Diecisiete
El grito se escapó de su garganta sin que supiera siquiera que lo estaba emitiendo. El corazón le bombeó con fuerza al tiempo que abría los ojos, aún paralizada. Tenía las sábanas pegadas a la piel, cubierta en un sudor frío. Katniss no sabía dónde estaba ni qué ocurría, hasta que su mente se dio cuenta de que se encontraba en casa. Lo primero que pensó es que iba a despertar a Prim, seguro que la habría pegado con su pataleo, luego recordó que ya no tenían que dormir juntas y estaba sola. Fueron los pasos apresurados por el pasillo los que la ayudaron a tranquilizar la respiración. Por un segundo no ubicó la voz que la llamó desde el umbral de la puerta. Después de incorporarse lo distinguió en la penumbra, con la respiración igual de agitada que ella.
—Katniss.
Solo era su padre, pensó con alivio, porque no podía ni hablar. Siempre llegaba a su rescate, siempre, solo una vez no había podido evitarlo. Se centró en recuperar la respiración y después de inspirar poco a poco se estiró hasta encender la lámpara en la mesilla de noche.
—Pensaba que había entrado alguien en casa —escuchó a su padre decir, casi sin aliento—. Estabas gritando.
Katniss despegó los labios con el pavor aún latiente en la garganta.
—Lo siento —emitió en apenas un murmullo.
Él se dirigió hasta su cama lentamente, sin su bastón, hasta apoyarse en una esquina, pero dejándole su espacio.
—Estás bien, estás en casa. Tranquila, cariño.
Katniss le apretó las manos con fuerza por un momento y aunque la inquietud no abandonó su cuerpo, escucharle hablar suavizó el miedo que la pesadilla le había despertado.
—Vete a la cama, papá —le pidió un poco después—. Estoy bien.
—No pasa nada si no lo estás, Katniss.
Lo sabía, pero ya notaba los ojos quemándole, amenazando con derramar alguna lágrima. No le avergonzaba que su padre la viera llorar, por supuesto, pero la frustración la dominó con rapidez. Agradeció que no pudiera verla bien, y también que estuviera cerca, porque no sabía dónde tenía el audífono y estaba hasta un poco confusa. De noche todo la volvía más débil y vulnerable, pues sus sentidos ya no eran lo que solían, ni tampoco sus pensamientos. Su oído, sus pesadillas, las preocupaciones que no le dejaban dormir…Había ganado, pero su vida ya no era fácil, de ninguna manera. Nunca lo había sido y nunca lo sería, se temía.
—Voy a beber algo e intentaré dormir de nuevo, te lo prometo —le dijo a su padre, y solo entonces, intentando hacerle ver que estaba lo suficiente centrada para emitir una frase correcta, pudo convencerlo que volviera a dormir. Odiaba tener que hacer que todos estuvieran pendientes de ella, y, aunque sabía que no tenía que afrontarlo sola, era difícil reconciliar ambos pensamientos.
En la cocina el suelo estaba frío, pero ni siquiera eso sirvió para espabilarla del todo. Hizo caso a su padre, ya que seguro que estaba esperando a que volviera a subir, se tomó un vaso de agua y fue de vuelta a la cama, aunque en realidad no pudo pegar ojo después. El rostro de Marvel y su cuerpo cayendo fulminado la perseguían, noche sí, noche no.
Y de esa manera ya había dejado escapar unas cuantas semanas, se acercaba el otoño y la mitad del verano se la habían arrebatado en el Capitolio, junto a la persona que solía ser antes. Aún no había puesto un pie en el bosque con Gale de nuevo, ni se veía capaz de hacerlo. Su familia y sus amigos, de todas formas, eran lo que de verdad la animaban a seguir adelante, así que, pasada esa complicada madrugada, decidió que visitaría a Madge. Ahora que no tenía que arreglárselas para comer en condiciones no sabía muy bien qué hacer con su tiempo libre y el mercado, lugar que solía frecuentar con Gale, no era el tipo de sitio al que una chica como Madge iría. Dudaba que hubiera entrado alguna vez en su vida.
El paseo sin ningún rumbo en el que se dirigieron las llevó casi sin darse cuenta hasta la panadería de los Mellark. Prim solía arrastrarla hasta allí para ver las tartas en el escaparate, ahora esos días se habían terminado. Aunque guardaba un recuerdo agridulce en relación a aquella tienda, también le daba esperanza de cómo la vida podía transformarse y mejorar. Entró junto a Madge, sin pensárselo demasiado y observó todas las pastas y los bollos, inspirando con fuerza el olor a pan y dulces recién hecho que hizo que el estómago le rugiera. Escuchó a Madge pedir primero al panadero una barra de pan para llevar a casa y mientras que ella seguía ensimismada, sin poder elegir, una segunda voz la sobresaltó.
—Tu padre suele llevar muchas de esas galletas.
Katniss elevó la mirada y se encontró con un chico justo frente a ella, tras el mostrador. El corazón le dio un pequeño vuelco por un segundo, al notar los ojos azules cristalinos clavándosele en los suyos, aunque sin dureza alguna.
—Es que son mis favoritas —repuso Katniss, después de reponerse—. Ponme seis.
Cuando se giró a la izquierda ligeramente notó que Madge aún estaba hablando con el señor Mellark, así que aprovechó para mirar a su hijo, de pronto nerviosa.
—Peeta, una vez, no sé si te acuerdas… —comenzó con lentitud—. Me diste unos panes.
Él la miró en silencio, con el gesto más serio, y en seguida abrió la boca con sorpresa, como si no la creyera capaz de recordárselo.
—No debí hacerlo de esa manera, estaban quemados y tú estabas empapándote…
Katniss negó ligeramente, sin intención de ponerle nervioso a él también, sin razón alguna. Si estaba desenterrando aquel recuerdo, aquel momento tan horrible para ella y a la vez del que estaba tan agradecida, era porque antes no se había creído capaz de mirarle a la cara de nuevo. En ese momento, cuando no tenía ni qué llevarse a la boca después de tantos días, el acto desinteresado de aquel chico que ni siquiera era su amigo lo había cambiado todo.
—Me salvaste la vida —susurró—. En ese momento no tenía nada, ¿sabes? Te lo debo.
Peeta asintió un poco después de esbozar una sonrisa, medio sonrojado y Katniss no pudo evitar que se le escapara a ella también. Y más aún, cuando salió junto a Madge y se dio cuenta de que le había dado en el paquete una galleta de más, así que se la comieron entre ambas por el camino. Le encantaban las que llevaban pedazos de chocolate por el medio y conocía a alguien al que seguro que le pirrarían, pensó. Ojalá hubiera estado allí. Como si le hubiera leído el pensamiento, apenas le había dado tiempo a cambiarse de ropa y acomodarse cuando el ruido del teléfono sonó.
—¡Voy yo! —gritó, sin saber dónde se encontraba su padre en realidad.
Como se podía coger desde la otra línea en el despacho, no se molestó en bajar a la cocina.
—¿Quién es?
—Hola de nuevo. ¿Interrumpo algo?
Katniss se dejó caer en el sillón y se recolocó el teléfono, seguro que sonaba agitada y por eso lo decía. Por su parte, ya se había acostumbrado a cómo sonaba la voz de Finnick al otro lado.
—No, acabo de venir de la panadería. Es un poco pronto para ti.
—Es un día aburrido, lleva lloviendo desde ayer por la noche. ¿Qué has comprado?
—Galletas, con chocolate y todo.
—No me des envidia —protestó él, aunque con un toque divertido en la voz.
—Tampoco he dormido nada, si te sirve de consuelo —admitió. Al fin y al cabo, era una tontería ocultárselo—. Supongo que las pesadillas son normales, pero ya no sé qué más hacer.
—Yo paseaba mucho, hacer algo que te distraiga durante el día para estar más cansada. Ah, y no pases demasiado tiempo viendo la televisión o no pegarás ojo—le aconsejó.
Katniss no era ninguna loca de los programas y propaganda que emitían, pero no estaba mal saberlo.
—¿Y tú qué haces? —le preguntó—. ¿Estás solo en casa?
—¿Con quién iba a estar? Aquí solo me queda Mags.
Su mentora, recordó Katniss, por lo que tenía entendido era una mujer bastante mayor.
—Cierto —se lamentó—. Perdona.
—No pasa nada. Hace unas semanas estuve viendo a Johanna, tampoco estoy siempre solo.
—¿Qué Johanna? —replicó ella—. ¿Johanna Mason?
Era la única persona que le sonaba con tal nombre.
—Nos llevamos bien. Haríais buenas migas.
Katniss arrugó un poco el ceño, a pesar de que no fuera a verlo. Nunca lo habría pensado.
—Tiene pinta de ser un poco…
—¿Borde? —propuso Finnick.
—Iba a decir brutal.
Él emitió una pequeña risa.
—Si, bueno. Hay poco que le asuste.
Aunque el silencio se hizo paso entre los dos por un momento, Katniss no se sintió incómoda. Podían esperar a que el otro se le ocurriera cualquier cosa que decir sin temor a tener que llenar cada segundo para mantener el interés y eso la calmaba, que no esperara nada de ella.
—¿Hace frío en el 4? —se le ocurrió de repente.
—Aunque llueva, no te creas.
—Aquí está empezando a refrescar. Antes no me gustaba nada esta época del año —dijo, casi sin meditarlo—. Muchas veces nos calentábamos como podíamos.
—Me imagino que tiene que ser complicado —reconoció él.
—Mi padre tenía que esforzarse mucho para poder siquiera comprar café y entrar en calor. Ahora está montando una consulta, no te lo he contado. Le han dado permiso en el distrito.
—Me alegro mucho, Katniss. Es una noticia increíble, ¿no?
—Sí, está bien que podamos hacer algo para ayudar a los demás.
—Hará mucho bien, eso seguro. Escucha, al final…¿viste a los padres de Alder?
Katniss suspiró ligeramente antes de contestar.
—Sí y tenías razón. Fue duro, pero me trataron mejor de lo que esperaba.
—Te lo dije. ¿Cómo están?
—Están mal, claro —respondió Katniss, bajando la voz—. Espero que esto les de la paz que buscan…eso es lo que importa.
Finnick tosió un poco y después se aclaró la voz.
—Bueno, no te quiero entretener más.
—No me molestas —replicó Katniss, para cambiar a un tema menos doloroso—. En realidad, no tengo nada que hacer hasta por la tarde. Voy a ver ese programa de canto que dan. No me gusta mucho, pero Prim nunca se lo pierde.
—Pues no está mal, para no haberme invitado nunca —repuso él.
Katniss sonrió. Le echaba un poco de menos, a él y a sus ocurrencias, los inesperados comentarios que le hacían olvidarse de todo por un segundo y siempre acababan arrancándole una sonrisa.
—Adiós, Finnick.
—Que descanses, Katniss.
