Capítulo 196. Liberación
En la era mitológica, había dos clases de héroes. No los distinguía la relación con los dioses, pues todos ellos vivían bajo sus auspicios, incluso cuando renegaban de ellos y osaban acercarse demasiado al cielo. Tampoco marcaba la diferencia el potencial de cada uno, todas esas personas se convirtieron en leyendas por realizar grandes proezas. Lo que separaba a unos de otros eran los compañeros que tenían, pues si unos brillaron por sí solos y fueron venerados como dioses, otros se apoyaron en quienes confiaban para llegar igual de lejos, si no más allá, que quienes los precedieron.
Incluso la Raza de los Héroes era humana y necesitaba ayuda. Hasta los santos de Atenea, defensores de la humanidad, podían necesitar ser rescatados.
—¿No piensas ir a mirar? —cuestionó Ícaro.
—Tú primero —dijo Ethel, a través del Manto de Deyanira. La máxima técnica defensiva de su madre, que usaba magia para aprovechar la fuerza del río Leteo. Todo daño era mandado al olvido, salvo que se excediese cierto grado de potencia.
Todo dependía de hasta qué punto esa Ethel salida de la mente de aquel viejo había perfeccionado la técnica original. Debido a eso no había atacado todavía.
No le gustó darle la espalda. El calor del momento podía extinguirse y entonces volvería a caer en la misma debilidad que lo dejó a merced del espíritu de su madre. Si veía a aquella santa de plata como la hermana que nunca pudo conocer, los santos de Orión y Caballo Menor perderían la única barrera que los separaba de ser aniquilados.
«El viejo aguanta bien —pensaba Ícaro, sin apartar la vista de Ethel—. Caballo Menor no resistirá tanto. Me pregunto cómo sigue con vida, con esas heridas…»
Al final, justo antes de que Ícaro cediera, Ethel salió corriendo del destrozado camarote. Él la siguió, lleno de curiosidad, sin esperar para nada lo que vería allí fuera.
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Rin de Caballo Menor estaba sentada a un lado mientras una mujer alta, de cortos cabellos y mirada limpia la examinaba. Le había golpeado los puntos cósmicos a fin de parar la hemorragia, aunque la gravedad de las heridas seguía requiriendo tratamiento.
En el otro extremo estaba Lesath. El duro combate con el eidolon le había granjeado varios moratones, así como una hinchazón sobre el ojo derecho. Nada grave; el manto de Orión había resistido bien todos los golpes, incluido el último del propio Ícaro, solo el casco presentaba severas grietas, habiéndose perdido la protección de la mejilla y uno de los tres picos de la corona. Por alguna razón que Ícaro tardó en comprender, pues veía al santo de plata en perfecto estado para volver a combatir, este permanecía apartado, mirando a otro lado con tal de no ver siquiera de reojo a la sanadora de blanca túnica que trataba a su compañera de armas, como si le tuviera miedo, o respeto.
«Un momento —pensó Ícaro, viendo a aquella última—. ¡Yo la…!»
—¿Mamá? —dijo Ethel, cayendo de rodillas y deshaciendo el Manto de Deyanira.
La mujer, alzándose, giró hacia ella. Conservaba el rostro tal cual recordaba Ícaro de antes de la batalla con Nicole de Altar y los cuatro subcomandantes, sin ninguna de las heridas que recibió entonces. Eso fue lo primero que pensó, pero al observarla con atención, comprendió que era distinta, poseedora de una paz absoluta.
¿Dónde estaba Hipólita? ¿En el infierno, prosiguiendo con el castigo eterno que fue su vida? ¿En el paraíso, siendo recompensada por…?
«Nosotros no merecemos ninguna recompensa —pensó Ícaro—. Ni la pedimos.»
—Me llamas madre —dijo Hipólita, caminando hacia Ethel. Hubo de detenerse, pues el manto de Hércules se deshizo en diversas piezas que formaron un tótem entre ambas.
—Estando tú aquí —dijo Ethel, temblando—. Tú debes ser la santa de Hércules.
—A mí ya no me hace falta esto. —Tras negar con la cabeza, Hipólita dio un golpecito en el tótem. El manto sagrado volvió a cubrir a Ethel sin darle tiempo a dar ninguna otra excusa—. He muerto. Si soy tu madre, tú debes de ser Ethel, ¿me equivoco?
La santa de Hércules, todavía arrodillada, asintió.
—¿Cómo podrías no recordarla? —cuestionó Ícaro.
En cierta forma, siempre se había sentido como el que vino después de Ethel. No era como si le hubiesen tratado mal, ni que le obligaran a escoger un camino que no quería, pero sí se sintió desplazado. ¡Desplazado por alguien que su madre había olvidado!
—Ícaro, ¿también estás tú aquí? —preguntó Hipólita—. La reina Perséfone ha sido generosa conmigo. Cuando me preguntó si podía hacerle un favor antes de la promesa, no me lo podía creer. —La mujer alargó el brazo, atrapando al Ícaro sin dejarle escapatoria, como cuando era un niño. El otro le bastó para agarrar a Ethel, abrazándolos a ambos con afecto—. ¡Mis dos hijos, qué fuertes son mis hijos!
—No tanto como tú —aseguró Ethel.
—¿Esto es real? —preguntó Ícaro al rato, deseando con todo su corazón que lo fuera—. ¿Dónde estás, madre? Hace un momento, una aparición me aseguró que tú…
Hipólita no les respondió de inmediato, sino que se permitió acariciarles la cabeza y quedarse con ellos abrazada un largo minuto. La agitación en los corazones de ambos remitió. La paz reinó en el alma de Ethel como en la de Ícaro.
—Estoy en el Hades —admitió Hipólita—. Me dirijo al lugar prometido, allí donde solo los héroes pueden estar. ¿Qué sois vosotros, hijos míos?
Adoptando un semblante severo, se separó de ellos, poniéndose de pie.
De pronto la temperatura descendió de forma súbita. Todo se cubrió de hielo.
—Soy el hijo del Sumo Sacerdote del Santuario y de la santa de Hércules —dijo Ícaro, también irguiéndose—. Ese lugar al que te diriges, también me recibirá a mí. —Tras ver que su madre asentía, se dirigió a Lesath con estas palabras—: Si Caballo Menor muere, te ejecutaré para que le sirvas de guía en el Hades, ¿está claro?
—Clarísimo —dijo Lesath en voz alta, sarcástico—. Niñato —susurró.
Al caballero negro poco le importó. Dándole la espalda, se planteó dirigirse a Ethel. Era la última oportunidad de hacer tal cosa. Tal vez la joven lo esperaba.
«No, no es la última —recordó Ícaro—. Mi hermana está allí donde van los héroes.»
Ese reencuentro se daría más adelante, aun así, no pudo evitar decir:
—Buena suerte, hermana.
Después, sin siquiera escuchar la respuesta, salió corriendo a la velocidad de la luz.
—Allá va el ladrón de moralejas —gruñó Lesath, todavía evitando mirar a Hipólita.
La mujer inclinó la cabeza hacia su hija.
—¿Todavía no lo comprendes, santo de Orión? —cuestionó Ethel.
—Sí, quiero morir a manos de la persona que no pude salvar —respondió Lesath, cansado—. ¡Qué retorcido, por los dioses!
—Ah, no habría usado a Heracles si esa fuera la verdad —rio Ethel—. Tú no quieres morir, santo de Orión, amas vivir, amas la vida, incluso si vas a nacer viejo, crecer viejo y morir viejo. A la vez, tampoco quieres hacerme ningún daño, no puedes dejar ir el pasado. Estás encerrado en un bucle sin fin de indecisión y arrepentimientos.
—Lo estaba —replicó Lesath—, hasta que la jefa me dio algo por lo que luchar.
—Ese es solo otro pasado que extrañas.
—¿Y qué voy a hacer si no? El futuro no es nada halagüeño.
—Fácil. Asume que el mañana es el ayer y piensa en cómo resolverlo.
—¿Y esa es mi moraleja?
—Lo que debes aprender de esto —replicó Ethel, divertida—, es que no debes sentir culpa. Lo que me pasó, lo que me pudo pasar, nunca estuvo en tu mano cambiarlo.
Lesath suspiró. ¡Ojalá fuera tan fácil!
Las dos, madre e hija, empezaron a desaparecer. Aunque no iban a reunirse en ninguna parte, siendo una un alma sacada del Hades y otra el fruto de su debilidad, fue una escena hermosa de ver, así fuera de reojo. Si había alguna justicia en el Hades ahora que gobernaba la reina en vez del rey, esperaba que la auténtica Ethel pudiera vivir algo así.
—Me habría gustado luchar a tu lado —admitió Lesath, atragantado—. Hipólita.
—Puedes luchar al lado de esa joven —dijo Hipólita—, y muchos más, hay muy buenos guerreros en nuestra generación. Saluda a Makoto de mi parte.
«¿A Makoto? —Lesath suspiró—. ¿Qué tiene esa mosca endemoniada?»
—Y en cuanto a ti —dijo Ethel, dirigiéndose a la santa de Caballo Menor que apenas despertaba—. Quiérete un poco más.
—¿Eh? —fue todo lo que pudo responder Rin.
—Es lo que dice Asha. No vale la pena hacerte fuerte tirando tu vida a la basura. La vida es muy valiosa, no es bueno darle la espalda. Ya llegará tu momento.
—¿De verdad eres Ethel?
En lugar de responder, la santa de Hércules miró a su madre, abrazándola.
—Dioses… —dijo Lesath, pasándose el brazal por los ojos—. Ah, rayos, hace un frío de mil demonios, ¿puedes andar?
Rin ya se estaba poniendo de pie. Ya no sangraba, aunque eso significaba poco.
—Te agradezco que no me digas que me vas a llevar en brazos.
—¿Qué clase de santo de Atenea iría en brazos de otra persona?
Aun así, durante todo el trayecto, Lesath estuvo pendiente de ayudarla a llegar hasta quien podía salvarla. ¿Por la amenaza de Ícaro? No. ¿Por las palabras de Ethel? Tampoco. La razón estaba en un pensamiento que el propio Lesath tuvo.
Poder defender a una compañera lo había apartado del derrotismo al que quedó sumido viendo su pasado. Poder ayudar a alguien lo había salvado, una vez más.
Así pues, él salvaría a aquella compañera, porque así lo quería.
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Margaret de Lagarto pasó por encima de los cadáveres de sus amigos. Uno era un montón de pedazos de hielo desperdigados, lo que le daba náuseas. El otro, Yu de Auriga, lucía un boquete en el manto de plata que llegaba hasta lo más profundo del pecho. Ya que el control de la gravedad del discípulo de Arthur era tan notable, ni las Agujas Carmesí, ni las rosas, ni los soplos gélidos, ni otras técnicas que conocía lo alcanzaban. Tuvo que combinar el teletransporte con su propia velocidad para superar tal capacidad defensiva y atravesarle el corazón, después de hacerle pelear un rato con una proyección astral. Tenía todo el brazo ensangrentado, debido a eso.
El brazo, porque claro, no tenía el manto de plata. Todo su cuerpo había recibido los golpes de un par de guerreros mejores que él, todo a la vez que oponía resistencia al Devorador de Vida de Ishmael de Ballena. Si no encontraba pronto a Minwu, moriría por desangramiento, lo que tampoco estaría tan mal.
—Nunca pensé en copiar vuestras técnicas, porque supuse que siempre contaría con vosotros. Lagarto, Auriga y Centauro, bajo la dirección de Ballena. Íbamos a hacer grandes cosas los tres, que empequeñecerían la victoria sobre Hipólita. —Margaret rio a placer. Aquella parecía una ambición muy pequeña en comparación con la empresa que ahora llevaban a cabo. Iban a la caza de un astral, ¡de un astral!—. Cuando las uso, yo recuerdo todo eso. Recuerdo todo eso y duele, duele mucho —reconoció.
Los párpados empezaron a caer. De forma borrosa pudo ver, abajo, cuántos cortes le habían desgarrado la piel del pecho y los brazos.
«Es una buena técnica —decidió Margaret—. Si domino el aire y la gravedad…»
Estaría bien soñar con eso. Estaría bien dormir.
Oyó una serie de pasos. Adelante, cuatro sombras de Copa venían hacia él y aceleraron al percibir la gravedad de su estado. Mientras el resto lo agarraba de los brazos para ayudarle a sentarse, el cuarto examinó cada una de sus heridas, asintiendo para sí.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Margaret—. ¿No tenéis remordimientos?
El médico jefe del grupo miró los cadáveres.
—Ni una pizca, que se jodan los que murieron. Si no hubiesen jodido el mundo primero, nuestros compañeros no habrían tenido que hacer esa matanza.
Tal falta de tacto explicaba a la perfección cómo alguien con un cosmos tan notable acabó siendo un caballero negro. No solo no mostraba arrepentimiento, sino que apenas se interesaba por nada que no fuera el paciente que tenía adelante. En silencio, sopesaba las posibilidades de salvarle la vida con la frialdad de una máquina.
Por la forma en que miraba a los otros caballeros negros, Margaret intuía que estaban recurriendo a la telepatía. Haría falta una gran habilidad para cerrarle todas las heridas, lo que no ayudaría mucho con la pérdida de sangre.
—¿Eh? —dijo Margaret. Los tres caballeros negros que lo ayudaban cayeron adormilados, quedando solo un único sanador.
—Nuestra facultad es reconducir la energía vital de la gente —explicó el médico jefe—. Ahora, quédate quieto, que tengo trabajo que hacer.
—¿Han muerto?
—Ni de broma. Tómatelo como una donación de sangre.
—Pero…
—Lo siento, tengo que trabajar.
Margaret debía estar muy debilitado, porque a aquel sujeto le bastó golpearle la frente con el dedo para paralizar todo su sistema nervioso. Después lo colocó en el centro del pasillo, arrastrando el resto de cuerpos de tal forma que lo rodeaban.
Así fue que empezó a trabajar, mientras todo alrededor se congelaba de repente.
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Ya que tenían el mismo objetivo, era cuestión de tiempo que Soma, Grigori y Minwu se encontraran. El primero estaba tomando el aire después de correr por aquel pasillo inmerso en una distorsión espacial laberíntica, mientras que el santo de Copa, ya tratado por un cuarteto de talentosos caballeros negros, llegaba más fresco, protegido en todo momento por el santo de la Cruz del Sur.
Gracias al trabajo de ambos, ya no caían cuerpos del techo, lo que no quitaba el aspecto dantesco del interior del navío. Sangre, cadáveres y destrozos por doquier. Los caballeros negros rescatados por cada grupo miraban todo con cierto pavor.
—Buenas —dijo Soma, golpeándose el oído con cierta rabia—. ¿No falta gente?
—Hay algunos que requieren tratamiento psicológico —se excusó Minwu—. Han sufrido un gran shock. —Él mismo, con tantas vendas encima, lucía más como un paciente que como un médico, a pesar de lo cual tenía que atender a la gente.
—Arriba van a necesitar nuestra ayuda.
—En cuanto acabe de tratar a todos, lo harán.
Soma se le quedó mirando, boquiabierto.
—¿Has reunido a los demás en un solo camarote?
—Una veintena, con turnos de descanso y vigilancia de media hora.
Negando con la cabeza, el caballero negro advirtió:
—Si seguís enfrentando a nuestras pesadillas, no acabaréis nunca.
—Descuida —dijo Minwu—. Lo que tus compañeros necesitaban era ser salvados. —Miró primero a los caballeros negros que lo seguían a él, y después los que venían a reunirse con Soma. De un solo vistazo, el santo de Copa comprendió que el caballero negro de León Menor no había hablado con ninguno de ellos—. Sentir que son parte de nuestro ejército y que los ayudaremos si están en apuros.
—Eso no afecta a nuestras diferencias y la culpa que nos corroe —dijo Grigori—, pero Minwu piensa que el espacio se ha vuelto loco por las distancias que nos separan.
—Tiene sentido —decidió Soma, encogiéndose de hombros—. ¿Damos otro…?
La temperatura descendió de pronto y todos callaron.
Una de las pocas puertas por la zona que Soma no había hecho añicos se abrió de forma suave. Un muchacho salía de ella, cubierto por un manto de oro que llenó a todos de pavor. Camus de Acuario les dedicó un rápido vistazo antes de cerrar la puerta, sin importarle que en el proceso les diera la espalda. Tenía una de las doce mejores protecciones del mundo, así que, ¿por qué iba a preocuparse?
—Ni se te ocurra, Grigori —susurró Minwu.
La intuición del médico era sorprendente. Grigori ni siquiera había empezado a adoptar su postura combativa, de hecho se interrumpió segundos después de la advertencia.
—Vosotros no me interesáis —dijo Camus, pasándoles de largo.
Nadie se le interpuso, ni santos de Atenea, ni caballeros negros. Aquel era un enemigo excesivo para ellos, a la par que extraño. ¿Quién en todo el barco podría sentir arrepentimientos relacionados con los santos de oro, además de los propios santos de oro? En la mente de todos los presentes pasó la idea de dejar ese asunto a los de arriba.
Pocas veces Soma se sentía más unido a los santos de Atenea que cuando estos reflejaban humanidad. Incluso aquellos poderosos héroes podían sentir miedo.
Cuando el miedo pasó, llegaron los arrepentimientos. Seguían sintiendo aquel cosmos notable, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Qué ocurriría si semejante enemigo lo complicaba todo en cubierta? ¡Se suponía que eran un ejército!
—¿Sabes lo que vamos a hacer? —dijo Soma—. Vamos a reunirlos a todos.
—Desaconsejo… —quiso interrumpirle Minwu.
—Vamos a reunir a todo el que pueda luchar —prosiguió Soma—. Tú no estás incluido, tú estás aquí para curar, así que yo tomo el mando. —Se refería al mando de los caballeros negros bajo cubierta, pero Grigori asintió como si también lo incluyera—. Luego, subiremos arriba. Podremos descansar cuando estemos a salvo, ¿verdad?
Incluso Minwu terminó por mostrar su aquiescencia con un gesto.
—De un modo u otro, cuando todo esto acabe, descansaremos.
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En un rincón de aquel espacio-tiempo distorsionado, la indecisión de Mera estaba colmando la paciencia de Icario.
—¿Oíste las voces? —cuestionó el santo de Boyero. Mera asintió—. ¿Viste los cuerpos? —Otro asentimiento. También por esa zona habían caído cadáveres, sacando estremecimientos a la por lo demás firme Yuna de Águila Negra—. Ya no hay más voces, ni tampoco más muertos, ¿sabes por qué?
—Alguien está interrumpiendo esta vil ilusión —aseguró Mera, negando.
—Es porque ya no oyes, ni ves. Has apartado la mirada —dijo Icario con aire decepcionado—. Los santos de Atenea apartáis la mirada del problema y así creéis que está resuelto, cuando en realidad está en proceso de ser olvidado. Cuando olvidas algo, desaparece de tu mente, no de la realidad. Seguís caminando al lado de un montón de asesinos, seguís navegando en un barco mancillado por el pecado. ¡El pecado no se ha ido, es invisible, mudo y malévolo! Si quieres ser bendecida por Atenea en esta empresa de locos, tienes que realizar un acto de fe, Mera. Tienes que purgar este lugar.
—¿Purgar? —repitió Mera—. Hablas como ellos.
Así de viles habían sido los pensamientos de la santa de Lebreles en algún punto, por eso no se atrevía a ejecutar a aquella desconocida. Porque sabía que no habría ninguna justicia en ello, como no la había en hacer lo contrario.
La mirada de esa guerrera, además, lograba brillar en un momento como aquel, tan terrible. Le hablaba de valor, tenacidad, amabilidad… ¿Podía ella apagar eso?
—Abajo, los abandonados ruegan —aseguró Icario—. Los justos prosperan y…
—Cállate —dijo Mera, soltando la lanza que aquel fantasma le había dado.
—… los malvados son castigados.
Tomando el arma desechada, Icario se dispuso a alancear a Yuna, sin piedad.
—¡Muere, infame! —sentenció el santo de Boyero.
La afilada punta, empero, rebotó contra un delgado muro de hielo.
Pavlin de Pavo Real había llegado, guiándose por su intuición.
—¡Valkiria! —saludó Yuna, incapaz de contener su felicidad.
—¿Qué estás haciendo, Mera? —cuestionó Pavlin.
Icario golpeaba con violencia la barrera, en exceso resistente.
—Yo… —Al tratar de responder, Mera supo que no sabía qué decir. Yuna estaba allí, lista para el sacrificio. Incluso si no era una persona grata para ella, ¿eso justificaba que dejara que la torturasen de esa forma? Era una santa de Atenea—. Son caballeros negros —respondió, contrariando sus pensamientos—. Deben morir.
El muro de hielo cedió al fin. Icario sonreía tras los pedazos que caían.
—En ese caso, ¿por qué no la has matado? —dijo Pavlin—. ¿Por qué la defiendes? Los de la división Cisne no somos de dudar todo el tiempo. ¿O eso ha cambiado?
Sin importarle lo más mínimo esa discusión, Icario arrojó la lanza. Mera miró a Pavlin, que no hacía ningún movimiento para impedirlo. La de rubios cabellos aceptaría que la sombra de Águila muriera si así debía ser, lo que solo le dejaba una opción.
Mera siempre había sido rápida. Lo seguía siendo, incluso si no ostentaba ya el primer lugar entre los santos de plata que combatían en tierra. Corrió hacia la lanza, que la atravesó de forma limpia el hombro para satisfacción de Icario, pero aquella era solo una posición que había ocupado hacía una fracción de segundo. Mientras un reflejo suyo era herido, la auténtica tomaba el arma y se la devolvía al santo de Boyero.
El metal se retorció frente a la mera mirada de un furibundo Icario.
—¡Qué decepción, Mera! ¡Yo no te enseñé a ser cómplice de criminales!
—Todo lo contrario —dijo Mera—. Me enseñaste a hacer el bien sin mirar a quién.
Mientras la santa de Lebreles confrontaba al santo de Boyero, Pavlin se dirigió a aquella joven a la que había fallado. No le habló, de todas formas, en tono de disculpa, mucho menos se compadeció de ella, pues la reconocía como una guerrera.
—¿Recuerdas lo que te enseñé, Yuna?
—Sí, valkiria, lo recuerdo muy bien.
Incluso paralizada por el poder de Boyero sobre cualquier metal, Yuna poseía el cosmos de una aspirante a santo, pudiendo agitar el aire alrededor y formar un pequeño tornado.
Mera corrió hacia Icario, usando las paredes como suelo en el último momento para ir más allá de él y no estorbar. El santo de Boyero solo la miró un segundo antes de elevar la lanza retorcida en una especie de meteorito, decidido a pasar con tan tosca arma lo que consideraba un simple soplo. Con los brazos abiertos, recibió el tornado y rio.
—¿Este es el poder de una criatura blasfema? ¿Esto es el producto de tu osadía? ¡Es patético, el poder de un santo de bronce en la portadora de un manto de plata!
—Si plata es lo que quieres —susurró Pavlin, sumando la Ventisca al Tornado.
—¡Este es mi verdadero poder! —exclamó Yuna,
El ataque combinado golpeó a Icario desde todas las direcciones, empujándolo atrás al final entre un sinfín de fragmentos congelados. El manto de Boyero había sido aniquilado por completo y los órganos internos de su portador estaban todos desgarrados. Para cuando cayó al suelo, aquel inesperado enemigo ya blanqueaba los ojos, dirigidos a Mera con aire condenatorio y decepcionado.
Sin embargo, Mera no vio más en ese ser a quien quiso como un padre y corrió a socorrer a la malherida Yuna, que había caído en brazos de Pavlin.
—Eres muy fuerte —saludó Yuna, perdiendo el conocimiento—, valkiria.
—Somos muy fuertes —dijo Pavlin—. Necesita ayuda, ¿crees que Minwu…?
Un repentino descenso en la temperatura la obligó a ponerse alerta. Alrededor, el espacio parecía volver a la normalidad, pero a la vez todo era cubierto de hielo.
—Este frío —se quejó Mera—. No es cosa tuya.
—Eres la más rápida de las dos —advirtió Pavlin—. Llévate a Yuna, por favor, yo retendré al enemigo. Sea quien sea.
Mera no dudó más. Tomó el cuerpo de Yuna y se fue corriendo. No tardaría mucho en encontrar a Minwu ahora que el espacio volvía a funcionar como debería, aunque ahora mismo era difícil definir si el máximo sanador del Santuario estaba disponible.
«Si lo han herido, solo nos quedará… —Con ese pensamiento errante, Pavlin fue corriendo hacia la salida por ella sellada.»
Esperaba llegar a tiempo.
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Detener a una sola de las entidades espirituales requería todo el poder de Fang y Aerys, de modo que quedaba en manos de Noesis decidir. ¿Destruir a la Dama del Invierno, el Señor del Verano y el Rey de la Primavera? ¿Cazar al Amo del Mar? ¿Aniquilar al Príncipe del Otoño y detener la lluvia de meteoritos? Hiciera lo que hiciera, quedaría a merced del resto, lo que solo dejaba una solución. Eliminar a Xian. Él mantenía unido al clan y además podía convocar al Emperador de las Cuatro Estaciones. Si caía, el Pacto Original se rompería y cada chamán podría ver a su eidolon rebelándose en su contra.
Tuvo solo una fracción de segundo para decidir, pero él era un hombre práctico. Incluso si en el futuro se arrepentía, haría siempre lo necesario para proteger el presente.
Al saltar por encima del castigado Ataúd de Hielo, sintió que Saga desaparecía, conforme. En su mano estaba el arma terrible con el que perpetró su crimen tantos años antes. Sonrió con tristeza, nada había cambiado en todo ese tiempo.
El puño del Señor del Verano fue desintegrado al mero contacto con Noesis, sin lograr retenerlo un solo momento. Extendió el brazo hacia atrás, preparando el lance.
—¡Yee-haw! —gritó Retsu en ese preciso momento.
No apareció montado en un caballo, loados fueran los dioses, pero sí que estaba a lomos de un enorme perro de oscuridad que aterrizó en uno de los meteoritos cercanos. El impacto pulverizó la roca en una gran explosión, la cual sirvió a ambos, bestia y jinete, para impulsarse. Fue un espectáculo increíble que atrajo la atención no solo de Noesis, sino también de Xian, Salomón y su esposa. Retsu saltaba de meteoro en meteoro, desgarrándolas a tal velocidad que estos apenas avanzaban un par de metros antes de desaparecer, a la vez que el can de sombras, apareciendo siempre en el lugar oportuno, los destrozaba a mordiscos y escupía nubes de polvo estelar en toses inhumanas.
La oportunidad se le presentó y no se atrevió a desaprovecharla. Sin dudas en su corazón, arrojó el tridente contra el Príncipe del Otoño, atravesándole el corazón.
—¿Por qué? —preguntó Xian, tocándose el pecho—. Pudiste haberme matado.
Tal y como había supuesto, el portal al espacio exterior se cerró conforme el Príncipe del Otoño caía, deformado en un sinnúmero de lucillos rojos y negros. No hubo más meteoritos y el dúo implacable de Retsu y el can sombrío aterrizaron victoriosos.
Si Medea, la madre de Retsu, hubiese querido matar a Noesis, no habría tenido más que ordenarle al Amo del Mar, aquella serpiente marina alada, que lo devorase en plena caída. No lo hizo. Se quedó mirando su descenso con aquellos ojos llenos de odio, pero no se atrevió a matarlo, tal y como siempre desistió de hacerlo los años en que veló por su bienestar y el de su hijo. Noesis no comprendía la razón; si Retsu necesitaba un padre, había otros hombres en el mundo, mejores que él. De todos modos, aterrizó en la plataforma agrietada sin tener una respuesta. El tridente dorado estuvo a punto de clavarse en su corazón, pero un viento mágico invocado por el Sabio lo desvió en el último momento, salvándole la vida.
Para entonces, todos los chamanes y espíritus estaban a la expectativa, de modo que Aerys y Fang se permitieron acercarse a su compañero.
—¡Ah, le creció la mano! —gritó Aerys, señalando las garras del Señor del Verano.
—¿Y te sorprende? —respondió Fang, tras cerciorarse de que Noesis seguía vivo.
En lo que el fantasma barbudo se ponía de acuerdo con la pareja que parecía mandar sobre todos los demás, Retsu aprovechó para respirar un poco, sacarse el sudor y rascarle las orejas a Nico. Nunca en su vida había sentido tanto frío.
—Ve… a… por… tu hermana —le dijo el santo de Lince, tiritando.
El perro diabólico asintió, saltando más allá de la plataforma y desapareciendo en las sombras. Poco después, Retsu ya tenía enfrente a los mandamases.
—¿Qué hay de nuevo, viejos? —saludó el santo de Lince.
—¿Eres mi hijo, no? —dijo Medea, una mujer de finísima piel, blanca en contraste con aquellos cabellos azabache. La sombra de ojos que empleaba le otorgaba un aire místico que no rompía ni siquiera en ese momento de tensión—. ¡Retsu!
—Nuestro hijo —intervino Salomón, también de piedra. A él, Retsu no lo conocía, pero lo sabía su padre con solo verlo. Se parecían mucho, hasta en la falta de barba.
—¿A qué viene tanta solemnidad? ¡Venid aquí! —gritó el santo de Lince, dándoles a sus padres un gran abrazo, o intentándolo, porque sus manos atravesaron al par como si fueran fantasmas, cosa que eran—. ¡Ah! ¿El cosmos no resolvía estas cosas?
Puesto que la pareja estaba en shock, sin saber qué decir, el fantasma barbudo que Retsu asumió como su abuelo se acercó para dar algunas explicaciones.
—Somos la sombra de la culpa del hombre que te crió —dijo Xian—. La venganza que él mismo esperó en algún momento de tus manos, mi único nieto. Nadie puede destruirnos, salvo él. El resto del universo ni siquiera reconoce nuestra existencia.
—¡Rayos, me habría gustado un abrazo! —Retsu se rascó la cabeza mientras miraba a Noesis, como reprochándole algo—. Como sea, nunca he querido vengarme, así que olvidemos ese detalle… ¡Tranquilo, viejo, que te va a dar un infarto! —Puesto que Medea había sujetado la mano de su esposo, impidiendo que le diera una bofetada espectral, Salomón solo pudo poner cara de indignación. Y tenía una cara de indignación muy divertida—. ¡Rayos! Si tú me lo decías siempre, mamá, cada que estábamos solos. Que no estaba mal que lo quisiera, porque nunca aprendí otra cosa. Que somos chamanes. Entendemos la vida y la muerte de otra forma.
—Tiene razón —reconoció Salomón, calmándose.
—Jamás pude vengar a mi marido, mi padre y mis hermanos —lamentó Medea—, desde un primer momento, antes de que pudieras hablar, supe que amabas a ese asesino.
—Lo odiabas por eso —entendió Retsu—. No por lo que hizo, sino por no poder matarlo. Debiste odiarme a mí, que te lo impedía.
—¡Jamás! —gritó Medea.
—¿Cómo una madre odiaría al fruto de sus entrañas? —preguntó Salomón, siendo ahora él a quien le tocaba tranquilizar a su esposa.
La pareja se apartó, dejando al Sabio Xian el control de la conversación.
—Solo dime una cosa, ¿crees que tu maestro obró con justicia?
Por la mente de Retsu pasó la idea de bromear con eso. Lo desechó pronto.
—Solo tienes que mirar a tu alrededor, abuelo. —Señaló al ogro, la dama, el ave y la serpiente marina, cuatro inmensas criaturas espirituales que gobernaban las fuerzas de la naturaleza—. Mi madre decía que los chamanes éramos los guías de la temprana civilización entre el mundo espiritual y el material. Con el auge de la religión y el aislacionismo de los santos de Atenea, fueron perdiendo influencia. Tú ibas a cambiar eso, haciéndole la guerra al Santuario, una guerra sucia.
—El Sumo Sacerdote era malvado —recordó Xian.
—Malvado y fuerte —dijo Retsu—. Si tu clan y el Santuario se hubiesen enfrentado de otra forma, habríais muerto de todas formas, solo que provocando un gran daño a este mundo. Mi madre me habló del Emperador de las Cuatro Estaciones.
Existían siete grandes espíritus, en comparación con el cual los djinn elementales y los carbúnculos eran una minucia. Cuatro por cada estación, otros tres por los reinos principales del cielo, la tierra y el mar. Por encima de todos estos estaba aquel con el que el abuelo de Retsu forjó el Pacto Original por el que los miembros del clan podían vincularse a los espíritus. El Emperador de las Cuatro Estaciones, un ser capaz de proteger todo el planeta, así como de amenazarlo.
—Éramos una amenaza que debía ser erradicada —entendió Xian.
—Lo que me gusta de mi maestro —dijo Retsu, sonriendo—, es que aunque era su deber, habría estado encantado de salvaros de otra forma. Creo que esta es una oportunidad fantástica, ¿no crees, maestro?
Los santos de Erídano y Cerbero se miraban, sin entender nada. Noesis, en cambio, lo comprendía todo. Cogió el tridente mientras se levantaba y lo arrojó antes de erguirse del todo, clavándolo contra la base del Ataúd de Hielo. Como esperaba, este empezó a agrietarse hasta hacerse añicos, liberando a Cristal de tan terrible encierro.
Bastó una sola mirada para que Aerys entendiera. Se apresuró a devolver a aquel hombre, pálido como un cadáver, el calor perdido.
—Mi cosmos ha alcanzado el límite —dijo Noesis. No tenía que mirar atrás para saber que el tridente ya no estaba, ni tenía la menor duda de que Saga no iba a volver a aparecérsele para anular la fuerza que había reunido. Tomada la decisión, solo le quedaba seguir adelante—. Puedo sellaros, a todos, en un mismo recipiente.
—Yo —dijo el insensato de su discípulo, golpeándose el pecho.
En lugar de discutir como salvajes, los chamanes se limitaron a mirar al líder. Incluso Salomón y Medea, sin poder ocultar la felicidad que les producía esa posibilidad, se guardaron de decir nada, pues todo quedaba en manos de Xian.
—¿Eterno recuerdo, u olvido? —se preguntó Xian—. No es una decisión difícil.
Tan pronto dio su consentimiento, Medea hizo extinguirse al Amo del Océano, mientras que los más hábiles entre los chamanes de nivel medio retiraron a los tres espíritus de las estaciones que quedaban. La alegría inundó las caras de todos en ambos bandos, y mientras que Noesis preparaba su técnica más formidable, el clan entero se unió en un gran círculo allá arriba, base de una ciudad antigua y etérea. El Amo de la Tierra, el espíritu del hogar del Sabio Xian, que siempre los acompañaba.
—¿Ni siquiera ahora habrá un abrazo? —preguntó Retsu. Solo sus padres estaban frente a él, el abuelo se había reunido con el clan en la ciudad.
—Pronto tendrás todos los abrazos que quieras —dijo Medea, sin espacio para el odio.
—Si necesitas ayuda, ahí estaremos —añadió Salomón, sonriéndole.
Luego, los dos se reunieron con los suyos.
Noesis dibujó a toda velocidad triángulos de luz en el aire, los cuales unidos formaron la estrella de seis puntas que presidía sobre la magia. Tal figura, contenedora de un lenguaje más antiguo que cualquier forma de escritura humana, la arrojó sobre la ciudad, en la que campaban los traviesos carbúnculos, que no se habían dispersado. Esas curiosas criaturas, así como los chamanes y su ciudad, se comprimieron hasta fundirse en el Tritos Suparagisma de Noesis de Triángulo, un sello sin igual entre los hombres mortales. Tiempo, espacio, materia y espíritu, todo podía ser sellado en un solo movimiento. Al terminar, sabiendo reunidos a todos, Noesis hizo descender el sello hasta Retsu, que lo recibió en su corazón con los brazos abiertos.
Como era de esperar, el joven cayó de bruces al suelo, sintiendo un gran dolor. Quinientas almas entraban en su cuerpo espiritual sin ninguna clase de preparación, el cerebro le debía estar dando tumbos, aunque no había tiempo para remilgos.
«Si no lo hago ahora —pensó Noesis, manteniendo el sello en el cuerpo del santo de bronce, que lo rechazaba por instinto—. Desaparecerán de la existencia.»
Podía ser egoísta esperar lo contrario. Al fin y al cabo, solo eran sus miedos y miserias hechos realidad, pero en cuanto la opción se le presentó, decidió recorrer ese camino. El camino hacia una redención que nunca había creído posible.
Fang de Cerbero dejó de preocuparse del asunto en cuanto vio la ciudad en el cielo. Ya que nadie lo miraba, se dejó caer al suelo, agotado.
—Vago —dijo Aerys.
Una bola de fuego flotaba entre sus manos, transmitiendo calor al inconsciente Cristal.
—¿No deberías ofrecerle tu calor corporal?
—Esto es más rápido. Anda, duérmete de una vez. Me estás distrayendo.
Tras dar un sonoro bostezo, que fue ahogado por los gritos de Retsu de Lince, Fang asintió. Dejó que el dolor, y más aún, el valor del discípulo de su amigo lo acunara y se rindió a los dominios de Morfeo, sintiendo esta vez que lo merecía.
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Tras dejar a Retsu en buenas manos, o mejor dicho, dejar a aquel grupo en las buenas manos de Retsu, Nico pudo correr a placer por las tinieblas. Ya no le importaba atraer a la cosa responsable de tanta locura, nadie podía alcanzarlo en ese lugar, salvo su hermana. Le fue fácil localizarla desde su posición, olía a miedo y culpa. Apresuró el paso, oyendo el deslizamiento constante del enemigo, siempre igual de cercano. No lo seguía a él, sino al barco entero, entre cuyas sombras se movía.
Aterrizó donde quería sin mayor percance, pero, para su sorpresa, allí le esperaba nadie menos que Akasha de Virgo. Incluso sin un manto de oro, la enmascarada ni siquiera necesitó contacto para rechazarlo, mandándolo fuera del camarote.
—Este no es tu lugar, cachorro —dijo la general de la división Pegaso.
Nico estaba de nuevo en forma humana. El eidolon había sido destruido en el proceso. Al levantarse, empezó a retroceder, hasta que volvió a oler el corazón turbado de Bianca. Aquello le llenó de una ira aterradora, ensombreciéndole el alma con la misma velocidad que su cuerpo se cubrió de sombras, las cuales volvieron a adoptar la forma de un inmenso can del infierno. La cabeza apenas cabía a través de la puerta y el marco se tensaba con cada intento por entrar en el cuarto, abriendo y cerrando las mandíbulas como un perro rabioso. Nunca había sido tan amenazante, pero para aquella persona que no debería estar ahí, seguía siendo el mismo santo de bronce que había expulsado.
A Bianca se le encogió el corazón al ver a Nico. ¡Quería salvarla, aquel chico al que ella siempre quiso proteger, ganando a las malas el pan para su estómago!
—Esto sería más fácil si te opusieras.
—Ya sabes lo que pienso —dijo Kazuma, cerrando los ojos—. Los justos prosperan y los malvados son castigados. Yo soy malvado.
Tras un gesto de asentimiento, Bianca estiró hacia atrás el brazo, ya listo para el asesinato y con las garras tensas. Sería una muerte rápida, un tajo en la garganta a la velocidad del rayo. Ni siquiera podría procesarlo.
Un ladrido terrible llenó la sala. El semblante de Ishmael se volvió pálido como un cadáver e incluso Kazuma abrió los ojos del puro espanto.
—Basta, cachorro —dijo Akasha, impertérrita—. Esto es por el bien del mundo.
—¿Y qué hay del bien de mi hermana? —cuestionó Nico. El alma del joven salió de entre las fauces del eidolon, como un fantasma. Andaba con dificultad, sin poder avanzar debido a la presión ejercida por la general de la división Pegaso.
La mano de Can Mayor, antes lista para la ejecución, tembló.
—Por un mundo sin mal —rezó Bianca—. Por el sueño de Akasha, yo…
Dio el golpe, cinco veces más rápido que el sonido. Kazuma lo detuvo en seco, apretando con todas sus fuerzas la delgada muñeca de Can Mayor.
—Si tú no lo deseas —explicó el caballero negro, poniendo todo su esfuerzo en frenar un golpe lleno de indecisión—, esto no es la justicia del Santuario. Los justos prosperan —aseveró, con el rostro sudoroso y las venas hinchadas—, ¡tú eres justa!
—¡No lo soy! —gritó Bianca, atacando con la mano libre.
También esa fue atrapada por Kazuma, aunque ya no dijo nada más. Toda su concentración quedó puesta en salvarla. En salvar a una simple perra.
—Tú también aceptaste mi sueño, cachorro —dijo Akasha, mandando de un solo gesto el alma de Can Menor al eidolon—. ¿Malvados? ¿Justos? Eso es un trabajo a medias. Nosotros aspirábamos a extirpar la enfermedad, no al enfermo. ¿Yerro?
—¡Sí! —gritó Nico, sonando al tiempo como su voz y un nuevo ladrido.
Ishmael de Ballena trastabilló, llevándose las manos a la cabeza, aunque se repuso mucho más rápido que Kazuma, quien vio los dedos de Bianca clavándose en su pecho. La armadura apenas ofreció resistencia, aunque ayudó a que no se formaran heridas profundas. Las manos de Can Mayor no pasaron más allá de la oscura coraza.
—Puedo sentir tu corazón —rio Bianca—. ¡Está acelerado!
—Vos no buscabais un mundo sin mal —dijo Nico, con aquella voz terrible que era a la vez de perro y de hombre; incluso Bianca empezaba a estremecerse, pues el sonido le llegaba hasta el sistema nervioso—. ¡Queríais un mundo de bien!
Cansada de tantos reclamos, Akasha lanzó un veloz golpe a la velocidad de la luz, dispersando una vez más al eidolon y mandando a volar a un inconsciente Nico.
—¿Existe la diferencia? —cuestionó la general de la división Pegaso.
—Suma Sacerdotisa —dijo Ishmael, cubierto de un cosmos de plata—. Creo que ya hemos dado demasiadas oportunidades a esta inaceptable mujer.
No era ningún acto de impulsividad. Bianca se había quedado quieta desde las últimas palabras de su hermano. Lo primero que hizo, además, después de eso fue arrancar los dedos de la piel de Kazuma. Diez orificios de los que salieron hilos de sangre. El caballero negro retrocedió debido al shock, buscando desesperado algo en lo que apoyarse. Al final cayó sentado en la destrozada cama.
—Sí importa —dijo Bianca, vistiéndose con la oscuridad del cuarto. De un momento para otro, aquel espacioso camarote se le quedó pequeño. El lomo llegaba al techo. Las patas hacían crujir la madera, dañada por el Sable Celestial. Las fauces se abrieron de par en par, mostrando sus colmillos—. Un mundo de bien, es el sueño de los justos. Un mundo sin mal es la mentira de los malvados —oró la voz de la santa de Can Mayor, como un eco venido de las profundidades. El santo de Ballena temblaba sin control, si bien se mantenía firme, listo para un último y decisivo ataque—. Adiós, mi amado Ishmael. Este será el primer y último beso que te daré.
Frente a los ojos bien abiertos de Kazuma, Bianca devoró de una sentada a aquel santo de plata tan fuerte. Sin embargo, en ese mismo momento se liberó un destello cegador que iluminó el camarote entero, de modo que para cuando el caballero negro pudo volver a ver, estaba la victoriosa santa de Can Mayor de pie, con un largo, aunque no profundo, corte en el estómago del que no paraba de manar sangre.
Del hombre al que había besado no quedaba nada, ni siquiera el recuerdo.
«Menudo beso —apenas pudo pensar el sorprendido Kazuma.»
—Tenías razón —dijo Bianca, llevándose las manos al estómago mientras reía por alguna razón—. Soy mucho más fuerte que él.
—Te lo dije —replicó Akasha, acercándosele.
Por alguna razón, aquella temible versión de la Suma Sacerdotisa, que antes la condenara, abrazó a Bianca antes de desaparecer de aquel mundo extraño.
Kazuma quiso ayudar a Bianca a mantenerse de pie, pero él mismo acabó cayendo.
—Todo lo que amo perece—lamentó Bianca, mirándole a través de esa fría y terrible máscara. Después le dio la espalda, poniéndose en marcha mientras llamaba a su hermano—. Tengo que salvar a Nico, tengo que hacerlo.
Llegó hasta el marco, en el que tuvo que apoyarse. No paraba de perder sangre.
Entonces, él posó su mano en la espalda de quien estuvo a punto de matarle.
—Puede que a mí no me ames —dijo Kazuma—. Pero yo no me pienso morir.
Ella lo miró sin decir nada. No era necesario. En ese momento, la sangre de ambos manaba hacia el mismo suelo, donde se mezclaban. Eso le pareció algo bueno.
Juntos, llegaron hasta Nico, quien recién despertaba.
—Eres una mujer incorregible —dijo el santo de Can Menor, con una sonrisa bobalicona—, hermana.
—Y tú demasiado bueno —dijo Bianca—. Por eso yo debo ser mala por los dos.
En ese momento, Kazuma lo comprendió todo. El sentido detrás de las palabras de Nico. La razón por la que Bianca había dudado en matarlo. La diferencia entre el objetivo de Hybris y el sueño de Akasha de Virgo.
Incluso los malvados podían vivir en un mundo de bien.
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Ícaro de Sagitario Negro no prestó atención a ninguna de las víctimas de aquella pesadilla. Los que se retiraban, junto a Minwu, a un improvisado hospital. Los que se reunían en un grupo de asalto. Los que por separado se disponían a cobrar venganza. Todos ellos eran demasiado lentos para él, así que corrió como un rayo de luz hasta donde sabía estaban las escaleras que daban a cubierta.
Una barrera de hielo era la única línea de defensa que separaba al último enemigo, un santo de oro no mucho mayor que él, de lo que fuera que pasase arriba.
—Impresionante —dijo el muchacho, tocando el hielo—. Qué sólido es.
Solo porque el caballero negro estaba viéndolo con atención, fue que pudo distinguir el puñetazo que el santo de oro asestó. La barrera entera se hizo añicos en un parpadeo. Gruesos bloques de hielo cayeron con sonoridad ante aquel poderoso enemigo, quien sin mirar atrás, avanzó, dispuesto a ascender por aquellos peldaños astillados.
—Alto —dijo Ícaro—. ¡He dicho alto!
El santo de oro no reaccionó a la advertencia. Sin embargo, cuando el Plasma Oscuro se cernía tras él, el santo de oro dio un rápido giro, bloqueando los veloces golpes sin demasiado esfuerzo, solo confiando en el indestructible manto zodiacal.
—Tú no me interesas —declaró el muchacho cuando todo acabó—. Debo cumplir mi misión. Es la prueba de fuego de la que mi maestra siempre me advirtió.
—Si quieres subir, tendrás que pasar por encima de mí —replicó Ícaro.
Veía algo en aquellos ojos despiadados. La determinación de cumplir el deber que desde siempre había enfrentado Ícaro. En cada espejo, siempre lo mismo.
No iba a ser una pelea fácil.
—Ni siquiera tienes un manto sagrado —despreció Camus—. ¿Qué esperas lograr contra el Mago del Agua y el Hielo?
Antes de responder, el caballero negro vio sus nudillos sangrantes.
—Yo, Ícaro de Sagitario Negro, te detendré, cueste lo que cueste.
Él era algo más que la obra de Oribarkon. Un guerrero, el mejor de Hybris.
—Primero la escoria de Reina Muerte —asintió el santo de oro, cubierto por un halo dorado—. Después los rebeldes de la Ciudad Azul. ¡Esta será la prueba de que Camus de Acuario es un auténtico santo de Atenea!
La temperatura del lugar, ya baja hasta ser insoportable para los seres humanos corrientes, descendió aún más, más allá de los doscientos grados bajo cero.
Notas del autor:
Shadir. Creo que todos, dentro y fuera de la historia, nos lo preguntamos.
Coincido, es como cuando enfrentas una situación en extremo peligrosa y alguien dice: «Parece que ya estamos a salvo.» ¡No, solo se está a salvo cuando aparecen los créditos! Y a veces ni eso, ¡te estoy viendo vieja película de Súper Mario Bros!
