Capítulo uno.

NADA HA CAMBIADO

· "Candy, Amo tu sonrisa, no olvides nunca como sonreír…"

· "Candy, jamás te olvidaré"

Ese recuerdo fugaz fue suficiente para que el rostro de Albert se iluminara, dibujándose en sus labios una inmensa sonrisa. Habían pasado cinco años desde que él le había revelado a Candy, en la cima de la Colina de Pony, que era aquel "Príncipe" que ella había conocido cuando solo era una niña pequeña. El tiempo había pasado rápidamente y ahora sus vidas estaban a punto de unirse para siempre

Faltaban menos de dos meses para que se hiciera oficial su compromiso ante la sociedad de Chicago. Luego de dos años de haber iniciado su relación, la cual habían intentado mantener en completo hermetismo, dejándola conocer únicamente por su círculo más íntimo, el joven patriarca sabía que había llegado el momento de llevar al altar a aquella mujercita que había sido su apoyo incondicional en los momentos más obscuros de su vida; y a pesar de que ambos estaban convencidos de que no necesitaban de los convencionalismos sociales para estar juntos, la presión ejercida sutilmente por la Tía Elroy, habría influido en su decisión de dar el siguiente paso.

Albert, quien siempre se había caracterizado por mantenerse sereno en todos los ámbitos de su vida, últimamente era presa constante de los nervios que la cercanía de tan importante acontecimiento le acarreaban, como ese día, cuando se percató de que había olvidado un importante documento en la mansión de Lakewood, algo que nunca le había sucedido antes. Aunque en un principio su descuido le generó cierta irritación, después de meditar la situación por un par de minutos, se convenció a sí mismo de que podría convertirse en una excelente oportunidad de escapar, aunque sea por unas horas, de sus obligaciones, algo que desde que había asumido su papel como cabeza de su prestigiosa familia, podía hacer cada vez con menos frecuencia.

-George, lamento decirte que tendré que devolverme a Lakewood, olvidé los papeles del contrato que vamos a cerrar mañana – Masculló Albert, mientras se pasaba la mano nerviosamente por sus cabellos rubios.

- No hace falta que vaya usted mismo, podríamos mandar a alguien más por ellos – Replicó su mano derecha, impasible – Es necesario que se encuentre descansado para la reunión de mañana, el cierre de ese negocio es de suma importancia para la familia Ardlay – Añadió, sin despegar la vista del camino.

- Me gustaría ir yo mismo por ellos – Insistió, con tranquilidad – Quiero aprovechar para ir recibir a Candy – Se sinceró finalmente. - Llega hoy del Hogar de Pony para empezar con los preparativos para la ceremonia de compromiso, si no me reúno con ella, no podré hacerlo hasta dentro de cuatro días, cuando terminemos con las negociaciones.

Al comprender cuál era el verdadero motivo detrás de la insistencia de emprender ese viaje solo, George asintió con la cabeza y cambió el rumbo del vehículo con dirección a la mansión de Chicago, al llegar a su destino, se bajó del auto, cediéndole la conducción del mismo a su jefe. A Albert, por su parte, le tomó un par de minutos reanudar la marcha. Según sus cálculos, a buen paso podría llegar antes del mediodía a la mansión, donde pasaría varias horas en compañía de su amada, iniciando el viaje de regreso a Chicago por la noche.

El joven sonrió de nuevo ante la idea de ver esa bella cara pecosa, habían pasado más de cuatro semanas desde la última vez que pudo contemplarla, la noticia de que la hermana Lane había sufrido un accidente, orilló a Candy a partir rápidamente hacia el Hogar de Pony, siendo esa la razón por la cual habían tenido que separarse por tanto tiempo y aplazar un mes más el anuncio de su compromiso. El hecho de que estuviera a punto de cerrar un importante negocio, le impidió acompañarla como lo había hecho en otras ocasiones.

Al cabo de un par de horas serpenteando la carretera, Albert fue capaz de divisar el lago que anunciaba que había llegado a su destino, disminuyó la velocidad para poder disfrutar del paisaje que siempre lograba cautivarlo, y al acercarse al sendero que lo dirigía a su hogar, vislumbró la figura de su "pequeña hechicera", sobrenombre que solía utilizar con frecuencia para referirse a la mujer que le había embrujado el corazón y quien en ese momento se encontraba caminando descalza, jugando con las flores que bordeaban el camino.

El patriarca movió la cabeza en señal de desacuerdo, pues a pesar de que en múltiples ocasiones había intentado razonar con ella acerca de que los tiempos habían cambiado y se había vuelto peligroso que anduviera sola por esos parajes solitarios, todos sus esfuerzos habían sido en vano, Candy siempre lograba burlar al personal que él ponía a su disposición para transportarse y terminaba utilizando sus propios medios para desplazarse.

No hizo falta que el joven tocara el claxon para anunciarse, en cuanto ella alzó la mirada, sus ojos se encontraron, provocando que sus corazones se aceleraran.

· ¡Bert! - Gritó ella, emocionada, moviendo sin cesar sus brazos mientras daba pequeños brincos en la orilla de la carretera.

Aquel gracioso gesto fue suficiente para que él olvidara su enfado y soltara una sonora carcajada. Sin pensarlo demasiado, orilló el auto y corrió al encuentro de su amada, alzándola en el aire y uniendo sus labios a los de ella. - Te extrañé tanto – Murmuró cerca de su oído, para después estrecharla con fuerza entre sus brazos, besando con ternura su frente.

A su vez, Candy buscó de nuevo sus labios y aunque tuvo que ponerse de puntillas para poder alcanzarlos, cuando lo consiguió, se fundió en un largo beso, desfogando el deseo retenido durante el tiempo que habían estado sin verse. - ¿Por qué no me dijiste que vendrías a recibirme? – Le reclamó, mientras despeinaba el cabello de su novio con ambas manos.

-Decidí darte una sorpresa – Sonrió él, atrayéndola de nuevo a sus brazos para darle un último beso – Vamos a casa, tengo que regresar en unas horas a Chicago y tenemos que aprovechar el poco tiempo que aún tenemos.

Como toda respuesta, la rubia hizo un puchero y tomada de su mano, siguió a Albert de regreso al auto.

Ambos decidieron que la mejor opción para esa tarde calurosa, era hacer un picnic al lado del lago, así podrían aprovechar para darse un chapuzón cuando el calor lo ameritara. Luego de que los sirvientes dispusieran todo para su excursión, los enamorados partieron rumbo a la cabaña que tantas veces había sido testigo de sus aventuras. Pasaron la tarde riendo, contándose todo lo que había acontecido en sus días mientras no estaban juntos. El hecho de que la hermana Lane estuviera completamente recuperada, gracias, en gran parte, a los cuidados de Candy, alegró enormemente al patriarca, quien temía que una de las madres de su futura esposa no pudiera estar presente en ese día tan especial para los dos.

Tras los primeros indicios de que iba a comenzar a oscurecer, Albert ayudó a la pecosa a recoger todas las cosas que habían quedado dispersas en los alrededores y se dispuso a llevar a su pequeña hechicera de regreso a la mansión de Lakewood. En el camino, ella se quedó profundamente dormida, por lo que, al llegar a su destino, él la bajó del vehículo y la llevó en brazos hasta su habitación, donde se despidió dándole un tierno beso en la frente, mientras deseaba, en lo más profundo de su corazón, no tener que irse para poder quedarse a su lado toda la noche.

Cuando estaba a punto de partir hacia Chicago, una de las doncellas lo abordó – ¡Sr. William, espere un momento, por favor! – Exclamó, mientras corría por el recibidor para lograr alcanzarlo - Por la mañana llegó un joven de apariencia un poco extraña, buscando a la señorita Candice, el empezó a interrogarme acerca de si ella vivía aquí o si sabía en dónde podía encontrarla, yo me rehusé a contestar alguna de sus preguntas y cuando se dio cuenta de que no iba a poder obtener ninguna información de mi parte, sacó esta carta y me rogó que se la entregara exclusivamente a ella. La verdad es que a mí me dio mucha desconfianza, es por eso que decidí que sería mejor entregársela a usted – Le explicó ella, mientras sacaba un sobre de su delantal blanco.

· Hiciste bien Sandy – Respondió el, examinando la correspondencia con sumo cuidado, en busca de algún indicio del remitente de la misma – Solo te pido que no le cuentes nada de esto a Candy, yo lo haré una vez que logre determinar el contenido de esta carta.

La doncella asintió con la cabeza y dándose la vuelta, se retiró rápidamente del lugar.

Una vez que Albert se cercioró de que se encontraba completamente solo y dominado por una inusual curiosidad, abrió rápidamente el sobre, sacando con reserva la única hoja que tenía como contenido. Las palabras escritas en ese papel hicieron que se le helara la sangre.

Querida Candy,

¿Cómo estás?

Ha pasado un año desde entonces… Transcurrido ese lapso de tiempo, me había prometido a mí mismo escribirte, pero luego, dominado por la duda, dejé que pasaran otros seis meses.

Sin embargo, ahora, me he armado de valor y he decidido enviarte esta carta.

Para mi nada ha cambiado.

No sé si alguna vez leas estas palabras, pero quería que al menos tú supieras esto.

T.G.

Con el rostro completamente ensombrecido, el perturbado joven volvió a meter el papel dentro del sobre y lo guardó en el bolsillo de su traje. Por varios minutos se quedó contemplando el horizonte, como intentando recibir una respuesta del cielo, la cual nunca llegó. Incapaz de tomar una decisión respecto a lo que debía hacer con esa carta, subió a su automóvil y, aunque tenía la mente revuelta, condujo en la oscuridad de la noche de regreso a Chicago.