Capítulo 36

Sacrificios

La piel del color de la leche agria, los labios tintados de azul. Sus brazos caían flácidos lado a lado mientras levitaba, siendo llevado por la varita de Slughorn hasta la enfermería.

Laurel hubiese creído que Ron había muerto si no fuese porque aún podía registrar el débil pulso y la respiración rápida y superficial del chico.

Harry corría tras ellos ignorando los gritos y las miradas de pánico de los estudiantes que se cruzaban por su camino.

—No te mueras, Ron. No te mueras —repetía con dientes apretados.

Una herida visceral se abrió nuevamente en su memoria en el instante en que Ron empezó a convulsionar. El ruido seco de su cuerpo cayendo al suelo le recordó a Cedric. Le recordó aquella noche en Little Hangleton. Le recordó la voz sibilante ordenándole a Peter Pettigrew:

"Mata al intruso".

Un haz de luz verde y el cuerpo de Cedric se desplomó junto a él con el mismo ruido seco que ahora le retumbaba en los tímpanos.

Harry miró entonces a la mujer de largo cabello castaño que en ese momento tomaba el pulso a su mejor amigo.

Había sido ella. Ella estaba allí en la oficina, con la botella de hidromiel a su alcance. Ella conocía de pociones y venenos. Ella estaba en el pasillo del séptimo piso junto a Malfoy. Ella, como Peter Pettigrew, obedecía las órdenes de Lord Voldemort.

Harry estaba seguro. Había sido Laurel Noel, la asistente de Snape quien había administrado el veneno. Pero, ¿por qué a Ron? No tenía sentido. Debía ser un error, su amigo no era blanco del ataque.

Harry tragó saliva.

El objetivo tal vez fuese él mismo.

Laurel intentaba asesinar a El Elegido en nombre de Voldemort. Pero no, no era posible. ¿Cómo sabría ella que ellos aparecerían en la oficina? Fue sólo una coincidencia que Ron se comiera los bombones rellenos de filtro de amor que Romilda Vane le había enviado hace semanas. El objetivo entonces debía ser alguien más.

Slughorn.

¿Por qué? ¿Estaría ella al tanto del recuerdo que Slughorn guardaba celosamente y que él no lograba conseguir? Dumbledore había dicho que el recuerdo donde Slughorn le explicaba a un joven Tom Ryddle acerca de los Horrocruxes era de suma importancia. Pero, ¿en verdad sería tan importante como para querer silenciar a Slughorn con un veneno mortal? ¿Cómo podría la Akardos tener la sangre tan fría como para cometer un asesinato debajo de las narices de Dumbledore?

La había subestimado. Aquella mujer de aspecto inocente tenía las agallas para no sólo deslizarle un veneno al mismísimo profesor de pociones frente a dos testigos, sino también para quedarse al lado de su víctima, fingiendo preocupación mientras ésta luchaba por mantenerse con vida.

Finalmente habían llegado a la enfermería y al ver como la mujer extendía los brazos para acomodar el cuerpo de Ron en una de las camas Harry no pudo controlarse. La apartó violentamente con un fuerte empujón.

—¡Aléjese de él! —gritó, sintiendo su rostro enrojecerse de coraje. —¡Fue usted! ¡Usted le ha hecho esto a Ron!

Laurel ahogó un grito cayendo de espaldas y apenas si pudo mirar a Harry desde el suelo estupefacta, intentando darle sentido a las palabras que el joven le gritaba.

—¡Harry, muchacho, contrólate! —rogó Slughorn, quien aún sujetaba la botella de hidromiel.

El joven mago no lo escuchó. La rabia y la indignación le llenaban el pecho. Ya era suficiente. Sabía que Malfoy era un Mortífago, sabía que Snape le había ofrecido ayuda para llevar a cabo su plan y sabía que Laurel obedecía cualquier orden que saliera de la boca de Snape. Si Dumbledore insistía en ignorar los hechos, tendría que ser él quien impartiera justicia.

Sacó su varita y apuntó a Laurel, quien instintivamente se arrastró hacia atrás, sus ojos abiertos de par en par ante aquella situación tan surreal.

—¡Has sido tú! —vociferó Harry. —¡Has sido tú quien ha puesto el veneno en la botella! ¡Voldemort te lo ha ordenado!

El rostro de Slughorn palideció. Su mirada yendo y viniendo entre la botella en su mano y la mujer en el piso.

—Pero muchacho… Ella no ha tocado la botella.

El agarre de la varita languideció por un instante, pero Harry no tardó en reafirmarse en su convicción. Su amigo estuvo a punto de morir y él tenía a la culpable en frente. No iba a dejarla huir.

De repente el ruido de pasos agitados y una voz severa le hizo volver la cabeza.

—Baje esa varita en este preciso instante, Señor Potter.

—Profesora McGonagall, debe oírme. Ella intentó envenenar…

—No se atreva a hacer esa acusación —le cortó la mujer, levantando también su varita. —No repetiré mi orden una tercera vez. Baje. La. Varita.

—¡Pero es evidente que fue ella!

La bruja se irguió cual alta era, fulminando a Harry con la mirada. Sabía que su más querido Gryffindor tendía a romper las reglas y actuar de forma impulsiva, pero esto ya era el colmo.

—Veinte puntos menos para Gryffindor —exclamó la profesora McGonagall indignada. — No está en posición alguna de señalar e inculpar a nadie sin pruebas definitivas, Potter. El director estará aquí pronto. Será él quien decida.

Harry no bajó su varita y en vez de alejarse se acercó más a la Akardos quien no hizo intento alguno por levantarse.

Laurel no podía entender aún porque Harry se empeñaba en acusarla con tanta vehemencia.

—No he sido yo —musitó temblorosa. —Yo no envenené a Ron.

—¿Fue Malfoy entonces? —espetó Harry. — ¿Es parte de su plan?"

Laurel no pudo siquiera abrir la boca para contestar cuando una figura negra irrumpió en la enfermería como un trueno.

Severus Snape se interpuso entre ellos, arrodillándose frente a ella. Sus ojos oscuros se cercioraron de que se encontrara sana y salva.

Apenas unos pocos minutos antes Severus se encontraba en la oficina del director cuando los retratos dieron aviso de que había sucedido otro ataque y de que esta vez el chico Weasley había salido perjudicado.

—Parece que Draco ha fallado nuevamente —había mencionado Dumbledore mientras se dirigían a la enfermería.

Severus se le quedó mirando un momento, sorprendido por el tono calmo de la voz del director. Algunas veces alcanzaba a percibir esos destellos de moralidad empañada, esos fugaces rasgos de desinterés por el bienestar de las personas que lo rodeaban. Severus podía entender que, al ser la mente maestra de la resistencia, Dumbledore debía mantener la cabeza fría y el temple de acero. No obstante, la indiferencia con la que trataba los destinos de sus seguidores le recordó a la frialdad del Señor Tenebroso.

Asintió con la cabeza y desvió su mirada hacia el suelo contando los rectángulos de luz que los rayos del sol dibujaban a través de las ventanas, pensando en todo lo que estaba dispuesto a sacrificar para destruir a Voldemort.

Hasta hace muy poco estaba convencido de que, llegado el momento, ejecutaría al director tal como se lo había pedido. No le importaba profanar la integridad de su alma, ni poner en riesgo la vida al seguir las órdenes de Albus Dumbledore.

Hasta hace unos meses estaba seguro de que su lealtad al anciano mago era inquebrantable, que no le importaba ser utilizado como peón en la guerra contra Voldemort.

Hasta hace unas pocas semanas sabía que un miserable hombre como él no llegaría nunca a ser feliz.

Hasta hace unas noches, dudaba que alguna vez fuera amado de verdad.

Laurel.

El destello de su sonrisa, la calidez de su cuerpo, su dulce voz que alejaba los malos pensamientos.

¿Estaba dispuesto a sacrificarla?

De repente, la intensa luminiscencia del pasillo fue demasiada para Severus. Deseó volver a su despacho para hundirse en la oscuridad y el silencio, y rumiar esa pregunta por enésima vez.

¿Sería un cobarde al no desafiar la voluntad de Dumbledore y desaparecer con Laurel? ¿O sería un cobarde al preferir huir con ella, olvidando el juramento que hizo en memoria de Lily?

No tuvo mucho tiempo para abstraerse. La puerta de la enfermería estaba abierta y alcanzaba a oírse una voz furiosa que gritaba desde adentro.

—¡Por fin han llegado! — Exclamó la Profesora McGonagall al verlos. — Potter está…

Severus no se detuvo a oír lo que decía. Su mirada fue directamente hacia la figura de túnicas oscuras que yacía en el suelo. Tardó apenas una fracción de segundo en darse cuenta de quien era y fue corriendo hacia ella.

Una Laurel pálida, con los labios curvados hacia abajo lo miró con un gesto abatido.

—¿Laurel? —susurró Severus. —Dime por favor que no te han hecho daño.

—Estoy bien. Ron se tomó su copa de golpe. No tuvimos tiempo de beber las nuestras —dijo ella con un suspiro trémulo e intentó incorporarse. — ¿Dónde está la Señora Pomfrey? Ron debe recibir ayuda.

—¡¿Ayuda?! ¿Quieres ayudarlo ahora? ¿Por qué no puedes dejar de fingir? — Harry hizo un gesto hacia Snape. — ¡Supongo que debes sentirte más segura ahora que él está aquí!

La rabia y el resentimiento que había albergado por su profesor todos estos años tomaron el control, pero algo más estaba creciendo en su pecho. Estaba increíblemente asustado. Una especie de vigorizante, zumbante y emocionante miedo. Mantuvo su varita en alto, apuntando ahora a un profesor de Hogwarts. Podría ser expulsado por eso. No le importaba.

Esperó por la reacción de Snape, esperó a que desenvainara su varita, pero el profesor apenas si se levantó y se volvió hacia él con lentitud.

—Has cruzado la línea, Potter —su rostro estaba rígido, impasible. Su voz tan baja que a duras penas se podía oír. — ¿Piensas lanzarme una maldición?

Harry lo miró a los ojos, pero antes de que pudiera pronunciar el encantamiento Expelliarmus, el mago ya estaba parado a tan sólo unos centímetros frente a él y con un movimiento brusco le arrebató la varita de las manos.

—Ciertamente eres el hijo de tu padre. Demasiada bravuconería, muy poco cerebro... Me temo que en manos de alguien tan mediocre, tonto y desprevenido como tú, esta varita es simplemente un trozo de madera.

—¡Devuélvela! —gritó Harry.

—Es suficiente —. Dumbledore intervino, colocando una mano ennegrecida sobre el hombro de Harry. —Si quieres recuperar tu varita, Harry, necesito que te calmes.

El joven mago volvió su vista hacia Dumbledore y asintió a regañadientes en el preciso instante en que Madame Pomfrey entraba en la sala a toda prisa. Su normalmente impecable delantal blanco estaba sucio de tierra y en sus manos llevaba un balde lleno de lo que parecían ser gruesas raíces.

—Minerva, vine tan pronto como llamaste. ¿El chico está consciente? —dijo Madam Pomfrey dejando a un lado su carga. — ¿Qué están haciendo todos aquí? Señorita Noel, ¿por qué está en el suelo?

—Tropecé. Estoy bien — respondió Laurel, poniéndose de pie.

—Si está bien, entonces no veo ninguna razón para que esté en la enfermería. — Madam Pomfrey se giró hacia Harry. —Lo mismo para usted, Sr. Potter.

—¡Es mi amigo a quien ella envenenó!

—Harry, por favor — Laurel dio un par de pasos cautelosos hacia él, con las palmas de las manos hacia arriba en señal de rendición. — ¿Cómo puedo probarte que no lo hice?

—No necesita probar nada, señorita Noel. No necesita pedir perdón por algo que no ha hecho. — dijo Snape con voz seca. Se volvió:

—Tu varita.

Se la devolvió a Harry, pero no era a él a quien estaba mirando. Sus ojos negros estaban fijos en los Dumbledore.

—No perderé el tiempo asignando castigos o quitando puntos. Este insulto va más allá de todo eso. Me retiraré a mi oficina ahora —. Y mirando a Laurel añadió:

—Le sugiero que me siga, señorita Noel. Uno no debe permanecer donde no es bienvenido.

Laurel se mordió el labio y miró a su alrededor esperando que alguien interviniera, luego agachó su cabeza para evitar que vieran su rostro compungido. Harry sintió que su conducta despiadada se desmoronaba cuando vio que los ojos de Laurel se humedecían. Abrió la boca para hablar, pero fue Dumbledore quien habló primero.

—Severus, recuerda tu palabra.

—Creo necesario revisar mis prioridades, Albus.

Su capa ondeaba detrás de él cuando salió de la enfermería, con Laurel a su lado.