Cuando mejor es uno, tanto más difícilmente llega a sospechar de la maldad de los otros.
Cicerón(106 AC-43 AC) Escritor, orador y político romano.
Cuando Kushina salió de su apartamento aquel 10 de octubre, por las noticias nacionales periodistas anunciaban la llegada de una enorme tormenta desde la costa este. El mar azotado por fuertes vientos se levantaba embravecido, amenazando con desbordarse pronto. Ella vivía en una pequeña ciudad a mucha distancia del foco de peligro, pero pudo comprobar al caminar bajo el cielo agitado, que el clima también se había alterado en aquel lugar.
Envuelta en un cálido abrigo de botones frontales, la mujer miró hacia las cuerdas de electricidad que se balanceaban con locura. En su país eran bastante comunes los fenómenos naturales relacionados con el mar, pero aquella ciudad jamás se había visto afectada de tal manera. Encogiéndose de hombros para soportar la fuerza del viento, apresuró su paso hasta la parada del autobús.
Su coche llevaba en el taller dos semanas enteras. Meses atrás empezó a presentar fallas, pero ella no les prestó atención sino hasta que quedó varada en medio del tráfico un fin de semana. Ella no sabía de autos, pero estaba bastante segura de que el arreglo dejaría un enorme vacío en su bolsillo. Debía replantearse seriamente la frecuencia con la que visitaba a sus padres en aquél lejano pueblo en el que habitaban, el mal estado de esas carreteras inundables le estaba pasando factura frecuentemente.
Al llegar a la parada del autobús, se arrebujó entre la protección de sus cristales. De pie bajo cubierta, observó los alrededores, esperando que apareciera entre la cortina de agua el capó del enorme autobús azul. Ese preciso día había decidido utilizar el transporte masivo y no taxi, pues a pesar de aún faltar días para la primera quincena del mes, su sueldo menguaba de forma alarmante. Debía reducir gastos o se vería en un penoso aprieto semanas antes de finalizar el mes.
A pesar de la tormenta que se estaba desatando ante ella, si entornaba los ojos podía vislumbrar las pequeñas figuras que corrían en diferentes direcciones, buscando cobijo. Niños, adolescentes, mujeres y hombres se desplazaban a largas zancadas, tan desconcertados como ella por el embravecido clima.
Suspiró de alivio cuando distinguió las luces del autobús. El vehículo se detuvo, pasajeros bajaron y ella subió. Con parsimonia pasó la tarjeta por la ranura y caminó en busca de un puesto. Encontró uno disponible en la última hilera, se sentó y observó por el cristal.
Fue en ese momento que, sin advertirlo, sintió un pinchazo de miedo e inquietud en el estómago; en la lejanía, cubierto por un impoluto y largo abrigo negro, se encontraba de pie un hombre. Sí, en medio de la lluvia y la ventisca, mientras las personas alrededor se apresuraban a buscar refugio, ese hombre permanecía imperturbable. Como una figura tenebrosa, no parecía molestarle el viento que revolcaba su cabello tan negro como tinta derramada, ni la tierra que las gotas de lluvia salpicaban en su vestuario adusto.
El autobús ronronéo y emprendió su marcha. Cuando pasaron frente a aquel hombre, Kushina juró que éste centró sus lóbregos ojos en ella. Agarrotada por un miedo inexplicable, trató de establecer contacto visual, pero el autobús giró el recodo y se perdieron de vista.
El día transcurrió sin mayores sobresaltos. A pesar del episodio en el autobús, Kushina no tuvo tiempo de inquietarse más allá de un minuto; su día laboral le impidió pensar en algo no relacionado con su profesión. Llegó al instituto, charló con sus compañeras de trabajo, se envolvió en el uniforme correspondiente y se adelantó para esperar a los niños en las puertas de entrada. No obstante, por motivo de aquella tormenta que no hizo sino empeorar, ese día asistieron menos estudiantes del habitual.
Entre aquellos pasillos coloridos y llenos de alegría, Kushina olvidó que tenía su coche en el taller por tiempo prolongado, olvidó que en casa esperaban facturas por pagar, olvidó que no contaba con dinero ni para sacar su coche ni para cancelar los débitos pendientes, olvidó que sus padres llevaban semanas sin atender su llamada, olvidó que su despensa menguaba cada día, olvidó los problemas que enfrentaba mes a mes y se concentró en sus niños.
Se enfrascó en una animada conversación con Soku, sobre los lugares que visitaría en las vacaciones de fin de año.
—Papi dice que iremos a visitar a la abuela —dijo la niña, mientras pintaba en su cuaderno. Arrugó la pequeña nariz llena de pecas—, pero mamá y yo no queremos.
—¿Y por qué no quieres visitar a la abuela? —preguntó Kushina, mientras cortaba tiras de papel colorido—. Me has contado lo mucho que te diviertes cuando vas.
La niña rodó los ojos y respondió con el empeño ingenuo con el que hablaban la mayoría de los niños.
—Ay maestra, está claro —dijo, luego se acercó y susurró. Sus ojitos llenos de impresión se prensaron en los suyos —. Mamá dice que la abuela es una bruja.
—¿Qué?
Soku asintió, mordiéndose los labios.
—La escuché el otro día cuando hablaba por celular con la otra abuela —susurró más bajo que antes—. Dijo que era una vieja harpía. Así que no, le diré a papi que quiero ir a casa de tía. Mamá siempre quiere ir donde tía, pero papi no la deja.
Más tarde bailaron y jugaron en el parque cubierto. Entre mediar conflictos de niños, guiar las clases, participar de conversaciones alucinantes y limpiar desorden de útiles escolares, al llegar la tarde Kushina se encontraba exhausta.
—¡Nos vemos la semana entrante!
—¡Chau, maestra!
—¡Prometo portarme bien la próxima vez!
Entre despedidas y promesas cargadas de honesta inocencia, llegó el final de su jornada laboral. La lluvia, que había mermado en el transcurrir del día, a esa hora de la tarde se intensificaba nuevamente. Aprovechó algo de tiempo y encendió su computadora, debía organizar sus archivos con las novedades de la jornada.
A pesar de su precaria economía, Kushina estaba contenta con su trabajo. Sabía que era algo temporal, que solo era el inicio de su vida profesional, por tanto, estaba aprovechando al máximo su oportunidad. Siendo una recién graduada, que como estudiante tuvo que abrirse paso lanza en ristre, tenía toda la esperanza que su suerte podía empezar a cambiar en cualquier momento.
—Es mejor irnos a casa.
Levantó su mirada de la computadora y dirigió su atención a su compañera. La mujer, una década mayor que ella, se afanaba en meterse bajo un grueso chaleco de lana. Cargaba un paraguas en una mano y una mochila en la espalda.
—Ya voy —respondió, volviendo a escribir.
—Avisaron en noticias regionales que se aproxima tormenta eléctrica. Mejor acelera, que vives lejos.
Kushina se detuvo y corrió la cortina para avistar afuera. En efecto, gruesas nubes oscuras cubrían el cielo sobre la ciudad. Mientras miraba, el firmamento se iluminó con inequívocos rayos fosforescentes. Con un escalofrío se apresuró en empacar sus pertenencias, dejar algunas en su casillero personal y salir con lo necesario.
Para cuando llegó a su zona de apartamentos ya había pasado tres horas y estaba empapada. Era una locura total, algunas calles habían colapsado, corrientes de agua había obligado a cerrar vías importantes. Centenares de personas se vieron obligadas a caminar hasta sus viviendas cuando se interrumpió el transporte público. Entre esas personas estaba ella, por supuesto.
Para evitar dar otra vuelva al edificio bajo aquella ventisca, decidió entrar por el estacionamiento. Apenas puso pie bajo techo, fue consiente que llevaba los nervios a flor de piel. Parecía hacer más frío ahí que en las calles. Era tal la gelidez del aire quieto, que por un momento tuvo la impresión de que si suspiraba, formaría una densa nube de vaho. Era ridículo, se dijo mientras trataba de alcanzar el elevador, se suponía que estaban en época de sol y he ahí tal tormenta.
Se plantó ante las puertas plateadas y pulsó el botón verde. Entonces, mientras esperaba impaciente a que el ascensor llegara hasta ella, las luces parpadearon y el sistema se detuvo de forma abrupta. Kushina parpadeó ante la densa oscuridad, esperando que el personal del edificio pusiera en funcionamiento la planta eléctrica.
Tuvo que pasar un par de minutos en completa oscuridad para entender que tendría que subir las escaleras a tientas. Iba tan empapada que, seguramente, su móvil se habría echado a perder también, de modo que esculcar su mochila en medio de la oscuridad no era una opción.
Fue en ese instante que lo escuchó; un lloriqueo distante que le puso los pelos de punta. Kushina apretó los labios, inquieta, y escudriñó el estacionamiento sobre su hombro. A duras penas pudo visualizar la forma de los coches y las señales fosforescentes en las paredes y columnas. Quiso creer que había imaginado el sollozo infantil, pero cuando intentaba relajarse y caminar hasta las escaleras, el sonido se hizo aún más fuerte.
Sus latidos cardiacos se incrementaron. La ventisca, el relampagueo cegador de los relámpagos y el ruido ensordecedor de los truenos, no hacían nada por apaciguar la situación. Barajó la posibilidad de subir a largas zancadas los escalones, pero su corazón se encogió en protesta. Si un niño se había perdido en medio de la tempestad, y por la confusión del momento se había refugiado dentro del edificio, jamás se perdonaría dejarlo a merced del miedo y la desorientación. Imaginó el rostro de sus estudiantes embadurnados de temor y supo que no podía simplemente darle la espalda al desconocido.
Pasó saliva y aguzó sus sentidos, maldiciéndose mentalmente por la debilidad que su profesión había generado en ella. Años antes, cuando se dispuso a prepararse para la docencia, lo había hecho por el simple motivo de llevar la contraria al prototipo de hija que sus padres querían. Una decisión apresurada, dado que en ese entonces no contaba con recursos económicos propios. Dejar su casa para demostrar que hacía con su vida lo que quería, fue un impulso del que se arrepintió por mucho tiempo.
Un nuevo lloriqueo llegó hasta sus oídos, esta vez más fuerte y extenso que los anteriores. Apretó las manos dentro de su abrigo y caminó entre la oscuridad, dirigiéndose con cuidado hacia la fuente del llanto. El único peligro que podía personificar un niño había comprobado, era el de ser manipulada por esas caritas llenas de bondad. Era bobo temer en ese instante a una criatura extraviada y confundida.
Un relámpago iluminó el cielo, permitiéndole divisar una maraña de piernas y brazos encogidos en la esquina del estacionamiento, con la espalda apoyada al costado de un coche. Echó un vistazo al recorrido que hizo al entrar, preguntándose cómo no había visto al niño cuando entró.
Todavía a cinco metros del pequeño, Kushina se detuvo y habló.
—¿Estás bien?
El niño no dio muestras de escucharla. La mujer restó tres pasos más a la distancia que los separaba e hizo un nuevo intento de llamar su atención.
—Ey, ¿te encuentras bien?
Los hombros del niño dejaron de temblar y su cabeza, con suma lentitud, se levantó hacia ella. Kushina elevó las cejas cuando distinguió confusión en los rasgos suaves del pequeño. El infante la escudriñó con evidente desconcierto, luego giró su cabeza y buscó en la estancia, como si dudara que se estuvieran dirigiendo a él.
—¿Estás perdido?
—¿Hablas conmigo?
Kushina asintió, vacilante. El chico, aún cubierto por las sombras, no dejaba de mirarla con asombro. El fogonazo de un nuevo relámpago iluminó el rostro del desconocido por un breve segundo, facilitándole reconocer mechones de cabello rubio asomando bajo un gorro empapado y dos ojos brillando aún por las lágrimas.
—No lo entiendo... —musitó el niño.
Ella se aproximó con una sonrisa tranquilizadora. El pequeño no se sobresaltó cuando ella se agachó junto a él para examinarlo de cerca. No tenía pinta de niño asustado, su rostro denotaba impresión y desconcierto.
—Estás helado —murmuró, con la mirada puesta en su piel pálida, a duras penas cubierta por una camiseta de algodón. Sin detenerse a meditarlo, Kushina se quitó su cálido abrigo y se lo tendió al niño. Éste contempló la prenda largos segundos, atónito—. ¿Dónde están tus padres?, ¿hay algún modo de contactar con ellos?
—No... No sé dónde se encuentran. Los he perdido.
—¿En la tormenta?
El niño hizo un gesto extraño que ella no supo atribuir a un sí o un no. Decidiendo que no era el momento ni lugar indicado para charlar con un niño perdido, observó el lugar atentamente y volvió sus ojos al pequeño, tomando una decisión. Le tendió la mano al chiquillo.
—Ven conmigo. Te ayudaré.
El niño no se movió. Sus pequeños ojos observaban su palma abierta con fascinación, como si aún no terminara de asumir que alguien quisiera ayudarlo. Kushina frunció el entrecejo y extendió su mano con más energía.
Un trueno aún más estrepitoso que antes, resonó sobre ellos. La oscuridad pareció espesarse.
—Vamos —repitió—. Te daré algo seco y caliente en lo que buscamos a tus padres.
Mientras Kushina hablaba e ideaba posibles formas de ayudar a aquel niño, éste miró sobre ella a la entrada del edificio. Ahí, como si se tratara de una horda de abejas enfurecidas, una nube oscura se condensaba y crecía.
El niño se encogió.
La oscuridad avanzó, como el crepitar de llamas furiosas.
El niño miró la mano extendida de Kushina.
La oscuridad se estremeció.
El niño sonrió y, justo cuando la nube casi lo alcanzaba, se agarró de la mujer.
La nube explotó en un furibundo lamento que deleitó los oídos de aquel niño misterioso, mientras subía las escaleras en compañía de esa mujer que no tenía forma de saber lo que acababa de hacer.
