Capítulo 179. Un último viaje

En lugar de los cazas de combate no tripulados, había en la cubierta del Egeón numerosos santos, sobre todo de bronce y de plata. Apartados de estos, cada uno en un extremo, se hallaban la nereida Tetis y un joven tan fuerte como el propio Makoto.

—No bromees —dijo Gestahl Noah—, mi hijo, Ícaro, está un escalón por encima de ti, incluso ahora que no tiene armadura.

—¿Ícaro de Sagitario Negro? —preguntó Makoto, intrigado.

De los doce santos de oro, solo quedaban cuatro. Ofión de Aries, Garland de Tauro, Kanon de Géminis y Triela de Sagitario; tres vestían destellantes mantos de oro, mientras que el guardián del segundo templo zodiacal solo tenía su cuerpo.

—Él solo cargó contra la legión de Cocito. Y después enfrentó a un ángel del Olimpo.

—Aun así, parece un héroe de la mitología —dijo Makoto, admirado—. Imbatible.

—Héroe, ¿eh? —susurró Gestahl Noah.

—¿Qué hay de la Dama Blanca? —preguntó Makoto.

El gesto sombrío del Sumo Sacerdote fue toda la respuesta que necesitaba.

Entre los santos de bronce reunidos, Makoto, que nunca había sido muy sociable, reconoció a Aerys de Erídano con una enorme bolsa llena de pan, yendo de un lado a otro para provisionar a los viajeros. Rin de Caballo Menor también estaba, aunque sola; las demás debían haberse marchado hacía rato para seguir cuidando del mundo. Nico de Can Menor y Retsu de Lince charlaban con un tercero que le sonaba mucho.

Entre los santos de plata ya veía más caras conocidas, aunque evitó mirar a Aqua de Cefeo, no fuera a ocurrírsele tener ahora un combate de entrenamiento. Ella era la que estaba en mejores condiciones, joven y exultante de poder, lo que contrastaba con el avejentado Grigori de Cruz del Sur, que miraba hacia el sol naciente con aire grave. Lesath de Orión, Zaon de Perseo, Marin de Águila y Joseph de Centauro, que hablaban entre sí, se dieron un momento para saludarlo; parecían decididos a dar en la lucha que estaba por darse lo único que no pudieron dar en el combate que los enfrentó a todos: la vida. No tenían mucho más. Heridos los cuerpos y muertos los mantos sagrados, solo les quedaba el espíritu revitalizado, aunque en la expresión solitaria de Margaret de Lagarto podía verse cuánto extrañaba a sus compañeros caídos en batalla. Y más allá de todos esos valientes estaban dos antiguas rivales, por cierto incidente entre las divisiones Cisne y Fénix, estrechándose la mano. Bianca de Can Mayor y Pavlin de Pavo Real se prometían hermandad en esa nueva lucha que estaba por darse. Minwu de Copa atestiguaba esa promesa, acompañado por Lisbeth de Cincel Negro, que observaba con atención el manto de plata. Acordarse de esa joven le hizo caer en la cantidad de santos de plata que había, los cuales eran distintos individuos, no imágenes producto de una técnica de velocidad; Mera de Lebreles estaba, de hecho, en reposo, mirando el océano. No muy lejos de allí descansaba Fang de Cerbero, de pie, eso sí, mientras que Noesis de Triángulo conversaba con un grupo de santos de Atenea sobre lo dificultoso que era sellar el poder de alguien, siendo un arte en sí mismo. Contándolo a él, Makoto de Mosca, hacían catorce santos de plata en activo.

Si se descontaba el manto de Ofiuco, perdido junto a su portadora, Shaina, durante la Noche de la Podredumbre, había veintitrés mantos de plata, uno de los cuales, Hércules, jamás había sido ocupado. Durante la guerra habían caído Ishmael de Ballena, Yu de Auriga y Fantasma de Lira. Así mismo, ya fuera por el ataque de los Astra Planeta, ya por la embajada de paz, Emil de Flecha, Hugin de Cuervo, Subaru de Reloj y Mithos de Escudo estaban fuera de la Tierra, si es que seguían con vida. Un manto de plata en paradero desconocido, otro sin dueño, tres santos de plata caídos en combate y otros cuatro de cuyos destinos no sabían nada, nueve en total.

—Veintitrés —contaba Makoto, paranoico, mientras algunos rostros, incluido el de aquel que hablaba a viva voz con Retsu y Nico, empezaban a sonarle—. Nicole de Altar sería el último, aunque él se quedará aquí, en este mundo.

—Bueno, ya no estamos en ese mundo —rio Gestahl Noah—, el barco ya ha zarpado.

Makoto de Mosca no le prestó atención. Tampoco hizo mucho caso a las pisadas que resonaron desde el interior del Egeón hasta cubierta. Apenas de reojo, vio que la capitana Eco iba acompañada por veinte soldados de la Unidad Themyscira y le sonrió.

De pronto, el santo de Cuervo apareció entre ambos, tendiéndole una rosa a la capitana con galantería. Tenía el cabello largo y ondulado, además de sombras bajo los ojos.

—Una flor para una flor. Acepta este regalo de Johann de…

Pero el tal Johann se quedó a media frase, porque en menos de un parpadeo la flor había desaparecido. Solo quedaba el tallo entre los dedos de Eco y un sonido muy peculiar.

Eco la estaba masticando.

La idea de que Hugin hubiese sido sustituido en el tiempo que estuvo inconsciente le pasó por la cabeza solo el rato que tardó en ver a un santo de Mosca de lo más voluminoso, sonriéndole. También había un santo de Escudo de rostro grueso y fornidos músculos que Mithos no habría podido alcanzar jamás, incluso si estaba en etapa de crecimiento. Un santo de Auriga que no era Yu, junto a un santo de bronce cuyo manto no pudo reconocer Makoto, agachaban la cabeza tras una reprimenda de Pavlin de Pavo Real, debido a una trifulca que estaban a punto de empezar sobre quién era el mejor.

Pensándolo bien, había al menos cincuenta santos de plata, dando lugar a repeticiones imposibles, como que por un lado estuviera la subcomandante de la división Pegaso y por otro una santa de Águila de lacios cabellos castaños y expresión decidida, libre de máscara. En cuanto a la tercera casta del ejército, contaba más de cien santos de bronce, un número insólito incluso si Makoto no podría recitar todas y cada una de las constelaciones. El ejército de Atenea solo podía contar con ochenta y ocho santos.

—Se le conoce como el Milagro de Mu —aclaró Gestahl—. Ninguno de ellos parece ya una sombra, aunque en el fondo siguen siéndolo.

—¿El Milagro de Mu…? ¡Oh, ese es…! —exclamó Makoto.

Soma de León Negro —anunció Gestahl Noah—. Al principio solo se unieron él, Eren de Orión Negro, Llama de Centauro Negro, Kazuma de Cruz del Sur Negra y una talentosa aprendiza, Yuna de Águila Negra. Después, bien, varios más quisieron unirse, Johann de Cuervo Negro, Ennead de Escudo Negro, Almaaz de Auriga Negro, Mirapolos de Lince Negro, Balazo de Retícula Negra, Fly de Mosca Negra… —enumeraba con seriedad, hasta que Makoto empezó a reír.

—¿Fly de Mosca Negra, en serio?

—¿Pavlin de Pavo Real?

—Es un buen nombre —dijo Makoto, confundido—. Pero creo que empiezo a entender, todos esos que nos acompañan son caballeros negros.

—Así es —dijo un tercero, uniéndoseles—. Es tiempo de que todos los santos de Atenea se unan, tal y como quería la Suma Sacerdotisa. Creo que no nos conocemos, serví en Hybris como sombra de Copa, pero ahora he vuelto a mi país de origen.

Makoto sí que conocía a Cristal, aunque no podía culparlo por no pensar que aquel lancero perdido en mitad de un asunto importante se hubiese convertido en un santo de Atenea hecho y derecho. Se limitó a devolver el saludo con un cabeceo.

Cristal de Bluegrad —presentó Gestahl Noah—. Cuando solicitaste acompañar a Munin hasta Bluegrad, supuse que sería una visita de cortesía. Ver a viejos amigos, prestar apoyo moral a la solicitud de asilo político… Jamás imaginé que regresarías convertido en un guerrero azul. Reconvertido, en realidad. Sin rencores, muchacho —aseguró, tendiéndole la mano. La cara de sorpresa que puso cuando Cristal le aceptó el saludo provocó en Makoto una triste sonrisa—. Este es el lugar que mereciste todo el tiempo, aunque me sorprende que no te hayas quedado en la Ciudad Azul. Eres la primera sombra que da el paso, sin duda habrías servido de ejemplo para lo demás. ¿Estás seguro de haber tomado la decisión correcta?

—Sí—dijo Cristal, llevándose la mano al pecho con decisión—. Como representante de mi ciudad, puedo hacer que también la venganza de Bluegrad caiga sobre el enemigo. No hay mayor dicha para un viejo guerrero como yo.

Cristal, con el pelo blanco, era a las claras un hombre de edad, aunque esta no había traído la debilidad que aquejaba al pobre santo de Cruz del Sur, el auténtico. Era en el hecho de que Gestahl Noah se dirigiera a él como un simple muchacho que Makoto sentía el peso de la inmortalidad del primer y último Sumo Sacerdote.

Tras un último saludo, Cristal de Bluegrad se marchó para unirse al tal Llama. Algo le decía a Makoto que ese hombre era una persona distinta a quien lo acompañó desde Reina Muerte, merced de los locos planes de Azrael y Akasha. La edad, tal vez; entre veinte y treinta años, las cuentas no coincidían.

—Milagro de Mu —citó el santo de Mosca—. ¿Qué es eso? Porque no me vas a decir que Atenea premió la Semana Sangrienta, quebrando su propia maldición.

Eso sería demasiado para el alma de Makoto, consagrada a la diosa de la guerra.

—Trescientos caballeros negros decidieron que era más importante proteger al mundo que a las personas —dijo Gestahl Noah, evocando el discurso de Munin de Cuervo Negro—. Por su sacrificio y valor, la oscuridad de sus armaduras ha sido despejada.

—Aun así, siguen siendo sombras —dijo Makoto, citando de nuevo al Sumo Sacerdote.

—No nos sobra el oricalco, no, tampoco el tiempo y la vida.

—No importa —decidió Makoto—. Lo que hace al santo no es el manto que porta, sino el cosmos. Y esos hombres, por lo que dices, ya han demostrado su valor.

—Oh, sí —asintió Gestahl—. Bien lo saben los horrores de Dagoth.

Entretanto, los santos de oro veían llegar el regalo del archipiélago Fénix.

Tras la asamblea, era claro que la expedición hacia el Jardín de las Hespérides requería de un medio de transporte a la altura de semejante viaje, de modo que de inmediato se iniciaron trabajos a ese respecto. Por suerte, los responsables no empezaron a ciegas. Tenían una base en la que inspirarse: un barco único en el mundo, construido miles de años atrás, que era capaz de surcar cualquier océano, incluidas las aguas del tiempo. Tal prodigio debía repetirse, pues una simple imitación no bastaría, en lo absoluto.

Los caballeros negros recolectaron el gammanium necesario, presente en el interior de esa tierra nueva. Las ninfas que habían decidido habitarla ofrendaron madera sagrada. Con esos y otros recursos, los Mu lograron construir la más perfecta imitación del Argo Navis, lo que no quitaba que fuera, pese a todo, una sombra. La falta de la guía y la sangre de Atenea debieron ser compensadas por la magia de los telquines, derramada sobre tan magnífica nave como un millar de encantamientos que habrían de protegerla de la maldad que dormía entre las lejanas estrellas. Esta protección, al igual que el propio barco, un reflejo de las bendiciones originales de la leyenda de los argonautas. No se había hecho nada igual en diez mil años, porque no había sido posible. Mu, telquines y ninfas, ya era lo bastante extraño que aquellos tres clanes trabajaran juntos, tanto más si se tenía en cuenta que dos de ellos llevaban milenios extintos.

El resultado no podía haber sido más impresionante. Titánico, el barco negro surcaba las aguas como todo un rey. No había mejores palabras para describirlo. El tessarakonteres, quizá el barco más grande de la Antigüedad, medía ciento veinte metros de eslora y diecisiete de manga, exigiendo no menos de cuatro mil remeros para poder movilizarse. Con más de trescientos metros de eslora, cincuenta de manga y suficientes camarotes como para dar cobijo a toda su tripulación, además de un tercer nivel que serviría de bodega, el Argo Navis Negro triplicaba las medidas del tessarakonteres, de modo que no le iba a la zaga al Egeón y los grandes navíos de la actualidad. Forrado de metal negro, era un acorazado listo para la batalla, que no requería de ni un solo remero, pues sería la magia lo que le permitiría moverse. Tres clanes enteros habían trabajado por toda una jornada para lograr semejante portento, resultaba irónico pensar que el tamaño era la prueba más cruda de lo lejos que estaba del original y sus espléndidos camarotes, capaces de adaptarse a los pensamientos de quienes allí descansaban.

—Una copia es solo una copia, sin importar cuánto se parezca al original —entendía Kanon, consciente de lo difícil que sería navegar los mares olvidados con ese armatoste—. Si tan solo ella estuviera con nosotros…

—Ella ya no está —dijo Ofión, tajante.

El santo de Géminis asintió con pesadez. Sin Shizuma de Piscis, dependían de la suerte, salvo que el presentimiento de aquel que un día dirigió el Santuario fuera cierto. Gestahl Noah desconfiaba de ello, lo que decía mucho de los prodigiosos medios con los que contaba el nuevo y al tiempo viejo Sumo Sacerdote para alcanzar los confines del universo, pero Kanon tenía como sustento de la fe que sentía, la experiencia de haber entrenado al más capaz de todos los santos de Atenea. Sabía a Arthur vivo, buscando sin duda un medio para volver a casa con quienes hubiese podido proteger.

Mientras los cosmos de los cuatro se acrecentaban, alistándose para realizar una proeza digna de los tiempos mitológicos, Kanon miró de reojo a Ícaro y Tetis. El primero, carente de protección, había reclamado derechos sobre el manto de Hércules, aquel por el que su madre y hermana habían luchado. Incluso si rechazó tal exigencia, no se lo recriminaba, era el orgullo el que hablaba, y el dolor, un dolor que todos podían compartir y solo unos pocos sentían en toda su magnitud. Ahora que sabía muerta a su querida discípula, Kanon comprendía que el Santuario estuvo herido de muerte desde la Rebelión de Ethel, una muerte de esas que Akasha de Virgo sabía atrasar. En cuanto a la enigmática nereida, no había solicitado ninguna concesión, estaba allí en representación del ejército marino como Cristal se había empecinado en representar a Bluegrad, aunque el propio Kanon había advertido que la Ciudad Azul ya había dado demasiado por Atenea. Según ella le dijo, era fundamental honrar la alianza entre el mar y la tierra, porque los dioses del océano viven mucho, mucho más que los recuerdos humanos, y el olvido de una maravilla como la vista en la guerra contra la muerte era inadmisible.

Habiendo perdido a dos tercios de la élite del ejército, además de aquellos santos de bronce que trascendieron todos los límites allá abajo, en el infierno, Kanon solo podía sentir agradecimiento de ese apoyo. Incluso entre los supervivientes se contaban mantos sagrados destruidos, las numerosas heridas solo podrían curarse en profundidad en la Fuente de Atenea a la que ya no tenían acceso y eso sin contar a los que no tenían salvación, estaban en una situación en cierto modo peor que aquella en la que empezaron, por lo que en la mente del santo de Géminis no había espacio siquiera para desconfiar de Gestahl Noah, si bien intuía que aquel ocultaba algo.

«Cratos, dijiste que no eras nada en comparación a los Astra Planeta —rememoraba Kanon. Quien con tanta ferocidad persiguió y combatió a Triela e Ícaro, acabó por irse, quizá intuyendo que los santos de Atenea estaban acabados hiciera lo que hiciese, quizá deseando buscar a su compañera, Bía, que desapareció junto con Shizuma—. Pero he pasado mi vida conociendo a seres que no eran nada en comparación a aquellos a los que superaron y vencieron con el tiempo. Las palabras, no son más que eso.»

Extendió los brazos hacia el cielo, juntándolos y uniendo en las muñecas entrecruzadas aquel cosmos capaz de aplastar las estrellas y estremecer las galaxias. Aun entre los santos de oro solo unos pocos igualaban la fuerza del santo de Géminis, y solo uno la superaba, aquel que se asemejaba a los más grandes guerreros del Santuario. Cuando el plan para alcanzar el Jardín de las Hespérides fue trazado e inició la construcción de la copia del Argo Navis, Kanon sintió un llamado procedente del infinito. Dejó escapar esa posibilidad dando un comentario en apariencia accidental que encendió las esperanzas de algunos, entre ellos Rin de Caballo Menor. En ese momento, la fe era mucho más importante que la fuerza, así como el conocimiento que había obtenido.

Los santos de Aries y Sagitario se colocaron a izquierda y derecha de Kanon, formando una trinidad similar a aquella que ejecutaba la técnica prohibida. Para lo que pensaba hacer, hacía falta un cosmos superior al de un santo de oro, y no deseaba mostrar a aquellos muchachos el poder de la sangre de Atenea, todavía latente en el manto de Géminis. Esa carta se la reservaba para Caronte de Plutón; incluso si por sí sola no bastaba para matarlo, si Arthur también estaba allí, juntos tal vez podrían. No, con la ayuda de todos aquellos valientes, sin duda serían capaces de vencerlo.

Tres cosmos de oro, concentrados en un solo punto, alcanzaron el infinito, Kanon escogió ese momento para mover los brazos hasta formar un círculo. El tejido espacio-temporal se rasgaba al son de tal movimiento, revelando el mundo ínter-dimensional tras el portal circular; así como la humanidad tenía un limbo espiritual, también lo tenía el universo, aunque vacío de almas y de vida. Todavía no llegaba el día en que los mortales podían volver a navegar por las estrellas, como antaño.

—Veo algo —dijo Ofión de Aries, maestro de la telequinesis—. ¡Una luz!

Kanon asintió. Así era. Nadie atrás de ellos podía verlo. Todos estarían estremeciéndose al ver aquel espacio retorcido sobre sí mismo en el que flotaban sin orden ni concierto toda clase de cuerpos celestes. Sin embargo, Ofión sí podía percibirlo y mostraba a todos los santos de oro la imagen de un cosmos magnífico abriendo el otro extremo de túnel de gusano que habría de transportarlos hasta el destino final. Los cosmos liberados en ambas entradas se cruzaron, uniéndose y magnificándose hasta el infinito.

—Ni se te ocurra teletransportarte —dijo Garland de Tauro, ajeno a esa comunión de cosmos. No era la primera vez que lo decía.

—Lo último que necesitamos es despertar a los Reyes Durmientes —dijo Ofión.

Era mucho lo que Kanon había aprendido sobre el universo mientras atestiguaba la batalla contra Caronte de Plutón, en la Máquina de Rodas. Su tamaño, inabarcable para la mente humana, su estructura, que trascendía lo que el hombre podía percibir, el plano material. Existían tres vías para llegar hasta el Jardín de las Hespérides, descartándose de antemano volar a través de billones de galaxias hasta los confines del universo. Los mares olvidados, ahora intransitables; la oscuridad primigenia, ruina de la mente y el espíritu; y la Otra Dimensión, o siendo más específicos, la dimensión que unía a todas las demás y de las cuales aquella técnica no era más que la punta del iceberg. Las dos primeras opciones quedaban descartadas de antemano, mientras que la última sería una apuesta en la que llevaban las de perder, debido a la distancia que los separaba de su destino. Considerando lo que estaba en juego, Kanon no confiaría todo a la probabilidad. Si no podían transitar ninguna vía, crearían una nueva.

«Lo hemos hecho —pensó Kanon, satisfecho.»

Esta cuarta vía, nacida del choque de seis cosmos de oro, pasaba ahora en medio de los mares olvidados, el cruce ínter-dimensional y la oscuridad primigenia. Tiempo, espacio y origen eran las paredes del túnel que solo duraría estable un día.

Tan pronto se separó la trinidad, el portal empezó a cerrarse, siendo Ofión de Aries el encargado de mantenerlo abierto. Puesto que ponía en ello todo el poder y concentración que le eran posibles, quedó en manos de Kanon crear un camino. Según sabía, iban a ir hasta el Jardín de las Hespérides siguiendo el rumbo del sol, no en sentido material, sino conceptual; serían alumbrados por la luz de Apolo, pudiendo ver cuerpos celestes mientras anduvieran bajo esta, lo que significaba que si pasaban doce horas, o quedaban varados mucho rato, acabarían rodeados de oscuridad. Sin tiempo para tales temores, Kanon actuó. Todo cuanto había a la vista, cada cuerpo celeste, colapsó en el mismo momento en que el santo de Géminis giraba la mano; después, los restos fueron manipulados por aquel poderoso guerrero para formar una cuenca hecha de piedras irregulares, que se perdía en el horizonte y cuyos bordes se alzaban hasta perderse en las tinieblas. Garland y Triela saltaron enseguida al canal, el primero para estabilizar el túnel de gusano con aquellos poderes misteriosos que poseía, la segunda para servir de exploradora. Ella se encargaría de avisarles si alguno de los Reyes Durmientes, o sus emisarios, los detectaban. Iban a cruzar todo el universo por ese camino paralelo al mismo, así que tal posibilidad era de lo más probable.

—Cuando entremos —dijo Ofión, apenas pudiendo distraerse—, podré ayudarte con el trabajo de albañilería —bromeó el santo de Aries, lo que demostraba cuanto de su mente, por lo general apartada de la gente, estaba ocupada en el trabajo.

Entonces aparecieron Triela y Garland en el Egeón. El camino era seguro.

—Aqua de Cefeo —llamó Kanon—. Es tu turno.

—¿Mi turno? —dijo Aqua, apareciéndose a la diestra del santo de Géminis—. ¿Eso es todo? ¡Mi turno! Primero me tratan de enfermera, después de bombero…

—Te trato como quien puede hacer aquello que ningún mortal puede —la interrumpió Kanon, cuidándose de mirar a Tetis. Confiaba en la alianza con Poseidón, pero ese camino debía ser cosa de los santos de Atenea—. ¿No es eso lo que significa ser una diosa? ¿No eres tú, Aqua, hija de Nereo, una diosa del mar?

—Zalamero —bufó Aqua.

—Solo un hombre de fe —descartó Kanon, encogiéndose de hombros.

El cosmos de la santa de Cefeo se alzó, primero como un aura plateada, después con un tono aguamarina que representaba bien la esencia de su alma, inmortal y divina. Aquella nereida gozaba de un poder inmenso, y aunque se hallaba un escalón por debajo de los cosmos de oro, poseía además una cualidad que estaba más allá de las aspiraciones del Zodíaco. Incluso una diosa menor seguía siendo una diosa, de modo que, cuando Aqua conjuró la Gran Inundación, no se limitó a inundar de agua la cuenca creada por Kanon de Géminis. Bendijo aquel lugar, volviéndolo transitable y respirable.

Aun después de que la cuenca se volviera un canal, la Gran Inundación siguió ejecutándose. El agua se desbordó, cayendo del portal en el cielo hasta unirse al mar corriente, abajo, mediante un camino de agua bendita.

—Listo —dijo Aqua, chocando las manos en un gesto casual.

—Seguiré necesitando de tu ayuda. Mantén el canal lleno —dijo Kanon. No esperó a que la nereida le dijera nada, sino que se dirigió de inmediato a los demás.

Superado por el asombro que le provocaba ver tales prodigios, Makoto no se esperaba que el antiguo líder del Santuario se dirigiera primero a él. De pronto se dio cuenta de que todo ese tiempo había estado tuteando al actual Sumo Sacerdote. Y no se arrepentía.

—¿Señor…?

—Trátame de tú. Ahora somos iguales.

—Lo dudo, señor —admitió Makoto—. ¿Qué ha pasado?

—Es complicado —dijo Kanon, mirando luego en derredor. Todos lo observaban, intrigados. Caballeros negros, santos de Atenea y representantes de otras órdenes—. Reuniendo tres cosmos de oro elevados hasta el infinito en un solo punto, es posible generar una explosión que replique la energía liberada durante el Big Bang a pequeña escala. Eso es lo que hemos hecho para abrir el portal, después dejamos que esa energía viajase hasta el otro extremo del universo, guiados por una luz. —Se oyeron varios comentarios, Rin no pudo contenerse de dar un salto de alegría—. Ofión de Aries mantiene abierto el portal, Garland de Tauro estabiliza el túnel de gusano para que la presión no nos aplaste, yo creo el camino y Aqua de Cefeo se asegura de que podamos no solo navegar en él, sino también respirar. Triela de Sagitario…

—Ejem —interrumpió Aqua de Cefeo, que no se había movido de donde estaba, ni se molestó en mirarlo—. Mis bendiciones os protegen de las cosas de más allá. También.

—¿Cosas? —preguntó Makoto, extrañado.

—Es complicado —reiteró Kanon; sobre eso no dio más explicaciones—. Triela de Sagitario, como decía, se asegurará de avisarnos del peligro, irá un paso por delante de nosotros. Y hay algo más, algo que nos lo ha facilitado todo.

Makoto asintió.

—Lo he percibido. Débil, por la lejanía. Otro inmenso cosmos chocó con el vuestro.

En la mirada de Kanon se mezclaron por igual el asombro y el respeto.

—Sin duda has despertado el Séptimo Sentido si has podido darte cuenta. Así es, otros tres cosmos de oro se unieron allá donde vamos. En el pasado, un evento así estuvo a punto de destruir el Santuario, guardado por el cosmos de Atenea. La energía del Big Bang en expansión, ese es el milagro que hemos creado al juntar nuestras fuerzas seis simples mortales. La creación de un universo paralelo.

—Uno muy chiquitito —aclaró Aqua en medio de un carraspeo—. Tenía que decirlo.

—Así es —admitió Kanon—. Pequeño, en tanto es solo un camino que cruza el universo infinito. Perecedero, de doce horas de vida frente a los trece mil millones de años de edad de la obra de los dioses. Somos mortales.

A Makoto no le importaba mucho si el universo que crearon era pequeño o grande, duradero o frágil. Era una forma de arreglar los asuntos que tenían, nada más.

Lo que sí le interesaba era lo que había más allá de ese atajo.

—Tres cosmos de oro —dijo el santo de Mosca.

—Me temo que la Suma Sacerdotisa… Akasha —dijo al fin Kanon, en un acceso de debilidad, mientras en los ojos quedaban reflejados los puños apretados de Gestahl Noah—, está muerta de verdad. Además de ella, podría haber cuatro santos de oro con vida. Lucile de Leo, Arthur de Libra, Shaula de Escorpio y Sneyder de Acuario. De mi discípulo, no tengo duda de que nos esté esperando, solo él podría recrear lo que hemos hecho aquí. Me gustaría poder contar con los demás también.

Desde luego, sería un alivio poder enfrentar a Caronte de Plutón con ocho santos de oro, aunque quedaría por ver el estado en que estos se encontraban. Con todo, Makoto se sintió preso de un gran pesar, perdidas las esperanzas.

—Makoto, santo de plata de Mosca —saludó Kanon, devolviéndole a la realidad.

—Señor —dijo Makoto, irguiéndose.

—Estamos en el punto en que los mares comunes y los mares olvidados se cruzan. El Egeón todavía puede volver a casa y lo hará. ¿Cuál es tu decisión, Makoto de Mosca? ¿Podremos contar contigo en la próxima batalla?

Antes de responder, Makoto miró en derredor, dándose cuenta de que el cielo y el mar eran un poco distintos de lo habitual. Como había dicho Gestahl Noah, quien lo veía con una sonrisa enigmática, ya no estaban en el mundo de los hombres, y al tiempo, tampoco estaban en el otro. Incluso una maravilla tecnológica como el Egeón era inútil para navegar por el tiempo, de modo que estaban en un punto intermedio, el ideal para abrir un portal sin arriesgarse a llenar la Tierra de amenazas indeseables.

Un paso hacia adelante sería el final. No tenían que explicárselo, el frágil y pequeño universo que conectaba ese punto con el Jardín de las Hespérides colapsaría hora a hora, pedazo a pedazo. Un paso hacia atrás sería otro tanto. Jamás tendría otra oportunidad. Y habiendo dado la espalda a esa batalla, no podría seguir siendo un santo de Atenea.

Aun así, viendo aquellas caras llenas de confianza, aquellas máscaras guardadoras de tantos misterios y a aquellas sombras que por una vez brillaban bajo el sol, Makoto comprendía que solo podía contestar al santo de Géminis de una forma.

—No.

—En ese caso, debes… —empezó a decir Kanon con un atisbo de decepción.

—Puedes contar con nosotros, señor —le interrumpió Makoto, mirándolo a los ojos—. Con la plata y el bronce, el azul y el negro. ¡Con todos los santos de Atenea!

Todos, al mismo tiempo, se irguieron, orgullosos de ser lo que eran.

De pronto inició un aplauso, las amazonas de Eco habían permanecido apartadas de la escena, luego del infructuoso intento de Johann de Cuervo por cortejar a la capitana. Pero estaban allí, atestiguando el inicio del último viaje de aquellos hombres.

—Deja de mirarme así —decía Eco sin dejar de aplaudir—. No estoy enfadada.

Un ligero rubor pasó por las mejillas de Makoto. En el tono de la amazona había una indicación sutil de una relación que sacó más de una risa alrededor.

—El hierro… —Makoto se daba cuenta de que no había pensado en ellos para esa batalla. Daba por sentado que la Guardia de Acero estaría allí para proteger el mundo.

—Cuidará de la Tierra, como el Muro de Hierro que construyeron la Suma Sacerdotisa y el comandante general —dijo Eco, como si le hubiese leído la mente. Entretanto, el resto de amazonas iba moviéndose, formando con dos columnas un puente que apuntaba al portal—. Ay, si los dioses hubiesen querido darle al comandante general cincuenta años más, tendríamos los medios para tomar el Olimpo por asalto.

—Lo peor es que lo puedo visualizar.

—Pero no es el caso, somos débiles. Santos de Atenea débiles, como lo fueron los de bronce hasta que cinco niños que no habían probado una mujer les buscaron las cosquillas a los señores del universo. Danos tiempo. Por ahora, desde la más baja y aun honrosa casta de guerreros de Atenea, solo podemos ofreceros nuestros rezos.

La honestidad del discurso de Eco dejó a Makoto sin palabras. Solo fue capaz de inclinarse en señal de agradecimiento, y estremecerse cuando le acarició la cabeza con dulzura, como si fuera un niño. Nunca volvería a verla. Igual que a Geist.

—Vuestros rezos serán nuestro escudo y nuestra espada —dijo Gestahl Noah—. Es hermoso, ¿sabes? Tu rostro descubierto a la luz del sol. Es como debería ser siempre.

Como movido por un resorte, Makoto se alzó, y agarrando la prenda papal, dijo:

—¡Deja de mirarla, viejo verde!

Las carcajadas que provocó aquella reacción fueron música para todos, y en especial para el propio Makoto, acostumbrado a situaciones vergonzosas. La capitana de la Unidad Themyscira, como para dejar claras las cosas o solo por simple gusto, le tomó por las mejillas y lo besó. Él cedió, pues, aquella sería la última vez que sus labios se juntaran. Sintió algo cálido y agradable, que renovaba sus fuerzas y espíritu.

Gestahl Noah, por supuesto, se quedó mirando toda la escena en primera línea.

—Deja de mirar —dijo Eco, yendo ya hasta la proa del barco, más allá de donde estaban los santos de Aries, Tauro, Géminis y Sagitario. Encabezaba el puente que sus compañeras formaban, dando la espalda al portal—. Viejo verde.

—Soy viejo —admitió el Sumo Sacerdote—. Y hombre. —Ante esa declaración, los caballeros negros rieron la gracia de su amado Padre. Ya fueran hombres, ya mujeres. Las amazonas sonrieron, desafiantes, mientras que las santas de Atenea mantuvieron ocultas las reacciones por las máscaras, pero Makoto estuvo convencido de que no se sintieron ofendidas por la pulla. Ocultar el rostro era para ellas un símbolo de su dignidad como santos femeninos de Atenea, si en el futuro eso cambiaría, a ellas ya no les afectaba. Tenían el camino trazado y lo seguían con orgullo.

En cualquier caso, el primero en cruzar del Egeón a la sombra de Argo Navis fue Gestahl Noah, al cual las amazonas celebraron como Deucalión, Sumo Sacerdote de Atenea. Le siguieron, uno a uno, todos los antiguos soldados de Hybris, encabezados por Ícaro, Soma, Yuna, Llama y Kazuma. Era sorprendente que la Unidad Themiscyra conociera todos los nombres; incluso si habían pasado revista a todos los que llegaban al Egeón, que se acordaran de cada uno decía mucho de quienes habían ofrecido sus rezos por la victoria de aquel ejército. A los caballeros negros les siguieron Cristal de Bluegrad y Tetis de Atlantis, si bien la nereida aclaró que tenía poco que ver con la ciudad, a lo que Eco se encogió de hombros y le indicó que había prisa.

Envalentonados porque una hermana de hierro dijera tal cosa a una diosa, los santos de plata empezaron a marchar. Aqua fue la primera, claro.

—Oye —susurró Eco—, si le surgen necesidades a mi chico, ¿podrías complacerle?

—Ya tenemos cita —dijo Aqua, asintiendo—. El treinta de febrero.

Y se giró hacia Makoto, alzando el pulgar, antes de saltar al barco.

Uno a uno, el resto de santos de plata fue pasando entre las amazonas mientras estas coreaban el nombre, la constelación y las hazañas de todos ellos. Solo Makoto de Mosca se quedó quieto, mirando con los ojos entornados a Eco, que lo ignoraba. Aerys, Rin, Nico y Retsu cruzaron el puente de amazonas como una cuadrilla. Ellos también habían realizado grandes gestas en la guerra. También contaban con gran fuerza y valor.

—Qué difícil es que las moscas abandonen los sitios que les gustan —dijo Eco.

Años de soportar el sentido del humor de Azrael permitieron a Makoto no enojarse y ver con tranquilidad cómo los santos de oro, salvo Ofión, saltaban.

Él fue el último, o el penúltimo, en tanto el santo de Aries era quien evitaba que el portal se cerrase. Mientras caminaba entre las amazonas, oyó todos los logros que había alcanzado a lo largo de su vida. Lancero sin lanza, por la Noche de la Podredumbre; Mosca de plata, por aquel manto que le generó sentimientos encontrados; Justicia inquebrantable, por los años que pasó bajo la seductora y salvaje justicia de Hybris, sin ceder; Perdición de Hipólita, por una batalla cuyo recuerdo le rompía el corazón; Asesino de gigantes, por haber dado muerte al santo de Orión, quizá el santo de plata más fuerte de la Antigüedad. Había sido un largo camino para llegar hasta allí, en verdad, y de todos esos títulos, todas esas hazañas, había uno que brillaba más que ningún otro, aquel que solo oyó de Eco, a modo de despedida.

—Vete, Mano izquierda de Akasha. Vete, Amigo del comandante general, Azrael.

Como el lancero que fue, estrechó la mano que aquella hermana de hierro le tendía, no como amante, sino como compañera. Después se unió a los demás en el barco.

Tan pronto puso los pies en cubierta, Ofión de Aries desvió el poder que mantenía concentrado en el portal para impulsar la copia del Argo Navis a través del camino del agua. Fue un viaje un poco turbulento, algunos corrieron a la borda y vomitaron, lo que provocó exclamaciones ofendidas de Aqua de Cefeo, pero como todas las cosas tuvo un final. El barco ingresó a través del portal y Ofión se teletransportó hasta él.

Para ese momento, Kanon y Gestahl Noah retomaban una conversación que sostenían antes de que los balanceos del barco obligaran a todos a centrarse en mantener el equilibrio. Makoto tuvo que esforzarse para oír pese a los gritos de Aqua.

—¿Y si hubiesen estado muertos? —preguntaba el santo de Géminis.

—Las cosas habrían sido mucho más difíciles, las probabilidades jugarían en nuestra contra —aseguró el Sumo Sacerdote—. Por suerte, tengo mis recursos.

—Recursos que guardas en secreto —insistió Kanon.

—Todos tenemos nuestros secretos, ¿o me equivoco? —cuestionó Gestahl Noah—. Alegra esa cara, Niké siempre favorece a los santos de Atenea. Tres cosmos de oro no habrían sido suficiente si los Astra Planeta…

Y no supo más, porque en ese momento Aqua le tiró la ropa en la cara.

Con el manto de Cefeo como el tótem del legendario rey a un lado y las vestiduras en las manos de un sorprendido Makoto, Aqua se hallaba como Dios la trajo al mundo. O los dioses del mar. Solo la máscara le cubría el rostro, y debía ser una protección muy eficaz, porque nadie más que el propio Makoto le prestaba atención.

—Cuídalas con tu vida —pidió Aqua—. Yo debo asegurarme de que haya agua que navegar y aire que respirar. ¡Es un universo pequeño, frágil e inerte!

Acto seguido, todo el cuerpo de la nereida se volvió una corriente de agua que se unió al río sobre el que flotaban. Makoto, superada la impresión inicial, percibió el místico cosmos de Aqua por todo el lugar, en el frescor del ambiente, lo limpio del aire que respiraban. Se sintió agradecido de que le acompañara en esa última travesía.

—Con estas bendiciones, los horrores no querrán acercársenos —celebró un caballero negro—. ¡Hurra por Aqua! —Los tres que lo acompañaban vitorearon con él.

—No quiero volver a saber de esos pulpos asquerosos —dijo otro.

—¡Silencio! —pidió Lisbeth, que había sacado las herramientas—. ¿Estás seguro de que puedes donar sangre? —le preguntó a Garland de Tauro, quien asintió—. ¡Michelangelo! ¡Escultor Negro! ¡Dónde estás, vejestorio!

—¿Esa es la forma de hablarle a tu padre? —preguntó el tal Michelangelo, acerándose.

Makoto sintió que se mareaba de tantas menciones a unos pulpos y unos horrores, pero al ir a la borda y mirar el agua con una cara de no muy buen color, creyó ver a Aqua devolviéndole la mirada. Más le valía no vomitar esa vez.

—¡Presea! —gritó Rin.

Entre mil conversaciones entre toda clase de soldados, se había manifestado Presea de Paloma, quien debía estar en la Tierra. El portal estaba a punto de cerrarse.

Todos guardaron silencio. Ella era la paloma mensajera, del mundo que abandonaban.

—Amiga mía —dijo Presea, recibiendo el abrazo de Rin y acariciando sus rojos cabellos. Cuando se separaron, la santa de Paloma miró a todos—. Valientes santos, os confiamos la vida de la Tierra y la humanidad. Nosotros seguiremos defendiendo el mundo, así que… —Por momentos le falló la voz, pero se repuso—. ¡Atacad! ¡Golpead con fuerza al enemigo y vengad a nuestros amigos caídos!

Hasta la última persona del navío respondió a ese ruego, incluso Tetis lo hizo. Todos juraron vencer a Caronte de Plutón. Todos lo dijeron con el corazón en el puño.

Y eso complacía a Gestahl Noah.

«Es irónico —pensaba el primer y acaso último Sumo Sacerdote de Atenea, que observaba aquella paloma enmascarada con su único ojo—. He pedido todo al futuro y se me ha negado, dejándome solo con la venganza y la decisión de escoger a la luz de qué dios deseo ser sombra. ¿Los que poseen el poder absoluto, o aquel que carece de nombre, padres, ejército o credo genuino, solo movido por el deseo de hacer lo mejor por el único ser al que puede amar de verdad? Sí, es irónico que yo haya acabado en tu lado del charco, Hijo, aunque este trabajo que voy a hacer no es deber para mí.»

Tras las promesas de todos los santos de Atenea y el resto de aliados, Presea pudo desaparecer en paz, gracias a aquella habilidad por la que era capaz de manifestarse allá donde hubiese aire. De ese modo regresaba a la Tierra a la que ningún otro podría regresar jamás, pues justo en ese momento el portal terminaba de cerrarse. Todavía podían oírse las ovaciones de las amazonas, los rezos de aquellas bravas guerreras.

Así empezó aquel viaje hasta el infinito, con Gestahl Noah girando hacia el horizonte y el navío moviéndose a través de las aguas benditas. Con el único ojo que los dioses tuvieron a bien conservarle, creyó ver al más allá de la luz al final del túnel.

En el otro extremo del universo, recostado a la sombra de un árbol de frutos dorados, estaba Caronte de Plutón, devolviendo la mirada al último siervo del Hijo.