Capítulo 46
Lágrimas y Cigarrillos
—¡SEVERUS! —gritó, desgarrándose la garganta.
Laurel sintió que su cuerpo se movía en cámara lenta. Corrió tras él, pero sus piernas parecían ser de plomo. Los pocos pasos que debía dar para salir al vestíbulo le tomaron una agonizante eternidad. Los mortífagos ya habían atravesado las puertas y eran figuras lejanas perdiéndose en la oscuridad.
Apresuró el paso con dificultad, pero entonces un débil y cavernoso lamento hizo detener su marcha. Volvió su rostro hacia el cuerpo del hombre pelirrojo y se dio cuenta de que aquel espeluznante quejido venía de las profundidades de su garganta. Se aproximó a él, volcando su instinto protector sobre aquel extraño que la había socorrido hacía unos minutos.
—¿Puedes oírme?
Pero Laurel no alcanzó a oír ninguna respuesta, ya que un súbito estrépito se le vino encima.
—¡Harry!
Harry Potter corría hacia las puertas principales, empuñando su varita y sus ojos verde esmeralda brillando con furia. El chico volvió su mirada hacia ella por apenas un segundo, antes de pasar como un bólido junto a ellos.
Laurel tragó saliva, angustiada. Sabía muy bien a dónde se dirigía el joven y tuvo el impulso de seguirlo, pero sus pies desnudos notaron una sensación cálida y pegajosa. Bajó los ojos hacia la inmensa mancha de sangre que se acumulaba bajo el cuerpo del mago.
No lo dudó un segundo. Se arrodilló a su lado y movió su cuerpo, apartando el largo cabello del rostro. Abrió su boca horrorizada al ver las profundas mordeduras que Greyback le había infligido.
—¡Ayuda! —gritó desesperada.
La mujer le tiró del brazo y logró levantarlo, pero sabía que no lograría ser capaz de llevarlo a la enfermería a tiempo. Sin embargo, al dar unos cuantos pasos, el peso del cuerpo desmayado se aligeró de repente: alguien estaba ayudándola a sostenerlo. Laurel miró conmocionada como al menos media docena de magos habían entrado al vestíbulo; los rostros compungidos gritaban palabras sin sentido y las varitas se movían impetuosamente.
¡BOOM!
Un nuevo estallido retumbó en las paredes del castillo y una luz naranja brillante se pudo ver a través de los ventanales rotos. Una explosión se había producido afuera en los terrenos.
Más gritos, pasos apresurados. Habían tomado al mago ensangrentado y lo habían apartado de ella. La mujer pudo ver como un par de borrones lo tomaban por los hombros y se lo llevaban por un oscuro pasillo. Laurel se quedó estática en medio del caos. Todo era confuso, como si una espesa bruma la rodeara, pero entonces, alguien la llamó por su nombre:
—¡Laurel!
Era Remus, quien corrió hacia ella y la tomó del brazo, alejándola de la conmoción. Laurel notó como el vestíbulo empezaba a llenarse de gente. Los alumnos, aún en ropa de dormir, susurraban incrédulos al ver la destrucción del Gran Comedor.
Una voz fuerte y tosca se alzó por encima de los murmullos de los estudiantes, acallándoles y dejando un silencio sepulcral.
—¡Lupin! Enciérrala en las mazmorras. ¡Más tarde me encargaré de ella!
—¿Qué estás diciendo? Ella no…
—Hasta donde sabemos, ella es cómplice y debe permanecer bajo custodia.
Laurel nunca había visto a aquel hombre, pero su mirada se quedó clavada en él por un momento, clavada en aquel rostro tan destruido, clavada en ese enorme ojo, redondo como una moneda y de un azul vívido, eléctrico, que giraba sobre sí mismo.
—Vamos, Laurel.
Remus tiró de su brazo suavemente y Laurel se dejó llevar, caminando con prisa entre los estudiantes. No escuchó lo que él hombre lobo le decía, no protestó cuando fue llevada a una de las celdas en desuso de los calabozos, ni contestó cuando su amigo se disculpó al cerrar la pesada puerta hierro al salir.
La Akardos se dejó caer en un rincón, con el pecho hinchado de rabia. Lágrimas calientes corrieron por sus mejillas y ella se las secó apresuradamente.
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La mujer apretó con fuerza los reposabrazos de la incómoda silla metálica en la que llevaba sentada incontables horas.
Dejó los ojos fijos en la lampara de aceite que colgaba del techo, asustada de mirar hacia la inmensa oscuridad que la rodeaba. La tenue luz no era suficiente para iluminar la desolada celda de muros de piedra fríos y húmedos tan parecida al sótano de la mansión Malfoy.
De repente escuchó pasos, murmullos en el pasillo, voces coléricas. Alguien estaba teniendo una airada discusión afuera. Silencio. La pesada puerta se abrió con un chirrido. Laurel estaba segura de que vería nuevamente a Ojoloco Moody entrar en la celda para continuar con el interrogatorio y se preparó nuevamente para la inminente tormenta de preguntas y acusaciones que la esperaban.
Pero no era Moody. Un mago de penetrantes ojos amarillos, cabello leonado y rostro austero entró en la celda, seguido por otro hombre alto, calvo y de piel oscura.
—Mi nombre es Rufus Scrimgeour — dijo el hombre de ojos amarillos, sentándose ceremoniosamente frente a ella. — Me han dicho que ha estado viviendo entre nosotros por un largo tiempo. Supongo que sabe quién soy.
—El primer ministro —contestó Laurel, agachando la cabeza.
—El mismo —Scrimgeour se inclinó hacia ella, susurrando. —Y el único que puede salvarla de acabar en Azkaban.
Laurel miró fijamente al mago, luego al hombre negro que estaba de pie detrás, con los brazos cruzados frente a su pecho, ambos ojos mirando hacia abajo y las cejas muy juntas.
La Akardos paseó su mirada entre ellos, tratando de comprender la situación.
—¿Por qué? — finalmente dijo —¿Por qué iría a Azkaban? No tuve nada que ver con...
—El asesinato de Dumbledore. — La interrumpió Scrimgeour.
—Yo... todavía no puedo creer que él realmente esté...
Pero Scrimgeour no la estaba escuchando. Con un movimiento de su varita, hizo aparecer una reluciente copa de agua que Laurel miró esperanzada. Llevaba ya muchísimo tiempo encerrada, y su garganta le dolía, pero Scrimgeour se tomó el contenido de un trago, sin siquiera mirar a la mujer. Dejó escapar un suspiro de deleite y comenzó a hablar, con los ojos fijos en un documento que apareció mágicamente frente a él.
—Repasemos todo de nuevo, Desalmada. Afirma que la noche del asesinato de Dumbledore, Severus Snape le avisó que los mortífagos...
—¡No! Ya he dicho que Snape no mencionó nada acerca de los mortífagos. Él no podría saber que se infiltrarían en Hogwarts.
—¿Y por qué no lo sabría? Siendo él también un leal sirviente de El-Que-No-Debe-Ser-nombrado. Usted ha dicho que él se fue corriendo en dirección a la Torre de Astronomía…
—No supe a dónde se fue, yo nunca dije eso…
—Pero sí mencionó que Snape estaba al tanto de un complot para matar a Dumbledore, un complot elaborado por Draco Malfoy, ¿puede decirnos entonces por que fue Snape quien levantó su varita en contra del director en vez del joven Malfoy? ¿Por qué Severus Snape asesinó a Albus Dumbledore a sangre fría?
El azote de aquellas palabras le dolían con una intensidad incluso más cruel que los latigazos de Bellatrix. Laurel miró a su torturador y sacudió la cabeza.
—No sé qué pasó, lo juro por Dios. No puedo creer que él haya… realmente no sé por qué lo hizo.
Rufus Scrimgeour miró el rostro atormentado. Los ojos estaban oscuros y hundidos, suplicando comprensión, su rostro estaba hinchado por tanto llorar. Todo el lenguaje corporal de la mujer gritaba, tratando de hacerle creer lo que estaba diciendo.
El ministro de magia apoyó ambas manos sobre la mesa que estaba frente a la Akardos y acercó su rostro enojado, hablando en tono amenazador:
—¡Lo que me ha estado diciendo hasta ahora son puras sandeces! ¿Cómo es que ha estado viviendo al lado de un asesino todo este tiempo y no se ha dado cuenta? ¡Lo que merece es un billete de ida a Azkaban por encubrir a un mortífago!
¡Toc! ¡Toc!
Laurel giró la cabeza ante el repentino golpe en la puerta, pero ambos hombres parecieron ignorarlo.
—Señor ministro, si me permite…
El mago de piel oscura se aproximó a Scrimgeour, poniendo una mano sobre su hombro y mirándole con complicidad, con la cabeza ligeramente vuelta hacia la desgraciada mujer. El ministro se puso de pie y él se sentó en su lugar. Laurel levantó la mirada hacia el mago que buscaba algo en los bolsillos de su suntuosa túnica azul. Finalmente tomó un paquete de cigarrillos arrugado y los colocó frente a ella.
— Soy Kingsley Shacklebolt, el auror a cargo de esta investigación. Creo que quizás quiera tenerlos.
Laurel sintió cómo su pecho se engurruñaba de la misma manera que el paquete de Chesterfields. Su mente la llevaba allí nuevamente, en la cima de la torre de Astronomía, observando el amanecer con Severus profundamente dormido en su regazo. Y ahora le decían que en ese mismo lugar había cometido un asesinato. Todavía esperaba que la despertaran de ese sueño febril.
—No los quiero.
—Estoy tratando de ayudarla, señorita Noel. Parece que el hecho de que estuviera tan cerca de Snape y no estuviera al tanto de esta trama es, lamentablemente, inverosímil.
—Yo sé eso —. Laurel dejó escapar un suspiro trémulo. — Me engañó y me usó…
—Logró engañar a Albus Dumbledore, es comprensible —. El hombre movió su mano, acercándole el paquete de cigarrillos. —Hemos registrado ambas habitaciones y no encontramos indicios de que usted tenga vínculos con los Mortífagos, más allá de servir como conejillo de indias en un extraño experimento inacabado. Además, los otros profesores abogan por usted.
—¿Lo… lo hacen?
—Hasta cierto punto —Bajó la voz, inclinándose hacia ella. —Sé que Snape la secuestró y la encerró en la mansión Malfoy durante meses. ¿Qué le hizo confiar tan ciegamente en él?
Laurel se quedó mirando la mesa. Lentamente, los recuerdos de los días que había pasado con Severus llenaron su fatigada mente.
—Él no me secuestró. Me salvó. Él me protegió. Los mortífagos iban a matarme cuando descubrieron lo que yo era. Él no lo permitió.
—No, se equivoca — Shacklebolt dejó escapar un suspiro. — Lo que realmente creo que sucedió es que encontró un ejemplar raro y esquivo de Akardos. Seguramente pensó que podía presumir y regalarla a su maestro. Lo que pasó después es simplemente el típico síndrome de Estocolmo.
—¡No! Él me dio una oportunidad de huir y yo la rechacé —. Laurel ocultó su rostro con las manos, el peso de la duda llenó su corazón. —Escuche, no le seré de mucha ayuda. Sólo le puedo decir que he sido una tonta.
—Y yo le puedo decir que muchas personas han sido enviadas a Azkaban por mucho menos de lo que se le acusa, señorita Noel —. El mago sacudió la cabeza con desaprobación — Pero usted sigue empecinada en proteger a un asesino.
Laurel miró fijamente los ojos oscuros del hombre. Un escalofrío recorrió su espalda al darse cuenta de que la posibilidad de terminar en Azkaban era muy real. ¿Por qué confiaba tan ciegamente en él? Laurel sabía muy bien que confiaba por la misma razón que Dumbledore confiaba en él:
Lily
Su eterna lealtad a su memoria, el innegable dolor de la culpa dibujado en su rostro.
¿Pero cómo podría explicarles eso a los hombres frente a ella? ¿Cómo podría explicar esos sentimientos a semejantes burócratas?
Abrió la boca, pero la cerró después de un segundo. Si dejaba salir lo que sabía podría poner a Severus en un terrible peligro. La noticia podría llegar a los Mortífagos, al propio Voldemort, de que su más importante espía amaba a una nacida de muggles. El más mínimo indicio de traición, de desafecto hacia las acciones de su maestro, sería su fin.
Laurel dejó salir un suspiro antes de apretar los dientes con fuerza.
Podría estar poniendo en juego su libertad. Había escuchado horribles historias acerca de Azkaban, pero pensar en lo que podría sucederle a Severus si hablaba le carcomía el corazón.
"Has sido una buena y obediente mascota."
Pensar en esas palabras... pensar en la forma fría y burlona en que acarició su cabello...
Ella tragó saliva, sus ojos se pusieron calientes y las comisuras de sus labios temblaron.
—No puedo…
"BAM!"
La puerta se abrió violentamente y por un momento Laurel pensó que el colegio volvía a estar bajo ataque, pero se sorprendió al ver a la Profesora McGonagall entrar con paso decidido, seguida del Profesor Flitwick y de Remus Lupin.
—Ha sido suficiente —La Profesora McGonagall se guardó la varita en el bolsillo y se alisó la bata de tartán escocés al tiempo que miraba de forma altiva al primer ministro — No permitiré que el Ministerio interfiera más de lo debido en Hogwarts.
—¡Cómo se atreve, Minerva! — Scrimgeour había sacado su varita al oír el estruendoso golpe de la puerta al abrirse y no parecía tener intensiones de bajarla. — Se ha cometido un asesinato y tengo todo el derecho de traer a mis aurores e interrogar a los sospechosos…
—Es un esfuerzo inútil, señor ministro. Ya sabemos quién fue el asesino. Tenemos un testigo de primera mano.
Laurel abrió los ojos como platos y no pudo evitar preguntar con voz temblorosa:
—¿Quién?
McGonagall volvió su mirada hacia ella y una breve expresión de lástima se le dibujó en el rostro antes de mirar de nuevo al primer ministro con furia.
—Señor, pensé que al menos tendría la decencia de informar a su acusada que es Harry Potter, el testigo que presenció el asesinato del director.
Laurel sintió una daga fría apuñalando su corazón.
De hecho, era cierto. Severus era un asesino. Severus, el hombre que ella pensaba que estaba protegiendo al niño que sobrevivió, asesinó a Dumbledore. ¿Por qué haría tal cosa? ¿Por qué le mintió durante tanto tiempo?
El primer ministro dijo algo, pero Laurel no podía oírlo, lo único frente a sus ojos era el brillante verde esmeralda de los de Harry.
—Potter afirma que la señorita Noel no se encontraba en la Torre y que Draco Malfoy jamás mencionó su nombre al revelar el complot que llevaba tramando por meses…
—¡Eso no es ningún indicio de inocencia!
—Tampoco tiene pruebas de culpabilidad, señor ministro.
—¡¿Shacklebolt, de qué lado estás?!
—Del lado de la justicia, señor ministro… y si realmente no hay pruebas para retenerla ni para enjuiciarla…
—¡Bueno, bien podría enviarla a Azkaban, hasta que la Desalmada decida decir algo útil!
—¡¿Como se atreve a llamarla de esa forma tan despectiva?!
Scrimgeour golpeó la mesa con un puño, haciendo que las otras personas en la habitación saltaran. Laurel salió de su trance y miró como los demás seguían discutiendo. Se fijó en Remus quien estaba un poco alejado de los otros y la miraba fijamente con un rostro abatido. Parecía como si hubiese envejecido cien años en apenas una noche.
—Lo siento —articuló ella en silencio.
Remus asintió levemente, acercándose y le pasó un chocolate envuelto en papel aluminio.
—¡No! ¡No! ¡Aléjese de ella! —gritó Scrimgeour.
—Esto es ridículo. ¡Laurel no tiene nada que ver! ¡Ya saben quién es el culpable!
—¡No aceptaré opiniones de un hombre lobo!
—Entonces, espero que acepte las opiniones del Elegido —. Una voz suave y calmada resonó en la celda.
Las cabezas se giraron para mirar a Tonks, quien apareció en la entrada, con su brazo alrededor de los hombros de un Harry exhausto y afligido.
—Ella no hizo parte —dijo el joven evitando mirar a Laurel. — La dejaron atrás. Los vi, lo vi a él. Le importaba un comino ella. Pero a ella... a ella sí le importaba ayudar a Bill. A ningún partidario de Voldemort le importaría ayudar a un Weasley.
—Ahh… bien… esa es su palabra…— murmuró Scrimgeour.
—Y yo la tomo en consideración, Primer Ministro —. Shacklebolt hizo una pequeña reverencia hacia Scrimgeour. — Considerando que no hay absolutamente ninguna prueba en contra de la Akardos y de acuerdo a lo atestiguado por el señor Potter, la señorita Noel no será considerada como sospechosa no será vinculada al proceso.
Laurel vio como el ministro salía como un huracán de la celda antes incluso de que Shacklebolt terminara de hablar. Alguien más le daba palmaditas en el hombro y un alma caritativa le alcanzaba un vaso de agua. Sin embargo, Laurel no podía dejar de mirar a Harry, quien por primera vez le sostenía la mirada.
—¿Sabes lo él hizo? ¿Lo que les hizo a mis padres? — dijo Harry con voz aguda, haciendo que los demás se acallaran. — Lo supe hoy. Trelawney me lo dijo. Snape estaba espiando para Voldemort y escuchó la profecía. "El Único con poder para derrotar al Señor Tenebroso se acerca… Nacido de los que lo han desafiado tres veces, vendrá al mundo al concluir el séptimo mes" Adivina lo que hizo tu amado bastardo…
—Harry…
—Fue corriendo, como el perro faldero que es. Cómo el cobarde que es. Fue a informar a Voldemort. Es un asesino. Y tú… tú… me das asco.
Sus manos temblaron visiblemente mientras intentaba alcanzar su caja de cigarrillos, su estómago cayó, pesado por el miedo. Casi podía saborear su culpa, su vergüenza. Era un sabor metálico, como si la sangre se le agolpara en la garganta. Le tomó lo que le quedaba de fuerzas encender un cigarrillo, el humo caliente hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Laurel por fin las dejó fluir, rogando que pudieran aliviar un poco su alma herida.
