Levítico 18:22
No yacerás con varón como con mujer; es abominación
El pecado original fue la curiosidad.
Los seres humanos estaban condenados a ella. Hubiera habido o no serpiente, Eva se hubiera acercado al árbol y hubiera tomado la manzana entre sus manos. Hubiera depositado sobre ella el beso de la desgracia y la hubiera mordido, tragándose el saber capaz de calmar la curiosidad. La primera desobediencia fue el saber. Vio Eva que el árbol era bueno para comer y agradable a sus ojos, vio la mujer ante ella los saberes de un dios y los tomó entre sus labios, dejó que la inundara la sabiduría aprendió entendió la desnudez y con ella el placer.
Le entregó la manzana a Adán y él la mordió con avidez y comió de ella y en aquella mordida condenó a toda la humanidad. Dijo Jehová: parirás a tus hijos con dolor y por los siglos de los siglos el castigo por el placer se convirtió en el pujido que llevó a los niños al mundo.
La historia no cuenta que Eva nunca miró atrás.
El primer pecado fue la curiosidad.
Adán se puso de rodillas y lamió entre sus piernas; ella gimió su nombre y gritó hacia el cielo; por sus piernas corrió la lujuria. Maldita su estirpe, condenada al pecado. Maldita su estirpe, caminando por la tierra. Maldita su estirpe, maldito el pecado. Tennos piedad señor, suplicó Eva, con la lengua de Adán entre sus piernas.
Multiplicaré el dolor de tus partos, a tus hijos parirás con dolor.
Eva nunca miró atrás.
Cloud llamó a la puerta del padre Sephiroth al tercer día y esperó a que se abriera. Entró sin ceremonias y cayó de rodillas.
Sus manos temblaron.
Y Sephiroth se agachó ante él, mirándolo desde arriba, poniendo una mano sobre su barbilla, viéndolo como Dios vio a Sodoma y Gomorra perecer, cuando vio el diluvio asolar la tierra, como vio a Abraham ofrendar a su hijo, como vio a Jesús alzar la vista al cielo y decir: «Perdónalos padre, no saben lo que hacen».
—Dime lo que quieres.
—Ya lo sabe, padre —dijo Cloud; sus mejillas enrojecieron.
—Confiesa, entonces, Strife. Todo lo que ha pasado por tu mente. Qué desea tu piel que haga en ella.
Cloud Strife nunca se había caracterizado por su participación en las clases del seminario. Angeal lo había notado en su primer año allí y había intentado incentivarlo, pero nunca lo había conseguido del todo. Era demasiado cohibido, solía decir el director espiritual del seminario, estaba confundido con lo que esperaba de aquella época de su vida y quizá el seminario no era la respuesta que estaba buscando. Desde entonces, Sephiroth ya lo miraba. Genesis sonrió al escuchar a Angeal hablar la primera vez de Cloud y dijo: esos son de los que se arrodillan y suplican, por lo bajo, sólo para que Sephiroth escuchara.
Desde entonces, ya lo miraba.
—Padre, por favor…
—Confiesa, Strife. ¿Cómo sabré entonces los pecados que tengo que castigar?
—Quiero que marque mi cuerpo, padre. Quiero ser el pecado que cometa, quiero que me lo entregue padre —musitó, con apenas un hilo de voz. Soltó entonces una mezcla entre un quejido y un suspiro ante la demasía de sus palabras. El mundo se quedó en silencio y lo escuchó—. Quiero volver a sentir sus dedos dentro de mí, quiero que sus uñas marquen mi cuerpo del mismo modo que lo hace en cáñamo. Quiero que haga conmigo lo que quiera, padre. —Finalmente, fue en ese momento en el que cerró los ojos—. Desde la primera vez que lo vi, hace tanto, la sangre en su sotana, la expresión calmada, la espada desenvainada. Aquel periódico llegó hasta Nibelheim. Su imagen llegó tan lejos, padre. Desde aquella vez, desee que me mirara. Que hiciera conmigo lo que fuera necesario, lo que quisiera. Quiero que sus manos se internen en mis entrañas.
»No lo entiendo. No… no vine al seminario porque deseara todo esto. Pero el camino…, no entiendo el camino. —Apretó los ojos en un gesto frustrado, intentando alejar las lágrimas de sí mismo—. Todavía deseo convertirme en un héroe. Pero no soy…, nunca he sido suficiente. Padre. Soñé tantas noches ser como usted. Me entregaré a su ser, si es necesario. Deseo no poder moverme, estar a su completa merced.
»Deseo el éxtasis, padre. Pagaré por él lo que haga falta.
Sephiroth sonrió satisfecho; Cloud Strife era de los que se arrodillaba y suplicaba su propia destrucción.
Los hijos de Eva llegaron al mundo llorando el pecado que habrían de cometer. Traían en sus ojos las lágrimas de la culpa en la que se bañarían más tarde y en sus rodillas ya se adivinaba la sombra de la penitencia futura. «No existen hombres libres de pecado», solía decir Fray Hojo a Sephiroth, «yo crearé el primero». Lo intentó con Genesis, al principio, pero el pecado corría por sus huesos y, la espalda del joven seminarista se llenó de cicatrices hasta que fue lo bastante alto como para rebelarse contra su maestro y torturador. Lo arrastraron frente al obispo y éste miró su espalda y sus ojos furiosos. «No te culpo», dijo al tiempo que los monjes ataron sus manos al techo. «Fray Hojo es un hombre cruel. Compadezco a aquellos que terminan bajo su ala. Pero no puedo tener piedad». Bañó la espalda de Genesis en agua bendita llena de mako y en sus manos sostuvo el látigo.
A pesar de todo, Genesis Rhapsodos tomó los hábitos y se convirtió en un héroe de guerra. Nunca volvió a pisar el estudio de Fray Hojo.
Después de eso, el monje se obsesionó con Sephiroth.
«No conoces el mundo», dijo, «no lo extrañarás».
Todavía no se convertía en un hombre. El cabello plateado llegaba a sus hombros. Era el hijo de nadie, nunca tuvo origen, ni apego. Vino al mundo llorando y nadie lo vio. No conoces el mundo, dijo Fray Hojo, no lo extrañarás.
Colocó un látigo de cáñamo en sus manos.
Sephiroth lo guardó durante años, sin usarlo, como el recuerdo de un deseo ajeno e incomprensible, las expectativas de Hojo puestas en sus hombros. Fue a la guerra sin conocer el mundo y derramó la sangre de los infieles. No existió la tentación, ni la duda, ni el miedo. No hubo nada. No hubo causa ni convicción. Fray Hojo tenía razón: no conocía el mundo, nunca lo había extrañado.
Pusieron la Masamune en sus manos y le dijeron: sálvanos.
Los hombres llegaron al mundo llorando el pecado que habrían de cometer.
Sephiroth colocó una mano en la barbilla de Cloud, forzándolo a alzar la vista y enfrentarse a sus ojos.
«Sálveme, padre», dijo su mirada.
Sephiroth lo haría pedazos para armarlo en el tamaño exacto de sus deseos. Lo observó temblar en la penumbra de la habitación, con solo la luz de las lámparas de aceite prendidas.
—Desnúdate —ordenó.
Hojo deseó crear un hombre que no conociera el pecado, pero cometió un error crucial: olvidó quitarle la curiosidad.
Nacieron los hijos de Eva con dolor. El primer pecado fue la curiosidad y Caín y Abel la llevaron cargando en sus lágrimas y en sus gritos. Labraron la tierra y cuidaron de las ovejas y Jehová sólo miró a uno de ellos. Adán se arrodilló ante Eva y suplicó perdón y piedad y Eva enterró la mano en su cabello mientras sus hijos corrían por el campo. La tierra crecía, las ovejas caminaban sobre ella. Jehová sólo miró a uno de sus hijos.
«Vamos al campo», dijo Caín y ofrendó a Abel.
Se arrodilló ante Dios. Las manos llenas de sangre. Señor, te he traído aquel a quien amas, dijo. Te he traído las costillas que deseo que me acunen, la sangre con la que deseo pintar el mundo, te he traído su cuerpo, Señor. Te entregó lo que es mío, puesto que sólo podemos ofrendar aquello que amamos.
La lengua de Adán en los muslos de Eva.
Jehová condenó a Caín. Maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Extraño y extranjero serás en la tierra. Siete veces castigado será aquel que te mate. Y Caín vivió al oriente del Edén y de él nació Enoc y de Enoc nació Irad, y de Irad nació Mehujael, y de Mehujael nació Metusael, y de Metusael nació Lamec y aquel que lo matara que fuera castigado setenta veces.
El gemido de Eva hizo que las hojas de los árboles temblaran con ella.
Set fue parido con dolor y en sus lágrimas llevó el pecado. Set caminó la tierra y se arrodilló ante el señor. Llevaba en sus huesos la culpa; él no escuchó la historia de su alumbramiento, pero la escucharon las hojas de los árboles, la hierba en la pradera, la escuchó el viento. El mundo de Dios empezó con un gemido de placer.
Todo se detuvo un momento a admirar el éxtasis cuando Eva enredó sus piernas en Adán.
Sephiroth observó temblar las manos de Cloud Strife, la lentitud con la que se quitó la camisa y el cinturón y fue tirando la ropa al piso, cada vez más vulnerable. Aun cuando se ponía de pie, tenía que alzar la cabeza para buscar su mirada, para suplicar su perdón. Y Sephiroth tan solo lo miró. Cloud intentó cubrirse, como Adán, por primera vez consciente de su cuerpo al morder la manzana. Sus mejillas enrojecieron, sus ojos se llenaron de vergüenza. En su mirada llevaba el pecado de Eva.
Era hermoso.
Sephiroth nunca se había preguntado qué era la belleza. Parecía fútil definirla, puesto que la belleza invitaba a la lujuria, al pecado. Si tuviera que responder la pregunta, diría que es la manzana de Adán de Cloud que subía y bajaba, al compás de su respiración irregular. Sus manos que tiemblan y cubren aquello que Sephiroth ya ha visto, su pecho desnudo, la piel tan suave. Respondería que la belleza son las marcas del cáñamo en su espalda, los vellos erizados de la nuca. Los ojos llenos de esperanza y de miedo, curiosidad y pecado.
Sintió un impulso irrefrenable de destrozar aquella belleza tan pura e inocente, corromperla hasta que Dios no pudiera reconocerla.
Ignoró a Cloud mientras buscaba algo en el ropero de la habitación. Cloud haría lo que fuera que le ordenara, pensó, pero aquella vez no quería ordenárselo. Su cuerpo a su merced, entregándose.
«Profáneme, Padre», había pedido.
Encontró, finalmente, un viejo cinturón de cuerda de los hábitos que había usado creciendo en el monasterio. Dejó que Cloud lo mirara cuando volvió a aproximarse a él y lo rodeó.
—Tus manos, Cloud.
El seminarista supo lo que ocurriría y contuvo su respiración. En él hubo duda y miedo, pero también había desesperación, una necesidad a la que no podía ponerle nombre. Finalmente, se las entregó a Sephiroth, quién las amarró a su espalda.
—Si fueras tan flexible que tus codos pudieran juntarse el uno con el otro, Cloud, las ataría a modo de rezo en tu espalda —murmuró en su oído—. Te haría recitar el Ave María hasta que no quedara nada en tu mente, salvo mi nombre.
—Sephiroth.
La voz de Cloud acarició en nombre con una necesidad tan pecaminosa, tan hereje. Lo pronunció con adoración como si dijera el nombre de Dios.
—Si usted me lo pidiera —confiesa Cloud—, le rezaría, Padre.
Sephiroth puso una mano en su nuca, clavó sus dedos a los costados de su cuello. No lo suficiente para cortar el aire, pero sí lo suficiente para que los sintiera.
—¿Renegarías del nombre de Dios por mí, Strife?
—Si me lo pidiera, Padre. —De reojo, alcanza a ver una lágrima que corrió por las mejillas del seminarista.
Aquello también era la belleza: la súplica no dicha, el pecado en los labios, la confesión de lo profano. La vulnerabilidad de un seminarista que entregaba el cuerpo y renegaba del llamado de Dios, que incumplía los votos y las promesas.
—Y más tarde, si ante tu falta, Dios demanda tu sangre…
No tuvo tiempo de hacer la pregunta.
—Se la daría. En penitencia suya, Padre, en penitencia mía, para que usted no cargue con la mancha de mis pecados.
Lo hizo caminar hacia el escritorio, a la superficie fría y dura. Cloud ya había probado sus dedos, no le sorprendió cuando Sephiroth lo empujó, haciéndolo agacharse. Casi perdió el equilibrio antes de recargarse en la madera, pero el confesor no lo dejó caer.
—Reza, pues —le dijo, y pasó sus dedos por la piel de sus muslos y la observó tensarse—. Piensa en mí, Strife, seré tu deidad.
Se deleitó en su voz rota por las lágrimas y el placer, en la incoherencia a la que lo condujo después de los primeros Ave Marías. Sephiroth encontró que aquella también era la belleza: el lloro que proviene del placer, los gemidos que interrumpen el rezo, la idea de conducir a Cloud Strife a un punto de no retorno, a que en su mente sólo cupiera su nombre, a la desesperación más absoluta. A que, en medio de sus ruegos, se ahogara con su nombre.
¿Escucharía alguien la devoción del seminarista?
—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo
Las manos atadas en la espalda, el pecho sobre la madera, los ojos llenos de lágrimas, el gemido constante. El placer. Miraría la virgen aquella imagen, al devoto que entrega el cuerpo y ofrece el rezo.
—Bendita tu eres, entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
El seminarista no pudo pensar en Dios. La mano de Sephiroth se detuvo en su nuca, manteniéndolo inmóvil. La mano de Dios, también. No quedo coherencia dentro de sí. Sus entrañas se volvieron la desesperación misma, el deseo de ser profanado.
El primer pecado, después de todo, fue la curiosidad.
—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.
Y fue el «Amén» un grito de placer. Y Dios lo escuchó e, inclinándose ante él, con los labios rozando el lóbulo de su oreja murmuró:
—Bien hecho, Cloud.
El padre Sephiroth no era sino minucioso. Cuando lo hizo levantarse, aun sin haber cumplido sus deseos, las piernas de Cloud temblaron, amenazando con no poder soportar su peso. Tuvo que recargarse en los brazos del padre, en medio de un éxtasis interrumpido. Había recorrido sus piernas con sus dedos y estos habían sido tan cuidadosos en el camino a la desesperación que Cloud apenas si era consciente de lo que estaba ocurriendo. ¿Habían sido así sus sueños, sus deseos? ¿Había, en la fantasía, saboreado las lágrimas de placer que Sephiroth ya le había arrancado?
Santa María, madre de dios, ruega por mí, pecador, ahora y en la hora de nuestra muerte.
—Ven, Cloud.
Sephiroth no desató sus brazos. Cloud cerró los ojos. No pudo enfrentarse al mundo hasta que sintió a Sephiroth levantarlo y ponerlo encima de sí.
—Si quieres el pecado —murmuró en su oído—, tendrás que trabajar por él.
Cloud Strife, a horcajadas de Sephiroth. No recordó cuántos pasos lo habían llevado hasta la cama, no pudo evocar el sonido de la tela de la sotana cayendo al piso, no recordó la hebilla del cinturón, también caído. No pudo recordar nada, ahogado en el éxtasis de Dios. Pero pudo sentirlo.
—Padre, por favor…
«Ayúdeme», quiso decir.
Sus piernas temblaban, sus brazos dolían y las muñecas, en constante contacto con la cuerda, ardían.
—Padre, por favor… Por favor…
No sé preguntó cómo era que Sephiroth sabía aquellas cosas. Al final, todo fue instinto y desesperación. La sensualidad fue la respiración ahogada de Cloud, la manera en la que apretó los labios y cerró los ojos. La pasión fue el gemido ahogado, la mano de Sephiroth impidiéndole el éxtasis.
—Cloud. Cloud.
Escuchó a Dios decir su nombre y abrió los ojos. Y Dios era el Padre Sephiroth mirándolo fijamente.
—Efesios 5:3-5, Cloud. Dímelo.
—Por favor…
Cloud Strife se ahogó en el placer. Su ser se tornó en la súplica.
—Efesios 5:3-5, Cloud —repitió el padre Sephiroth.
—Pero fornicación y toda inmundicia… —apretó los labios, el placer se mezcló con el dolor—, o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros…, como conviene a santos; ni palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías… —En sus manos, Sephiroth tenía el éxtasis, el placer y el dolor. A horcajadas sobre él, Cloud se convirtió en su devoto—. Que no convienen, sino antes… buen acciones de gracias. Porque sabéis esto…, que ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios.
Las lágrimas corrieron por su cuerpo.
—Corintios 6:19, Cloud. —Sephiroth fue implacable. Cloud no se atrevió a suplicar. Sólo pudo cerrar los ojos, para no enfrentarse a la mirada de Dios.
—¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?
—¿Qué diría Dios Padre, Strife, si viera tu pecado?
No hubo respuesta. No podía existir una. Tan sólo existió una súplica en medio de un gemido. Cloud profanó su cuerpo y lo cubrió del pecado y sintió el éxtasis con Sephiroth dentro de sí mismo; sólo en aquel momento fue capaz de escuchar la llamada de Dios.
—Levítico 18:22, Cloud.
Lo conocía a la perfección. ¿Dios sería capaz de perdonarlo?
—No yacerás con varón como con mujer; es abominación.
—Corintios 6:9.
—Padre, por favor…, Padre…, por favor. Se lo ruego… No…
«No puedo», quiso decir. Al final, se había convertido en aquel desastre de súplicas, placer y pecado. No quedó nada más.
—Corintios 6:9 —repitió Sephiroth. Dios fue implacable. Tuvo compasión, pero no tuvo piedad.
—¿O no sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales…
Sephiroth lo soltó y Cloud intentó ahogar el grito del deseo. Así acabó el mundo. La marca del pecado dentro de su cuerpo, corriendo por sus muslos. El gemido devenido en grito ahogado, el seminarista que se desplomó sobre su confesor, aun con las manos atadas a su espalda. Y los brazos de Sephiroth apretándolo contra sí, asegurándose de que su devoto escuchara su voz.
—¿Vale la pena, Strife? ¿Saber que no heredarás el reino de Dios?
El sollozo ahogado, la catarsis. También aquello fue el placer.
Ave María Purísima, ruega por nosotros los pecadores.
Cloud Strife tardó en volver a sí mismo. Su cuerpo no fue su cuerpo, sintió la muerte y el renacimiento en su carne. No pensó en aquello que le corría por los muslos, en las marcas de las cuerdas en sus muñecas una vez que Sephiroth lo liberó. No pensó en el dolor, ni en el vacío que lo arrasaba siempre como un huracán. No pudo pensar en nada. Cuando volvió en sí, sólo pudo buscar la ropa desparramada por el suelo. Los pantalones negros, la camisa, el alzacuellos del uniforme de los seminaristas. El rosario de Sephiroth que se colgó al pecho con una desesperación desconocida. Apenas si fue consciente de los pasos de Sephiroth a su alrededor hasta que a sus pies cayó el castigo y retumbó el metal contra el suelo.
Sabía lo que era.
Lo había visto tantas veces, preguntándose quien lo llevaría puesto, quién sería tan devoto de Dios que sería capaz de ofrecerle su dolor.
Cuando se arrodilló y lo tomó en sus manos, tuvo la respuesta. Recogió el cilicio con el cuidado que el padre Sephiroth no había tenido al lanzarlo frente a él.
—Dios exige una penitencia, Strife.
No lo cuestionó. Lo colocó en su muslo y lo apretó hasta que escuchó una expresión de aprobación de Sephiroth y sólo aquel sonido hizo que los vellos de su nuca ardieran, que su piel anhelara su tacto. Allí, de rodillas, sintió el dolor. Lo sintió al ponerse en pie y al vestirse, al caminar. Supo que Sephiroth lo había condenado a recordarlo por siempre; no lo cuestionó. Le entregaría el dolor siempre que se lo pidiera y sería aquel su castigo por mancharlo de sus propios pecados.
—Padre… —intentó decir.
Pero de repente, sólo tuvo ganas de llorar de nuevo. Ganas de descansar en unos brazos cálidos y escuchar las viejas historias de Nibelheim. Quiso evocar la sensación de las fogatas del fin del verano, de la verbena de la cosecha, quiso buscar la calidez desesperadamente, pero en Sephiroth no había ninguna.
—Siempre que vuelvas, Strife, escucharé tu confesión.
Sephiroth lo conduciría, una y otra vez, hasta la penitencia. Y Cloud volvería por ella las veces que hiciera falta.
—Padre —murmuró. No se atrevió a decir aquello que rondaba su mente.
Me da miedo no heredar el reino de dios, Padre.
De la estirpe de Set y la estirpe de la tierra nacieron los hombres y vio Jehová que la maldad de los hombres en la tierra era mucha y se arrepintió de haberlo creado en la tierra, y dijo: raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo, porque arrepiéntome de haberlos hecho. Pero Dios amaba a Noe, por lo que le ordenó construir el arca.
Y entró Noe en el arca y entraron sus hijos y sus mujeres y cayó el diluvio sobre la tierra y prevalecieron las aguas sobre ella ciento cincuenta días.
Hasta se cerraron las fuentes del abismo y las compuertas de los cielos; y la lluvia fue detenida. Bajó el agua lentamente y dijo Jehová: vayan por la tierra y multiplíquense.
Y en los árboles escucharon las mujeres la voz de Eva y su gemido y tocaron su cuerpo, buscando el placer. Llevaron en sus vientres la curiosidad devenida pecado. Y sintieron la lengua de sus hombres entre sus muslos y se multiplicaron y la tierra se pobló del placer, el pecado y la culpa.
Parieron con dolor y sus hijos llegaron el mundo cargando sus pecados. Por su culpa, su culpa, su gran culpa.
Vio Cam a Noe y se arrodilló ante su cuerpo.
El primer pecado fue la curiosidad, y la curiosidad fueron los dedos que lo tocaron y los labios que se acercaron y el gemido que Jehová nunca escuchó. Fue la herejía la mirada y el vino en su vientre y en sus labios y en sus bocas. Fue la desnudez de Noe, la lengua de Cam, el nombre de Dios en medio de un gemido, el amor vuelto lujuria.
Fue la traición la negación de Noe, y su maldición.
Vio Noe al hijo de Cam, Canaán:
—Maldito sea Canaán, siervo de siervos será a sus hermanos.
La mano en su cabello, el pecado callado.
—Bendito Jehová el Dios de Sem, y sea Canaán su siervo.
El gemido olvidado, la mirada negada.
—Engrandezca Dios a Jafet, y habite en las tiendas de Sem, y sea Canaán su siervo.
Y vivió Noe sin recordar los dientes de Cam en el lóbulo de su oreja, las uñas en su espalda, el vino embriagante.
Maldito sea Canaán, hijo de Cam, estirpe del pecado.
Aquella noche, Cloud no rezó por encontrar dormido a Zack. En lo más profundo de su ser, más allá del corazón, más allá de todo, sabía que si dejaba lo engullera el silencio, no sería capaz de emerger de él de nuevo. Fue tan sólo instinto el abrir la puerta y tambalearse hasta la cama de Zack. Todavía estaba despierto, aleta. Cloud intentó no pensar que había estado esperándolo todas aquellas horas, en la oscuridad de la habitación que compartían. Intentó no pensar en qué cosas se imaginaba o en Zack extendiendo su mano, como si le ofreciera la salvación a todos sus pecados.
Zack Fair era fácil de querer, pensó Cloud. Todo hubiera sido más sencillo si lo hubiese querido a él, porque, frente a Zack Fair, era también muy fácil querer a Dios y buscar su amor. Pero no había sido así y la mirada de Cloud había estado clavada tanto tiempo en Sephiroth que ahora no sabía cómo alejarla.
—¿Zack? —preguntó.
No dejó que le temblara la voz, no podía permitirlo.
No dejó que escapara en su tono el vacío que sentía por dentro y que sólo había sentido irse cuando Sephiroth lo había apretado contra sí, con sus brazos, buscando su oído. No heredarás el reino de dios, Cloud Strife. Por unos momentos, se había aferrado a sentir en aquellos brazos una calidez que no existió y tan sólo eso ahuyentó a la oscuridad.
Pero Sephiroth no lo sostuvo por mucho tiempo.
El confesor nunca lo sostenía durante demasiado tiempo. Se contentaba con la devoción y la adoración al tiempo que la destrozaba, pero nunca esperaba a verla formarse de nuevo.
Cloud recogía sus pedazos lentamente, cada vez. Cada vez más regados, más vacíos, más grandes, más destrozados.
—¿… Cloud?
—¿Puedes rezar… Puedes rezar conmigo?
Odió el tono de su voz, la debilidad en ella. Odió escucharse y descubrir que seguía siendo el mismo niño aterrado de Nibelheim que había huido esperando que Dios solucionara sus problemas y lo convirtiera en héroe. Detestó el temblor en su garganta.
Zack prendió una pequeña lámpara de aceite a un lado de la cama y se incorporó con lentitud. En la penumbra, lo miró. Los ojos azules de Zack siempre se asomaban al alma. Eran aterradores. Siempre se clavaban con fuerza y podían atisbar lo más profundo; siempre veían más de lo que Cloud deseaba.
—¿No te cambiarás? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Más tarde.
No quería que viera el cilicio en su muslo. La orden de aquel monasterio no era una que lo usara con regularidad; los seminaristas lo hacían aun menos. No quería que viera las puntas del metal clavándose poco a poco en su piel hasta inflamarla, sin llegar a sacarle sangre. Mientras Cloud supiera que estaba allí, estaba bien, pero no deseaba que Zack lo viera. Aun así, no pudo afrontar la idea de estar solo.
—¿Rezas conmigo? —insistió, sintiéndose patético. Nunca había dejado de ser el niño tímido de Nibelheim. Nunca había dejado de vivir entre los silencios largos y las dudas, pero Dios lo había mirado y Cloud había pretendido tomar el mundo en sus manos con aquella mirada—. Por favor.
Y Zack se puso en pie y se arrodilló el pie de la cama. Usualmente, no era necesario, pero Cloud siempre lo hacía. El leve ardor en las rodillas le ayudaba a recordar en dónde estaba. Por eso, Zack lo hizo también y le ofreció su mano. Se arrodilló con él al borde de la cama y apretó sus dedos. «Estoy aquí», fue eso lo que no dijo. Cloud hizo la señal de la cruz; su mano en la frente, en el pecho, en sus hombros. No importó que Zack hubiera guardado silencio, el seminarista lo escuchó.
—Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre.
Cloud respiró hondo y lo siguió, con la voz temblorosa. ¿Sabes que no heredarás el reino de Dios, Cloud Strife?
—Venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, tanto en la tierra como en el cielo.
Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los afeminados, ni los homosexuales…
—Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
… ninguno de ellos heredará el reino de Dios, Cloud Strife.
—No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal.
¿Valió la pena? La mirada de dios, directa sobre tu cuerpo, Cloud Strife, ¿valió la pena el sufrimiento? No heredarás el reino de Dios.
—Amén.
Se le rompió la voz allí. Aquella catarsis no tuvo que ver con el placer. Aquellas lágrimas desesperadas fueron las lágrimas del destrozó y el abandono. No supo cuando lo rodearon los brazos de Zack, pero simplemente lo sostuvieron.
Quizá, se atrevió a pensar, así hubiese deseado que lo hiciera Sephiroth antes. Haber sentido sus brazos rodeando su cuerpo, consolando sus lágrimas. Pero Sephiroth no hizo nada de eso. Tras destrozarlo, no lo miró. Siempre escuchaba su confesión y ponía en sus manos la penitencia, pero nunca cargaba consigo el consuelo. Era compasivo como deben serlo los hombres de Dios, pero nunca tuvo piedad.
A la piedad, Cloud la conoció en los brazos de Zack.
—No soy ciego —lo escuchó decir, entre un sollozo y el siguiente; Cloud nunca se atrevió a llorar sino a la luz de las lámparas de aceite, en las penumbras— y sé que algo está ocurriendo. No son sólo dudas, como las tenemos todos. Sé que es más complicado y doloroso y te está destrozando por dentro. Desearía que me lo dijeras. Los hombres de Dios podemos compartir nuestros dolores, sostenernos los unos a los otros.
Pero Cloud permaneció en silencio.
Sus pecados eran profundos, lo mancharon entero. Cloud lo permitió. Cloud suplicó por el pecado, por la herejía. Nunca heredaría el Reino de Dios.
¿Había valido la pena? ¿Sentir al Padre Sephiroth dentro de su cuerpo y renunciar a la eternidad?
—Estoy aquí —dijo Zack, y zanjó el tema.
Se quedó y limpió las lágrimas de Cloud. Escuchó su silencio y, si le fue doloroso, no agregó nada. No dejó salir a ninguna de las preguntas que lo carcomieron, se quedaron todas enterradas entre su corazón y su garganta. Pasó sus dedos por el cabello de Cloud y rezó con él, por él.
Dios dijo que ama a tu prójimo y Zack lo hizo. Sin preguntas, sin reservas. Lo hizo.
Cloud se arrodilló ante la cruz y pidió perdón. Todo es mi culpa, pensó. Por mi culpa, mi culpa, mi gran culpa. Fue él quien se arrodilló en el confesionario y quien habló. «Creo que dudo de Dios, y eso me hace un poco más infiel que el resto». Preguntó sin preguntar: ¿está en mí puesta su mirada, Padre? Las rodillas en el confesionario y el padre Sephiroth del otro lado. Se preguntó si lo miraba.
Nunca hubiera imaginado que la mirada de Sephiroth quemaba tanto.
Era tan hermosa, tan letal. No había piedad en ella. Desde aquella primera vez, Cloud supo que haría lo que pidiera, incluso si eso significaba destrozarse a sí mismo.
Nunca había sido un niño promedio. Siempre había sido callado, tímido e inadecuado. El seminario no lo había convertido en el hombre que imaginaba en su cabeza y tan sólo había hecho más evidente que Cloud se sentía permanentemente fuera de sí, de lugar, de todo, del mundo. Llego al seminario y quiso ser un hombre de Dios porque los hombres de Dios eran héroes, porque Sephiroth era uno.
Desde los días de la guerra, cuando los periódicos escaseaban, Cloud deseó que la mirada de Sephiroth se posara sobre él. La sotana, la espada, el temple. Quiso ser él y también deseó entregarse en sacrificio. Desde entonces, quizá, ya pensaba en entregar el cuerpo.
No tenía nada más; incluso lo que había entregado no le pertenecía. Obediencia, castidad, pobreza. Para Dios, no había quedado nada. Todo lo que era, todo lo que tenía. Sephiroth se había quedado con su alma.
Ave María Purísima, ruega piedad por nosotros, los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
En las ventanas ondeaba la sangre de las vírgenes la noche de su casamiento. Las sábanas ondeaban, deseando a las novias un próspero matrimonio. María dijo: tendremos que guardar mi primera sangre, y José se arrodilló ante ella como Adán lo hizo ante Eva. Se abrieron sus piernas y en ellas se escondían todos los secretos del mundo, la canción de la tierra, el suave ritmo del viento.
Aquella vez, Dios no miró.
La lengua de José entre sus muslos. Tenemos que guardar mi primera sangre, dijo María. Pero no tenemos que guardar el placer.
Más tarde, apareció Gabriel frente a ella y dijo:
—Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.
Santa María, Madre de Dios, Reina de todos los cielos. José se arrodilló ante ella y con su lengua obtuvo de sus labios la canción que contaba el secreto del universo, el gemido más antiguo, el placer de Eva en sus labios.
—Santa María, madre de Dios —suplicó, de rodillas ante la dolorosa—, ruega piedad por mí, pecador, ahora y en la hora de mi muerte.
El padre Sephiroth lo observó a lo lejos. Aquello también fue la belleza. Lo devoto y lo hereje en los labios de Cloud Strife suplicante.
El primer pecado fue la curiosidad.
