El menor movimiento es de importancia para toda la naturaleza. El océano entero se ve afectado por un guijarro.

Blaise Pascal

—Las redes están caídas, no hay forma de realizar llamadas —dijo el recepcionista—. ¡No salen siquiera las de emergencias!

Kushina apretó los labios, preocupada.

—¿Qué hacemos con él, entonces?

El hombre bajo y regordete dirigió sus pequeños ojos humedecidos al niño que, cubierto con una cobija de lana, esperaba paciente en una silla. En medio de la oscuridad no podía apreciar gran cosa, salvo el tamaño y contextura delgada del pequeñajo.

—Pues no se puede quedar aquí —dictaminó—. Está oscuro, está tarde y no hay forma de contactar con nadie. Tendrás que llevarlo contigo mientras podemos comunicarnos vía telefónica con la policía.

—Pero...

—Yo no puedo cuidarlo, estoy ocupado atendiendo este problema —repuso, interrumpiéndola. El hombre pasó un pañuelo bajo su nariz y se alejó entre cortas pero rápidas zancadas—. Usted lo trajo aquí, cuídelo mientras solucionamos algo.

Fue de esta manera que Kushina se vio en la obligación de darle hospedaje a aquel niño perdido. Una hora después se encontraban en su austero apartamento ubicado en la tercera planta del complejo, tratando de acondicionar la segunda habitación que tenía para que el niño descansara. Tarea difícil, dado que Kushina no contaba con una segunda cama disponible.

Tenía ya cuatro años viviendo en aquel apartamento. Al principio lo pagaba en conjunto con una amiga que conoció en la facultad; juntas recién graduadas, enfrentándose a la difícil vida en la ciudad. Ambas pueblerinas, sin ningún familiar que quisiera o pudiera ayudarlas. Ambas con ganas de comerse al mundo, pero con pocas herramientas dadas las circunstancias. No obstante, su amiga había desertado meses después de terminar estudios superiores y había partido de regreso a la casa de sus padres. Kushina había persistido sola.

—Quizá no sea el lugar más acogedor ni cómodo, pero bastará por una noche —dijo la mujer, con una sonrisa tranquilizadora. Había desempolvado una colchoneta que tenía sin usar desde hacía bastante tiempo, también había hecho un lugar en la habitación que utilizaba como estudio.

El niño asintió en perpetuo silencio. No había dado forma a palabra alguna desde que lo encontró en el estacionamiento. Se había limitado a observar el pequeño lugar, las paredes descoloridas del apartamento y la pintura desconchada en el pasillo, como si tratara de adivinar cómo había llegado a aquel lugar.

Kushina salió de la habitación y lo condujo bajo la luz de una linterna hasta la cocina. Abrió la despensa, buscando qué ofrecerle de comer. Su despensa, no tan vacía como para preocuparse excesivamente, pero tampoco tan llena como debería encontrarse en la primera quincena del mes, le devolvió la mirada. Decidió preparar un sándwich y un jugo de fruta para el niño.

El niño comió a gusto, se vistió con ropa muy grande para él —pero al menos calientita y seca—, y finalmente se acostó en su colchoneta. No respondió a las preguntas de Kushina, no dio información de su familia ni mostró ánimo alguno de querer entablar conversación con ella.

Sobre el edificio la tormenta fue empeorando en intensidad, los relámpagos se prolongaron largo rato y los truenos acompañaron el sinuoso sueño de quienes pudieron dormir en la ciudad. La naturaleza parecía enojada, verdaderamente incontrolable, causando estragos toda la noche.

A la mañana siguiente seguían sin electricidad. Kushina despertó temprano y se apresuró a mirar por la ventana. La ciudad, cubierta por nubes apesadumbradas, pero mucho más tranquila que el día anterior, emanaba un aura de tragedia. Podía observar desde el edificio basura y tierra en las carreteras, señal inequívoca del colapso de las alcantarillas. También veía autos abandonados, cables colgando y personal de emergencias evaluando los daños.

Se levantó y, recordando su paso entre la tormenta el día anterior, comprobó el estado de su móvil. Para su suerte no se había mojado, pero contaba con poca batería. Intentó ponerlo en el cargador, pero aún no había electricidad. Se encogió de hombros y procedió a salir de su habitación.

El niño la esperaba sentado en la sala, con la cobija pulcramente doblada a un lado. La miraba sin parpadear, como si estuviera esperándola largo tiempo. Algo en su posición recta, como si se tratara más de un muñeco de madera que de un niño, la hizo sentir inquieta. A la luz del día podía notar la extrema palidez del pequeño, sus ojos opacos, sus labios tensos y sin sonrisa.

—Buenos días —lo saludó—. ¿Cómo te encuentras?

El niño ladeó la cabeza, pero no respondió inmediatamente.

—¿Cómo dormiste? —presionó, forzando una sonrisa de confianza.

El niño estrechó los ojos.

—Bien —dijo, su tono de voz quedo—. Gracias.

Kushina asintió y buscó el reloj de pared para constatar la hora, pero las manecillas permanecían estáticas. Qué extraño, se dijo mientras revisaba el compartimiento de las pilas. Recordaba haber cambiado la batería pocos días antes. Procedió a quitar la tapita trasera, sobresaltándose en el proceso cuando las pilas nuevas que había comprado poco antes se mostraban oxidadas y adheridas, como si no las hubiera reemplazado en años.

—Vamos a desayunar, luego iremos a recepción. A ver cómo hacemos para que regreses con tu familia —comentó, dejando el reloj quieto.

—Me llamo Naruto —dijo el niño, como si no hubiera escuchado lo que ella dijo.

Kushina lo miró. El pequeño seguía con suma atención sus movimientos, carente de expresiones faciales. Tenía la apariencia de un niño de quizá diez años, aunque la noche anterior le pareció mucho menor. Un niño sombrío, sin sonrisa ni emociones.

—Bien, Naruto. Vamos a comer algo.

Fue a la cocina y preparó un desayuno que no incluyera el uso de electricidad ni de gas. Ambos servicios no funcionaban. Después de atiborrarse de cereal en leche, frutas picadas y jugo dulce, se cambiaron de ropa y bajaron a recepción. Ella se vistió con un sencillo pantalón de tela lisa y chaqueta sobre una blusa básica. Naruto tuvo que usar ropa holgada que ella pudo conseguir con unos vecinos que tenían hijos, pues su ropa seguía empapada sobre la lavadora.

Nada más llegar a recepción, una voz habló, sin siquiera saludar.

—Tienen suspendido el suministro de energía hasta nuevo aviso. También el servicio de acueducto, de modo que en el edificio se tomó la decisión de racionar el agua de los tanques —dijo el recepcionista del turno de la mañana, en tono aburrido—. De 8 am a 9 am en la mañana y de 2 pm a 3 pm en la tarde. El servicio de gas también está suspendido, de este no han informado gran cosa, pero he escuchado que la red colapso cerca de la central.

Kushina arqueó las cejas y se aclaró la garganta.

—Eso suena mal, pero me preocupa otro asunto. ¿Ya hablaron con la policía por lo del niño?

El recepcionista parpadeó, confuso.

—¿Qué niño?

—¿No le informaron d...? —Empezó, pero fue interrumpida a mitad de frase.

—¡Naruto!

Los tres; Kushina, el recepcionista y el niño, giraron hacia el origen de la voz. Era un menor con claras señales de estar entrando en la adolescencia; contextura delgada, como si acabara de pegar un fuerte estirón; cabello lacio y negro a los hombros, mirada rasgada y rostro salpicado sutilmente de acné.

Naruto se echó hacia atrás, como si se hubiera sobresaltado. Kushina frunció el ceño y dio un paso adelante, en actitud protectora.

—¿Le conoces? —No estaba claro a quién le preguntaba, si a Naruto o al recién llegado. De cualquier forma, respondió el adolescente.

—Es mi hermano. Lo perdimos ayer en el parque de la otra cuadra, lo hemos buscado por todos lados.

Kushina, que conocía perfectamente cómo reaccionaba un niño cuando se reencontraba con su familia después de un día en la escuela, se le hizo sospechoso el semblante asustado y enojado que se fue pintando en el rostro de Naruto. Parecía un pequeño cachorro a punto de saltar y morder a alguien.

Se agarró de la mano de ella y gritó.

—¡No!, ¡No quiero ir con ustedes! —la miró, suplicándole—. No me entregues. No quiero ir.

—Naruto, mamá está preocupada —insistió el adolescente, estirando un brazo. Kushina se echó hacia atrás, empujando inconscientemente al niño lejos de su supuesto hermano. Este la miró un segundo con sorpresa—. Es mi hermano.

—Demuéstralo —demandó.

Antes de que alguno volviera a hablar, la puerta de recepción se abrió y un hombre entró. Alto, delgado, de ojos oscuros y cabello negro. Kushina observó el andar lento del recién llegado, inexplicablemente inquieta, sentía un incómodo cosquilleo de familiaridad. Entonces el hombre habló.

—Naruto, ¿pasaste aquí la noche? —sin esperar respuesta del niño, se giró hacia Kushina que había apretado el agarre sobre la mano del menor. Cuando los ojos del hombre se posaron en su persona, el cosquilleo de familiaridad se incrementó—. Es mi hijo, salió ayer con su hermano, pero la tormenta los separó. Grac...

—¡No pienso volver con ustedes! —interrumpió Naruto, retrocediendo y empujando a Kushina en el proceso—. ¡No iré!, ¡no iré!

—Narut...

—¡He dicho que no!

Antes de Kushina, el recepcionista o los recién llegados poder decir o hacer algo, las lámparas se encendieron en el vestíbulo. Kushina observó por un breve segundo el rostro ceniciento del adolescente, que se había adelantado para arrebatarle la mano del niño. Observó la mirada enfadada del adulto, que se dirigía a la puerta como si esperara que el niño intentara huir. Alcanzó a mirar, también, al recepcionista que dirigió su vista a las lámparas cuando empezaron a parpadear. Primero despacio, luego cada vez más rápido.

Quiso formar palabra, quiso reaccionar y proteger al niño, quiso hacer tantas cosas, pero en ese breve periodo de tiempo todo fue confusión. Las bombillas parpadearon de forma vertiginosa, las puertas del vestíbulo se abrieron y algo la golpeó en la cabeza. Las lámparas explotaron, trozos de vidrio llovieron al suelo, una fuerte corriente de aire barrió sobre ella que había caído al piso. Escuchó gritos, forcejeos y al recepcionista ordenando que se detuvieran.

Dos segundos después el dolor sordo detrás de su cabeza la regresó a la realidad. Desde su lugar en el suelo, abrió los ojos y observó el pasillo hecho un desastre. Lo primero que vio entre las nebulosas de la inconciencia, fue sangre alrededor. Sentía un poco de líquido caliente resbalar por su rostro, pero la sangre en el piso era abundante y fluía con la fuerza de un arroyo. Lentamente, con el corazón bombeando con extremada fuerza, escudriñó alrededor.

Vio a una persona tendida a pocos metros de ella. Sus ojos, incrédulos y aprensivos, recorrieron las botas del hombre tendido, subieron por sus largas piernas enfundadas en el uniforme azul y se detuvieron en su rostro desfigurado. Kushina tapó su boca en un intento vano por contener el terror que presionó en su estómago.

Diez minutos después la estancia se había llenado de curiosos y policías. Las sirenas ensordecían las calles, los inquilinos del edificio entraban y salían, estupefactos. Y Kushina, sentada en un rincón, temblaba mientras repetía que se habían llevado al niño, que no sabía quienes ni como, que estaba confundida, que estaba preocupada, que no se había dado cuenta de lo que había pasado.

No obstante, nadie notó que el clima regresaba a la normalidad.