Diecinueve
Finnick dejó que las olas le mecieran mientras flotaba, observando el cielo plomizo sobre su cabeza. El tiempo estaba empezando a empeorar, y pronto sus baños diarios en la playa tendrían que ser más cortos, o directamente se acabarían hasta que llegara, por lo menos, la primavera. La temperatura exterior hizo que se le erizara la piel mientras salía del agua, aunque la situación le era tan habitual que ya casi ni le resultaba desagradable. Se dirigió poco a poco a la orilla, para luego acelerar el paso por la arena, hasta donde había dejado la toalla. Se la pasó por los hombros, dedicando una mirada de reojo al cielo, donde unas nubes oscuras empezaban a asomar y echó a andar en dirección a casa.
En la distancia se apreciaba un grupo de pescadores, casi en fila, repartidos por el espigón, con otro grupo entre las rocas afanados en su tarea. Aquella zona de la playa era la más tranquila, porque las casas de la Villa de los Vencedores lindaban directamente con ella y parecía que nadie se atreviera a molestarles. Aun así, Finnick prefería o bien las mañanas o tardes como aquella, antes del atardecer, porque así podía cruzarse con menos gente. No siempre había sido así, pero en aquellas semanas en especial, además, era lo preferible.
Estaban en ese período entre el final de los Juegos y la próxima llegada del Tour de la Victoria, unos meses de respiro y a la vez de tensión, sobre todo para los que lo habían perdido todo y tendrían que rememorarlo de nuevo. No sería agradable para nadie, ni siquiera para los que ganaban, eso lo sabía bien, ya que su propia vida se había ido al garete poco a poco al terminar la gira. Tampoco ahora tendría la conciencia tranquila, solo le bastaba con haber visto a los padres de Robin por casualidad en el puerto hacía unos días, y observarlos alejarse en cuanto lo reconocieron. En ese momento, se preguntó cómo lo estaría llevando Katniss, si ya estaría matando a Haymitch o a el equipo de preparación por los atuendos que le escogerían, si estaría nerviosa o tendría ganas de terminar de una vez. A decir verdad, nunca se acababa, no si eso la convertiría en mentora. Él también había creído una vez que ya estaba a salvo después de ganar, pero de una manera u otra, nunca se cumplía tal anhelo.
Finnick relajó el paso al verse en la parte trasera de su casa. Era más una casita de campo que una mansión en comparación con la residencia de otros vencedores, pero lo prefería así. Le gustaban los escasos toques de mármol combinados con el baldosín y el color azulado del exterior. Siempre le había parecido una extensión más del mar y aunque apenas la había podido compartir como debería, se sentía como un hogar de verdad. Lo primero que hizo al entrar fue dirigirse directo a la ducha, porque por mucho que le encantara el olor a sal, era de lo más incómodo irse a la cama con esa sensación pegajosa en la piel. Cuando acabó se puso una simple camiseta de algodón y unos pantalones cómodos y comprobó que fuera en hora. Si calculaba bien en menos de media hora estarían llamando a su puerta, así que bajó las escaleras hasta la cocina, encendió la televisión y el horno.
Para el desastre que era con la cocina, era sorprendente que le gustara tanto aquel rincón de la casa. Tal vez fuera por el enorme ventanal sobre el fregadero, que se abría con amplitud hacia el mar, como si estuviera allí mismo. En ese momento no tenía la mejor de las vistas. Aparte de los pescadores se veía a un grupo entrenando, corriendo por la playa a paso ligero. No eran más que críos encabezados por sus entrenadores y se le cerró un poco la garganta al pensar en sí mismo recorriendo el mismo tramo hacía años. En su familia nunca habían estado locos por los Juegos, simplemente sus padres habían creído que sería lo mejor para él, que estaría más a salvo si se entrenaba, por si acaso. Por si acaso.
Finnick volvió la mirada al interior. A su izquierda ya se encontraba el salón-comedor y al volver la vista allí le fue imposible saltar la repisa con la colección de conchas que un día había pertenecido a Annie, o el marco de fotos inmaculado en el que aparecía tan sonriente, tan calmada. Era doloroso, pero prefería recordarla así. Finnick no podía culparla por su decisión, ni mucho menos odiarla, para eso ya se tenía a sí mismo. Podría haber hecho más por ella, todo podría haber acabado de otra manera.
Tras un momento de indecisión volvió sobre sus pasos para cerciorarse de que el horno estuviera encendido de verdad. Nunca se había esforzado en aprender a usarlo, ni nada que hubiera en esa cocina, a decir verdad, no si implicaba una elaboración real. Esa noche también había comprado el postre, cómo no. Cuando el timbre sonó unos minutos después agradeció no quedarse más tiempo solo con sus pensamientos y el ruido de fondo de la televisión, con la canción corporativa de turno del Capitolio. Ante él se presentó un rostro más que familiar para él, un rostro en el que se notaba sin duda el paso de los años, pero que nunca dejaba de tener la misma calidez en la mirada. Finnick sujetó la puerta y sonrió.
—Mags.
Era como una madre para él, o puede que una tía o una abuela si contaba su edad, pues los nietos de Mags ya eran mayores que él y hasta había tenido su primera bisnieta.
—Finn —le susurró al oído a la vez que Finnick se agachaba para abrazarla.
Nadie le llamaba así fuera de su familia. Cada vez que lo escuchaba, no importaba las veces que fueran, volvía a ser un niño de nuevo, alguien querido, alguien que estaba a salvo. Mags le acarició la mejilla por un momento y cruzó el umbral, dejándole paso a otra mujer más joven tras ella, pero que tenía la misma sonrisa y la naturalidad de su madre.
—Hola, Melia —saludó Finnick, con otro corto abrazo.
—Pero qué arreglado para estar en casa. ¿Vienes de nadar?
—Siempre —se rió él—. Sí, he vuelto hace nada.
La mujer le extendió una bandeja envuelta en papel de albal.
—Mete esto en el horno, ¿quieres? Se estará templando y ya sabes cómo se pone mamá con la comida.
Finnick dio la vuelta, cerrando la puerta con el pie y la bandeja entre manos. A Mags le gustaban las cosas a su temperatura ideal, aunque tampoco se podía haber enfriado mucho desde su casa al final de la villa de Vencedores.
—Os podéis ir sentando ya si queréis —les indicó desde la cocina.
Mags murmuró algo así como que todavía podía caminar perfectamente que provocó que su hija se riera. Desde que había tenido el ataque era difícil entenderla del todo cuando hablaba y acababa comunicando más por gestos que por palabras. A Finnick le asombrara que ni siquiera eso mermara sus ánimos. Aun así, al abrazarla la había notado más delgada, más frágil. Ya no salía tanto de casa como antes y si venía a verle una o dos veces al mes como entonces ya lo consideraba un logro. Suponía que el tiempo pasaba para todos, pero eso no lo hacía menos difícil de digerir, no cuando había estado con él por tantos momentos horribles, los Juegos, la pérdida de sus padres, la de Annie. Mags nunca lo había dejado.
—¿Cómo está Sena? —le preguntó a Melia de vuelta en el salón.
Ambas ya habían encontrado asiento en una esquina del sofá más grande, junto al ventanal de la terraza.
—Creciendo cada vez más rápido —respondió ella, con una ligera sonrisa al hablar de su primera nieta—. La próxima vez que vengan por aquí ya será capaz de decir tu nombre.
Finnick lo veía difícil, pero asintió ligeramente mientras terminaba de poner la mesa. No sabía dónde estaría los siguientes meses, esperaba seguir lejos del Capitolio con la única excepción de los Juegos, como hasta entonces. Las miró por un segundo y se preguntó dónde estaría él con la edad de ambas, si es que algún día llegaba a ello. Si le costaba imaginarse su vida en un año, como para pensar en décadas. Era difícil, en general, imaginarse con una vida propia, ya lo había intentado con Annie una vez y así había terminado de nuevo: solo. Sabía que en el fondo no lo estaba; tenía a Mags, a Johanna, a Haymitch, en cierto modo, pero la realidad era la que era. Siempre volvía a una casa vacía, no había nadie a quien contarle cómo le había ido el día o lo que no le dejaba dormir por las noches.
—¿Y esto? — preguntó Mags, haciéndole un gesto exasperado hacia la televisión—. Finn.
Él se encogió de hombros.
—No lo estaba viendo, solo está de fondo.
—No te hace bien —volvió a protestar su antigua mentora.
Finnick se paró un momento a escuchar y descubrió que estaban discutiendo el Tour de la Victoria, repasando los mejores momentos de años anteriores y apostando sobre la llegada final de Katniss al Capitolio, cómo sería la fiesta o los vestuarios, como si fuera el acontecimiento del año. En verdad lo era.
—Van a acabar llegando aquí al final, de todas formas —se excusó—. Tengo que enterarme de esas cosas.
—Siempre habéis querido que pase cuanto antes —recordó Melia, dirigiéndole una mirada que a Finnick le pareció algo preocupada.
Finnick se dejó en el otro sillón junto a ellas y le aguantó la mirada a Melia por un rato. Dedicarles una sonrisa y decirles que estaba bien no valdría, porque le conocían de verdad.
—Estoy algo preocupado —reconoció, al mismo tiempo que veía a Mags fruncir un poco el ceño—. Estoy preocupado por ella.
Les hizo un gesto con la barbilla cuando vio algunas imágenes de Katniss en la última entrevista en el Capitolio, que las dos siguieron de inmediato.
—¿Katniss Everdeen?
Mags siguió mirando a la pantalla después de que Finnick asintiera y lo imitó, como si estuviera de acuerdo.
—No debería haber dicho algunas cosas en los Juegos. Tener tanta pena por la niña del 11…También se tomó muy mal lo de Estee —. En ese momento no dijo que a él le había sentado igual de mal, porque estaba claro—. Demasiada empatía, digamos. Hablo con ella de vez en cuando, es una buena chica y me preocupa el rumbo que pueda tomar su victoria.
Melia se recoló un poco el moño, en un gesto medio nervioso, tras dedicarle una mirada de reojo a su madre y luego a él.
—¿No creerás que…?
No completó la pregunta, pero Finnick lo hizo en su mente: ¿no creerás que harán lo mismo con ella que contigo?
—No lo sé, Haymitch está intentando protegerla. Venderla como una salvadora, con una imagen familiar y esas cosas. Mags, ya sabes que es un poco caótico, pero es inteligente.
—Sí —murmuró—. Puede hacerlo.
Finnick suspiró.
—Tiene diecisiete años, es joven pero no demasiado joven como para resultarles inaceptable, aunque sabemos que eso tampoco les echa atrás.
En ese momento, Mags se levantó un poco para darle un apretón cariñoso con la mano. Finnick esbozó una sonrisa triste.
—Es la primera ganadora del doce —añadió—. Ser inalcanzable y deseable es una combinación peligrosa.
Mags negó con la cabeza.
—La primera no. Lucy —apostilló. Finnick no lograba recordar a nadie antes de Haymitch, pero los Juegos no solían ser lo mismo al principio, eso lo sabía por Mags, así que supuso que llevaría razón—. Antes que yo.
Melia, por otra parte, le sonrió.
—Es muy bonito por tu parte que intentes ayudarla, Finnick.
—Yo tenía a gente que lo hizo por mí.
Y siempre estaría agradecido, aunque ni siquiera eso hubiera sido suficiente, marcaba la diferencia sentirse arropado. Se puso de pie con una exhalación y se le escapó una media sonrisa al captar el olor procedente de la cocina.
—Deberíamos cenar antes que queme la casa.
Melia negó un poco con la cabeza y Finnick descubrió el mismo brillo cálido en los ojos de Mags que reconocía. Esta vez la historia terminaría bien. Tenía que hacerlo.
