Life I. Bilis negruzca

«No había comprendido hasta qué punto podían los días ser cortos y largos a la vez. Sólo las palabras ayer o mañana tenían, para mí, sentido»

Albert Camus.

¿En qué momento sucedió? ¿En verdad debo darles relevancia a mis sentidos? Una respuesta tan fehaciente como concreta escapa en todo sentido a mi raciocinio. He llegado a refutar cualquier concepto asociado al tiempo, pues, a cada instante, me parece más obsoleto e inexacto. Cometí el error en algún momento de darlo por sentado, llegando a conferirle a mi reloj interno cualidades de las que no es merecedor en su ser relativo.

Sin previo aviso, cuanto flujo aconteciera a mi alrededor encontró su impetuoso desenlace, tanto que incluso los relojes se detuvieron a las veinte horas, siguiéndole gregariamente una masacre dentro de mis vísceras, cuya fiereza retumbaba con la vehemencia particular de una guerra rebosante de amargura. La madrugada acaparó la ciudad de Kuoh a hurtadillas, mientras yo perseveraba sentado en la mesa del comedor, apenas iluminada por el foco de luz blanca encajado en el techo.

Al respirar, ese olor tan penetrante con toques metálicos estrujaba todo mi sistema respiratorio, tratándose presumiblemente de una cruel broma del destino, producto de la paranoia y exacerbado debido a la variabilidad de sus características específicas. Sin embargo, reporté su desaparición a las autoridades correspondientes tras un día entero de la última comunicación conmigo. En ningún momento fui capaz de deshacerme de la sensación de amargura, no podía forzarme a ignorar el asunto hasta que me dieran noticias.

Las ideas, agolpadas y carentes de cualquier orden lógico, escurren entre los dedos de mis manos, mostrándome una respuesta inaccesible, no importa de cuánto sea el esfuerzo que haga. Ante mí, una bruma inescrutable estuvo formándose, y escapa a todo razonamiento preciso aun cuando sé que existe. Sin embargo, en cuanto a lo que a mí respecta, sus restos fueron encontrados a la deriva anoche, y la llamada de aviso será algo que permanecerá por siempre en mi memoria.

I

Hablé con mi padre luego de minutos en los que mi mente escapó de toda responsabilidad del presente. Incluso siendo solo una conversación por teléfono, la primera en bastante tiempo, me pude percatar de su conmoción y, al contextualizar las posibles circunstancias en las que estuvo antes de fallecer, explotó. Escucharlo despotricar en contra de los perpetradores terminó extendiendo algunos yenes la factura del servicio de teléfono, más de lo planeado. Los veía revolotear entre expresiones del tipo "inútil", "estúpido" y múltiples maldiciones en inglés, sin perder ese toque suave propio de los británicos.

En medio del diluvio, que opacaba las nubes para darles una tonalidad grisácea, el olor a tierra húmeda, antes algo reconfortante, acaba de adquirir cierta amargura para mis fosas nasales. Quienes tuvieron el tiempo de asistir se han mantenido en silencio desde la velación, algunos llorando y otros, consternados; la constante era la elección de ropas, todos de negro, siguiendo la tradición.

Mientras descendía el ataúd dentro del boquete, observaba con detenimiento desde la multitud y, en un intento de distraerme de pensamientos intrusivos, desvié la mirada hacia las hileras de lápidas. Pienso que todavía debe estar viva, esto es un teatro mal hecho para no buscarla, razón de que mis ojos estuvieran resecos a más no poder, aunque también tiene injerencia que todas las lágrimas ya las había derramado.

El evento finalizó al cabo de unos minutos y, como era previsible, recibí palabras de pésame, un gesto socialmente obligado para seguir sus vidas sin culpa. Me pregunto qué debería estar sintiendo en estos momentos, noté a sus amigas mucho más afligidas que yo... Todavía no puedo confiar en que en verdad ella está en el féretro. Mis ropas se movían al son del viento, dejándome con cierto sabor de boca mientras contemplo la lápida.

«De todos los que te amamos. Leshiro Sumire. 1988 - 2004».

—¿Superior Leshiro?

Una voz femenina rebosante de respeto y seriedad se pronunció en mis retahílas de pensamientos, arrancándome sin previo aviso. Al girarme para encarar a la remitente, me encontré con la mirada centrada de la presidenta del consejo estudiantil de la Academia Kuoh, Souna Shitori, quien parecía consolarme en silencio detrás de esas gafas rosas. Llevaba puesto un vestido negro con encaje hasta las rodillas, lo noté porque tenía sus manos entrelazadas a la altura de su regazo. Tuvo una efímera atención de mi parte, pues no tardé en perder la noción de los alrededores, casi como si de un momento a otro me hubiera retirado a una lejanía.

—Tanto la señorita Shinra como yo, venimos en representación de la Academia Kuoh. Queremos darle nuestras condolencias por su pérdida.

Cuando mencionó a Shinra, la vicepresidente, entendí que los ruidos vegetales y de madera a mis espaldas, seguramente habrían traído un arreglo floral. Tras desviarme unos segundos, le regresé la mirada con cierta amargura; lo que menos deseaba en esos momentos era entablar una conversación. Ni siquiera soy del todo consciente de mis acciones, se sentía como si estuviera viendo lo que pasaba como un ajeno.

Supuse que devolverle la mirada bastaría para responder, no creía tener una convincente por decir, aunque pareciera lo que en realidad estaba pensando. Ella pareció entenderlo, pues procedió a aclararse la garganta. Haciéndole honor a su reputación, Souna hizo una ligera reverencia hacia mí antes de irse, acompañándolo con unas palabras que, al menos para mí yo de esos momentos, sonaron condescendientes, intentando sonar cálida. No tenía razón para tomarse tantas molestias.

—En verdad lo lamento. Su hermana fue un excelente miembro del consejo, era alguien amable y comprensiva, además de sumamente competente —fueron sus últimas palabras, mismas en las que, por unos instantes, una careta endurecida se agrietaba un poco —. Sabes mi número, puedes llamarme si necesitas algo.

¿Acaso estaba burlándose de mí? No importa, después de todo, que antes de que pudiera responder, ella ya estaba demasiado lejos como para intentar alcanzarla; no eran demasiados metros, es solo que me sentía sin el ánimo suficiente para adelantarlos. Me volví hacia la lápida, apreciando el arreglo del consejo estudiantil, apenas más pequeño que el que mi padre encargó desde Inglaterra. No era demasiado exuberante, pero sí poseía la elegancia digna de una institución, conforme también al gusto de Souna, por supuesto.

Perdí la noción del tiempo inmerso en esa espiral de silencio. Pudieron pasar horas, días, inclusive semanas, y, sin embargo, lo único que sé es que ya era de noche cuando finalmente pude tomar un respiro. Estaba del todo solo en el cementerio, de hecho, solo había vuelto por unos toques en mi hombro izquierdo; se trataba del velador, estaban a pocos minutos de cerrar y debía pasar a retirarme cuando antes. Por más que odiara la idea, tampoco podía enajenarme.

Toda Kuoh ya había asumido su vestido de noche, bajo el infinito firmamento todavía nublado. El bullicio citadino me parece tan lejano como si fuera por calles solitarias de la zona residencial, aun cuando en realidad voy por una de las avenidas principales. Miles de personas pasan delante de mí, y los metros se vuelven violentamente kilómetros, simplemente mi realidad empieza a distorsionarse de formas que no creí posible vivir a estas alturas de mi vida.

Al detenerme en un cruce peatonal, quedé mirando a la nada, rememorando momentos de años mejores, donde tomaba de la mano a Sumire y la guiaba por las vías vehiculares hasta estar a salvo. Las líneas paralelas color blanco me traían tantos recuerdos, ahora empapados de amargura y soledad… Quería estar contigo de nuevo. Todavía podía verla con ese semblante emocionado, curioso por saber del mundo; ella apreciaba la belleza hasta en el más pequeño de los seres, esa ambición por el saber me recordaba a mí en gran medida, y por supuesto que deseaba protegerla.

Del mismo modo, desfilan en lo etéreo esas imágenes, las mismas que me mostraron en la estación de policía, así como su apariencia cuando fui convocado para reconocer el cadáver. Ese pequeño rostro que tantas veces había visto sonreír ahora estaba apagado, con una eterna expresión de horror absoluto; quise negar que se tratase de mi hermana, de la niña que vi crecer prácticamente en mis brazos, pero tan solo era un deseo inútil por mantenerme en pie, y sus réplicas tienen el mismo efecto. Los detalles se me dieron a conocer por ser el único familiar cercano disponible… Retumban en mis oídos y me producen una repulsión intensa.

Quisiera que esto fuera una pesadilla, trozos vagos en mi subconsciente a causa de la paranoia. Ha sido tan repentino, la sensación de estar siendo esperado por ella en casa permanece latente como si fuera un mes atrás. Los vientos con olor a humedad remanentes de la tormenta me devuelven a la realidad, donde su ausencia es ineludible, en la que no pude protegerla.

«¿Por qué el final tuvo que ser así?», me decía entre reflejos de llanto, suscitados a pesar de que mis ojos se encontraban completamente resecos.

II

Recuerdo aquella mañana como si hubiera sido ayer…

Siluetas almendradas empezaron a dilucidarse en medio de la oscuridad, al igual que en mí se cernía la sensación de pesadez de la carne. Conforme fueron abriéndose, una superficie lisa de color blanco entró en mi campo de visión, a lo alto, tan lejana como el colchón hacía que lo percibiera. Poco a poco otras sensaciones iban presentándose: la colcha sobre mi cuerpo, el aire estancado del sitio y, como no podía ser de otra forma, las sinfonías taciturnas de la noche en sus etapas finales. Giré mi cabeza sobre la almohada hacia la izquierda, con el fin de consultar la hora en el reloj electrónico sobre la mesa de noche.

«06:00»

Me pasé la mano por el rostro con pereza. Aquellas luces rojas, además de otros símbolos, me daban un momento en el que suelo estar durmiendo todavía, a algunos minutos de despertar. Supuse que debía sentirme satisfecho al respecto, tendría un tiempo adicional antes de levantarme, sin embargo, como había sido en otras ocasiones, sentí cierta amargura al respecto. No quería ser perturbado de mi sueño con motivos tan mundanos como un desajuste menor en el reloj que llevo dentro.

Fuera de lo anterior, pienso, debí invertir ese tiempo muerto de mejor manera, pues tan solo me limité a mirar al techo en silencio, sin algún pensamiento concreto y sumergido en un sentimiento peculiar. Nada, era incapaz de procesar una realidad más allá de mis narices, una que no consistiera en una espiral invisible y vacía, donde todo remanente de vida estaba extinto, sin un tiempo que transcurriera ni actividades precisas. Tampoco me aterraba, simplemente lo acepté como un hecho irrevocable, una prórroga de mi día a día sintetizado en las marcas de desgaste de la tabla roca blanca.

No obstante, al parecer consciente de lo que podría conllevar el abstraerme más de lo pertinente, un pitido electrónico estridente azotó mis oídos de un momento a otro. Fruncí el ceño tras asustarme, en verdad detesto que me suceda esto, pero, siendo tan irrelevante, dedicarle más energía sería inútil; estiré mi brazo y presioné el botón de la parte superior del reloj despertador. Sin darme tiempo a procesar, me deslicé en el colchón hasta sentarme al borde y, apoyándome con ambos brazos, finalmente me hallé de pie.

La luz matutina todavía poseía esa tonalidad rojiza del amanecer al deslizarse por debajo de las cortinas de mi habitación, destacándose en la penumbra y arrancándome la poca somnolencia que pudiera tener. Decidí tomarlo como una indicación tácita de las circunstancias, demandando iniciar el día a dichas horas, tal como había sido a lo largo de estos meses, por lo que, en un intento de disipar la bruma en mis pensamientos, dejé iluminar la habitación a través de la ventana desnuda. Delante de mí se hizo presente la cuadra residencial a la que estaba acostumbrado, tan solitaria y rebosante de ruidos distantes como siempre. Un suspiro se me escapó antes de darle la espalda.

No hubo gran diferencia en la rutina de hoy con respecto a las demás, salvo pequeños matices que me permitían no caer en la monotonía de algún modo. Luego de vestirme con ropa de calle, me dirigí a la cocina para preparar el desayuno; fui recibido, como de costumbre, con ese olor a grama en estado de humedad, inundando la planta baja, que se filtra por el marco de la ventana y debajo de la puerta. Recurrí a un libro de cocina dispuesto convenientemente en el librero situado en la sala de estar en el tenor de conseguir ideas pertinentes, y al final opté por algo ortodoxo, sin que ello le restase efectividad y beneficio. Habiéndome arremangado el suéter y la camisa, estaba de pie en la barra, utilizando el extractor de jugos, a la espera de que las verduras encurtidas terminaran de cocerse.

Me fueron perfectamente audibles pasos lentos y pesados en el piso de arriba, dirigiéndose al cuarto de baño, seguidos por el ruido de la puerta, cerrándose y siendo bloqueada. No le di mayor importancia de la necesaria, pues era de mi conocimiento que ella suele levantarse a esta hora, y era confortante que hoy no se volviera una desastrosa excepción; aunque suele acostarse más tarde que yo, procura cierto margen de error para no caer en retardos. A la brevedad, quizá de unos cinco o seis minutos, salió del baño y fue a su habitación, acompañada por ruidos de agua, siendo presionada; en aquellos instantes estaba sirviendo las respectivas porciones en los platos.

Una vez que cada puesto estuvo en su debida forma y los elementos complementarios se dispusieron en la sección de la mesa que usaríamos, tomé asiento. Se me ocurrió entonces darle un vistazo al reloj, y, para mi satisfacción, el tiempo conservaba su tesitura de tolerancia con mis actividades, sin variaciones preocupantes ni exponenciales. Eso me daba un espacio prudente para divagar, evidentemente no se desperdició en lo absoluto, pues, antes de que me diera cuenta, repasaba algunas fechas importantes, venideras y actividades concluidas de la universidad. Nada preocupante por el momento, el método de estudio y distribución de horario que me planteé al inicio del semestre resultaba sumamente efectivo. Supongo que es un pensamiento natural considerando un modo generalizado de las horas restantes para la primera clase del día.

A manera de interrupción, esa disposición a seguir los estatutos de la vida en sociedad, ilustrada en pisadas firmes, comenzaron a descender por las escaleras. Dejé salir un suspiro antes de dirigir la mirada hacia el pie de dicho sitio, y una joven a simple vista pulcra y minimalista no tardó en vislumbrarse en el descanso. Cabello negro hasta los hombros, lacio y con el flequillo partido desde la raíz; sus ojos castaños, detrás de esas gafas de montura rectangular, se afilaban en cuanto su objetivo finalmente se le ponía enfrente, resplandeciendo con serenidad y determinación; vestía una camisa blanca de manga larga con forros verticales, una cinta negra en el cuello, una capa negra para los hombros y un corsé abotonado a juego, así como una falda magenta con detalles en blanco. Siguió de largo una vez, dejó su maletín sobre el sofá y se sentó frente a mí.

—Buenos días, Kazu —su voz, además de tranquila, tenía un toque suave. Mantuvo los codos por debajo de la mesa mientras sujetaba sus respectivos cubiertos—. Muchas gracias.

—Buenos días —mi respuesta quizá cayó un poco en la monotonía, no había mucho que conversar—. Disfruta la comida

Ambos empezaron a ingerir el desayuno en silencio, pero no incómodo, de hecho, era una dinámica a la que estábamos acostumbrados, casi un acuerdo implícito que podía comprenderse como el respeto a los pensamientos y angustias propias de las horas matutinas. Siendo todavía demasiado temprano como para mortificarse, en ambos casos, cada bocado llevaba consigo esa aura apacible; a ninguno de los dos le gusta la premura, por lo que preferimos adelantarnos al horario justo y, de ese modo, avanzar con sobriedad. Ha sido efectivo en estos años y, a menos que surja un inconveniente, que espero esté dentro de mis anticipaciones para evitar su efecto, ojalá se mantenga de dicho modo.

—El día de padres e hijos será dentro de unas semanas—-ella no hablaría de nada que no fuera relevante bajo estas circunstancias, y me daba una idea de lo que podría ser—. Tendremos bastante trabajo en el Consejo.

—Sobre todo es papeleo, no te preocupes —respondí luego de tragar el bolo alimenticio en mi boca—. Souna no me parecía alguien que les asustara de ese modo.

—No es lo que piensas… —hizo una pausa breve—. Solo estoy algo consternada.

—Descuida, pediré permiso en la universidad para ir a visitarte, después de todo, no estaría saliendo del campus.

A mis palabras les siguió un momento de reflexión respecto al tema que le atañía a nuestra conversación, no es la primera vez que me increpa sobre eso, sin embargo, esta vez hay un tinte distintivo, en verdad la percibí un tanto inquieta. Cuando mencioné mis intenciones, pareció relajarse, pues estaba tensa al momento en que le dirigí la mirada para responder; más que ser un asunto de tipo administrativo, recae en su espectro emocional del todo. Sé de primera mano la forma en que opera el Consejo Estudiantil de la Academia Kuoh, y son muchos más los esfuerzos puestos en el festival escolar. El día de padres e hijos no conlleva más pericia de la requerida para asumir la tesorería, sobre todo conociendo a Souna Shitori.

Ninguno se atrevió a mencionar algo más en los próximos minutos, era como si nos hubiésemos entendido del todo, aun cuando no se ahondó demasiado verbalmente. Al terminar de desayunar, me puse de pie sujetando tanto mi plato como el vaso y volví a la cocina para depositarlos en el fregadero, por supuesto lavándolos después. Sumire, mi hermana, demoró poco en alcanzarme, poniéndose a mi lado y esperando a que terminase para hacer lo mismo con los suyos. Papá nos había reiterado hace poco que nuestra dinámica familiar carecía de costumbres japonesas ortodoxas, debido, supongo, a la constante convivencia con la familia de su parte.

A partir de este punto, cada uno desempeñó sus actividades matutinas correspondientes. Las mías, sin duda, se remitían a verificar que todo estuviera en forma para abandonar la casa y desenvolverme del modo estipulado dentro de las instalaciones de la Universidad de Kuoh. En mi habitación, estando los asuntos a tratar oportunamente dispuestos, vuelvo a deslizarme en la cama, ahora iluminada por la luz del exterior, y asumo una posición cómoda para leer un poco.

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—Cuídate, Sumire —me pronuncié lo suficientemente alto como para que ella me escuchara—. Ten un lindo día.

Aun cuando apenas recibí un leve gesto de su mano derecha, lo consideré suficiente y, sobre todo, digno de su persona. Conforme mi joven hermana iba alejándose a través del campus con dirección al edificio de preparatoria de la Academia Kuoh, pude percatarme de algunas miradas que llamó, sobre todo de chicos. Quise suponer que ella estaba acostumbrada, pues, incluso en mi tiempo estudiando aquí, constantemente se daban ese tipo de situaciones. Eludiendo la incomodidad que sentía al respecto, giré sobre mi eje y continué de largo con dirección a mis propias actividades.

Rodeado del bullicio de la comunidad preparatoriana y bajo el sol resplandeciente de primavera, me desplacé por el puente a la entrada para retomar la acera. Me abstuve de hacer cualquier sonido voluntario en el camino, quizá debido a que no prestaba tanta atención a mis alrededores, o al menos no una particularmente aguda. Estuve caminando algunos minutos, por supuesto meditados con anticipación, cruzándome con la indiferencia de los demás peatones y de vehículos sin mayor interés que evitarse problemas legales.

No detuve el paso al ingresar por debajo de una estructura metálica sostenida en las bardas de concretos alrededor de mi destino. Tenía un aspecto relativamente nuevo, no parecía que hubiera sido necesaria una remodelación desde su edificación. Muros pintados de blanco y aquel arco negro que le servía de sostén al gran escudo grabado en aleaciones de hierro con imponente presencia; no eran más que el preludio para una extensión de terreno pronunciada, acreedora de una arquitectura encantadora y claramente inspirada en el arte gótico occidental. La Universidad de Kuoh, a pesar de encontrarse en terrenos aledaños a sus otros niveles educativos, se mostraba mucho más sobria y profesional en contraste, incluso la luz del sol rebotaba de modo diferente, iluminando el campus de tal modo que entrara en sintonía con lo anteriormente observado. No me cabe duda de que su intención primaria era generar ese sentimiento de adultez en la matrícula, dándole una bienvenida de lo más retórica a lo que sería el resto de su vida: el mundo laboral, conformado por competencias insaciables dentro de espacios mucho menos apasionantes. Suerte que cesa las ansias de idealismo, ya que, de no ser así, su modelo resultaría contraproducente.

En todas direcciones, la muchedumbre transitaba en distintas tesituras individuales los metros del campus, carentes de un patrón preciso dada su variedad. Alumnos universitarios, distinguidos sobre los menores debido a la ligereza en cuanto al código de aspecto y desarrollo de sus identidades, terminaban volviéndose todo un enigma formado en multitud. Soy afortunado de poder mezclarme entre la mayoría de las facultades, pues, fuera de mis compañeros de carrera, no soy un foco del interés popular; sucede también con quienes llegué a compartir aula en la preparatoria, me evitan como si fuera una parte de sí mismos que deseaban olvidar. O quizá simplemente no les era tan relevante.

—¡Buenos días, vicepresidente!

A veces, algunos estudiantes de la facultad de Lenguas me extienden una misiva verbal cuyo carácter reboza de frivolidad, una simple cortesía que, considerando su rareza, debería valorar. Takahashi Minoru, perteneciente al comité estudiantil y al club de Extranjerismos, un joven particularmente alto para ser un japonés y de complexión delgada, fue quien me dedicó una sonrisa de lo más jovial.

—Buenos días, superior Takahashi —mis intenciones distaban de parecer apático, por lo que me limité a corresponder con un saludo semejante y la mayor afabilidad posible. Él se mostró satisfecho, lo que me hizo pensar en una victoria.

—¡Nos vemos luego en el consejo!

Takahashi, acompañado de una joven, también mi superiora, pasó a retirarse sin decir mucho más. Ambos van dos semestres por delante de mí y, lo que sería popular en la Academia Kuoh, un noviazgo, no terminaba de hacerlos destacar; para mentes enfocadas en otros asuntos de mayor relevancia, esos asuntos terminan siendo mundanos. Admito que es ciertamente confortante.

Imitándolos, escatimé en más interacciones mientras llegaba a la entrada de mi facultad e ingresaba. Nuestra carrera tenía la fama de poseer un edificio de gran pulcritud y estar organizado con bastante sobriedad, incluyendo colores grises en las paredes. A comparación del exterior, el ambiente dentro tenía pequeñas corrientes gélidas apenas perceptibles provenientes del aire acondicionado, que no terminaban de solapar el calor de fuera.

No me tomó mucho tiempo, dada la costumbre, encontrar el aula que le correspondía a la asignatura de la primera hora. Por supuesto, siendo que había llegado temprano, tuve una perspectiva un tanto solitaria, con hileras de escritorios unidos en varios escalones ascendentes y, a los pies, justo delante de mí, el que pertenecía al docente correspondiente, al frente de una pizarra. Tenía ubicado el sitio donde tomaría asiento, por lo que me encaminé a la subida, siguiendo dos niveles, y deslizándome a través de las sillas hasta la indicada.

«10:20»

Maldición, creo que llegué demasiado temprano. La clase de gramática iniciaría dentro de cuarenta minutos, ya era considerable que fuera el único aquí, otros tenían más vida que estar enclaustrados en un salón vacío. Corrí la manga de mi sudadera hasta su posición original, teniendo ese sabor amargo de boca difícil de explicar, y puse mi maletín sobre la superficie del escritorio. Tenía la idea de leer — más bien, releer— una obra que hace tiempo no tocaba, "El Extranjero" de Albert Camus, cuya copia en mi poder incluí la noche anterior entre mis enseres académicos. Sostuve el libro cerrado unos segundos, inmóvil, apreciando lo que el paso del tiempo le provocó, mientras rememoraba de forma vívida el momento donde lo compré.

Al volver a recorrer visualmente los primeros pasajes de una de las obras más relevantes en la literatura occidental, capté esa amargura y frialdades implícitas, tal vez hoy en mayor proporción a tiempos pasados. No obstante, si lo veo en retrospectiva, pudo tratarse de una señal que me pasó desapercibida, amargura hecha, palabras e imágenes residuales de minutos mejores en mi vida.

«Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé…».

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Como era de esperarse, fui el primero en llegar a casa tras la jornada diaria. Me encontraba lavando los platos, al mismo tiempo que el ocaso se deslizaba por las rendijas de las persianas, iluminando mi rostro a base de escasos remanentes de naranja. A excepción del agua cayendo sobre el fregadero y la forma en que sonaba la cerámica al tocar ciertas superficies, hallaba mi entorno sumido en un silencio sepulcral, igual al que esperaría de esas exploraciones urbanas a residencias en completa desolación. Sin embargo, me veía en la necesidad de discernir que ese aspecto de soledad podía debérsela casi sin dudas a la ausencia de ruido humano; este razonamiento se había vuelto genérico en vista de su constante aparición. Fue cuestión de cerrar la puerta principal, arrastrándose en lo subyacente de quitarme la chaqueta y colgarla del perchero, impetuosamente resistiéndose incluso cuando me puse un mandil de tela azul.

Me entregué a retahílas de pensamientos sobre detalles del día, banalidades cuya relevancia era tal que seguramente las olvidaría en breve, dejándome a merced de un movimiento automático y carente de razonamiento. Debido a ello, estuve enajenado un tiempo y no fue hasta que revisé el reloj de pared al fondo y regresé sobre los pasos de mi consciencia. Incapaz de rememorar el trasfondo, estaba sentado en la mesa del comedor, con un plato de curry recalentado delante de mí; dedos entrelazados bajo mi mentón que me hacían de soporte, contemplé segundos antes el jarrón decorativo. Como si estuviera en su conocimiento la dirección en que mis ojos se tornaron, una espesa bruma repartió su pudorosa presencia en el campo de mi percepción.

La primera sensación azotándome las entrañas fue un golpe directo al pecho, tan vehemente que lo volvió responsable de romperme algunas costillas, arrebatarme el aliento y relegando mi corazón al fondo inefable del vacío. La manera en que respiraba sufrió de una notable lentitud y profundidad, al punto de ser réplicas menores del primer impacto. Del mismo modo, me fue perfectamente perceptible el peso de mi cabeza cayendo constantemente sobre mi cuello, una sensación que, bajo otro contexto, jamás me hubiera sido posible contemplar con tanta intensidad. No eran del todo entendibles mis súplicas de evasión, ya que, de algún modo, la razón tejía lo que una parte de mí negaba a toda costa.

«22:00»

¿Cuánto tiempo pasó desde que enjuagué ese plato? Al mirar en su dirección, lo encontré bajo una pila de trastes limpios dispuestos de tal modo que la caída no era factible. De igual manera, observé ollas sucias donde antes solo había un par de vasos, en tal estado que su uso no parecía muy lejano a estos instantes. ¿Allí calenté el curry? Era lo más probable. Pero ¿entonces cuánto tiempo he estado aquí? El cable de la televisión está en el mismo sitio, igual los libros y la puerta del baño aún tienen debajo el polvo que vi al llegar a casa. Asimismo, tampoco eran visibles rastros de movimientos en la entrada principal, tan solo mis llaves estaban colgadas en el portallaves.

Sujeté un vaso que no tenía idea de cómo llegó allí y vertí su contenido en mi boca. Apenas pude distinguir esa frescura del agua natural deslizándose por mi garganta, ya que carecía de un sabor discernible entre la amargura de la saliva. Pude sentir algunas líneas de sudor frío sobre la frente, los párpados, las mejillas y, cayendo después, el mentón. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Acaso olvidaba algo importante? No, era improbable, solo exageraba las cosas, mismas que aún no conocía, casi como un miedo irracional a la nada misma, a lo que sigue después de la muerte. Empecé a sentir cómo todo daba vueltas, refutando la idea de un temblor viendo los muebles apacibles. Sostuve mi cabeza, impaciente a este punto, no podía dilucidar la génesis, aunque lo tuviera en la punta de la lengua; estas técnicas de evasión una vez más intentaban solapar la realidad descaradamente.

No recuerdo mucho de esa noche, pues de nuevo cedí ante mis impulsos y perdí contacto con el entorno. Esa laguna termina en una camilla de hospital, donde me hallaba recostado y siendo canalizado; palabras del médico hicieron de mi conocimiento que sufrí de una crisis nerviosa, acompañada, por supuesto, de migraña. Según la cronología que me ilustró, una vecina escuchó mis gritos y llamó a los servicios de emergencia, por lo que me remitieron a la unidad médica más cercana. Al intentar regresar a ese suceso, mis pensamientos se detienen por completo y las imágenes terminan atorándose en el camino; ni una sensación, solo veo un vacío indivisible y de auténtica desolación, a excepción de mi ser. Es conflictivo escudriñar esos recuerdos, pues carecen de toda idea, son similares a un impulso pasajero y desesperado, distante de toda racionalidad.

Ahora respiraba con mayor sosiego, observando el hormigón blanco del techo sin hacer el más mínimo ruido, ni siquiera en mis adentros. Pensar que me asemejaba a un cadáver no solo sería incorrecto en niveles estrafalarios, también estaría pecando de dramatismo, porque a pesar de que estuviera en blanco, todavía era consciente, mi existencia latía con ferocidad. Podía escuchar los latidos de mi corazón precisamente en el tímpano, profundos y veloces, a tal punto que imaginé que los harían añicos en poco tiempo.

Entonces, un balde de agua fría cayó sobre mi febril cuerpo tendido. Nadie cercaba, solo un inducido estado de lucidez a causa, tal vez, de los fármacos para el dolor y los nervios; sí, me sentía cansado, pero las paredes finalmente eran nítidas y esa niebla desapareció en un instante. Me hubiera gustado que esa templanza no fuera tan efímera. Esa hora volvió a mis pensamientos, al unísono de todas las piezas crujiendo mientras se ensamblaban de nuevo en un marco de cordura, aunque no de sensatez. Toda esa soledad, tan marcada por fin, tenía un sentido apreciable. Alguien faltaba; un hueco reservado rutinariamente no fue rellenado como siempre. Alcé mi mano para cubrir el techo. No iba a cuestionar esa lógica, ya que, por más idílica que fuera, sirvió de preludio para una angustia responsable de que el marcapasos disparara los picos y los médicos arribasen la sala.

Sumire, mi hermana, no llegó a casa…

Tras concluir mi tratamiento al cabo de unas horas —sufragado por el seguro médico de parte de la universidad—, tuve la endeble esperanza de verla sentada en la casa de espera, preocupada y lista para reprenderme. Todas fueron sanguinariamente pisoteadas ante la cruda realidad, ilustrada en asientos fríos y calientes, donde ninguno estaba ocupado por ella. En su lugar, la desolación aprovechó para usurparla delante de mis ojos a modo de burla. Intenté marcarle una vez que estuve fuera del hospital, pero seguí sin respuesta; avisé a mi padre y aproveché para cuestionarle al respecto, sin embargo, terminó siendo evidente que tampoco sabía.

—Entonces, ¿no has hablado con ella desde hace una semana? —pregunté sin esperanza alguna a esas alturas.

—No, Kazuma, ¿por qué? ¿Está bien?

Mentirle era algo admisible hacia mí, pero no para mi padre; terminaba siendo una injusticia dentro de la paternidad ausente que ejercía de constante. Me pasé una mano por el rostro, frustrado a más no poder. Y lo que empezó como un razonamiento adolescente como probabilidad dominante, degeneró en… Eso es.

—Desapareció desde anoche…

III

Todavía me encuentro incapaz de distinguir lo real delante de mis ojos, parece que la bruma ha vuelto y hace de mí todo lo que se le place. Ni siquiera puedo discernir si el borde de la mesa del comedor está recubierto de polvo, pienso que sí, sin embargo, dudo de cada respuesta. La penumbra inunda todo lo que mis ojos alcanzan a ver y también eso que se me escapa de entre los dedos, creo, pues había contado los días desde que puse las cortinas para no quitarlas. Incluso las aves matutinas están de luto, dejan a los pocos pensamientos posibles para mi mente atrofiada en medio de un silencio sepulcral, solo interrumpido cada cierto tiempo por las gotas de agua precipitándose al lavadero.

Una presión está siendo ejercida sin miramientos sobre mi pecho, limitando en gran medida mis respiraciones y obligando a que sean profundas. Sin embargo, todavía tratándose de un indicador de múltiples riesgos, ¿realmente merecía la pena siquiera considerarlo? Lo que pudiera suceder ahora me parece tan lejano, recluido, casi como si fuera un espectador externo a mi propia carne, dejándome llevar por una marea de pensamientos carentes de un destino fijo, tan solo eran saltos volubles. Todavía tengo la maldita sensación de estar inmerso en una pesadilla, aquella de la que despertaría en cualquier momento y, aunque faltase a la invitación, me permitiría volver a verla, darle su abrazo de buenos días o el de regreso; quizá me quedé dormido luego de calentar el curry.

Finalmente, después de un tiempo indefinido en la misma posición, erguirme en el asiento y ponerme de pie estuvo al alcance de mis posibilidades. Me recorría un entumecimiento a cada movimiento, al igual que el hormigueo característico consecuente; caminar con la pierna derecha era causa suficiente para un dolor igual al de un calambre, así que, cojeando con dificultad, llegué al cuarto de baño de la planta baja. No tengo ninguna necesidad aquí por ahora, mi único deseo es, de algún modo, espabilarme, pues, aunque mi mente tan solo estuviera en blanco, carente de cualquier formación o interpretación concreta, seguía representando algo que no podría admitir. Luego de cerrar la puerta a mis espaldas, pasé a inclinarme sobre el lavabo y abrí la llave del grifo, dejando el agua correr por unos segundos. Se trataba del primer ruido constante en mis tímpanos desde que regresé del velorio ayer.

Junté en mis manos un poco y me la lancé al rostro, empapándolo casi por completo. En ese instante tragué saliva, pues, además de que el agua estuviera fría, pude ver mi reflejo en el espejo. Todavía llevo puesto el traje negro, cuyo cuello ahora tiene pequeñas marcas de haber sido mojado, así como una corbata prácticamente suelta, apenas colgando de un fino doblez. Si eso hubiera sido todo, quizá su imagen no hubiera vuelto a mi mente. Unos ojos cansados me devolvían la mirada, que le surcaban por debajo extensas líneas de lágrimas secas hasta el mentón; incluso habían empezado a presentar ojeras. Lo peor, sin lugar a duda, era esa expresión vacía, casi muerta, y razón de que volviera a verla. Mis recuerdos rellenaron semejante hueco con una expresión boquiabierta, de rostro cadavérico y esa mirada inhóspita, carente de ojos, que no reflejaba más que el terror absoluto, como nunca se lo había visto. Sin embargo, a pesar de todo, podía distinguir sus rasgos y el pelo. Solo pudieron recuperar la cabeza al momento en que me llamaron las autoridades para reconocer el cuerpo.

El agua caía en la cerámica del lavabo mientras volvía a colapsar sobre mis piernas, yendo hacia atrás. Me arrastré hasta la puerta, anonadado a causa de esa repentina visión, hasta que mi espalda no pudo recargarse más en la madera. Sentí como todas mis facciones se fruncieron y empezaba a sollozar; recogí las piernas para recargar mi cabeza en ellas. Líneas de lágrimas empezaron a correr por mis mejillas, mientras agonizaba por conseguir una pizca de aire.

—Sumire… Yo… —dije en un entrecortado susurro.

Miles de personas mueren diariamente y ello jamás ha sido un factor para que el mundo detenga su paso, menos cuando son en unidades cuyo afecto solo radicaba en unos pocos. Eso me permitió regresar a la realidad en el momento en que tres toques suaves llegaron a mis oídos, y, si no estoy calculando mal, fueron en la puerta principal. Los instantes de cordura terminaron siendo suficientes como para apersonarme fuera del baño —una vez cerré el grifo, por supuesto—. Limpié mi rostro con un pañuelo, así como también mi nariz de cualquier moqueo; inmediatamente después de dejar la corbata sobre el perchero, eché un vistazo a través de la mirilla de la puerta. Al percatarme de quién se trataba, suspiré tan profundo como si mis pulmones lo permitieran.

—Buenas noches, joven Leshiro

Lo primero en mi vista fue una luz blanca estridente a lo alto, estática, cuyo foco iba hacia la calle. Si se trataba del alumbrado público, el tiempo que había pasado absorto era mucho más del que contemplé en un inicio; esto se reafirmó cuando un manto de penumbra nocturna hizo acto de presencia detrás. Gracias al antirreflejante de mis gafas, pude mantener un considerable control de mis alrededores a pesar de entrecerrar los ojos. La voz femenina remitida de mi visitante hizo un gesto de confusión, aunque pareció entenderlo en cuestión de segundos.

—Lamento molestarte a esta hora —habló de nueva cuenta, esta vez un tanto avergonzada. No podía verla bien, pero eso me indicaba su tono—. Pensé que no habrías cenado, y me tomé el atrevimiento de prepararte algo.

Esperando su comprensión a la falta de modosidad, asentí como única respuesta, no tenía ánimos para sostener una conversación, aunque agradecía el gesto. Ella me extendió un pequeño tóper color azul con detalles blancos y un termo en una bolsa de papel; al sujetarlos, pude darme una idea de que podrían ser.

—Ten una linda noche.

Bajé la mirada para ver con detenimiento el presente, y tuve que morderme la lengua para no ceder ante las ganas de llorar. Incluso inmerso en apatía, esas palabras hicieron de mi pecho un socavón doloroso visceral, mucho peor que con el que había estado cargando estos días a todas horas. Lo acompañó una sensación de melancolía, responsable de traer a mi memoria al poder de la costumbre, pues, luego de tantos años cenando en compañía de mi hermana, hacerlo solo bajo estas circunstancias…

—Eh, señorita Shimura

La susodicha detuvo el paso y, al cabo de unos instantes, se dio la vuelta para encararme. Era mi vecina desde hacía varios años y siempre tuvo una amistad cercana con Sumire. De hecho, fue la primera y única que trajo a casa desde la escuela bajo cualquier excusa. Entendí de algún modo su gesto como un tributo a mi hermana, al menos intentaba hacer más que un "lo siento mucho" durante el velorio.

Bajé mis brazos antes de desviar la mirada a la grama junto al camino a la acera, simplemente no podía pedirle algo así, un deseo tan egoísta no debía ser pronunciado bajo ningún contexto. Solo dejé salir un suspiro antes de proseguir.

—Gracias…

Shimura me miró en silencio hasta que decidió contestar de un modo un tanto alterado. No soy ignorante de lo que podría sentir hacia mí y sé a la perfección que, de pedírselo, aceptaría incluso acostarse conmigo, no obstante, usarla para satisfacer un vacío emocional no me parece correcto. Ella respondió con una sonrisa gentil.

—No hay de qué. Nos vemos luego.

Me quedé de pie en la puerta hasta que dobló en la acera con dirección a su casa y la perdí de vista. Una vez cerrada la puerta a mis espaldas, froté mi rostro, dejando caer la mano sobre la puerta mientras seguía recargado en ella. Allí perdí nuevamente la noción del tiempo, dejándome a la deriva de un razonamiento sin sentido conferido desde la esquina del techo; pudieron haber pasado minutos, horas o días y no me habría percatado. Al son de un largo suspiro, lleno de pesadumbre y desesperanza, me reincorporé para ir a la mesa.

Alumbrado solo por el foco del comedor, puse la bolsa que Shimura me obsequió sobre la mesa y tomé asiento de modo que la encaraba de frente. Verla me evoca reticencia, como si algo de allí estuviera repeliéndome o, quizá, imponiendo resistencia al más mínimo recuerdo de épocas mejores. Saqué tanto el tóper como el termo para inspeccionar su contenido, así que no tardé en darme cuenta de la sopa de miso de res y los emparedados en triángulos hechos con tanto esmero. Puestos ante mí, sin miramientos, ansiosos de ser decorados, tan solo podía pensar en dos cosas: ella me dio sus trastes para verme de nuevo y… En qué padecí de cierta nostalgia.

Eran deliciosos, no solo la sazón de la amiga de Sumire tenía un toque particular que lo volvía excelente, también ese sabor casero me hizo recordar a todas esas noches en las que cenábamos juntos, incluso si la conversación no salía de nuestras rutinas. De algún modo, ambos nos entendíamos, aun estando en silencio. Quisiera volver a sentir su calor, escuchar su risa… Tan siquiera verla una vez más, sentirla entre mis brazos y poderle decir lo mucho que la amo. La pesadilla está por terminar, estoy seguro de que volverá y la veré cruzar la entrada, disipando el polvo y dejando sus llaves en donde corresponde.

«Ya llegué…»

Pude escuchar su voz, tan suave y extenuada como de costumbre. Ella siempre dejaba su bolso sobre el sofá antes de derrumbarse para reposar unos minutos, mirando al techo mientras yo terminaba de cocinar. Quizá por instinto, terminé haciendo lo mismo sobre la silla, pasándome el antebrazo por los labios en caso de que tuviera restos de comida en las comisuras o algo por el estilo. Todavía, en medio de la incandescencia del foco, pude verla en el uniforme de la preparatoria el día que ya no volvió, también cuando la acompañé a su clase durante su primera ocasión en la Academia Kuoh. No escatimaron sus palabras sobre la festividad de padres e hijos en martillearme el cráneo, haciendo vaticinio de mi responsabilidad en todo esto.

Debí estar ahí para protegerla, no dejarla a su suerte e ir a recogerla a su hora de salida. Quizá ser de su confianza como merecer que me contara de sus problemas, y al menos tener una idea del motivo de su desaparición en caso de haber fallado, aun así. Solo de ese modo podría hacer justicia… Aunque el peor de los pecadores, quien falló como hermano y solapó su irresponsabilidad, se trata de mí, un bastardo carente de empatía. ¿Y si nunca la amé?

Pude haberme absorto una vez más, sin embargo, podía sentir una intensa fatiga recorriéndome, tanta que obnubiló mis sentidos y prácticamente anuló el poco raciocinio que pudiera poseer en cuestión de segundos. Me pesan los párpados, mi vista ha perdido toda nitidez, simplemente se había vuelto el estar consciente, una tortura en la extensión de lo dicho. Ni siquiera soy capaz de procesar cómo fue que llegué a mi cama, apenas pude percibir unos cuantos choques con la pared y mi carne tambalearse, cual retazo de un lado a otro sin gobierno. Lo único que me importa en estos instantes es cerrar los ojos, cosa que, inconscientemente, ya estaba en proceso constante, tan solo existía un factor distractor…

Me sentía observado. No sabía de dónde, tampoco me daba la cabeza para razonarlo ni interesarme. Si tuviera que confabular, trataría a la ventana como mi principal sospechoso, quizá un animal nocturno o la paranoia estaba dándome una actuación mediocre de horror. Estoy analizando de manera innecesaria algo, en apariencia, mundano, aunque no me sorprendería que mis descuidos hubiesen cruzado la línea.

Súbitamente, prorrumpiendo con vehemencia el silencio total bajo el que me encontraba inmerso, se suscitó algo cuyo origen no hizo, sino arrancarme del todo de los brazos de Morfeo. Me senté en la cama de un instante a otro, permitiéndome tener una mejor visión de mi habitación a oscuras, con la vista acostumbrada. Miré de un lado a otro, alterado, respirando con fuerza y, sobre todo, con el corazón queriendo salir de mi pecho. Entonces, no demoré en hallarme con algo cuya única descripción sería "peculiar". Podría decir que encontré lo que buscaba; sin embargo, distaba radicalmente de mis expectativas al respecto.

—Pequeña alma, ¿tan desdichada eres que no le temes a la muerte?