Capítulo 4

—Todavía tenemos que hacernos una armadura con las escamas del archidemonio, querida guarda —protesta Zevran, algo achispado, cuando Loghain le pasa el bulto que es la guarda Tabris para empujar el portón e ingresar a la casa del arl. Por suerte, el acceso de los sirvientes está bastante despejado a esa hora de la madrugada.

—No podría perseguir ni a un nug en este estado. Hay que llevarla a su habitación antes de que alguien más la vea así.

Loghain tiene la bondad de cubrirle la cabeza con la capucha de la capa (no sea que se topen con el arl Eamon) antes de empezar el ascenso por la escalera.

—Hacedor, ¿cuánto bebió antes de que yo llegara?

Zevran alza el único hombro que puede mover con libertad.

—Nuestro enano menos favorito cayó desmayado mucho antes de que Tabris no pudiera mantenerse de pie —explica Zevran con un tono de voz que deja ver lo graciosa que encuentra la situación—. Creo que es cosa de los guardas grises. ¿No os da curiosidad probar, mi señor?

Loghain gruñe antes de disponerse a abrir la puerta del dormitorio. Le parece extraño que no haga falta más que empujar la hoja de madera, así que se adelanta con actitud precavida solo para advertir la presencia del hijo de Maric.

El chico (que cada día parece menos un chico) gira al escuchar la puerta crujir. Luce confundido unos instantes, hasta que sus ojos van a dar a la guarda.

—Alistair, ¿a qué debemos tan grata visita? —Zevran básicamente festeja mientras ayuda a colocar a la elfa en la cama.

—¿Qué pasa aquí? —demanda el hijo de Maric, sin quitarle los ojos de encima a Tabris.

—¿No es muy obvio? —continúa el cuervo—. Unas cervezas con los amigos. Los amigos no abandonan a otro en una taberna. Cargamos al amigo en calidad de bulto por toda la ciudad hasta aquí. Dejamos al amigo dormir.

—El amigo se va —gruñe el general Mac Tir antes de ponerle una mano en el hombro a Zevran para obligarlo a salir de la habitación.

Loghain únicamente le dirige una mirada más a Alistair, con su ceño fruncido y su cara muy seria. Luego sale y entrecierra la puerta.

Alistair se debate unos instantes entre irse o quedarse. Ha venido aquí a hablar y eso ha requerido un largo escarceo mental. Es posible que no vuelva a reunir entereza o ánimo para regresar a esta habitación. No obstante, su suerte es tal que eligió la noche de una borrachera.

La indecisión lo deja de pie frente a la cama. Tratando de reunir valor para marcharse, se queda mirando a la mujer tendida sobre su costado izquierdo. Parece tener un sueño intranquilo. Está más delgada de lo que recordaba.

Al cabo de un rato, ella despierta solo para murmurar algo que Alistair no alcanza a entender, y se da media vuelta para darle la espalda a la puerta. Él lo nota sólo porque Tabris siempre ha insistido en dormir mirando hacia la entrada. Una vez ha cambiado de posición, vuelve a quedarse dormida, sin haber advertido su presencia.

Alistair deja escapar el aire despacio. Va a sentarse sobre el baúl que funciona como pie de cama. Pierde la noción del tiempo mientras lo único que escucha es la respiración acompasada de la guarda.

Aquí nada ha cambiado. Ella tampoco es tan diferente. Lo que Alistair ha dejado atrás está igual que antes de partir. Lo encuentra reconfortante, pero nada más unos momentos. Después, una suerte de desasosiego lo lleva a desear salir de esta habitación.

Ya se ha puesto de pie cuando el murmullo de la tela llama su atención. Gira la cabeza para encontrarse con un par de ojos abiertos. Ella se incorpora sobre la cama, confundida y desorientada.

—Sí estoy aquí —se apresura a explicar él, pues ella no habla. La neblina del sueño y la borrachera parecen ceder apenas un poco—. Bueno, en realidad estaba a punto de irme. Volveré en otra ocasión.

La observa con mucha atención de nuevo, a pesar suyo. Tiene el cabello y la ropa revueltos, la punta de la nariz manchada hollín y una expresión que en otro tiempo le hubiera causado mucha risa. Hoy no. Hoy, si algo le provoca es compasión.

—No. Por favor, quédate —pide ella con la voz ronca.

Los ojos tristes lo disuaden de marcharse. Suplicante y confundida. No puede dejarla así. Las cosas han sido turbias entre ellos últimamente, pero no tanto como para no albergar debilidad por la rosa en medio de la ruina.

—¿A qué has venido? —inquiere con un hilo de voz.

Alistair abre la boca para contestar. Medita las razones y todas se antojan como un mero capricho de su soledad.

—Estaba preocupado por ti. No has acudido a las reuniones en Palacio —responde, porque no va a hablar de sus caprichos y sus soledades con una Tabris que sigue ebria.

Dicha ausencia, luego de tres o cuatro ocasiones, se volvió escandalosa incluso para Anora y los consejeros. Una ausencia que él notó el primer día y que dolió con cada reiteración. Otros la han excusado con la urgencia de luchar contra los engendros tenebrosos, la de rastrear al archidemonio, porque para todo eso es vital la presencia de la guarda. El razonamiento de él ha sido distinto: la ausencia de Tabris debe ser producto del fuego terrible de su orgullo e ira, eso es lo que él ha pensado. Ahora puede ver: no hay orgullo ni ira en Tabris.

—En verdad planeaba asistir, pero…

—Entiendo.

—Loghain me ha reportado todo. Estoy al tanto de los detalles de las expediciones y del avance de los engendros tenebrosos en el norte.

Cuánta desesperación por probar que está entera, incluso si las suturas son toscas, dolorosas tan solo de ver. Alistair se quedará esa noche y las que siguen, hasta la lucha contra el archidemonio. Por todo lo que recibió de ella, es justo que él intente una vez más.

Tabris no ha cambiado, reitera él en los días que pasa a su lado: el calor y ansiedad de sus abrazos; las sonrisas tenues, una pincelada apenas sobre un retrato cuyo gesto es generalmente severo; las manos frías que se entrelazan con las de él y le dan una impresión de firmeza, piel áspera que acaricia con suavidad. Ojos tristes que quieren mirarlo como si fuera el sol.

Caminar con ella es reconfortante. Luchar a su lado, vivificante. Ser guiado por su voz, sus movimientos, su perspectiva, es lo idóneo, tal cual ha sido desde que salieron de Ostagar. Así, el idilio vuelve a construirse con las mismas piedras que sostuvieron al anterior. Y Alistair se dice a sí mismo que esta vez todo marchará bien. Él puede perdonar. Él puede olvidar.

El amor, que floreció en la incertidumbre, es más fuerte cuanto más grave es el peligro que pende sobre el reino. Sólo que, fuera de aquel peligro, tal amor comienza a pesar como un lastre, una sombra que convierte en un funeral hasta la ocasión más feliz. Cuando la luz ilumina la oscuridad en la que fue forjado, este amor revela una forma espantable, imposible de contemplar y mucho menos de sostener.

Alistair se pone una venda en los ojos, porque aceptar que este amor fue una ilusión conjurada por el miedo a morir lo obliga a aceptar cosas inaceptables: que en el fondo todos somos egoístas, que tiene miedo a estar solo y a la incertidumbre de empezar una vida como rey por su cuenta; que ella está enamorada (ciega como él lo estuvo) y verbalizar esta terrible verdad ahora, sería condenarla a sufrir y a odiarlo.