, un trabajo que se le había impuesto, pero su deber de todas formas. Desde ese puesto podía aconsejarlos, podía consolarlos. Casi nunca los salvaba.
—¿Sabes cuántos tributos mueren por causas naturales? No tienes que matar a nadie, a veces simplemente ocurre.
—Nadie ha ganado así.
Finnick se calló por un momento, ahogando el nudo que se le formó en la garganta dándole un trago a su vaso de agua.
—Annie sí —replicó, casi en un murmullo. No quería hacerlo, pero tal vez a Robin le sirviera escucharlo, también a Estee—. Se escondió todos los Juegos.
—Ya, ¿y le mereció la pena ganar?
El tenedor se le escapó de entre los dedos de forma torpe y de pronto no podía respirar. Annie…todavía dolía pensar en ella. Habían pasado dos años desde que faltaba y aunque pasaran veinte más sospechaba que le seguiría dejando igual de paralizado. Claro que había merecido la pena. Le había dado los mejores años de su vida, los que habían podido disfrutar juntos hasta que ella no lo soportó más. Ahora solo podía verla en sus sueños, flotando con el ritmo de las olas del mar, inerte, encontrando la calma que nunca había recuperado, la esperanza que le había quitado lo que había vivido en la Arena. Tenía que haber hecho algo, algo más.
Finnick recogió el tenedor con lentitud, y notó que Estee le pegaba un golpe bajo la mesa a su compañero. Parpadeó un par de veces y le dedicó una leve sonrisa a la chica. Tan solo era el comentario de un quinceañero cabreado que no sabía lo que significaba para él en realidad.
—Perdona —masculló el chico.
—¿Podemos hablar de la entrevista? —interrumpió Estee—. No me apetece nada. No sé qué decir.
—Lo ideal es mostrarte optimista, resultar simpática—. Al menos ella no tendría ningún problema con ello. Era una chica callada, pero lo bastante lista como para saber de qué iba ese mundo—. Escribiremos algunas líneas juntos para practicar si te quedas más tranquila, ¿vale?
Estee asintió varias veces, con una sonrisa tímida. Finnick pensó en sí mismo hacía ya casi una década, en Mags, que se había convertido en su única familia y todavía lo era. Le había tratado con cariño y no le había engañado en ningún momento, sino que había sido realista. El Finnick de catorce años que había llegado al Capitolio era muy diferente a esos dos chicos. Ese Finnick sabía que tendría que mancharse las manos y no le había importado, no mientras pudiera volver a casa. Dicho así parecía que no había tenido remordimientos en ningún momento. La verdad era que solo quería librarse, demostrar lo que sabía y conservar la cabeza pegada al cuerpo, incluso si eso implicaba asesinar. Había sentido orgullo entonces, ahora solo quedaban el asco y la vergüenza.
Lo intentaba con todas sus fuerzas, lo hacía de verdad. Intentaba ocupar el lugar de Mags con la misma eficiencia, pero era agotador y alcanzar una pizca de satisfacción parecía inacabable. Solo había vuelto al 4 con un chico en nueve años, además de Annie, de los dieciocho tributos de los había sido mentor hasta la fecha. No entendía cómo Mags lo había hecho, o Haymitch, por ejemplo, que año tras año volvía solo, una y otra y otra vez. Cuando terminaron con la cena, se concedió el lujo de tumbarse en el sofá, en plena oscuridad, para saborear una cerveza, cosa que, inesperadamente, no abundaba en el Capitolio. Preferían los vinos extraños, el champagne y las drogas con los efectos más ridículos y peligrosos que uno pudiera imaginar. Era una locura. A veces su vida se volvía demasiado, demasiado grande, agobiante, brillante, atrapado en una espiral surrealista. Nada era como se había imaginado mientras anunciaban su nombre en la Arena. Solo quería quedarse en el 4, junto al mar para siempre. Como estaba atrapado, solo le quedó acurrucarse en el sofá del terciopelo y olvidar el mundo. Ni siquiera llegó a la mitad de la cerveza cuando se fue quedando dormido. Por una noche no hubo sueños protagonizados por Annie, ni por sus peores pesadillas, cuerpos ajenos que odiaba y el suyo propio, obligado a tantas cosas que despreciaba.
Creía haber dormido por horas, pero cuando se despertó, con el cuerpo totalmente descansado, el salón estaba sumido en la penumbra y el reloj digital marcaba las cuatro y media. Se desperezó, medio atontado, al escuchar un sonido vago procedente del pasillo. Se incorporó y se quedó parado, hasta descifrar lo que ocurría. Parecía un pequeño quejido, o el hipo que acompañaba al llanto. Siguió el sonido, descalzo, hasta pararse delante de la puerta de donde procedía.
—Estee —llamó una vez, en un susurro—. ¿Estás bien?
El llanto cesó, pero no respondió. Finnick probó otra vez y la puerta se entreabrió lentamente. No podía ver la cara de Estee con claridad, aunque sí notar el temblor en su cuerpo.
—Lo siento.
—¿El qué? —Dio un paso hacia adelante y le tomó del brazo con cuidado—. Puedes llorar, ¿sabes? Está permitido. Ven conmigo.
La soltó y dejó que le siguiera hasta el salón, para sentarla en uno de los sofás granates. Mientras tanto, Finnick se ocupó de encontrar a alguien que pudiera traerle a la chica una valeriana y una tonelada de pañuelos también, por mucho que odiara molestar a nadie a aquellas horas. Decidió que era mejor no presionarla, así que tiró la cerveza caliente y se sentó un par de metros a su lado. Estee estaba sentada en el sofá, con las rodillas pegadas al pecho y la cara todavía enrojecida por las lágrimas.
—Quiero ver a mi madre una vez más —pronunció la chica, en un susurro que hizo que el estómago se le hundiera.
Finnick la miró en silencio. Reconocía muy bien el vértigo de los días anteriores a los Juegos y también echaba de menos a su madre, incluso entonces.
—Mis padres son maestros —continuó—. Iba a estudiar y seguir sus pasos, algún día. Nunca he querido prepararme para los Juegos. No quería ser como ellos.
Como él, la corrigió Finnick en su mente. Se refería a los profesionales y él entraba en ese grupo. No le extrañaba que Robin le odiara.
—Puedes hacerlo, Estee —le animó y, por una vez, no tuve que fingirlo. Estaba convencido de que tenía posibilidades. Había visto cosas más extrañas—. Eres inteligente, puedes adaptarte. Si no quieres…si no quieres hacerle daño a nadie, defiéndete. Escóndete, observa.
La chica le apartó la mirada vidriosa y se sorbió la nariz antes de volverse hacia él de nuevo. Ni siquiera debería estar animándola a que no fuese violenta. Se suponía que era lo que debían hacer. La defensa era una especie de resquicio, un vacío legal.
—¿Katniss ha dicho que sí?
Finnick asintió levemente. Había hablado con Haymich después de verla, aunque eso no se lo había contado, y la chica no había tardado en aceptar. También el chico del 12. A pesar de ello, Finnick tenía la impresión de que no duraría lo suficiente como para aliarse con nadie y, siendo sinceros, tampoco tenía gran cosa que aportar. Robin, por otro lado, no quería participar.
—No sé si podré hacerlo. Si nos ayudamos y luego se termina, ¿cómo voy a …?
¿Cómo iba a matarla? Las alianzas se rompían, por supuesto. Al final solo quedaba uno.
—Lo sé —respondió, tragando saliva—. Lo siento, Estee. Así son las normas.
Luego extendió el brazo para apoyarse en su hombro, en un intento de infundirle algo de ánimo.
—Vale —pronunció levantándose tras una larga exhalación—. No es culpa tuya. Me voy a dormir otra vez. Estoy…mejor. Solo quería decírselo a alguien.
—Estee. Haré todo lo que pueda para que vuelvas a casa.
Lo que le había dicho a Katniss no era mentira. Ojalá pudiera hacerlo, protegerlos a todos. Se veía a sí mismo en sus rostros, imaginaba cómo serían si ganaban y lo que les podría ocurrir después, considerando en lo que se había convertido su vida. Si esa chica vencía, ese no sería su destino. No podía dejar que le ocurriera algo así a nadie más. Cuando Estee se marchó, volvió a echarse en el sofá, ya que era demasiado pronto para otra cosa y terminó dando otra cabezada. El primero en levantarse la mañana siguiente fue Robin, que apareció en el salón antes de que hubieran servido el desayuno, antes incluso de que Finnick hubiera decidido a levantarse.
—Ya sé lo que voy a hacer para la prueba —escuchó que decía el chico de repente.
Estaba de pie, entre el sofá y la pantalla, con una leve expresión de cansancio en el rostro.
—Buenos días, Robin —acertó a desearle, levantándose con un bostezo.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó, confundido.
Finnick se encogió de hombros.
—Es más cómodo de lo que parece. Bueno, ¿qué se te ha ocurrido?
—Construir un refugio.
Al desperezarse por fin, notó que Robin se estaba apretando los dedos con nerviosismo. Aún llevaba el pijama, con el pelo medio revuelto. Parecía más pequeño todavía. Alguien había tenido una noche difícil. Todos, a decir verdad. Finnick se puso en pie y le dio una palmada en la espalda.
—Eso está muy bien, Robin. Es útil.
Finnick trató de dirigirse a su propia habitación, pero Robin seguía caminando a su lado al atravesar el salón.
—Siento lo que dije ayer —pronunció, casi sin aliento, a toda prisa—. Estaba enfadado y la pague contigo.
Finnick se volvió y esbozó una sonrisa tirante. La vista del chico saltaba de su rostro a la pared, seguramente avergonzado.
—No pasa nada.
—¡Sí pasa! Lo que le ocurrió es una mierda, y era tu tributo, la llevaste a casa y aun así… Perdón.
—Ya lo he olvidado, Robin. No pasa nada, si te parece importante …entonces te perdono.
Era lo mínimo que podía hacer por él. Le molestaba que le hubiera recordado lo que le había pasado a Annie, pero no quería que se sintiera culpable a apenas dos días de marcharse a la Arena.
—Todo esto es propio de salvajes —dijo, recobrando la energía que Finnick reconocía más como suya—. No quiero cargar con el peso de matar a alguien. No sé cómo hacerlo y no lo haré.
Finnick asintió, sorprendido por su efusividad. Ese chico tenía narices, eso no podrían arrebatárselo.
—Lo respeto.
—Vale.
Como si fuera todo lo que necesitaba escuchar, asintió con levedad con la cabeza y se marchó sin decir nada más. Finnick odiaba las evaluaciones, las entrevistas del último día…En general todo lo que predecía a los Juegos, casi más que ellos mismos, porque alargaban la tensión y el miedo. Se ocupó de acompañarles hasta la prueba individual y antes de que se dieran cuenta ya había pasado el día y estaban esperando el resultado con nerviosismo frente al televisor. Tenían suerte de ser los cuartos, al menos ya no tenían que contener la respiración durante tanto tiempo. Estee consiguió un 8 y sonrió con más felicidad de lo que Finnick la había visto expresar nunca y Robin un 6 que le arrancó aunque fuera una diminuta sonrisa. Las sonrisas se convirtieron en una expresión estupefacta, mezclada con algo de admiración cuando llegó el turno del 12. Katniss había sacado un 11. Un 11. Finnick se apoyó contra el sofá, sin poder evitar elevar las cejas con sorpresa.
—Joder —se le escapó. Pero, ¿qué habría hecho esa chica que ni siquiera era una profesional para conseguir tal nota?
—¿No las has visto entrenar con nada concreto? —le preguntó a Estee.
La chica negó, igual de confundida. Eso significaba que alguien tenía un secreto. Entonces se propuso averiguar todo lo que pudiera. Siempre se le habían dado muy bien los secretos, porque los demás solo veían la fachada, se fiaban de una cara bonita como la suya. Sin embargo, Haymitch Abernathy era otra historia, porque sabía la verdad.
Aunque no consideraba que fueran tan cercanos, Finnick sí habría afirmado que era de los pocos que entendían lo que era ganar unos Juegos y que eso te destrozara la vida de todas formas. No le quedaba nada, igual que a él. Era fácil saber dónde se encontraría fuera de sus horas ocupadas con tareas de mentor. Al vencedor del 12 no le iban los clubs exclusivos y en la residencia de los tributos solo había un bar, además de las salas que ocuparían cuando empezaran los Juegos. Tal y como había esperado, se lo encontró en una esquina de la barra del bar, cuando ya había caído la noche. Por lo menos estaba a medio gas y no tendría que esquivar las miradas de personas que habían pagado por pasar lo noche con él. Le ponía enfermo que le reconocieran de esa manera.
—Haymitch —le saludó con tranquilidad, antes de ocupar el taburete a su izquierda.
No pareció muy sorprendido de verle, sino que le dio una palmada en la espalda.
—Odair. ¿Qué bebes?
—Cerveza.
—Muy barato para ti. ¿No te apetece una ginebra rosa o alguna mierda de esas?
Finnick le dedicó la misma sonrisa torcida que Haymitch esbozaba con diversión.
—No, gracias. Venía a darte la enhorabuena. Menuda puntación ha sacado tu chica.
Él hizo el amago de soltar un soplido.
—¿Enhorabuena? —repitió con recelo—. Está bien que no la consideren una perdedora, pero ahora se la van a comer los profesionales.
—Una puntuación así atraerá a muchos patrocinadores.
—Ya y para que los demás decidan que se la tienen que quitar de encima primero —decidió Haymitch con dureza. No le faltaba razón—. No sé si te saldrá muy bien esta alianza.
Finnick giró a su alrededor en el taburete, observando las altas mesas de cristal medio vacías, con calma, pero en realidad fijándose en si los escucharían antes de inclinarse hacia Haymitch.
—¿Qué es lo que tiene Katniss? ¿Cuchillos? ¿Hachas? ¿Qué se le da bien?
Haymitch meneó la cabeza.
—¿Piensas que te lo voy a decir?
—¿No somos aliados?
—Solo hasta cierto punto, chico.
Finnick dio un trago, conteniendo una ligera sonrisa. Acabaría sabiéndolo tarde o temprano.
—Creo que tenemos muchas papeletas.
—¿También yo?
—Anda, Haymitch —replicó con un chasquido—. Mírame y dime que es como tus otros tributos.
Finnick no era estúpido, ni tampoco un iluso. El 1 y el 2 eran los favoritos, como siempre. Estee tenía la inteligencia que se necesitaba, pero no la entereza de Katniss. La vida en el 12 se lo habría dado.
—Bueno —medio refunfuñó Haymitch—, nunca habían sacado un 11.
—Lo imagino. Nuestros chicos están hechos de otra pasta.
Tal vez por eso merezcan salvarse, se dijo a sí mismo. No tenía que medir lo que le decía a Haymitch, pero sí debía tener cuidado por dónde se encontraban. Haymitch subió su copa y puso una mueca después de darle un trago.
—A Alder no le doy más allá de la salida.
Hacía tiempo que a Finnick había dejado de impresionarle que hablaran tan a la ligera de la vida de unos chicos. Era descorazonador.
—Robin ni siquiera va a intentarlo. ¿Sabes qué empiezo a ver?
Miró hacia arriba. Tenían un altavoz de música encima de sus cabezas, casi imperceptible, lo sabía porque había ido mil veces. También sabía dónde guardaban los micros. Un tipo rico del 1 que llevaba esas cosas se lo había contado después de una noche juntos. Puede que hubiese más, así que se acercó a la oreja de Haymitch.
—Es como un patrón.
Haymitch no se movió.
—¿El qué?
—Ya no vienen con esperanza. Si no eres un profesional, eres un crío asustado, eso lo sabemos todos. Veo algo más.
—Están cabreados —masculló Haymitch. Entre líneas, Finnick interpretó que él también.
—Sí, bueno. Con razón. Yo me refería al…sistema —añadió con cuidado. Cuando el ritmo de la canción se disparó volvió a hablar—. No quieren aceptarlo. Los del 1 y el 2 y muchos otros no tienen nada que cuestionarse, ¿no? No se preguntan si todo esto es moral o no, tan solo lo ven como algo que ocurre.
Cuando se alejó de su rostro, observó que Haymitch lo escudriñaba con la mirada, dividido entre el miedo y algo de anhelo. Al girarse, volvió a su expresión despreocupada. Era bueno. Era casi tan bueno fingiendo como él, pero bebía demasiado y a veces se le olvidaba comportarse. O igual lo hacía a propósito.
—Algún día explotará —dijo Finnick.
—Si tú lo dices.
—Y estaremos aquí para verlo.
—Espero que no te equivoques, chico —dijo alzando su vaso—. Me estoy volviendo viejo y necesito salvar a alguien. Aunque sea solo a uno.
Finnick alzó su cerveza y brindó con él. Yo también, pensó con desesperación. Yo también.
