Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer
La historia es mía
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Capítulo 17: Alma
No puedo conciliar el sueño y no es porque esté incómoda o insatisfecha con la compañía, todo lo contrario, no puede ser más perfecta. Me remuevo inquieta dentro de los brazos de Edward —donde duermo desde hace ya dos semanas— él gruñe adorablemente, ciñe su agarre a mi cintura y afianza el entrelazado de nuestras piernas. Trato de quedarme quieta, no quiero despertarlo, pero estoy nerviosa y simplemente, no puedo. ¿La razón? No he escrito una condenada palabra de mi nuevo libro y aunque tengo todas las ideas muy claras, me he relajado más de lo normal, dejando pasar los días y se acerca a pasos vertiginosos, el primer plazo que me ha pedido la editorial.
Ya no lo soporto más, Mike me tiene tapada de mails exigiéndome avances, pero me ha sido imposible concentrarme cuando estoy viviendo junto a un hombre como Edward. Tengo que priorizar mi tiempo, ya que no quiero perder ningún segundo para compartir con mi chico de Ipanema; así que escribir mientras él duerme, es la única alternativa que tengo.
Con suaves movimientos intento escapar del posesivo agarre de Edward, hasta que finalmente me libero de su enorme anatomía, acompañada de nuevos rezongos, tiernos e inermes gruñidos. Camino en la punta de los pies al vestidor, una vez dentro y con la puerta cerrada, prendo la luz. Voy directo a mi maleta, ahí en el fondo de su vacía y rectangular figura está mi cuaderno de manuscritos. Libero al rufián culpable de mi insomnio, observando que aún tiene ensartado el lápiz de tinta morada en sus espirales; tomo prestada una de las enormes camisetas de Edward de los estantes, me la paso por la cabeza, apago la luz y salgo tan sigilosa como entré, para volver a la cama.
Me siento sobre el colchón con las piernas cruzadas, la luna llena se cuela esplendorosa por la ventana, por lo que no será necesario encender la lámpara de la mesa de noche; su plateada luminiscencia me servirá para garabatear las primeras palabras.
Lo abro entusiasmada, destapo el lápiz y escribo el título con extremada prolijidad, quiero que las letras sean hermosas y perfectas, como lo es su protagonista, él no merece nada menos; sin embargo este pensamiento, me golpea como una pesada losa de concreto. Miro mi anticuada forma de escribir como si tuviese enfrente a mi peor enemigo, cierro el cuaderno y lo dejo caer, como si estuviese en llamas. Es una blasfemia, una tremenda aberración, mezclar mi vida pasada con este ángel que ilumina mis días y que duerme plácidamente junto a mí. En este borrador solo hay plasmadas, frustraciones, sueños rotos y desdichas de mi antigua vida; en estas hojas vive la vieja y reprimida Bella, la deseosa de sexo, la fracasada sexual, la que se casó ilusionada y terminó con un matrimonio destruido a la temprana edad de veinticinco años.
—Ya no soy ella —susurro en un sollozo incontrolable, al descubrir que ahora, gracias a él, a mi chico de Ipanema, soy inmensamente feliz.
—¿Qué tienes, pequeña?
Otro gran gemido escapa de mi garganta y no sé discernir si es porque de todos modos he despertado a Edward o porque su gran mano, acaricia mi muslo con una ternura infinita y su aterciopelada voz, ronca debido al sueño, destila preocupación.
—Bella, por favor, dime, ¿por qué lloras? —Edward se incorpora en la cama y me observa con sus penetrantes esmeradas ansiosas y soñolientas.
No puedo hablar, escuchar la dulce cadencia de su tono, provoca más llanto y que me sienta como una verdadera idiota, porque ahora ya no sé, la razón real porque la cuál estoy llorando. Supongo que por todas.
—¿Qué es esto? —insiste al descubrir el cuaderno que descansa entremedio de mis piernas y que aún no articulo palabra—. ¿Puedo? —Lo apunta con uno de sus largos dedos, al sospechar que quizá, es el culpable de mi desdicha.
—Sí…—accedo, mi voz es apenas un murmullo.
Edward lo coge con delicadeza y lleno de curiosidad lo abre. Con esa mirada inteligente que lo caracteriza, va repasando las primeras planas absorbiendo cada palabra que ahí he escrito, luego se salta varias hojas, lee unos minutos más y una cálida sonrisa de compresión se dibuja en sus labios.
Más lágrimas silenciosas, bañan mis mejillas.
—No llores pequeña, ¿qué has leído aquí que te ha provocado tal pena? —Edward cierra el cuaderno, lo deja en la mesa de noche y se reacomoda apoyando la espalda en el respaldo de la cama, llevándome hacia su regazo en el proceso.
Apoyo mi cabeza en su pecho, me derrito en la calidez del protector abrazo y en sus largos dedos que han comenzado a desenredar mi cabello. Sus caricias son un confortable bálsamo para mi inusitada amargura. Edward no vuelve a presionar para que hable; como el buen caballero inglés que es, ha interpretado que mi consuelo es su silenciosa compañía.
—No es lo que leí, es lo que representa —musito contra su pecho luego de unos cuantos minutos, sintiéndome más tranquila y embriagada hasta el éxtasis de su masculino olor—. Ya no puedo volver a escribir de la misma forma… Sé que no quedan muchas hojas y que tengo que comprar uno nuevo, pero simplemente no puedo… No sería digno, no sería justo… —intento explicarme entre nuevos sollozos.
—¿Para quién no sería justo? —susurra rozando sus labios en mi frente donde deja un casto beso.
—Para mí…, para…, para… —mis palabras se desvanecen al darme cuenta de lo que voy a confesar, no así mis pensamientos que gritan fuerte y claro dentro de mi cabeza: «No sería justo para ti, mi hermoso chico de Ipanema, que con tu sexy dulzura me has enseñado lo que valgo y como ser feliz».
Guardo silencio, sintiendo que las emociones me queman por dentro, quizá intentado encontrar el valor, para confesarle las mismas palabras. Levanto el rostro para encontrarme con sus ojos dulces y demoledores brillando metálicos a la luz de la luna; sin embargo sus cejas están casi juntas, algo de lo que he dicho, por lo visto no le ha gustado.
—Bella, es tu trabajo, tu esfuerzo. Deberías estar orgullosa, en vez de renegar lo que ha sido para ti todos estos años y el importante lugar que muy bien te has ganado…—expresa molesto no exactamente conmigo, más bien con la situación.
—Es que ya no quiero recordar más a la otra Bella. Ya no soy ella, y ya no quiero recordar como estuve de ciega, cuánto me he equivocado en la vida…—no me deja continuar, uno de sus largos dedos detiene mi perorata apoyándolo en mis labios.
—Este cuaderno…, —dice sujetando mi mentón para mirarme directo a los ojos— es la preciosa evidencia de cómo te has convertido en la extraordinaria mujer que eres hoy en día: inteligente, hermosa, divertida, perseverante y tozuda como ninguna, una loca sin remedio con una imaginación excepcional, y caliente como el infierno… —sonríe con esa sonrisa coqueta que me hace olvidar el tiempo y la razón.
—Gracias, Edward…—suelto emocionada, jamás en la vida un hombre me ha descrito de forma tan escueta, perfecta y bonita.
—No quiero oírte nunca más renegar de ello. Promételo…
Amo su tono mandón que no permite lugar a réplicas, así que sin pensarlo dos veces, contesto—: Lo prometo.
—Así me gusta…—acepta jugando con el borde de mi camiseta, de pronto frunce el ceño y fulmina la prenda con la mirada—. ¿Qué haces vestida, Swan? —Finge molestia—. Te he dicho mil veces que te quiero siempre desnuda y dispuesta para mí… —dicho esto, me desviste con rápida delicadeza, me da una nalgada y ordena ir a la cama.
Niego con la cabeza, «y me dice a mi caliente sin remedio».
Sin taparnos con las sábanas, nos acostamos frente a frente, me pierdo unos instantes en su profunda e insondable mirada. Acaricio su angulosa mandíbula, deleitándome con la textura de su piel y los masculinos vellos que comienzan a poblar su hermoso rostro. Edward cierra los ojos complacido por mis mimos.
—Entonces, ¿tú no te arrepientes de haber sido un frívolo materialista? —suelto, como siempre, incapaz de frenar mi lengua. Edward abre los ojos y en vez de molestarse por mis impertinencias, ríe con ganas.
—¿Frívolo materialista? ¿Cómo llegó a esa conclusión, señorita Swan? — pregunta entretenido, las yemas de sus dedos acarician tentadoras la piel de mi cintura. Tengo su total y completa atención.
—Bueno… —pienso unos segundos—. No hay que ser un genio para darse cuenta, además tú mismo lo has dicho. No exactamente igual, pero algo así...
—Refresca mi memoria.
—Cuando nos conocimos, me contaste que estabas harto del mundo superficial en el que te desenvolvías en Los Ángeles y que por esa razón, te viniste a vivir a Brasil. Luego y como hecho constatado, estuviste a punto de casarte con una tonta sin cerebro, que no puede estar más de un segundo sin recordar lo hermosa que es y tercero, ¿te has detenido a pensar en dónde vives y todas las cosas que posees para ser una sola persona? Incluso podría especular que tu casa de Río, la eligió Kate —termino algo nerviosa, quizá se me ha pasado la mano.
—¿Qué tiene de malo mi casa de Río? —pregunta algo enfurruñado haciendo un adorable puchero. Puchero que me llama a que lo succione con mis labios y Edward suaviza el gesto.
—¿La verdad? Nada, es completamente hermosa, tan hermosa que es fría, sin sentimientos, es como si nadie viviese ahí, un lugar sin alma. No así como esta casa que es perfecta, cálida, un lugar donde podría ser feliz una familia. Es como si esta casa la hubiese elegido el Edward que yo he tenido la posibilidad de conocer; ese que desea una mujer real, de sentimientos sinceros y tener muchos hijos, amante de la música y trabaja con la esperanza de mejorar la vida de las personas menos afortunadas. Y la otra, la hubiese elegido el Edward de Kate, un perfecto castillo de cristal para la mujer de hielo.
Edward se queda en silencio y me observa por varios segundos.
—Debo aceptar que en algo tienes razón —frunce los labios de cierta forma que se asemeja a la timidez—. Sí, esa casa la elegí junto con Kate, pero nada de ella queda ahí, quizá es algo masculina. Tal vez…, debería buscarle un alma… —la intensidad de su febril mirada, me hace sentir por un momento, que tal vez yo soy el alma que él necesita.
Cierro los ojos incapaz de sostener su ímpetu y sin entender la razón por la cual también deseo con inexplicable fervor, ser la pieza del rompecabezas que le hace falta a este hermoso hombre, para completar su corazón.
—¿Y tus juguetes, Cullen? —bromeo, cambiando el tema de forma abrupta, mi pobre y casi enamorado corazón, no está preparado para continuar hablando de esto; mucho menos, para otra desilusión—. ¿Crees que tantos deportivos son necesarios para una sola persona?
—¡Ah, no! ¡Eso sí que, no! —reclama como niño mimado—. Puedo aguantar que me digas que son un maldito insensible, pero con mis autos nadie se mete…—se abalanza sobre mí a hacerme cosquillas.
Grito muerta de la risa, tratando arrancar de sus enormes manos.
—¡Tienes muchos! Si los vendes, podrías alimentar por todo un año a un país pequeño…—continúo picándolo moviéndome de un lado para otro de la cama, esquivando como puedo sus traviesas manos, pero como es de esperar no soy lo suficientemente ágil, apresa uno de mis tobillos y me arrastra por la cama. Chillo como una loca.
—¡Pagarás por tus impertinencias, Swan! —amenaza riendo—. Dejaré tu respingón culo tan rojo, que nunca más te quedarán ganas de desafiarme —ruge guasón, propinándome una sonora nalgada.
—¡No! —Intento arrancar, pero es imposible, Edward me ha apresado entre su enorme cuerpo y la cama. Su pecho contra mi espalda, piel con piel, me hace sentir entre risas, el nivel de excitación que tiene friccionándose descaradamente en mi trasero.
—Ahora, recibirás tu castigo, Isabella —ronronea en mi oído como el mismo infierno—. Mañana recordarás todo el día porque tienes que comenzar a controlar esa lengua viperina…
Una simple advertencia lasciva es todo lo que necesito, para derretirme bajo su dominio, siento fluir la humedad entre mis piernas, quiero que me tome rudo y oír sus roncos gemidos.
—Eres una pequeña caliente —dice con sus labios acariciando el pabellón de mi oreja, al sentir como reacciono, empujándome hacia él, mostrándole en silencio lo que necesito—. Nunca lo admitirás, pero sé que te gusta provocarme, solo para que te dé duro…—pasa un brazo por debajo de mi cuerpo para elevar mis caderas y hacerse paso entremedio de mis empapados pliegues—. Te gusta sentirme al caminar al día siguiente…
Su confesión me inflama, es todo y es nada, su gran polla deslizándose hasta mi entrada, tentándome, sus dedos suaves y expertos en mi clítoris, su enorme cuerpo cerniéndose sobre mí, tomándome, subyugándome a su masculinidad.
—Por favor, Edward… —suplico apretándome hacia él, porque ya no soporto la deliciosa anticipación—. Fóllame…
—Mierda, esa boca… Juro que vas a ser mi muerte, Isabella…—gruñe con dientes apretados, besa mi hombro, mis labios, entrelaza nuestras manos a la altura de nuestras cabezas y se empuja de una estocada hasta el final.
La fricción comienza deliciosa e imposible, el placer se extiende a raudales, como ríos de lava, encendiéndome a un nivel que me incita a exigirle más. Edward se entierra en mí sin piedad, la cama que se desliza al son de cada arremetida; es rudo y sus gemidos en mi oído, son el norte que me guían en este baile fervoroso y carnal.
Ya no sé dónde comienza uno y termina el otro, mientras me deshago en los brazos de este amante experto, en sus susurros impúdicos, en la crudeza de las últimas y profundas embestidas, que me impulsan de nuevo al éxtasis, para él seguirme con un ronco rugido, segundos detrás.
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—Buenos días, menina —Edward susurra y siento su nariz acariciar una de mis mejillas—. Despierta dormilona…—su aterciopelada voz suena dulce y llena de emoción. Sonrío y me deleito en su masculino perfume que me embriaga y envuelve mis sentidos.
Me desperezo estirando mis extremidades como si fuese un gato y abro los ojos acostumbrándome a luz, hasta que ellos se encuentran con Edward sentado junto a mí y mirándome con inusitada ansiedad.
—Buenos días… —saludo bostezando y observando que ya que está vestido.
Lleva un pantalón beige y una camiseta blanca de cuello en V, está descalzo. Le acaricio su caótico cabello y Edward besa la parte interna de mi muñeca. Sonrío, es casi una injustica lo hermoso que puede llegar a ser.
—¿Qué hora es? —pregunto bostezando otra vez, dándome cuenta por la luz de la habitación que ya debe ser cerca del mediodía.
—Casi las doce…
—Guau, es muy tarde. ¿Por qué no me despertaste? —Le recrimino algo avergonzada por la hora, sentándome en la cama y cubriéndome con la sábana. Edward rueda los ojos al ver lo que he hecho.
—Porque te veías hermosa, porque quería preparar tu desayuno y porque quería darte una sorpresa…—sonríe con su sonrisa tímida, esa que es como la de un niño, «¡qué tierno!».
—¿Sorpresa? —Mi corazón comienza a bombear con furia de la emoción.
—Primero, debes prometer que no me dirás que no —dice muy serio exponiendo su condición.
—Edward.
—Promételo… Si no, no hay sorpresa —advierte con esa suficiencia que sabe que derrotará mi testarudez.
—Está bien…—acepto solo porque la curiosidad me mata; si fuera un peludo gato ya estaría muerta.
—Cierra los ojos…—No discutiré, así que hago lo que me pide.
Pasan unos segundos de absoluto silencio y luego siento un peso sobre mis piernas.
—Abre los ojos preciosa…—pide emocionado.
Mis párpados se abren expectantes y con lo primero que me encuentro es con una preciosa caja, sus dimensiones son bastante más grandes que la de una de zapatos. El estuche está estampado de sicodélicas flores multicolor y un lazo grande, prolijo y morado corona su parte superior. Me muerdo el labio inferior, estoy nerviosa al imaginar cuánto habrá gastado Edward en esto.
—Te saldrá sangre —me regaña soltando mi labio con su dedo índice y me insta a que lo destape con una cálida sonrisa.
Hago lo que me pide desatando el lazo de un tirón, luego sin más preámbulo destapo la caja para al fin revelar su misterioso contenido. Al verlo, mi respiración se detiene y siento que me dará un nuevo surmenaje.
—¡Respira, Isabella! —exige divertido.
—Edward, ¿por qué…? —pregunto confundida al mirar el precioso y coloreado MacBook que hay en el interior; su cubierta semeja a un arcoíris.
—Porque nunca más quiero ver tu hermoso rostro bañado de lágrimas, recriminándote por lo que ya no fue. Porque aquí, —toma de mis manos y las posa en la cubierta de la laptop— comenzarás a escribir tus nuevas, excitantes y divertidas historias, donde la nueva Isabella, la mujer hermosa y especial que me tiene completamente hechizado, comenzará a plasmar los nuevos capítulos de su preciosa y larga vida… Si es que quieres... —termina de decir exhalando todo el aire que parece que estuvo conteniendo y mirándome con ojos inquietos, como los de un niño esperando que su madre lo regañe, después de haber cometido una ilícita travesura.
Pero esta ilícita travesura en vez de molestarme, solo logra que mi corazón se estruje de incontenible emoción. ¿He conocido en esta vida un ser más especial y maravilloso que Edward? La respuesta es, no. Absolutamente, no.
—Claro que quiero… —sonrío intentado contener mis traicioneras lágrimas, que amenazan con rodar inclementes por mi rostro—. Gracias, Edward —entierro mi rostro en su fornido pecho y lo abrazo por la cintura con fuerza, con toda la fuerza que la emoción me permite y la que creo que tengo en mis brazos; quiero trasmitirle que mi alegría es sincera.
Escucho a Edward reír y besa el tope de mi cabeza.
—Espero al menos, salir en alguna escena erótica…—bromea ronroneando en mi oído.
—¿Más o menos caliente? ¿Caliente? ¿O muy caliente? —pregunto siguiendo su juego y levanto el rostro para mirarlo a los ojos.
Sus verdes esmeraldas como siempre brillan coquetas y divertidas.
—Definitivamente caliente, muy caliente, como el infierno, como tú…
