CAPITULO 5: LA NOCHE QUE ENGULLÓ AL MUNDO

La alarma que resonaba a través de la sala de emergencias era un recordatorio sombrío de la crisis que se desplegaba. Vania, con determinación en cada paso y el corazón latiendo a un ritmo frenético, se movía con agilidad entre sus colegas. La atmósfera estaba cargada de una tensión que parecía tangible, un presagio de la noche oscura que se avecinaba.

En la sala de cuarentena, el caos se intensificaba. Los médicos y enfermeras corrían de un lado a otro, intentando brindar atención a los pacientes cuyos síntomas desconcertantes desafiaban todo protocolo conocido. Fue entonces cuando uno de los pacientes graves comenzó a convulsionar violentamente. El hombre, un paciente que Vania recordaba haber ingresado hace un par de días después de ser mordido por una mujer en su camino a casa, yacía ahora en la camilla, su cuerpo sacudido por espasmos incontrolables.

La temperatura de su cuerpo había escalado peligrosamente, y el shock que invadía su sistema amenazaba con robarle la vida. Su respiración era errática, y su piel, pálida al principio, ahora estaba teñida de un tono rojizo por la fiebre.

—¡Necesitamos hielo y antipiréticos, ahora! —gritó Vania, acercándose al paciente con un estetoscopio en mano. —Y prepárenme 10 mg de diazepam para las convulsiones.

Uno de los enfermeros asintió, corriendo para cumplir las órdenes mientras otro ayudaba a Vania a estabilizar al paciente, colocando una bolsa de hielo en su frente y bajo sus axilas en un intento de bajar la fiebre.

—¿Cómo está el paciente, doctora? —preguntó una enfermera joven, con voz temblorosa pero decidida.

—No está bien. La mordida... parece estar causando una reacción más grave de lo que hemos visto —respondió Vania, su tono serio pero calmado. —Necesitamos mantenerlo estable y enfriar su cuerpo. La fiebre podría causarle daño cerebral si no la controlamos pronto.

Mientras administraban el diazepam, el hombre comenzó a tranquilizarse lentamente, aunque su estado seguía siendo crítico. Vania revisó los monitores, su expresión concentrada reflejando la gravedad de la situación.

—Vamos a necesitar más sangre para una posible transfusión. Y mantengan un ojo en sus signos vitales. Cualquier cambio, me avisan de inmediato —instruyó, mirando a su equipo, que asentía, reconociendo la urgencia en su voz.

Un colega se acercó a Vania, colocando una mano reconfortante en su hombro.

—Estás haciendo todo lo posible, Vania. Vamos a superar esto juntos —dijo, intentando ofrecer algo de consuelo en medio del caos.

La sala de emergencias se había convertido en un hervidero de actividad frenética, cada miembro del equipo de Vania moviéndose con una urgencia que era tanto testamentaria de su dedicación como de la gravedad de la crisis que enfrentaban. La Dra. Emily Torres y el Dr. Simon Reyes, junto con Sandra y el joven médico residente Marco, formaban una unidad cohesionada en medio del caos, una isla de competencia y esperanza en el creciente mar de desesperación.

—Esto no es una infección normal, Emily. ¿Has visto algo así antes? —preguntó Vania, observando cómo la especialista en enfermedades infecciosas examinaba la herida del hombre ya estabilizado por el Dizepam mientras monitoreaba su temperatura.

—Nunca. Es como si el virus o lo que sea esto estuviera... reescribiendo las reglas —respondió Emily, su voz llena de una mezcla de asombro y terror. —Voy a necesitar muestras de este y los otros pacientes. Tenemos que entender qué está pasando a nivel celular.

El Dr. Simon Reyes, preparando las dosis de sedante, añadió, —Estoy listo para cualquier cosa. Esperemos no se ponga agresivo. Pero hay que recordar, estamos navegando en aguas desconocidas. Cada paso que demos debe ser medido y preciso.

—Vania, el flujo no muestra signos de disminuir. Estamos alcanzando nuestra capacidad máxima —advirtió, su mirada cruzando la de Vania con una severidad que subrayaba la urgencia de la situación.

Fue entonces cuando Marco, cuya juventud no le había preparado para la magnitud de esta crisis, se acercó a Vania, buscando guía en medio del tumulto.

—¿Qué protocolo seguimos si la situación del hospital se vuelve insostenible? —preguntó, su voz revelando la inmensa presión bajo la cual se encontraba.

Vania, enfrentando a su equipo, respiró hondo, encontrando en sus rostros la fortaleza necesaria para enfrentar lo inminente.

—Nos aferramos a lo que sabemos, a lo que somos. Seguimos los protocolos de aislamiento y tratamiento intensivo, pero estemos preparados para adaptarnos. La situación es fluida, y nuestra respuesta debe serlo también. Aprendemos en el camino, y cada paciente nos ofrece más pistas sobre cómo luchar contra esto —declaró con una determinación que buscaba infundir coraje en sus compañeros.

El equipo asintió, un gesto que sellaba su compromiso no solo con su deber, sino también con cada uno de ellos. La promesa no dicha de que, a pesar del miedo y la incertidumbre, no enfrentarían la oscuridad solos.

En un breve respiro, Vania sacó su teléfono y marcó el número de Hanna. Cada tono de llamada se sentía como una eternidad, hasta que finalmente la llamada se desvió al buzón de voz. La preocupación por la seguridad de su familia crecía en su mente, añadiendo una capa adicional de tensión a la ya abrumadora situación.

—Hanna, soy yo, Vania. Por favor, cuando reciban esto, llámenme de inmediato. Necesito saber que están bien —dijo en un mensaje apresurado, su voz temblorosa traicionando su usual compostura.

La frustración y el miedo se entrelazaron en el nudo de su estómago. "¿Están bien? ¿Han logrado mantenerse a salvo en casa?" Las preguntas sin respuesta giraban en su mente, cada una un golpe a su compostura habitual.

La transformación de la ciudad en una escena sacada de las peores pesadillas había convertido cada intento de comunicación de Vania con su familia en una tarea hercúlea. Vania se apoyó contra la pared, permitiéndose un momento de debilidad. La dualidad de su preocupación era una batalla interna: el instinto protector hacia su familia contra el juramento hipocrático que la ataba a sus pacientes. En el silencio de su conflicto, una pregunta emergió con claridad devastadora: "¿Qué haría una persona realmente en mi situación?" La respuesta, sin embargo, no era sencilla; en un mundo donde el orden y el caos se habían fusionado en una línea borrosa, tomar decisiones se convertía en un acto de equilibrio precario.

Respirando hondo para calmar la tormenta interna, Vania se decidió. Su deber hacia el hospital y los pacientes era innegable, pero el pensamiento de sus seres queridos, posiblemente asustados y vulnerables, pesaba demasiado en su corazón. "Volveré," se prometió, refiriéndose tanto al hospital como a su familia. "Me aseguraré de que estén a salvo y luego continuaré la lucha aquí." Era una promesa peligrosa, dada la incertidumbre que envolvía la ciudad, pero era un riesgo que estaba dispuesta a asumir.

Con determinación, Vania se acercó al Dr. Martinez, buscando en su colega y amigo un apoyo momentáneo. A pesar del caos que reinaba, su solicitud fue clara y directa.

—Martínez, necesito ir a verificar que mi familia esté bien —sus palabras llevaban la urgencia de la situación.

El Dr. Martinez, comprendiendo la gravedad de la petición, respondió con una solidaridad que reflejaba el espíritu de todo el personal.

—Por supuesto, Vania. Ve. Nosotros nos haremos cargo aquí. Tu familia es lo primero.

Gratitud, miedo, y determinación se mezclaban en el semblante de Vania mientras se preparaba para salir. Cada paso hacia la salida era un recordatorio del compromiso que había hecho, no solo con su profesión, sino con aquellos a quienes amaba. Antes de salir, Vania se detuvo un momento para hablar con el equipo de enfermería.

— Estaré fuera por unas horas — explicó, su tono intentando transmitir calma en medio de la tormenta. — Por favor, mantengan todo bajo control y avísenme si hay algún cambio crítico.

Una enfermera joven, cuyos ojos mostraban un miedo apenas disimulado, asintió.

— Te mantendremos informada, Dra. Wagner — dijo, su voz temblorosa pero decidida.

Al salir del hospital, la transformación del mundo exterior golpeó a Vania con una fuerza desgarradora. La puerta del hospital se cerró con un chasquido final detrás de ella, sellando la transición de un refugio de curación a una realidad que parecía sacada de las páginas de una novela distópica. Las calles de la ciudad, antaño llenas de risas, conversaciones y el bullicio cotidiano, ahora estaban sumidas en un silencio que retumbaba con la intensidad de un grito. Solo el sonido ocasional de sirenas en la distancia rompía el silencio, un recordatorio de que, aunque el mundo parecía detenido, la crisis seguía desplegándose sin cesar.

La oscuridad envolvía las calles de la ciudad, ahora transformadas en un laberinto de sombras y silencios. La luz de los faros del coche de Vania cortaba la penumbra, revelando escenas que parecían sacadas de una pesadilla. Con cada metro que avanzaba hacia su hogar, el paisaje urbano ofrecía una narrativa visual del caos desatado en las últimas horas.

A través de las ventanas del coche, Vania observaba cómo la crisis había alterado drásticamente el orden de la ciudad. La presencia militar, aunque esperada, era una visión que aún la tomaba por sorpresa. En cada intersección importante, soldados armados mantenían vigilancia, sus rostros cubiertos por máscaras que los despersonalizaban, convirtiéndolos en guardianes anónimos de una paz ya perdida. Los puntos de control improvisados, creados con barreras y vehículos militares, delineaban el nuevo perímetro de seguridad, una frontera frágil entre el caos y el precario orden que intentaban mantener.

Los altavoces, instalados en postes y edificios, emitían sin cesar mensajes gubernamentales. Las voces metálicas, desprovistas de emoción, instruían a los ciudadanos a quedarse en casa, a evitar a toda costa el contacto con los infectados. Pero más allá de las palabras, lo que resonaba en el aire era un eco de desesperación, un recordatorio constante de que el mundo tal como lo conocían estaba en un punto de inflexión.

En un momento dado, Vania redujo la velocidad al pasar junto a un grupo de civiles que, a pesar de las advertencias, se habían aventurado fuera. Sus rostros, iluminados brevemente por los faros del coche, estaban marcados por la incertidumbre y el miedo. Entre ellos, un hombre intentaba calmar a un niño que lloraba, sus sollozos un hilo de humanidad persistente en la creciente desolación.

La interacción era mínima, casi inexistente, pero cada mirada que cruzaba con los soldados o los pocos valientes —o desesperados— que caminaban por las calles, era una conversación silenciosa. "¿Estamos realmente preparados para lo que viene?" parecían preguntar los ojos que se encontraban con los suyos. Vania, acostumbrada a ofrecer consuelo, ahora solo podía ofrecer una mirada de comprensión antes de continuar su camino.

A medida que se acercaba al hogar de su familia, la realidad de la situación se hacía cada vez más notoria. Las calles, ahora patrulladas por la fuerza armada, los anuncios continuos como un mantra de supervivencia, todo servía como telón de fondo para la lucha interna de Vania. La médica en ella comprendía la necesidad de las medidas extremas, pero la tía y la hermana temían lo que esas medidas significaban para su familia.

Este trayecto, que en circunstancias normales habría sido trivial, se había convertido en una odisea. Cada kilómetro recorrido era un paso más hacia lo desconocido, hacia una realidad que desafiaba todo lo que Vania sabía sobre el mundo y su lugar en él. La ciudad que una vez fue su hogar ahora se sentía como un escenario extranjero, un lugar donde la lucha por la supervivencia había reemplazado la rutina diaria.

La oscuridad que dominaba las calles de la ciudad reflejaba un cambio irrevocable en el mundo tal como Vania lo conocía. La noche, con su manto impenetrable, solo era desafiada por las luces esporádicas que iluminaban su camino, una guía incierta a través de un paisaje transformado por el caos. Cada esquina que doblaba, cada calle desierta que recorría, añadía a su corazón una pesadez que no había sentido antes. La inquietud que la consumía era más que el temor a lo desconocido; era el presagio de una realidad que se desentrañaba ante sus ojos.

Entonces, en medio de la calle, una figura se materializó bajo la luz tenue. Su andar era torpe, tambaleante, una danza macabra que desafiaba toda lógica humana, era una afrenta a todo lo que entendía sobre la vida y la muerte. La figura se movía impulsada por un deseo primitivo, revelando una existencia reducida a la mera búsqueda insaciable. Vania, inmovilizada por el terror, enfrentaba la manifestación física de las pesadillas que habían empezado a asolar la ciudad.

Era una persona, o al menos lo había sido. Su rostro, parcialmente iluminado por la luz, mostraba signos de heridas, ojos vidriosos que no veían, que no reconocían, sólo buscaban. La visión era un golpe directo al alma de Vania, una confrontación brutal con la nueva realidad que se negaba a aceptar.

Aunque había escuchado historias cuando atendía a pacientes que llegaban heridos a la sala de urgencias, nada podría haberla preparado para este momento. En los confines seguros del hospital, la idea de los infectados avanzando a un estado de agresividad y deshumanización era una preocupación médica, algo que se podía manejar con cuarentena y anestesia, según se había discutido en la sala de conferencias. Pero la verdad frente a sus ojos desmentía toda esperanza de control sin violencia.

El instinto le gritaba que condujera lejos de allí, pero Vania se encontró paralizada, fascinada y horrorizada a partes iguales por la criatura que se arrastraba ante ella. Ese hombre, o lo que fue, era la prueba viviente de que el mundo había cruzado un umbral del cual no había retorno.

Después de lo que parecieron horas, pero fueron sólo segundos, Vania recuperó el sentido y aceleró el coche, dejando atrás la figura desdichada. Mientras se alejaba, una necesidad imperiosa de advertir a sus compañeros sobre la gravedad de la situación se apoderó de ella. Necesitaban saber que lo que enfrentaban no era una enfermedad común, que los infectados no eran simplemente pacientes agresivos que podían ser sedados y contenidos. Eran, para todos los efectos prácticos, lejos de ser personas conscientes.

Con el corazón pesado y la mente asaltada por dudas, Vania comprendió que la estrategia en el hospital necesitaba cambiar. No se trataba solo de salvar a los vivos de una enfermedad, sino de protegerlos de algo mucho más fundamental: la pérdida misma de la humanidad. La idea de que aún podían controlar esta situación con anestesia y cuarentenas parecía ahora ingenua, un recuerdo de una época más simple que se había desvanecido con la aparición de la primera de estas criaturas.

El viaje hacia su hogar continuó, pero Vania ya no se sentía sola. Llevaba consigo la pesada carga de lo que había visto, el conocimiento de que su lucha, y la de todos los que quedaban, apenas comenzaba. La incertidumbre sobre el bienestar de Hanna y Hailey se había transformado ahora en un temor concreto y tangible: el de regresar a casa solo para encontrar que había llegado demasiado tarde.