Capítulo 192. Vuelta de tuerca

Al igual que Lisbeth, Bianca de Can Mayor se levantaba de una pesadilla. Estaba en isla Thalassa, cumpliendo su parte en el plan de la Bruja y la Tejedora de Planes. Un hombre acabó sobre ella, rendido a sus encantos, llevaba las manos al lugar prohibido. Ella lo apartaba del rostro y él la ahorcaba, acusándola de ramera.

Que ella hubiera sentido felicidad por quién era ese hombre, sobre todo al sentir las manos en el cuello, era lo que hacía del paseo por el reino de Morfeo una pesadilla.

—¿Ocurre algo? —preguntó su compañero, tendido como ella en una cama sin mantas.

Bianca se puso de pie, respondiéndole entre estiramientos:

—Comparado con mis otros amantes, eres un honroso seis, chico de Hybris.

—¿Un seis? —La mirada ceñuda de Kazuma fue hacia la cama, donde pequeñas gotitas de sangre evocaban la época en la que la virtud de una doncella era cuestión de estado. Ese rojo no tenía nada de femenino, claro, había bajado desde la espalda que Bianca había marcado, movida por el frenesí mientras decidían quién estaría arriba y quién abajo—. No sonabas como un seis, mujer.

Bajo la máscara, Bianca relamió el sabor del orgullo herido, pero no estresó mucho esa fachada de chica mala. Al pisar su uniforme arrojado entre las mantas desperdigadas de cualquier manera, sintió un estremecimiento que la empujó a abrazarse a sí misma. Tenía parte del cuerpo vendado, después del tratamiento exprés y caballeroso de Minwu, quien por supuesto estaba a mil mundos de distancia de la capacidad de Bianca para seducir a los hombres. ¿Cómo reaccionaría Kazuma si supiera que lo había admitido en su camarote por la frustración que le supuso que el médico del barco estuviera más interesado en Grigori de Cruz del Sur que en examinarla a ella a fondo?

—Es desagradable, ¿no crees? —preguntó Bianca—. Yacer con una mujer sin poder besarla. Eso solo pasa con las prostitutas y conmigo.

—Respeto tus deseos —dijo Kazuma, mirándola con aquellos ojos castaños y decididos, bajo pobladas cejas—. ¿Esperabas que no lo hiciera?

—Crees que deberíamos desaparecer? —preguntó Bianca, saltándose ese aburrido tema y dejando boquiabierto a su amante—. Los santos de Atenea aparecen cuando el mal surge en la Tierra. Yo que pisoteo todo lo que significa la orden a la que sirvo, tú que tienes las manos manchadas de sangre, ¿no somos un par de esos malvados a los que nuestras camaradas deben eliminar? ¿Pensó alguna vez Hybris qué hacer al final de su trabajo, sabiéndose una organización formada por asesinos?

A través de la respuesta a esa pregunta, Bianca sintió que podría encontrar una para sus propias inquietudes. Incluso si no podía hablar de estas de forma directa. No mancharía el recuerdo de esa persona si podía evitarlo, no lo haría.

Padre siempre dijo que seríamos nosotros los que decidiríamos nuestro destino.

—¿Y qué decide el hijo ?

El retorcido juego de palabras pasó de noche en la mente de Kazuma, pues se había puesto en alerta al escuchar mover la puerta.

Donde habrían esperado ver a alguno de los vigilantes autoproclamados, fuera la estirada de Mera, fuese el mal perdedor de Lesath, los dos amantes se encontraron al más fuerte de los caballeros negros, quien lució como el muchacho que era en realidad al ver a Bianca. plantada allí, devolviéndole la mirada a través de la máscara. Paralizado, rojo, hipnotizado; Iba a decir algo, pero tenía los labios entumecidos. Kazuma se apresuró a taparse de cintura para arriba con lo primero que encontró y saludar:

—¡Oficial Kazuma de la Cruz del Sur Negra!

—Ícaro de Sagitario Negro —respondió el joven, recuperando el control de sí mismo y haciendo notables esfuerzos por fingir que tenía la mirada en otra parte—. De los Seis de Hybris. Deberías descansar, oficial.

—Así lo haré, señor.

—Bien. Adiós, entonces.

No le salieron palabras para despedirse de Bianca, así que se limitó a hacer una inclinación antes de cerrar la puerta. No se apresuró mucho en eso.

—Vaya con vuestro general —rio Bianca—. Tiene sangre en las venas y todo.

—Es un muchacho —negó Kazuma—. Y creo que le han dado de beber. Ah, no entiendo nada, ¿esa máscara no debería ocultar tu feminidad?

— ¿Hablas de mis caderas, mis pechos o mi vagina? —cuestionó Bianca con Franqueza. No se había esforzado en esconder nada a los ojos de aquel muchacho. Nada, claro, salva el rostro—. La gente no siente que combate con una mujer, si esta lleva la máscara y su oponente no la ama. Lo sabe , incluso los hay quienes se dirigen a nosotras, faltando a la costumbre, como mujeres, pero no lo siente así.

—¿Estás diciendo que Ícaro…? —La cara de espanto de Kazuma hizo que Bianca estallara en carcajadas. ¿Qué tan inocente podía ser un hombre hecho y derecho?

—Tengo mis trucos para enamorar a la gente.

—Los has usado conmigo, ¿acaso?

—No te quejabas hace un rato.

—Esto es una tontería.

Irritado, el caballero negro se apresuró a la puerta, sujetando la sábana que lo rodeaba de cintura para abajo. Bianca se le interpuso, divertida.

—Estamos hablando, ¿recuerdas? De crimen y castigo.

—Mi crimen es el asesinato. Mi castigo no es ver el mundo que nacerá de ello.

— ¿Cómo acabó con un hombre tan blando en la cadena de mando de Hybris? —cuestionó Bianca, moviéndose con suma agilidad para impedir a aquel hombre huir.

—Basta —pidió Kazuma, sujetándole los brazos. En el mismo momento en que hicieron contacto, el caballero negro recordó quién había tomado la delantera en el negocio del amor, la misma persona que lo llevaría ahora en la guerra. Como para desquitarse de aquella escena con Lesath, Bianca se zafó de la presa de la sombra y mandó a Kazuma de vuelta a la cama con un golpe de su palma. Parecía ligero como una pluma—. Lo lamento, no es correcto que un hombre… ¡Dios misericordioso! —La marca de la mano de la santa de Can Mayor resaltaba en el pecho de Kazuma, roja—. Si te respondo, ¿dejaremos esta farsa?

Cruzándose de brazos, Bianca respondió:

—La dejaremos, o la continuaremos, lo que tú prefieres.

—Está bien —dijo Kazuma, pasándose la mano por la marca y calculando los riesgos de un combate—. Estuve allí, en la Pacificación. Otros quisieron huir de la justicia del Santuario, yo confié en ella solo para ver cómo mis amigos eran decapitados por uno de los santos de oro a los que esperaba toda una vida. Seguí muchas horas más, no fui parte de la camada del Cisma Negro, aunque el Santuario tampoco me prestó mucha atención. Soy débil para los altos estándares que la orden se puso. —Con un gruñido, Kazuma dejó escapar la amargura que eso le provocaba, el esfuerzo sobrehumano que debió realizar para convertirse en un simple descartado más—. Yo escuché el discurso de Akasha de Virgo. Era brillante, como la luz del sol saliendo al final de una noche muy larga. Entonces estaba desesperado y pensé así, ahora siento que ella era la legataria de los héroes legendarios que desafiaron a los dioses. Entrenada por todos ellos, continuaron las enseñanzas de estos haciéndonos ver que no había más barreras que las que nosotros mismos nos imponíamos. A todos nos unía una cosa: vivíamos a la luz de la misma diosa, Atenea, desde el hierro al bronce, desde la plata hasta el oro. Éramos iguales.

—Siempre tuvo la cabeza llena de pájaros —dijo Bianca.

—Sí, claro, no somos iguales en realidad —admitió Kazuma—. Los caballeros negros que os acompañamos nos contamos entre los mejores de la orden y aun así no siento que aportemos nada. ¡Diablos! Yo, un monstruo para la gente común, no soy más que un juguete en tus manos, pero la voluntad de los santos de oro allá arriba hace del universo mismo un juguete aún más fácil de manejar.

—El universo no me excita mucho que digamos —murmuró Bianca, siendo de todas formas claro que le estaba escuchando con interés.

—Pero creer que es verdad, pensar por un solo momento que no hay barreras y que todos somos iguales, me llenó de paz. Por primera vez en toda mi vida supe lo que tenía que hacer. Incluso en la inmensidad del espacio exterior, donde reina la oscuridad, las estrellas pueden brillar. Me uní a los rebeldes del Cisma Negro porque sabía que eran como yo, simples muchachos que necesitaban que alguien les guiara, les mostrara el camino. Incluso si nuestros pecados fueron innumerables, podemos ser juzgados por ellos debido a que todos estos años fuimos seres humanos, no bestias.

Habiendo abierto su corazón, Kazuma esperaba la sentencia. Bianca lo estudió en silencio, leyendo en la musculatura del hombre el trabajo duro que todos los hijos del Santuario conocían, desde aprendices truncados que se unían a la guardia hasta los santos de Atenea. En eso había pocas diferencias, todo el que entrenaba para convertirse en uno de los defensores del mundo tornaba su cuerpo en un arma matadora de hombres. Eso era lo que le había atraído del sujeto, eso y que hablaba como un buen chico, incluso si no lo era. Bastante bueno como para desquitarse, ahora adivinaba algo más y mejor, el alma humana, el espíritu de un héroe que desde un principio se negó a serlo.

—Así que, eso eres —se burló Bianca—. Otro fanático de Akasha.

—Confieso que soy de los que celebraron el día en que la nombraron Suma Sacerdotisa. —Una sonrisa que era todo lo opuesto a ser un buen chico se formó en el rostro de Kazuma al añadir—: Esa celebración no fue un seis. Para nada lo fue.

—¿Enamorado?

—¿De una niña? Bromeas. La admiraba.

—La venerabas, como un ídolo.

—Puede ser. Por eso quise convertirme en lo mismo para quienes no podrían escucharla más. Tenía pretensiones demasiado elevadas, si lo pienso bien. Nunca logré nada.

—Sí que has logrado algo —dijo Bianca—. Despertar mi interés.

—¿Ahora? —Kazuma dejó escapar una risa cansada, que duró demasiado tiempo.

Paciente, Bianca esperaba que la garganta del caballero negro se secara.

—Ya sé tus razones para convertirte en la única persona a la que de verdad querrías matar, Ahora, ¿qué? ¿Lo dejamos, o continuamos?

Abró las dos manos, una a cada lado, como invitándolo a escoger.

—No volveré a yacer contigo si no puedo besarte —respondió Kazuma, aunque todo su cuerpo respondió por él—. No eres ninguna prostituta.

—Ah, ¿no? —dijo Bianca, acercándose—. Durante el incidente en la isla Thalassa, un hombre estuvo a punto de besarme. Yo vi que él quería y él vio que yo también quería. De no ser por la inoportuna de Hipólita, aquel habría sido el mejor de mis recuerdos, en el lugar del quinto lugar en mi lista de episodios vergonzosos.

— ¿Isla Thalassa? —repitió Kazuma. Todo un caballero, a diferencia de su superior; miraba al rostro enmascarado sin titubear—. No estuve allí.

—Algo me explicó la señora Lucile sobre ilusiones que se vuelven reales y demás tonterías —descartó Bianca, inclinándose hacia Kazuma—. Bien, respóndeme, ¿lo dejamos, o continuamos? Tu cuerpo simplón habla, tu interesante alma calla. Decide.

—Ya he decidido. No volveré a faltar a tu honra.

—¿Tu honra? ¿Quién habla así en esos tiempos?

Se alejó, riendo, mientras pensaba que muchos en el Santuario usaban ese tipo de lenguaje. Vivían en un pasado sempiterno, tan aislado del mundo en tiempo y espacio que apenas podían entender los cambios que allí ocurrían. No podían ser como los caballeros negros, tampoco podían ser mejores, estaban condenados a solo poder asegurar que quienes sí entendían a la gente hicieran algo, impidiendo el juicio divino.

—¿Vas a marcharte? —cuestionó Kazuma, sin animarse a perseguirla—. ¿Tanto miedo me tienes a mí, tu juguete? No sé de qué me extraño, ninguna bruja es valiente.

—Menudo carcamal estás hecho, las brujas pueden ser muy valientes. —Bianca se guardó de no incluirse en eso. Al fin y al cabo, ella no sabría decir qué era el valor cuando contabas con el poder para desgarrar el cielo y abrir la tierra; el límite entre valentía y cobardía se difuminaba a merced del cosmos infinito—. Y yo no he dicho nada de que me vaya a ir. ¿La edad te ha dejado sordo, también?

Apuntó a la única luz del camarote, una diminuta llama en una lámpara de aceite. El puño cerrado, dos dedos extendidos, uno de ellos hacia el objetivo. Bianca pensó en los tiempos en que era una niña jugando a policías y ladrones. Mucho antes de que le gustaran los chicos y su vida se pusiera patas arriba. Entonces disparó un poco de aire a velocidad supersónica, apagando la llama y reventando la lámpara.

Entre las sombras, oyó a Kazuma poniéndose de pie. La máscara de Bianca y la sábana que usaba el caballero negro como protección cayeron al suelo a la vez.

—Desde que llevo esta máscara, solo las personas que amo han visto mi rostro —aseguró Bianca, antes de patear aquella odiosa pieza de metal.

—Incluso si no me encuentro entre esos hombres, hoy te amaré —afirmó Kazuma.

A pesar de la oscuridad, Bianca adivinó los brazos del caballero negro acercándosele para abrazarla. Ella saltó hacia él, plantando los labios en los suyos. Más que un beso, fue un mordisco. La boca de Bianca goteaba sangre cuando le susurró al oído:

—Dije personas. Yo también soy una fanática. Yo también la admiré.

Y yacieron la santa y la sombra, quebrando con su unión, vacía de amor, pero no de alegría, el lecho en el que antes apenas se hubieron conocido.

xxx

No perdieron el espíritu por los más sombríos relatos, no callaron ante las más bien poco educadas llamadas de atención de Lesath a través de la puerta e incluso pudieron sobrevivir a las adivinanzas que Noesis de Triángulo les lanzaba, como por ejemplo:

—¿Qué es aquello, que cuanto más grande es, menos se ve?

—¿Qué es lo que corre sin tener pies, canta sin tener boca y posee lecho sin una cama?

Preguntas sencillas, que una vez respondidas se revelaban de lo más inoportunas. Fang descubrió la primera, grabando a Cristal, algo adormilado para ese entonces, lo que rodeaba la totalidad del barco. Al único representante de Bluegrad entre los argonautas le tocó pilar la última, que no podía ser otra cosa sino un río.

—Admito que hablar de la oscuridad fue de mal gusto en este contexto —dijo Noesis—. Pero, ¿qué problema tenéis con los ríos? El ejército del mar es nuestro aliado.

—Sí, nos ayudaron mucho —dijo Cristal, ceñudo—. Contra los ríos del Hades.

—Una relación un tanto rebuscada —adujo Noesis, sin que Cristal, ni Fang, cedieran—. Está bien, puede que me haya pasado…

Un gran y largo bostezo lo interrumpió. Fang tenía de verdad mucho sueño.

Y no había café.

—Para soportar el duro pasado, las aún más duras reglas y el todavía más duro sentido del humor del santo de Triángulo, necesitamos café —dijo Fang.

—Aceptaremos que lo hagamos como compensación —añadió Cristal.

Noesis de Triángulo recibió encantada, diciendo antes de salir:

—De paso os daré tiempo de curar esa sensibilidad herida.

Desde entonces había pasado no menos de media hora. Párpados cayendo y ruidosos bostezos llenaron el silencio posterior a las pocas veces en que Cristal quiso iniciar otra conversación. Fang siempre decía lo mismo, de todas las formas:

—No hay café de heno.

— ¿Quién me iba a decir a mí que un hombre tan noble como Noesis tendría tan poco tacto? —se quedó Cristal tras tres cuartos de hora esperando.

—Si un hombre puede seguir siendo noble después de masacrar a todo un clan, no sé qué hace falta para ser innoble —dijo Fang, mirándolo como si estuviera loco—. Tienes que prestar más atención a lo que te dicen. Noesis no tiene una pizca de sensibilidad.

—Respetó la vida de una mujer —lo defendió Cristal.

—Ah, bueno, genial, tiene una pizca —bufó Fang—. Siempre tiene que ser una chica, si es bonita mejor, y si te gusta ya está todo dicho.

Cristal lo miró, perplejo, tanto mal humor no era normal en Fang.

—Creía que erais amigos.

— ¿Cómo que éramos? ¡Somos amigos! No hay nadie al que aprecie más en todo el Santuario, salvo el panadero y el maestro de Sneyder.

De pronto, se oyó detrás de la puerta:

—A quién llamas panadero, chucho tricéfalo?

Cuando Noesis de Triángulo regresó, iba acompañada por Aerys de Erídano, cuya mirada encendida ya estaba clavada donde Fang de Cerbero antes de que se abriera la puerta. Este último no respondió con agresividad, al contrario, lo saludó con un gesto amable y despreocupado, más propio del perezoso miembro de la división Dragón.

Con tal de apartarse de ese extraño escenario, Cristal se levantó, dirigiéndose al santo de Triángulo entre cuidados susurros:

—¿Por qué habéis tardado tanto?

—Ah, un espectáculo de lo más peculiar —dijo Noesis, despreocupado—. Lesath se había quedado dormido en el pasillo. Según nos dijo Aerys, cayó rendido de repente. Ah, porque entonces me había encontrado con Rin de la división Pegaso e Ícaro de Sagitario Negro. Ese muchacho estaba muy alterado y se tomó bastante mal que Rin sugiriera dejarlo en su camarote, aunque le ayudó a levantarlo de todas las formas.

—Lesath en el camarote de Rin? Pero ella lleva máscara. —Siendo parte del Cisma Negro, Cristal conoció la perfección cómo empezó todo.

— ¿Y?

—Es una chica.

—Es una guerrilla, aunque eso no importa en ese contexto. Lo que importa es que como buena compañera que es cedió su cama a un compañero agotado.

—No se supone que las damas cedan su cama a los hombres.

—Ni chica, ni dama, guerrera. Santo femenino de bronce, para ser precisos.

—Justo de eso estábamos hablando antes, ¿cómo puedes tener tan poca empatía después de lo que hablamos hace un rato?

Entretanto, Aerys y Fang seguían hablando.

— ¿Cuántas tazas de café has tomado? —cuestionó el santo de Erídano, viendo la cafetera en la mesa, abierta y vacía, junto a tres tazas.

—Sí —respondió el santo de Cerbero con tranquilidad.

—¡Idiota! —exclamó Aerys—. ¡Sabes que la única forma de controlar nuestra rabia interior es a través de la comida y el sueño! ¡Yo como, tú duermes, ambos tranquilos!

—Como si pudiera… —dijo Fang, rascándose el lado malo de la cara—. Pica como el demonio. No puedo dormir, y si no puedo dormir, quiero estar despierto, y si quiero estar despierto, necesito café. ¿Dónde está el café?

—¡No hay heno!

—Ya veré yo si hay.

—¡Basta! —gritó Noesis, al tanto de los problemas de todos los presentes—. En primer lugar, vosotros dos. ¿De dónde viene eso de que un par de santos de Atenea hechos y derechos necesitan de algo para controlar sus problemas de ira? Al general Garland le basta con respirar hondo… —Miró al santo de Cerbero, quien negó con la cabeza: el suyo era un caso distinto—. ¿Empezasteis a tener ese problema antes, o después del entrenamiento con Sneyder de Acuario? ¿Usó con vosotros el Lamento de Cocito ? ¿Aprendió a controlarlo usándoos como conejillos de indias?

Fang de Cerbero y Aerys de Erídano se miraron en ese instante, petrificados. A la vez, como si fuera la misma persona, se cuadraron, exclamando:

—¡No se habla del entrenamiento del maestro de Sneyder!

—Dios misericordioso —susurró Noesis, ganándose la mirada desaprobadora del par—. Cada uno cree en lo que quiera. Por ejemplo, nuestro amigo Cristal piensa que Lesath de Orión, nuestro hermano de armas, es una especie de asaltador de mujeres.

—¿El señor plateado? —dijo Aerys, atónito.

—Lesath? —preguntó Fang, no muy incrédulo que digamos.

—Pido disculpas, solo… —trató de decir Cristal.

—Además —prosiguió Noesis—, afirma que tengo la empatía de una piedra. ¿En serio se puede extraer eso de un par de adivinanzas? ¿Qué mundo es este en el que tengo que pensar bien si alguna palabra que digo herirá la sensibilidad de alguien?

—Es un exagerado —confirmaron los santos de Erídano y Cerbero.

Sabiéndose vencido, Cristal inclinó la cabeza, hundiendo los hombros.

—Os ofrezco mis disculpas, puede que esté algo tenso.

Todos las aceptaron sin reservas, permitiéndose intercambiar algunas peculiaridades más sobre el ambiente en los camarotes, esta vez estando todos de pie. Había, por fin, gente descansando en todos lados, como debía ser y quizá era hora de que ellos también descansaran. Aerys hizo especial énfasis en que Fang necesitaba dormir, si no querían que acabara pensando que lo mejor que podía hacer era hundir el barco.

—Es tarde para eso —dijo Fang—. Un barco sin café no merece navegar.

—¿¡Lo ven!? —exclamó Aerys.

—Lo que veo es que todos deberíamos descansar un rato —dijo Cristal—. ¿Tal vez podrías ayudar a Fang de alguna forma?

—Puedo reducir el dolor a cero —asintió Noesis.

—¿Solo el dolor físico? —cuestionó Aerys—. Porque si yo no me fui a dormir cuando el señor plateado cayó contra el suelo, no fue por gusto. Tuve un mal presentimiento.

Los cuatro callaron, sintiendo el peso de aquellas palabras.

—Si ha llegado al punto en que hasta el panadero lo siente…

—¡Vuelve a llamarme panadero, chucho tricéfalo! ¡Te reto a que…!

—¿Entendéis algo sobre este viaje? —cuestionó Noesis, cortando de raíz la nueva discusión. Cristal podía concederle eso al santo de Triángulo. No era un hombre intachable, empatía y justicia fallaban en su corazón, pero tenía madera de líder—. Cada vez que se hace una ampliación de la cuenca, ocurre algo parecido a lo que llamamos un salto dimensional. Este río que navegamos tiene muchas capas superpuestas, en las que tiempo y espacio funcionan de forma extraña. Para nosotros han pasado siete horas desde que salimos, para el resto del universo también, para este finito, pequeño y perecedero universo, doce horas convencionales se vuelven un tiempo inconcebible para los humanos. Cada vez que la Silente sale a reconocer el terreno y cerciorarse de que ninguna de las cosas de más allá nos espera en la oscuridad, se arriesga a no volver nunca. ¿Comprendes, entonces, Cristal, por qué quise distraeros con un par de adivinanzas y algo de charla desenfadada?

Cristal no calificaría el pasado de aquel hombre como charla desenfadada, y tampoco trataría de par de adivinanzas a las cien preguntas inoportunas que les lanzó sobre el suicidio, la guerra civil, la ley del Talión y otros tópicos sensibles, pero asintió de todas formas. En ningún momento había buscado ganarse la compasión de nadie, solo trataba de distraerlos del desconocido mal del universo, con la simple maldad humana.

—Hablaste del mal que nos rodeaba —dijo Cristal—. Uno mayor al que anduvo por la superficie durante la guerra entre vivos y muertos.

—Soy incapaz de comprenderlo. Mi sexto sentido no puede discernir lo que nos observa ahora mismo. —Noesis miró a Fang, quien como respuesta se limitó a apartar la mirada—. Los de la división Dragón tenemos buen ojo para estas cosas, apuesto a que el subcomandante Zaon también lo ha notado a estas alturas. Antes estábamos en el punto de mira de lo que hay más allá. Ahora estamos al alcance de su mano. Aunque lo que hay más allá de este universo artificial no posee ojos para ver, ni manos para tocar, esta es la mejor forma de describir. Nuestra vida y nuestra muerte dependen del simple capricho de seres a los que no podríamos comprender de ninguna manera.

¿No sabemos nada, de nada? —dijo Aerys.

—Sabemos algo —intervino Fang, pálido—. Que los que duermen más allá de las estrellas son malvados.

xxx

Solo al fin, Margaret de Lagarto apartó en un rincón las copas, botellas y bolsas de aperitivos que había reunido para su pequeña fiesta. Al final no había aprendido ninguna técnica que le fuera útil en una batalla contra el ser más poderoso y terrible que había conocido jamás, habíada cuenta de que nunca pudo conocer a uno de esos dioses por los que luchaban. Resultaba, de hecho, curioso que tantos caballeros negros pudieran ser derribados por la simple técnica de la santa de Caballo Menor, la misma que el legendario santo de Pegaso había heredado de la subcomandante Marín. Nada más que un cierto número de puñetazos dados en una cierta fracción de tiempo. Algo tan simple excedía la fuerza del mejor de los caballeros negros con los que convidó, si bien Eren, sabía, había ocultado su mejor técnica a los ojos de todos.

En cualquier caso, lo que sí había conseguido era corregir vicios de principiantes en todos ellos. A Rin, por ejemplo, le había dicho que era bueno combinar puñetazos ligeros y rápidos con otros más lentos y potentes, dedicando más tiempo a cargar la energía en los puños. Era todo lo contrario a la técnica de Puño Meteórico que había aprendido, basada en que los golpes eran más peligrosos cuanto más rápidos eran, pero justo por eso podía causar alguna que otra sorpresa. Aquella diferencia de opiniones generó el debate más interesante del festejo, cosa buena, porque era difícil disfrutar de una buena comida si se tenía que usar demasiado seso en explicaciones. Unos tenían que controlar mejor cada movimiento de sus cuerpos, otros tenían que dejar de tratar de ser lo que no eran y aprovechar sus puntos fuertes, algunos necesitaban tener más confianza en virtudes que dejaban de lado, como la telepatía que todos esos caballeros negros dominaban. y que bien podría ayudarles a coordinarse mejor… En definitiva, que había esperanza en esas sombras, una que Margaret ascendió con gusto.

Todavía sentía ganas de bailar y reírse, se había pasado un poco con el vino, no lo bastante como para embotar los sentidos, solo para desinhibirse. Extasiado, y libre de la actitud desaprobadora de la hija del Juez, empezó a bailar.

—Ups —dijo Margaret, tras pisar un par de los papeles que había repartido para que los caballeros negros tomaran apuntes—. ¡Apuntes! ¿En serio?

Se agachó para recoger el papel, el desorden no era bueno, ni siquiera cuando navegaban directos hacia el fin de los días. Sin embargo, alguien se le adelantó. Un destello de luz, semejante a la forma que adquirió Joseph la vez que se enfrentó a Caronte de Plutón, durante la guerra entre vivos y muertos, pasó frente a sus ojos y tomó el papel como si fuera la mano de un hombre.

Cuando Margaret se puso de pie, quedó tan espantado que retrocedió, presa del pánico. Un ser de luz pura se había manifestado ante él. No podía percibir su cosmos, sino una ominosa sensación de poder que solo un selecto grupo de seres emitía.

—¡Astra Planeta! —exclamó el santo de Lagarto, aterrado.

Él, Joseph y el finado Yu habían pretendido combatir con un astral, pero ahora que lo veía con retrospectiva, sintiendo la inmensidad que era la esencia de esos seres, se daba cuenta de que solo estaban en su camino. Al igual que robustos edificios se encuentran en el camino de la naturaleza, cuya furia arrasa la obra del hombre. La mera idea de que él, Margaret de Lagarto, pudiera combatir con uno de los Astra Planeta era tan ridícula como que una simple persona quisiera detener un huracán con sus manos.

—¿Y acaso no imitais a los santos de Atenea la furia de la naturaleza y los misterios del cosmos? —preguntó la aparición—. Tu mente está reflejada en tu cara, Lagarto.

— ¿Quién sois? —preguntó Margaret.

—Narciso de Venus —respondió la aparición, agitando el papel que sujetaba con dedos de luz—. ¿Conoces la teoría de los agujeros de gusano? Es fascinante. Mira: los extremos de este papel son dos puntos distantes en el universo, pongamos que el primero es la Tierra y el otro los confines del universo, añadiendo, ya de paso, que cada centímetro vale por mil millones de años luz. ¿Parece mucha distancia, verdad? Mas si hacemos esto —señaló, juntando los bordes del papel de tal forma que el papel quedaba doblado sobre sí mismo—, y luego hacemos esto —añadió, descargando un haz de energía desde la mano libre, que hizo un pequeño agujero en ambos extremos de un papel—, hay un atajo que podemos utilizar para llegar a nuestro destino.

El santo de Lagarto tardó un rato en comprender que aquel ser de luz le estaba hablando un serio. Y otro más en aguantar una risa nerviosa.

—¿Sois fan de Sam Neil? —preguntó Margaret a pesar de su autocontrol.

—Ah, ha pillado la referencia —dijo Narciso, reduciendo el papel a cenizas—. Entonces, comprenderás lo que voy a hacer.

—¿Lo que vas a hacer? —repitió Margaret, pálida—. Ya estamos en un túnel de gusano. No necesitamos otro.

—Estáis en un universo paralelo que retuerce el espacio-tiempo hasta el punto en que funciona de forma conveniente, si bien no la que ambos necesitamos. Vais con retraso —advirtió Narciso—. Demasiada prudencia. Demasiadas paradas. Tenéis suerte de que mi hermano sea un sádico incorregible, de lo contrario ya habría hecho volar por los aires el barco con toda la tripulación original de argonautas. —La palidez de la cara de Margaret se acentuó, para satisfacción del astral—. Oh, sí, el Argo Navis os espera más allá. El problema es que a la velocidad que va vuestro navío, bien, tardáis demasiado y he decidido acelerar un poco las cosas.

Antes de poder hablar, Margaret hubo de tragar saliva.

— ¿Vais a hacer un túnel de gusano en el túnel de gusano?

—Voy a unir los extremos de lo que os queda del camino y resituar tu canal en un atajo de mi manifactura. Espera un momento.

Margaret tardó tres segundos en decidirse a tratar de impedirlo.

—¡Tú…! —gritó el santo de Lagarto, encendiendo su cosmos. Poco le importaba no tener protección. Los mantos sagrados eran como el cristal para esos seres.

—Ya acabé —dijo Narciso.

Todo el barco empezó a temblar, como pasando a través de una tormenta. Las bendiciones recaídas sobre su construcción se pusieron a prueba. Margaret trastabilló, dándose cuenta que el poder que había reunido, ya esfumado, era para enfrentar su propia debilidad. Para calentar su alma cobarde con el valor de los héroes.

— ¿Qué habéis hecho? —preguntó Margaret, tratando de caminar. El camarote viró hacia un lado y él acabó chocando contra una pared.

Todo se deslizó, la cama, el mobiliario y la lámpara de aceite, que Narciso pudo recoger porque todo su ser seguía en la misma posición en la que estaba. Si el barco se movía, él se adaptaba al movimiento, sin ser arrastrado por él.

—Al abrir las Puertas de Yog Sothoth, los humanos atrajisteis la atención de Aquel que se desliza en la oscuridad , por lo tanto es justo que seáis vosotros los que os ocupan de eso —aseguró Narciso, colocando de nueva la lámpara en cuanto el barco volvió a enderezarse—. Descuida, no es el peor entre los suyos, se entretiene más de la cuenta en romper a los héroes, solo tenéis que resistir. En el mejor de los casos, ambos, humanos y Rey Durmiente, serviréis de distracción para Titania de Urano, dos pájaros de un tiro —sonrió—. Resistid, santos de Atenea, porque la tarea que os habéis propuesto no es menos difícil que esta desagradable aventura. Pondría por ello mi mano en el fuego.

Margaret quería hablar, pero ya había gastado todo el valor que tenía. ¡Era tan insignificante frente a aquel ser! ¡Tan pequeño! ¡Tan diminuto!

«Si pudiera golpear como el héroe legendario —pensaba el santo de Lagarto, viendo sus manos temblorosas—. Golpes cada vez más rápidos. Aceleración permanente, hasta alcanzar la velocidad de la luz. Es un principio tan simple…»

—Ahora me retiro —dijo Narciso—. Mándale mis saludos a tus compañeros. Os deseo lo mejor, santos de Atenea.

—Alto —dijo una tercera voz, mitigada por una máscara de metal.

Fue algo difícil de describir, a pesar de que el santo de Lagarto observó todo sin parpadear. Según vio, Narciso debió haber desaparecido en el preciso instante en que les ofrecieron sus buenos deseos, de modo que las palabras de la recién llegada fueron pronunciadas después; Según sabía, la enmascarada de delgado cuerpo cubierta por un manto mortuorio, brillante como una joya, siempre estuvo ahí.

Shizuma de Piscis, con la marca del Hades en su vestidura, sujetaba la mano de Narciso como si en vez de fotos estuviese hecha de carne.

—Traición —fue lo primero que pasó por la mente de Margaret—. ¡Traidora! —La señaló, fuera de sí. Aquel era el peor escenario posible, que los santos de oro muertos se hubieran vendido a Hades. Sí, era una posibilidad tan mala como ridícula, considerando que fue la élite del Santuario la que vendió el inframundo para empezar, pero él no podía pensar ya con claridad—. ¡Presentarás tus excusas ante el Sumo Sacerdote!

No estaba pensando en Gestahl Noah al hablar del Papa, sino en quien vestía el manto de Géminis. A pesar de todo, cuando Shizuma lo miró con aquella máscara sin rasgos, sintió que toda la estupidez que vomitaba le rebotaba en la cara.

—Así que tú eres la que ha estado yendo desde el Hades hasta el universo material todo este tiempo —observó Narciso, fascinado.

—Yo estoy en todas partes y ahora estoy aquí —recitó Shizuma—. Mi señora, la reina Perséfone, te reclama en Giudecca de inmediato.

—Nada nos place más a los Astra Planeta que servir a los dioses —convino Narciso—. Mas temo que hay asuntos que requieren mi atención. Aceptaré gustoso reunirme con Su Majestad dentro de dos horas.

—Lo harás de inmediato —insistió Shizuma.

La tensión en el ambiente era tan densa que Margaret se sentía prisionera de ella. ¿Qué pintaba allí? ¿Por qué a él le habían hecho participar de tanta locura? Aprendiz de todo, maestro de nada. Un simple copista. Joseph era el héroe del grupo, el que podía hacer realidad cualquier empresa que se propusiera, con él debían hablar.

Margaret de Lagarto solo era lo que su constelación dictaba que fuera desde el vientre materno. Una criatura capaz de desprenderse de partes de sí para sobrevivir. Todo en él, cada técnica que había aprendido, era prescindible, carecía de cualquier recurso vital.

-Yo puedo…? —trató de decir el santo de Lagarto.

—¿Conoces a Aquaman, el superhéroe del mar? Es un personaje formidable, siempre que el enemigo esté en el océano. Cuando no esté allí, bien, al menos tiene salud.

—Solo el cielo es el límite para mí.

—¡Qué casualidad! El cielo es mi casa. No me malentiendas, tus poderes son impresionantes, mas los Astra Planeta pertenecemos a una dimensión más elevada.

—No es a mí a quien debes responder, sino a la reina del inframundo.

—Dista mucho el cielo y el infierno.

—Mi señora preside la vida y la muerte.

—Solo de palabra —insistió Narciso—. Ni siquiera Hades se atrevió alguna vez a romper la rueda de reencarnación. Algunas almas fueron malditas, no todas.

—Crees que puedes evitar la cólera de mi señora si evitas pisar el inframundo —entendió Shizuma—. No obstante, parte de sus dunamis está dispersa a través de los diversos planos de la existencia. Eso incluye la Esfera de Mercurio; estuvo ahí, ¿me equivoco? —La tranquilidad de Narciso fue sustituida por un silencio arrepentido, fúnebre incluso—. La reina Perséfone puede abortar el nacimiento de tu obra, con solo chasquear los dedos —amenazó sin titubeos, empujada por una fría cólera.

Poco tardó el regente de Narciso en inclinar la cabeza, a modo de rendición.

—De verdad necesito esas dos horas. De lo contrario, esta gente morirá.

—Por tu culpa.

—Le importará mucho a tu señora ¿quién tuvo la culpa? —cuestionó Narciso.

—Dos horas —respondió Shizuma al poco tiempo.

Después soltó al astral, quien no tardó un solo segundo en esfumarse, diciendo:

—Ves, Lagarto? Nunca hay que perder las formas, ni siquiera cuando te sabes apresado por un ser superior.

De alguna manera, esa sugerencia de un enemigo dio nuevas fuerzas a Margaret, quien se irguió dispuesta a confrontar a la traidora santa de Piscis. Esta, como un fantasma, se deslizó a través del suelo hasta que quedaron frente a frente.

—Contarás lo que has visto aquí —advirtió Shizuma—. Y darás un mensaje de mi parte al Ermitaño. Es fundamental que lo recuerdes.

—Contaré todo —dijo Margaret, fijos los ojos en el oscuro manto de Piscis.

—La mente es un lugar más —dijo Shizuma—. Él recordará y sabrá qué hacer.

Cumpliendo ella misma con esa sugerencia, Shizuma entró en la mente atribulada de Margaret y arrancó el recuerdo del manto oscuro de Piscis. Habría sido más fácil viajar hasta allí sin armadura, pero Kyoka Suigetsu necesitaba un punto de referencia si no quería perderse en la inmensidad del Caos. Y ahora era Heraldo del Olvido.

Notas del autor:

Shadir . ¡Deberé pedir disculpas por eso! Siendo una historia tan larga (en número de páginas y tiempo y espacio que le dediqué), disfruté mucho profundizar en los anhelos y temores de los personajes.