Colosenses 3:5


Por tanto, hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría


La respiración de Cloud era el único sonido que podía escucharse cuando el látigo de cáñamo cayó al piso. Alzó la vista hacia el techo buscando el cielo y el milagro para encontrarse sólo con el yeso blanco. ¿Ya está?, preguntó en silencio, ¿es suficiente?

Sus rodillas ardieron y la tentación se ahogó en su garganta. El silencio le proporcionó una claridad que nunca había sentido antes y en su espalda quedó tan sólo la sombra del dolor pasado. Había visto a los disciplinantes muchas veces desde que había llegado a Midgar. Si bien en Nibelheim no eran comunes, pues las tradiciones eran nuevas y el pueblo era sincretista; todavía mantenía los viejos cultos, aunque fuera a la sombra de la cruz. Pero en Midgar la guerra había despertado la fe. Los sacerdotes se habían armado cuando faltaron los soldados, los predicadores se apostaban en cada esquina y los desesperanzados culpaban al pecado de la crueldad sufrida. Los disciplinantes inundaron las procesiones, buscando limpiar con su sangre el pecado por el que había muerto Jesús, buscando limpiar las tentaciones en el martirio.

El padre Genesis solía hablar de ellos. Decía que la fe a menudo obraba de maneras misteriosas y podía manifestarse de muchas maneras. «El dolor y el placer… Ninguno de los dos le es ajeno a la fe».

Cloud buscó los ojos de Sephiroth y los encontró clavados en él, como si en su cuerpo se escondieran todas las respuestas a los misterios del mundo.

No hubo nada más.

Sephiroth lo vio de rodillas, con el mapa de las lágrimas, los ojos inocentes, y supo que en Cloud se escondía un tipo de fe que nunca había visto antes. En su tiempo como confesor del seminario había visto llegar y marcharse a muchos postulantes. Los había escuchado, una y otra vez. Sus pecados y sus dudas. Ninguno había sido tan sincero como Cloud, hincado en el confesionario. Ninguno había sido tan atrevido en su pecado vestido de inocencia; Sephiroth no había dirigido su mirada hacia ninguno del modo en el que ahora la dirigía a Cloud.

Era adictivo. Vio al pecado brotar de sus poros. Observó a la fe en sus ojos y supo que nunca la había visto en un estado tan puro.

Clavó una rodilla en el suelo, arrodillándose frente a él. Cuando Cloud intentó bajar la mirada, Sephiroth tomó su barbilla. No sabía qué decirle; había una pregunta silenciosa pintada en sus ojos y Sephiroth no supo identificarla.

Cloud habló primero.

—Ave María Purísima.

Y Sephiroth, presa de la costumbre, respondió:

—Sin pecado concebida.

—Padre…

Sephiroth entendió que planeaba confesarse después de la penitencia, pero el impulso fue mucho más fuerte. Atrapó los labios de Cloud con los suyos, cuando tenía la boca aún entreabierta y forzó su lengua en la expresión sorprendida del seminarista. Dejó que la confesión fuera un beso. Aquella vez, Dios lo permitiría.

Con su brazo libre atrajo a Cloud hacía él y escuchó su quejido por el dolor de la espalda, sin tener piedad. Quiso consumirlo en aquel beso, tragarse su pecado para escupirlo después, sentir el sabor de su boca y su rezo.

Sephiroth nunca había besado a nadie.

Creció en el monasterio, alejado de todo el mundo, instruido por fray Hojo. En aquel entonces, también había una monja y una niña que se sentaba en el jardín a escuchar al mundo. La civilización estaba muy lejos. Nadie miraba.

Luego llegó la guerra. Sephiroth era un seminarista.

En aquel entonces, ¿le importó a alguien? Él, Angeal y Genesis, ¿alguien los miró? Armados con pistolas y espadas, el rosario en el pecho, el alzacuellos bajo la armadura, la biblia escondida en el corazón y la memoria. ¿Quién dirigió su mirada hasta Wutai?, ¿quién supo lo que ocurría? Sephiroth se miró al espejo una y otra vez entonces. El cabello plateado creció y sus facciones se afilaron. Cuando lo presentaron al mundo como un héroe, ya llevaba la Masamune en sus manos, para recordar el peso de la guerra. Le preguntaron: ¿odias a Wutai?, porque era lo correcto odiarlos. Y él sólo miró a la cámara que le tomó la fotografía, sin decir nada. ¿Se puede odiar a desconocidos que, ante el miedo a la muerte, suplican por su vida en el campo de batalla?

En aquel entonces, Angeal cerró los ojos de todos los muertos. Wutai, Midgar, nunca importó.

«Están muertos», dijo, «que descansen sus almas y el señor esté con ellos».

Sephiroth los dejó abiertos. Nunca pronunció una oración por sus enemigos. Se convirtió en el soldado justiciero perfecto con el que soñó la diócesis de Midgar y le fueron ofrecidos todas las condecoraciones y los honores. Nada fue suficiente. No hubo apego, no hubo odio, no hubo pecado. La Masamune silbó en el aire y la sangre brotó.

No hubo dolor, no hubo ruegos, no hubo dios.

Ave María Purísima, ruega por nosotros.

Sephiroth nunca besó a nadie. De repente quiso consumir a Cloud entero, deseó lamer sus huesos, abrirlo en canal, asomarse a sus entrañas.

Cloud Strife, ¿Dios mirará nuestros pecados?

En aquel momento, ninguno de los dos supo lo que significaba besar a nadie más. En sus labios sintieron el hambre y se entregaron a ella, no hubo nada más. Sus dientes chocaron más de una vez, entre la torpeza y la ansiedad, entre la necesidad de saciarse en aquel gesto.

Los besos se parecían a la guerra. Los labios, las trincheras. El miedo a morir que hacía que te aferraras a otros, incluso si eran tus enemigos. Todas las manos que antes buscaron a Sephiroth, suplicándole que no los dejara morir, los cuerpos que, con la Masamune enterrada, extendieron hasta él sus brazos buscando la salvación que no podía ofrecerles. Más de una vez sus manos lo aferraron antes de caer a la tierra en la que habrían de perecer y en aquel gesto Sephiroth también encontró el hambre.

¿No es eso acaso nacer? La humanidad llega al mundo con hambre y por eso se consume, una y otra vez, de todas las maneras que conoce.

Cuando se separaron, Cloud jadeó. Estaba llorando de nuevo. Sephiroth clavó en él su mirada y le pareció distinguir algo parecido a la ternura.

Antes, en el monasterio, hubo una monja. Estaba sola. Solía cantar. Una niña de cabello del color de una taza de café con leche se recargó en sus piernas y dijo: «puedo escuchar al mundo». En sus ojos resplandeció la luz de algo que Sephiroth no entendió hasta muy tarde. Lo estaba viendo en los ojos de Cloud.

Aquella era la imagen de la piedad.

—Padre —dijo el seminarista; en sus ojos brillaban las lágrimas—, cuando rece, ruegue por mí.

En sus labios brilló la súplica; Sephiroth deseó beber su llanto.


Cloud soñó con el látigo de cáñamo estrellándose en su piel. Soñó con el dolor, con el placer, con la expiación del pecado.

Quizá había pecados que sólo dejarían su cuerpo con el martirio. Apretó los puños y sintió en sus sueños la rasposa sensación de las disciplinas en su piel. Quizá así volviera la pureza y así sus pensamientos olvidaran el sabor de los labios del padre Sephiroth. Si la piel ardía, no podría recordar la lengua en su boca, la tentación líquida, el éxtasis. Ahora entendía a los flagelantes. Sus ropas rasposas, su miseria, sus pies descalzos y ensangrentados con los que se arrastraban por los barrios bajos, los pueblos, el mundo. Las manos en las que sostenían sus látigos, la sangre seca en sus espaldas. La oración rota en sus labios secos.

Tenían sed.

Cloud soñó con las disciplinas en una mano y el rosario de Sephiroth en la otra. Ave María Purísima, besó la cruz, dime a donde ir. Cuánto lloraste, Santa María, Madre de Dios, cuando tu hijo murió por los pecados de la humanidad. En el nombre del padre, del hijo, del espíritu santo, ¿podrás perdonarme?

Cloud evitó a Zack casi tres días enteros. No podía permitir que le viera la espalda, adivinaría lo que había ocurrido con tal solo un vistazo y no podría seguir mintiendo. Esa vez, Zack Fair forzaría la verdad desde su garganta, así tuviera que obligarlo a decirla. ¿Por qué tenía que preocuparse? Zack era una anomalía en aquel mundo. Había llegado con fe y esperanzas y en su sonrisa se escondía la alegría del mundo. Había peleado en la guerra antes de arrodillarse ante la cruz y jurarle su fe, después de haber perdido un amor. En sus ojos brillaba el mako de los soldados de élite debajo de su cama aun descansaba una de las espadas que había usado en la batalla.

«Prefiero el negocio de la fe», reveló alguna vez. No hay menos muerte a su alrededor, pero sí más esperanza.

A veces, en sus ojos, podía atisbarse la tristeza melancólica del pasado; no era la mirada de un seminarista joven. Había visto demasiadas cosas.

Si veía la espalda de Cloud, sabría. Preguntaría un nombre.

Ave María Purísima, no dejes que se entere. Si había manchado al padre Sephiroth de su pecado el día que se había atrevido a musitar sus fantasías en la oscuridad del confesionario, aquello ya estaba lejos de su control. Pero no quería manchar a Zack. No quería que viera la impureza dentro de él, que se enfrentara a lo profano de su mano. Cloud no deseaba mancharlo. Así que lo evitó. Todas las noches regresó cuando él ya estaba dormido, después de pasar horas en la capilla, arrodillado, con el rosario de Sephiroth en las manos, recorriéndolo incansablemente; todas las mañanas se despertó más temprano que él. Durante semanas se encargó de ayudar al padre Angeal a limpiar los patios antes del amanecer y recoger las hojas caídas de los árboles en otoño. Las manos le duelen por el frío, sus pues están cansados, sus ojos se cierran de sueño.

En la oscuridad de su habitación, no puede dormir. Piensa en los labios de Sephiroth, en el cáñamo, en sus rodillas contra el suelo, el placer en la boca. Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo. Se lo tragaría todo, si Sephiroth se lo pidiera. Se pondría de rodillas las veces necesarias, llenaría su boca del pecado. Traicionaría a Dios, si fuese necesario. Sus rodillas arden. Y Cloud se postra ante Dios, una y otra vez, suplicando perdón.

No vuelve a llamar a la puerta de Sephiroth aquel otoño.

Sucio, sucio del pecado. De rodillas ante la cruz. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. La señal de la cruz es un reflejo perfectamente aprendido. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu Santo. Postrado ante la cruz, ruega perdón.

Nunca deseó manchar al confesor, nunca deseó mirarlo, ponerse de rodillas ante él, verlo como sólo se puede ver a la divinidad.

En el nombre del padre, del hijo, del espíritu santo. Perdona nuestros pecados. Mis pecados. Las rodillas arden.

Y, finalmente, muchas semanas más tarde, Cloud se arrodilla en el confesionario después de la última misa, cuando la capilla se vacía no quedan más que los pasos de los fantasmas enterrados bajo sus lozas.

—Bendígame, padre, porque he pecado.

La voz del padre Sephiroth responde:

—Cuéntame tus pecados, Strife.

En su voz no fue capaz de reconocerse, cerró los ojos para ser capaz de hablar. Llevó de su garganta al mundo la inmoralidad sexual, las bajas pasiones, los malos deseos, la idolatría. Por un momento quiso decirle «es usted mi Dios, no responderé ante ningún otro, déjeme arrodillarme y rendirle pleitesía; besaré sus pies, sus manos, me enterraré en sus muslos, seré aquello que usted desee, perdóneme, padre, porque he pecado, bendígame, padre, porque he pecado».

—Sueño con usted, padre —dijo Cloud—. Sueño con sus labios, sus manos, sus dedos. Todas las noches, cuando logró conciliar el sueño. Sus manos, padre…

—¿Qué hacen mis manos?

—Arrancan mi ropa, recorren mi piel. Mis labios, padre… En sus muslos, padre, en sus manos, en sus pies. He pecado, padre. Está en mi mente, noche y día.

—No has vuelto, Strife. ¿Creíste que podrías abandonarme?, ¿olvidar el castigo? No es…

—Pienso en cómo sería si me profanara, padre —interrumpió Cloud—. Dentro de mí. Como en mi boca, aquellas veces. Sueño con sus manos, sus dedos, como aquella vez, en la sacristía. El dolor y el placer. Padre… —y su voz se volvió un chillido desesperado—, he pecado.

Nunca solía decir mucho. Cloud Strife siempre había sido más contemplativo, comprendía mucho sin necesidad de decir ni una sola palabra. Cuando Sephiroth había puesto el cáñamo en sus manos y había sentido la fuerza del látigo, entendió lo que tenía que hacer; cuando lo besó no pudo hacer nada, si tuvo palabras las perdió entre la lengua y la saliva, los dientes. La primera vez, arrodillado en el confesionario, comprendió, también y su boca probó el sabor de lo prohibido. Pero ahora salían de él los más oscuros deseos.

—Todo el tiempo, padre, sueño con que me profane. Si me lo pidiera, me entregaría a usted.

—¿Quieres que te lo pida, Cloud? —No pudo ver su rostro, pero la voz de Sephiroth fue sorprendentemente suave en aquel momento; fue como sentir con los dedos un pedazo de satín y llevarlo hasta las mejillas para asombrarse de su tacto.

—Padre…

—Sólo hay una respuesta posible. Confiesa tus pecados, habrá penitencia.

—Sí, padre. Profáneme, padre, soy suyo.

—Ven.

La capilla estaba en silencio. Cloud se arrodilló en la fría madera de nuevo, tal y como la primera vez. Sephiroth puso una mano en su cabello y lo jaló para obligarlo a que lo viera a los ojos.

—Diré tu penitencia por ti. Si quieres que te profane, tendrás que ganártelo, Cloud.

Sus manos se revolvieron entre el cinturón y los pantalones; sus ojos no pudieron despegarse de los de Sephiroth. Aquel momento, con sus labios entreabiertos, la lengua asomándose, la inocencia en su rostro. Sephiroth quiso beberse sus lágrimas.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo.

Cloud Strife miró a la tentación a los ojos y puso el pecado entre sus labios.

—Bendita tu eres, entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Fue delicioso. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Profáneme, padre, porque he pecado.

—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

Profáneme, padre, en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.


Cuando estaba con Sephiroth, los pecados brotaban por sus labios suaves y desesperados. Eventualmente, todo terminaba.

Y cada vez, el silencio.

El rostro lleno de lágrimas, la soledad. En sus manos, el rosario que le regaló el padre Sephiroth, al que se aferra para no caer en la locura. Ave María Purísima, sin pecado concebida. Lo aferró con las manos, intentando contener más lágrimas. Entre sus costillas se escondía su corazón, abrazado por sus pulmones, y en él había un agujero. El vacío. ¿Era normal? No había nada. Todo estuvo tan vacío. Sus ojos vieron sin mirar. ¿Era normal el vacío? En su pecho, había un abismo. Primero estaba Sephiroth y después no hubo nada. Se podía caer a lo profundo, dentro de uno, caer en lo oscuro y morir poquito, para revivir con la respiración agitada.

Cloud no supo como realizó el camino de regreso, rogando que Zack estuviera dormido.

Primero estuvo Sephiroth, en el espacio entre sus costillas, y después ya no hubo nada. Ave María Purísima, sin pecado concebida, si lo pienso, todavía puedo sentir su sabor en mi lengua, el pecado en mi cuerpo, Santa María, Madre de Dios. La manó tembló en el picaporte de la puerta y Cloud deseó derrumbarse. Morir poquito, en un ovillo. Había un agujero dentro de él que no pudo llenar con nada. Por favor, padre, que Zack duerma y mis pasos no lo despierten, se lo ruego, padre. ¿A Dios, o a Sephiroth, Cloud?

Abrió la puerta. La habitación estaba en la oscuridad y, por un momento, todo estuvo bien. Cloud dio un par de pasos hacia su cama, dispuesto a dejarse caer aún con los pantalones negros y la camisa blanca del uniforme de seminarista, listo para enterrarse en las sábanas.

—¿Strife? —La voz de Zack lo interrumpió—. ¿Cloud, eres tú?

Y sus ojos se volvieron un torrente, el río de sus lágrimas fue incapaz de ser contenido y Cloud respondió con un sollozo.

—¿Estás bien?

No hubo respuesta. No pudo contestar. Estoy cayendo dentro de mí rumbo a la inexistencia, quiso decir, y no pudo.

La luz se prendió en un santiamén y Zack saltó de la cama al ver sus ojos de lágrimas.

—Ey, todo está bien. Todo está bien.

No, quiso responder. Y no pudo. En mis labios está el pecado y mi lengua aun puede saborearlo. No pudo. Sus labios no fueron capaces de decir una sola palabra, sus lágrimas fueron las únicas elocuentes aquella noche. En su cabello, aún podía sentir la mano de Sephiroth guiando su rostro. Lo ahogó con su pecado.

Nunca había llorado así.

En Nibelheim, nunca había llorado así.

Ni siquiera cuando lo acusaron del accidente que lastimó a Tifa y su padre le prohibió volverle a hablar. Ni siquiera la primera vez que tuvo que arrodillarse en la iglesia. Ni siquiera al partir, con un beso de su madre en la sien y la inmensidad de lo desconocido enfrente. Sus lágrimas no conocían el abismo al que se estaban enfrentado.

Zack Fair no le preguntó nada.

Lo tomó entre sus brazos y lo acunó en ellos, sin hablar. No buscó ninguna confesión. Le permitió llenar la playera de su pijama de lágrimas y ahogar en su pecho sus sollozos; lo apretó contra su pecho hasta que Cloud respiró hondo y las lágrimas dejaron de caer en torrente. Entonces, sólo entonces, lo tomó de la mano y lo acompañó hasta su cama. Zack Fair puso una mano en su mejilla con toda la ternura del mundo en aquel gesto y dijo:

—Estoy aquí.

Con eso bastó.

Cloud cerró los ojos y dejó brotar sus lágrimas, una a una. Antes, estuvo Sephiroth y después no hubo nada; dentro de él, todo desapareció. Sólo quedó la perfidia entre sus labios y el sabor del placer. Santa María, madre de dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

Todavía estaba aferrando el rosario de Sephiroth en una mano. La abrió de repente, sin pensar, y las cuentas cayeron al piso; retumbaron en el silencio de la noche y Zack desvió su mirada de Cloud para ver qué era aquello que había sonado. Levantó el rosario y se quedó mirándolo un momento muy largo, antes de ponerlo sobre el buró de Cloud.

—No preguntaré si estás bien —dijo, con todo el tacto que fue capaz—, o de donde vienes. ¿Quieres dormir?

Cloud asintió.

Quizá, tuvo que haberlo detenido. No lo pensó entonces, todavía estaba cayendo. Lo olvidó todo y fue ingenuo. Usualmente, Cloud hubiera sido mucho más reservado. No hubiera permitido que Zack se le acercara de esa manera. En ese momento, al aterrizar en sus brazos, no lo pensó. Todavía estaba en un sueño devenido pesadilla, aún podía sentir que le faltaba el aire y que escuchaba la voz de Sephiroth por encima de él. «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo».

Zack abrió uno a uno los botones de su camisa y la jaló un poco para quitársela. Estaba a punto de ponerse en pie para buscar su pijama cuando vio las marcas asomándose desde su espalda.

—¿Cloud?

El seminarista volvió en sí cuando Zack intentó ponerse en pie para ver qué había ocurrido en su espalda. Intentó esconderse o resguardarse, volver a cubrir su espalda con la tela blanca, pretender que aquello no estaba ocurriendo, pero para entonces, ya era demasiado tarde. Zack había visto en su espalda las cicatrices de las disciplinas, el látigo de cáñamo.

No pudo evitar preguntar, a pesar de asegurar que no lo haría. No pudo evitar fijar en aquellas marcas sus ojos, en la piel inflamada.

—¿Quién hizo esto?

Las lágrimas brotaron del rostro de Cloud en silencio.

Zack miró su espalda, miró los puntos allí donde Sephiroth lo había picado, para prevenir una inflamación. Supo lo que había ocurrido. Él y Cloud habían visto a los disciplinantes en semana santa. Sabían cómo se ponía la piel de roja, conocían la forma en que los picaban.

—¿Cloud? —insistió.

Fue sincero.

—Yo —musitó.

Había sido él. Su mano había aferrado el cáñamo con fuerza, bajo la severa y atenta mirada de Sephiroth. Él, que había alzado la vista hacia Dios y había movido la mano con el látigo en ella. El viento había silbado en ese momento, justo en el preludio del dolor.

Clavó sus ojos en Zack, rogando porque le creyera y no preguntara más. El «sí» era verdad. Si había una mentira, ésta existía en la omisión. No supo que vio en ellos. Había preocupación, pero también algo más oscuro y determinado, un dolor que Cloud no supo leer. Los labios de Zack temblaron, quizá dudando si poner el dedo sobre la llaga e insistir. Al final, no dijo nada. Tampoco pudo.

Extendió su mano con cuidado, incluso con miedo.

Nunca había visto a los ojos a un disciplinante. Aquello era Cloud en aquel momento. Al menos, la semana santa les regalaba el anonimato, el rostro cubierto de blanco. Zack nunca se había enfrentado a aquella manera de existir de la fe.

—Ven —dijo. Fue gentil sin dejar de ser firme—. Te hará bien un baño, Cloud.

No dejó espacio para la negativa. Cloud estaba vacío, tan sólo fue con él.

Era demasiado tarde. Las regaderas estaban completamente desiertas, nadie se asomaría a ellas a aquellas horas. Zack condujo a Cloud hasta el final del pasillo sin decir nada, lo tomó fuertemente de la mano y no volvió a soltarlo hasta que tuvo que abrir la llave para dejar que cayera el agua caliente. Lo vio desvestirse lentamente y apartó la mirada cuando tuvo que hacerlo. Cloud caminó hasta el agua caliente, la dejó caer sobre sí mismo. Quedó de espaldas a Zack y, entonces, por fin, pudo mirarlo.

La espalda roja, las crueles marcas del cáñamo.

La fe convertida en carne y sangre, el dolor ofrecido a Dios. Sin ser realmente consciente de ello, hizo la señal de la cruz. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.

—Amén —musitó, tan bajo que ni siquiera Cloud pudo escucharlo.

Las lagrimas de Cloud se mezclaron con el agua caliente y se perdieron en el torrente del agua. Cerró los ojos, alzando su rostro, dejando que cayera el agua por él. Primero estuvo Sephiroth y después no hubo nada. Dios Padre, rescátame del abismo, te lo ruego.


Por la mañana, Cloud pudo pretender que nada había ocurrido; Zack no dijo nada tampoco. Vio la preocupación en sus ojos y en sus labios cuando lo miró abotonarse la camisa blanca de los seminaristas, cuando alcanzó a ver nuevamente su espalda inflamada, pero no pronunció palabra. Cloud lo agradeció. Quizá, si Zack volvía a decir «estoy aquí» se rompería y caería de rodillas. Nadie había estado. Ni siquiera Tifa, que era ahora un recuerdo del pasado en Nibelheim; ni siquiera su madre, que a pesar de haberlo intentado no se había asomado a todos los recovecos de su alma; ni siquiera Sephiroth, que se asemejaba mucho más a un dios cruel.

Zack sólo se acercó más tarde, cuando Cloud se arrodilló ante la cama y puso sus codos en el colchón. Usualmente no interferían en el rezo del otro. Aquel día, sin embargo, parecía apropiado.

Se arrodilló a su lado.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó.

Pero ya estaba allí, ¿cómo podría Cloud decir que no?

«Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre». El murmullo de sus labios y de los labios de Zack. El recuerdo de la mano de Sephiroth en su cabello. «Venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, tanto en la tierra como en el cielo». Sephiroth poniendo las disciplinas en su mano, el golpe contra la piel y las lágrimas corriendo por sus mejillas. «Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Los brazos de Zack rodeándolo, su voz diciendo que estaba allí; la mano segura con la que lo acompañó a los baños. La mirada que dice, sin decir. «No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal». Sus rodillas en el confesionario, en la sacristía, en la habitación de Sephiroth. El dolor y el placer, Cloud, tu placer, tu dolor. El deseo de ser profanado.

—Amén.

No dejó que Zack viera las lágrimas amenazando con salir.

Él nunca había sido tan débil.


Durante su martirio, Santa Jenova alzó la vista al cielo y dijo: perdónalos, señor. Rompieron sus dientes y abrieron su piel y ella sólo alzó la vista al cielo y dijo: perdónalos, señor. Pusieron una corona de espinas sobre su cabeza, le escupieron, la llamaron la novia de Jesús y ella sólo alzó la vista al cielo y dijo: perdónalos, señor. Murió rogando y fue abandonada entre la tierra y las piedras, sin que ningún ángel bajara del cielo a rescatarla. Fueron los devotos los que arrastraron su cuerpo y lo enterraron bajo un árbol milenario. Clavaron allí una cruz y, el que sabía escribir, talló en la madera: Santa Jenova.

Años más tarde, la desenterraron y construyeron allí una iglesia que luego se convirtió en un monasterio en el corazón de Midgar donde la gente fue a ver su cuerpo encerrado en cristal. La diócesis se volvió rica y famosa. Santa Jenova. Cuando murió, sus dientes regados por el cielo, suplicó perdón. Y luego la gente desfiló frente a ella, en el cristal, poniendo en él sus manos y dijo, también: ruega por mí, Santa Jenova.

Era una leyenda muy vieja. El cuerpo ya no existía, ya nadie iba a verlo. Lo robaron hace mucho tiempo.

Pero los devotos aun se arrodillaban frente a su figura en el altar y suplicaban: ruega por mí, Santa Jenova.

Cloud nunca se sintió apegado a aquella Santa, a pesar de ser parte de su congregación. Nibelheim era territorio de los dioses antiguos del bosque, los demonios paganos y de Nuestra Señora de los Dolores. Cuando llegaron los primeros misioneros, llevaron a la dolorosa en sus pechos y en sus corazones y, desde que Nibelheim se había convertido en un pueblo católico a la orilla de las montañas, sus hombres y sus mujeres habían pedido piedad a Nuestra Señora de los Dolores. Ahora, después de misa, se arrodilló ante ella.

También, como tantos otros, musitó:

—Ruega por mí, Santa Jenova.

Desde atrás, otra voz lo sorprendió.

—¿También a ella le ofrecerás tu penitencia?

Ah, Sephiroth. Parecía tener sus ojos siempre clavados en Cloud, que sintió un cosquilleo en la espalda al saberse observado.

—¿Crees que la merece, Strife?

—No, padre —respondió, sin voltearse. Sus ojos miraron a Santa Jenova y ella miró al cielo. Ruega por mí, pensó Cloud.

—Confiesa.

Tragó saliva.

Cualquiera podría haber entrado, estaban a plena luz del día y faltaba muy poco tiempo para que empezaran las clases del seminario. Monjes, padres y seminaristas, todos caminaban por los pasillos. Cualquiera podría haberlo escuchado.

—Pienso en usted, Padre —musitó Cloud, con un hilo de voz—. Todo el tiempo, Padre.

Una mano aferró su cabello por detrás. Cloud pegó un respingo; no se había dado cuenta de lo cerca que estaba Sephiroth, tan solo alcanzó a sentir la tela negra de la sotana pegarse a su piel. El cruel agarre de Sephiroth lo obligó a volver la vista hacia el cielo; el confesor lo observó desde lo alto, como observaba Dios Padre, su hijo y el espíritu santo.

—Lo pienso dentro de mí, Padre, uno conmigo, en mi ser. —No podía entenderlo, aquella desesperación que estaba dentro de él no tenía nombre—. Lo siento, Padre. Lo siento…

Sephiroth sonrió de lado. De aquella manera, se asemejaba todavía más a una deidad cruel.

—¿Qué harás, Strife, si dios te escucha y concede tus deseos?

Las rodillas contra el piso, la mano en la cabeza, Sephiroth a sus espaldas. Santa Jenova observa. Cloud cierra los ojos, incapaz de seguir contemplando el mundo.

—Aquello que me pida, padre. —Sella su destino con tres palabras—: Lo que desee.

Era plena luz del día, frente al altar de Santa Jenova, frente a la cruz. In nómine Patris et Fílii et Spíritus Sancti. Cloud hizo la señal de la cruz con sus dedos cuando Sephiroth dejó de jalar su cabello y se la llevó a la frente, al pecho, a los hombros. Alguien hubiera podido descubrirlos. Pudieron haberlos visto. Pero nadie pasó por allí a aquellas horas.

Si lo hubieran hecho, hubieran visto a Cloud Strife arrodillado ante la cruz, con las manos juntas, sobre el pecho, y al confesor mirándolo detrás de él. De lejos, no hubieran podido escucharlos, tan sólo habrían visto los labios de Sephiroth moverse.

—Por tanto, hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría.

Cloud cerró los ojos.

—Colonenses, 3:5.

Había estudiado las sagradas escrituras.

—¿Pagarás el castigo? —preguntó el padre Sephiroth—. La inmoralidad sexual —repitió—, la impureza, las bajas pasiones, los malos deseos…

—El que sea, padre.

—Cuéntame lo que te imaginas.

—Padre, por favor…

«Aquí no», quiso decirle. No en aquel momento, no frente a la cruz. Todo era más pecaminoso, más profano, más hereje frente al altar.

—Confiesa, Strife.

Dejó caer la cabeza. Pretendió estar rezando, mientras deshacía la madeja de todos sus pecados y los iba dejando salir a borbotones por su garganta.

—Imagino que no puedo moverme. Sé que sólo podré soportarlo si… Imagino que está cerca de mí, padre, que está encima de mí. Imagino que no puedo verlo, aun cuando se lo suplico, Padre. No sé… No sé… No sé cómo funciona, Padre. —Aun confesaba su inocencia. Quizá debió haber huido, antes de desplegarla entera frente a dios, la virgen y los santos; debió haber vuelto a Nibelheim y debió haberse rehusando a volver a escuchar el llamado de la fe. Sin embargo, no hizo nada de eso. Deseaba pecar, expiar su cuerpo, entregárselo a Dios. Si era impuro, lo limpiaría. Aferraría las disciplinas con las manos, rogaría por su alma—. Ave María Purísima. Imagino que sus manos recorren mi cuerpo, padre. Mi piel. Imagino que cubre mis ojos. Mis sueños están hechos de usted, padre. Perdóneme, por qué he pecado.

Después de eso, el silencio. Fue insoportable. Cloud no volteó a ver a Sephiroth ni una sola vez, temeroso de lo que encontraría si se atrevía. No dijo nada más, tampoco. No fue necesario.

Si alguien los hubiera dicho, no hubiera asegurado que la mirada de Sephiroth contenía fascinación. Habrían visto tan solo un par de ojos fríos, aparentemente desprovistos de toda emoción. No habrían visto curiosidad, ni pasión, ni pecado.

Y sin embargo.

—¿Tienes tiempo libre?

—Toda la mañana, Padre.

—Quédate así hasta que tus rodillas ardan. Súplica perdón a aquel que te escuche. Dentro de tres días, ven a verme.

Cloud no volteó a verlo. No pudo. Sus rodillas permanecieron sobre el frío mármol del piso de la Iglesia. Santa Jenova veía al cielo diciendo: «perdónalos, Señor». Los pasos de Sephiroth se alejaron y Cloud tampoco se movió entonces. Quienes entraron en la parroquia aquella mañana lo recordarían frente al altar, con el rostro tranquilo e impasible, las manos juntas, el rosario entre ellas. Si se hubieran acercado, hubieran escuchado su voz armoniosa, una y otra vez.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo. Bendita tu eres, entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

Tres días después, en medio de la noche, llamó a la puerta del padre Sephiroth. Llovía aquella noche en el monasterio.

Dios te salve, Cloud Strife.