Prólogo: Cuando la Bondad Torna Odio

Todos estaban reunidos. Ocho figuras portentosas se encontraban sentadas cómodamente en sus respectivas sillas. Estaban perfectamente colocadas para envolver completamente la mesa de cristal. Sobre ella, cada uno tenía colocada una copa de vino: algunas ya completamente vacías, otras a medio beber, a excepción de una que seguía intacta.

Presidiendo, se encontraba una figura imponente. De su cara, solo se podía vislumbrar levemente su boca, pues su máscara lobuna con una gran melena verde celeste le cubría el resto del rostro. Sonreía, confiado. O al menos su semblante decidido transmitía dicha seguridad.

Levantó su rudimentario cuchillo y lo depositó de un golpe sobre la mesa. Dio un puñetazo firme contra el cristal de la misma, haciendo saltar los restos de vino de su copa.

El resto de los presentes no se inmutaron; ya le conocían: demasiados años gobernando juntos el Mundo Digital.

Carraspeó, lo que significaba que iba a comenzar su gran intervención. A pesar de la forma tan ruda que solía utilizar para llamar la atención, en muchos de sus discursos, utilizaba palabras elocuentes, que incitaban a seguirle allá a donde fuera. Sabía, pese a su duro carácter, conectar con la gente.

-Os he convocado aquí por un motivo. Todos lo sabéis. Hemos pasado demasiados años a la sombra. Antes, éramos la ley. Gobernábamos de forma eficaz e implacable. Pero la codicia y ambición de los que ahora son nuestros enemigos, les hizo revocarnos del cargo; no sin antes librar una cruenta batalla, de la que conseguimos escapar ilesos.- hizo una pausa dramática.- Al menos los aquí presentes.- la mención de los ausentes alborotó a sus invitados, los cuales comenzaron a murmurar.- Ahora somos más fuertes. También más sabios.- alzó la voz para demandar silencio.- Hemos corregido nuestros defectos y debemos estar más unidos que nunca. Es hora de contraatacar.-

Los aplausos no se hicieron esperar. Hizo otra breve pausa, esperando el cese de la ovación general. Contempló satisfecho los gestos afirmativos del resto de los asistentes.

-Para qué nos vamos a engañar. – prosiguió. – Actualmente, solo poseemos pequeños territorios. Pensad en aquellos reinos que alguna vez fueron nuestros. Éramos imparables. Y podemos volver a serlo. Pero para ello, debemos actuar. Es por eso por lo que os he reunido aquí, en mi Palacio de los Espejos.-

Una de las asistentes hizo ademán de levantarse, pero su compañero la agarró firmemente y la sentó.

-Hermana, siéntate. Aún no ha terminado.- dijo tajantemente mientras la obligaba a tomar asiento de nuevo. Su salvaje melena rubia quedó al descubierto. Cayó como una cascada, pero enseguida la apartó. Le parecía una falta de respeto.

La digimon que había intentado abandonar la sala miró directamente a los ojos a su hermano. Se respetaban, pero no se llevaban muy bien. Eran opuestos: Sol y Luna, hielo y fuego... No podrían sobrevivir el uno sin el otro, pero tampoco juntos.

Una risita resonó por toda la estancia. Los presentes miraron a una de las esquinas de la mesa. Junto a una copa de vino intacta, sus botas estaban apoyadas en la mesa. Lucía una sonrisa burlona, cabe decir infantil. Se lo perdonaron por tratarse de ella: si fuera otro, habría sido severamente amonestado.

-Volviendo al tema, abriremos el debate. Decidme dioses, ¿lucharemos por lo que es nuestro?- retomó el anfitrión el debate.

-¿Estás seguro de lo que propones? ¿Estás dispuesto a originar una guerra, Mercurymon?- dijo la figura que había intentado marcharse. Se sentía incómoda ante aquella propuesta. El Mundo Digital se encontraba en un momento próspero y no quería alterarlo por motivos egoístas.

-Sería divertido, Dianamon.- alguien añadió desde la esquina de la mesa.- Mi alter ego podría salir de nuevo a la luz.- la mención de su otra forma alteró a los presentes, quienes respondieron con silencio mientras bebían de sus copas de vinos.

-Espera hasta el momento oportuno, querida Minervamon. Solo debes adoptar esa forma en batalla. Es muy descontrolada.- dijo Mercurymon, llamando a la cordura.

-Estoy de acuerdo.- admitió Dianamon. Parecía que debía ceder, pues todos estaban de acuerdo y no quería oponerse a su familia. – Es cierto que nos lo han arrebatado todo. Pero habría que controlar nuestros métodos. –

-¿Alguien más quiere dar su opinión?- preguntó Mercurymon.

No hubo respuesta.

-Apollomon, tú deberías ser el más interesado. Piensa en tus antiguos territorios. Ahora piensa en Bright Zone... Es una pena, ¿no crees? Incluso Dianamon está de acuerdo. Y si no fuera por ti, sabes que se habría marchado hace mucho. ¿Qué me dices?-

-Suena tentador, la verdad...- contestó el aludido. Volvió a mirar a su hermana, quien se mantenía impasible.

-Bien...- exclamó el revolucionario.

-Yo tengo una duda.- exclamó otra figura, que hasta entonces no había tomado parte en el debate.

Se levantó y comenzó a pasearse por la sala. A pesar de la oscuridad en la que se encontraban, podía distinguirse de los demás casi con suma facilidad. Su cuerpo esbelto de bailarina se dirigió finalmente de puntillas a Mercurymon. Su melena rubia, perfectamente peinada, tenía un olor a brisa marina que embriagó al anfitrión. Acercó su cara al oído del olímpico. Una de sus cintas les cubrió, para que los demás no les entendieran ni pudieran leer sus labios.

-¿Y eso nos conviene?- murmuró de forma coqueta.

-Por supuesto.- entonó Mercurymon.

Tras oír su respuesta, se aproximó levemente hacia donde se encontraba Apollomon, pero regresó a su sitio. Varios presentes le lanzaron miradas preocupantes: no les gustaba lo que acababan de presenciar. Dianamon rodó los ojos: Venusmon montando otro de sus numeritos.

-Vulcanusmon, ¿podrás hacer nuevas armas?- inquirió Mercurymon, llamando a otro de los presentes que aún no había tomado parte en el debate.

El dios cruzó todos sus brazos. Su rostro, cubierto de vendas no dejaba vislumbrar qué estaba pensando.

-Me plantearé tu propuesta: depende de cómo sucedan los acontecimientos siguientes.- contestó de forma enigmática.

-Siento decirte que me opongo a tus planes, Mercurymon.- exclamó entonces otro de los presentes. Dianamon lo miró directamente, sorprendida. Pensaba que ella era la única que se encontraba en contra.

-¿Qué? Neptunemon, rey de los mares, ahora que estás felizmente casado vas a renunciar a todo, para gobernar una pequeña isla. Me decepcionas.-

Las palabras de Mercurymon le calaron en lo más hondo, hiriendo su ego.

-Island Zone, no es solo una pequeña isla.- afirmó Neptunemon refiriéndose a su reino.

-Pero dominaste todos los océanos. Nos han relegado a todos a un cargo por debajo de nuestras posibilidades. Tendrás que admitir que tengo razón.- respondió Mercurymon, persuasivo.

Neptunemon asintió. Estaba empezando a recordar aquellos tiempos antes de que las Bestias Sagradas les relegaran. En aquellas arcaicas eras, eran felices. Más que ahora. Eran grandes y poderosos, además de respetados. Mucho más que ahora. Recordó con nostalgia su antiguo palacio submarino, ahora sellado. Lo echaba en falta.

-Solo quedas tú.- dijo Apollomon señalando al último de los asistentes que no había participado.- Mercurymon ha hecho bien convocándonos aquí. Todos hemos hablado, salvo tú.-

Sentado en un extremo, como si no fuera con él la cosa, se descubrió la última figura. Los grandes colmillos de su máscara relucieron por un instante. Mostraba indecisión. Miró al resto de Olímpicos. Al final, todos se habían decidido por el camino de la venganza.

Él ya lo había propuesto la primera vez, con desastrosas consecuencias. Pero el paso del tiempo parecía haber borrado la herida en algunos. Estaba convencido de que si él hubiera hecho esa misma propuesta, no la habrían aceptado.

-Lo estoy deseando.- admitió.

-Eso me gusta más, Marsmon.- exclamó Apollomon.

Ellos siempre habían sido amigos, para qué ocultarlo. Tenían muchas cosas en común. Y eso era lo que les había hecho inseparables.

-Ahora que nos hemos puesto de acuerdo, finalizaremos aquí la reunión. Meditad sobre lo que hoy hemos hablado. Nos reuniremos dentro de unos días. Yo me encargo de todo.- dijo Mercurymon, despidiéndose.

Todos fueron abandonando poco a poco la sala en la que se encontraban. La cantidad de pasos confusos de los que buscaban la salida parecía rayar el cristal del que estaba hecho el suelo.

Cuando todos hubieron salido del palacio, Mercurymon abrió el gran ventanal que conducía a la terraza. Caminó con paso firme hasta la barandilla.

Observó cómo los demás se dispersaban en la oscuridad de la noche. Hoy era el nuevo comienzo. Hoy era el principio del fin. Pues como él decía: cuando la bondad torna odio, no se puede encontrar arma más poderosa.