No es un secreto para nadie que mis oídos siempre han sido horrorosamente sensibles. Aún recuerdo los pitidos agudos del electrocardiógrafo habitaciones lejos de mí, taladrando mi cabeza en lo más profundo de mi consciencia.
Era un recuerdo lejano de mi niñez, donde había sido rodeada de la esterilizada blancura de cada hospital al que he asistido. Recuerdo el olor penetrante a alcohol etílico y medicamento, metiéndose en lo más profundo de mis pulmones, eso era en lo que podría resumirse mi infancia.
Mi situación llegaría a describirla como una tragedia.
Todas mis memorias están repletas de pasillos largos y blancos, de esas sillas incómodas de metal, junto a la vista de los adultos susurrando entre sí sobre mí.
Ahora que lo pienso, era como si el universo hubiera querido que mi padre fuera miserable para siempre. Yo, su única hija, fui víctima de una herencia que mi madre me dejaría, una condición que nos hace incapaces de sentir.
Es confuso incluso para mí. Te sientes entumecido, como si el pecho se te adormeciera, la sensación te aplasta y finalmente lo que queda es... vacío, un despropósito.
También recuerdo los gritos. No se trataban de peleas, pero aún así siempre estaba rodeada por los gritos de mi padre, que me hacían doler la cabeza. Pobre hombre, lloraba y se dejaba caer en adicciones por su propio tormento; siempre que podía gritaba a todo pulmón, gritaba a los doctores, a mi madre, buscando una respuesta decía "¿Por qué?, Oh, ¿Por qué mi hija ha tenido que ser maldecida con esto?; ¡¿No hay cura que le permita ser feliz?! ¿Ser normal..?".
Incluso si fuera pequeña en ese entonces no significaba que no entendiera, podía leer el pensamiento de cada doctor que miraba a través de sus ojos impotentes, esos ojos bañados en misericordia con la palabra grabada "¿y si tal vez...?".
Cuando mi padre se ahogaba en su adicción al tabaco como buscando consuelo en el humo agrio, mi madre profería con súbito para captar mi atención dispersada en el triste hombre que ocultaba en vano su pena. Ella cancaneaba, musitando una melodía que sólo tarareaba cuando cocinaba ó si se encontraba buscando algo; tomaba un libro, "Blancanieves" murmuraba y como siguiendo la briza movía su cuerpo a mi dirección.
"Eres igual a Blancanieves, mi amor -me dijo con su suave sonrisa- "piel blanca como la nieve, labios rojos como la sangre y cabello tan negro como la madera de ébano", ¿no es maravilloso como has sido hecha de manera tan perfecta?". No había respuesta.
Siempre me pareció extraño como en los cuentos de hadas el príncipe venía en su caballo blanco, cabalgando con elegancia hacía la -en su mayoría- desafortunada princesa.
Mi madre tampoco ayudaba a como mi idea del amor se iba desarrollando; me repetía una y otra vez, como buscando implantarlo en mi cabeza: "un día encontrarás a alguien que te hará sentir completa, cuando eso ocurra nunca lo dejes ir".
Creí ciegamente en esas palabras. Desesperada buscaba razones para no morir, tenía miedo a no encontrar un sentido para mantenerme con vida. Quería sentirme viva como todos los demás podían hacerlo.
Busque imitar los sentimientos de los demás, no sólo para evitar el dolor de mi padre o la incomprensión de las personas hacía mi condición, sino para probar si podía imitarlo hasta lograrlo. Busque en diferentes cosas sensaciones que me trajeran el sentimiento de estar viva. Primero trate con causarme o infringir dolor, no funcionó; lo segundo fue buscar situaciones que me hicieran sentir en peligro, la adrenalina agudizaba mis sentidos, pero no era suficiente; y finalmente busque en la comida los sabores más fuertes que pudiera probar. Amé el picante por hacerme sentir ardor y placer, lo dulce me empalagaba demasiado y lo salado sabía mal en muchas cantidades; pero en mitad de un arrebato de irracionalidad pobre sólo café y agua, ni una pizca de azúcar, su sabor me abrazo cálidamente y desde ahí se volvió mi sabor favorito.
Me volví dependiente de los sabores fuertes y junto a la adrenalina que buscaba en ocasiones, percibía como de a poco me sentía más viva.
Pasaron los años y finalmente cumplí diecisiete. Era otoño, la briza tenía pizcas de el cercano frío y el sol abrazaba lo que la sombra no podía alcanzar. Perdida en mi mente vagué por los pasillos del colegio sin rumbo fijo, era mi primer día en esa escuela y había decidido investigar por mi cuenta.
Habrían visto ustedes cuan surreal la situación llegó a ser después de que diera vuelta en una esquina; primero busque contener el dolor por caer repentinamente al suelo, después pensé en tratar de no meterme en ningún alboroto por un descuido de ambos al chocar con el otro, sin embargo el mundo se abrió ante mis ojos en el momento que moví mi cabeza hacía arriba.
"Estás bien?" Dulce melodía de octubre, grave y amable, con la suavidad de la pluma de una ave exótica. Miré con los ojos cubiertos de fantasía vivaz, soñando sueños que nunca había soñado jamás, tome su mano y sentí volar por su toque.
Era esto estar vivo?
En el momento que nuestros caminos se separaron y yo seguía saboreando la dulce sensación que crepitaba en mi pecho pude observar con lujo de detalle y en agonía amarga como mis oportunidades se cerraban al observarlo acercarse a una chica de apariencia fantasiosa, con el cabello hasta los tobillos y actitud tan agria que me provocaba muecas. Entonces vi como una nueva emoción se cernía oscuramente, abrazaba mi cuerpo y me susurraba al oído cosas que nadie jamás debería escuchar.
Entonces, jure en silencio a presencia de ambos que él sería mío.
