Capítulo 180. Desde el bajo infierno

Cuanto más descendías al inframundo, más perdías la noción del tiempo. Una hora se sentía como una semana, una semana pasaba por meses de angustia y tormento. Ya fuera porque el tiempo pasara más lento allí, en la más profunda sima del mundo, ya porque el alma apartada del universo material no medía igual el transcurrir de los segundos, lo cierto era que daba al castigo eterno un sentido y peso reales. Hades era un genio, el más práctico de los hermanos que gobernaban el universo.

A esa conclusión había llegado Lucile de Leo, la Bruja, tras una eternidad ante las negras puertas del Tártaro. Imponentes y robustas, eran la única protección entre el universo y aquellos que lo amenazaron, o gobernaron, en el pasado. La muralla sangraba cólera, y esa cólera alimentaba a uno de los más poderosos hijos de Océano y Tetis, el río de fuego, Flegetonte. Aquel brillaba con un fulgor lejano a pesar de la cercanía; la sola visión de aquellas aguas que eran llamas en estado líquido dañaba la vista, incluso si Lucile tan solo veía a través de la Octava Conciencia.

Cuando llegó a aquel lugar, sintió miedo, era necesario reconocerlo. No por Flegetonte, pues la flecha de Sagitario seguía presente allí, junto al sello de Atenea. El río no podría manifestarse en la Tierra por sí solo en mucho tiempo, siglos tal vez. No, el problema no era el fuego, sino quienes lo comandaban. Los guardianes del portón, colosales y tan difíciles de mirar como el propio Flegetonte; cien brazos poseían, cada uno más fuerte que cualquier mortal en el universo, y con cincuenta cabezas, nada que pasara en el lugar escapaba a la vista de aquellos tres hermanos. Y atrás, en la alta torre que fijaba la frontera entre el Tártaro y el resto del inframundo, más arriba, separados ambos por un desierto hecho para aplastar a los culpables con el peso de una vida de pecado, estaba otro de esos seres antiguos con un poder ilimitado. Tisífone, la mayor de las Erinias, con un látigo forjado por las llamas de Flegetonte, la había apresado, después de cruzar impune el desierto con ayuda divina, y le había hecho revivir todo el dolor que llegó a causar en el mundo. Sintió los dolores de cabeza de todos los maestros que tuvo, le embargó la angustia que padecieron todos aquellos necios al conocer, y empeñarse en detener como los necios que eran, el Ocaso de los Dioses, y después de un paseo ambientado por los gritos de miles y miles de personas torturadas hasta el quebranto, después de un recordatorio de Oriente Medio, aquel oasis de paz que el Santuario le obligó a reconvertir en un infierno de guerra, supo qué sintieron Ethel y Akasha al morir. Otra cosa que debía reconocerse a sí misma: lloró entonces, de rodillas a merced de un ser tan antiguo que incluso Zeus, rey de los dioses, respetaba.

Sin embargo, sobrevivió. El alma abierta a la Octava Conciencia que era ahora la existencia de Lucile, envuelta en las vestiduras de Leo, no se quebró, para disgusto de la mujer del látigo. Así pues, se alzó de nuevo, todavía atrapada por el fuego del infierno, y dueña de sí misma indicó a la carcelera que una nueva reina había llegado al Hades.

—¿Tú? —preguntó Tisífone, aumentando la presión.

Ella tuvo la seguridad de que responder que sí habría sido satisfactorio durante el breve instante entre que hablase y fuese partida en dos. En manos de los dioses, los mortales no eran distintos a meras ramitas que podrían romperse hasta por accidente.

—Yo la llamo A… —Tuvo un acceso de debilidad. En verdad experimentaba todo el dolor de quien fue asesinada por quien tanto quería—. Atenea. Tú la llamas…

—Perséfone.

—La reina del inframundo.

La mayor de las Erinias asintió, y luego, bien, la arrojó al río del infierno.

Ver a los guardianes desde abajo era aún más horroroso que verlos mientras caía desde la torre en que se entrevistó con Tisífone. Más aún si lo único que le impedía hundirse en el fuego era que pisaba los cuerpos durmientes de los monstruos caídos durante la guerra. Se sobrepuso, no obstante, y empezó el concierto.

—¡Manifiéstate ante mí, Flegetonte, debilitado dios de la cólera!

Antes había sopesado cantar a aquel dios infernal las maravillas que el mundo se había perdido, el potencial infinito del Ocaso de los Dioses. Después de pasar por esa experiencia que honró el suelo del Hades con el peso de sus rodillas, decidió que los que vivían lejos del sol poco se interesaban en los pesares y alegrías de los que vivían y morían bajo la luz de Apolo. Aun así, el alma era soplo divino, el nexo que unía los caminos de dioses y hombres incluso si el cuerpo de unos era imperecedero y el de otros una mera anécdota en el telar de las Moiras. Decidió usar como partitura un alma, ¿y cuál podría conmover más a la tumba de todos los monstruos que la suya, que había hecho de un planeta entero toda una tragicomedia?

Llevó las manos al corazón, sacó todo lo que tenía, hasta el más vergonzoso recuerdo, para forjar una vara que habría de dirigir el concierto. Después, empezó a cantar, justo en el momento en que los guardianes empezaban a fijarse en ella y moverse, con mucha lentitud, hacia el pequeño mosquito que les estropeaba la vista. Lucile no podía culparlos, todavía no la habían oído cantar, podían confundirla con un alma simple.

Los fuegos del infierno se elevaron, insuflados de vida. El concierto había iniciado, el relato de la vida de una joven prodigiosa llamada a ser la más brillante mujer del siglo XXI, antes de que un duende pelirrojo le mostrara un mundo mucho más interesante.

Conforme pasaban los primeros capítulos y llegaban los últimos tiempos en Jamir, con la dulce Ethel y la audaz Akasha, Flegetonte empezó a manifestarse. Estaba hecho de fuego, como el origen de las voces e instrumentos que servían de apoyo a Lucile, pero no estaba a su merced, ni mucho menos. Como los guardianes, capaces de tardar todo un día en dar un solo paso, el dios estaba intrigado, nada más. Y eso lo intuía Lucile, porque ya no era solo una prisionera arrojada a aquel foso de perdición, sino una con su cosmos de oro, extendido por todo lo largo y ancho del lugar. Podía contemplarlo todo, desde la torre hasta las puertas del Tártaro. Y estremecerse.

Así pues, durante una eternidad, sin un momento de descanso, sin alimento, ni agua, ni más sustento que su propia alma y cosmos, hubo de encantar a esa serpiente que igualaba en tamaño a los guardianes centímanos. El torso de Flegetonte era una quimera de incontables monstruos mordiéndose unos a otros, de la espalda surgían un sinnúmero de alas de pájaro, dragón e insecto, por piernas solo ostentaba una larga y brillante cola dragontina que se perdía en el infierno, y el rostro carecía de rasgos. Sombras y fuego, más allá, unos ojos de rubí que la observaban tras el siseo y movimiento de un billón de especies de serpientes que vertían de sus colmillos igual número de venenos. Alrededor de tal ser, el dios que cerraba las puertas de la vida de los monstruos, volaban miles y miles de ángeles andróginos. Eran las Keres, y si el concierto perdía fuerza, o paraba, bajarían hacia ella y harían pedazos a la única responsable, sin ningún ápice de misericordia, si es que Flegetonte no la desgarraba primero con aquellas garras plasmáticas. ¿Y si retrocedía, corriendo como una niña a la velocidad de la luz? La carcelera la haría pedazos, por supuesto; a esas alturas hasta ella era parte del público.

Era tarea de Lucile de Leo enseñar a Flegetonte a compadecerse, con una historia de ascenso hasta las estrellas y caída hasta el Tártaro, en un sentido tan real como metafórico. Por eso no se detuvo, por eso no descansó.

Por eso movía incesante la vara que era su alma descubierta, y se infiltraba con su voz celestial, en el corazón de aquellos monstruos. Segundo a segundo.

Porque los centímanos, la carcelera y el dios tenían un corazón que conquistar.

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Tanto como ardiente es la sangre del Tártaro, eran heladas las profundidades de Cocito a las que Sneyder de Acuario se dirigió.

—Yo soy la justicia.

Así había hablado la diosa de la guerra y la sabiduría, antes de estremecer con aquella fuerza divina, más allá del cosmos, el río helado del infierno.

Desde que tenía memoria, había templado su mente, alma y espíritu para forjar la espada que serviría a la justicia. Más allá de las pasiones de los hombres que aman y odian, más allá de la indiferencia de los cielos a las imperfecciones del mundo terrenal. Como santo de Atenea, poniendo en la balanza universal la existencia que una pareja de geólogos alemanes engendró, crío, amó y nombró Sneyder, decidió que sería el juez que juzgaría a los que juzgan, la barrera entre los pecados humanos y aquellos humanos que no tenían permitido pecar, bajo ningún concepto.

Todo ese tiempo, cada paso dado, cada pedazo de aquella alma suya que era ahora todo cuanto tenía, una chispa divina despierta a la Octava Consciencia, bien cubierta por un manto de oro restaurado por la voluntad divina, lo estaba preparando para ese momento.

Él servía a la justicia. Y la justicia se había manifestado ante él. Por tanto, serviría.

Como tal, había enfrentado a hombres dos veces muertos por voluntad de los dioses. Primero fueron de oro las mortajas, después de un brillante y vivo tono oscuro que nada tenía que ver con las vestiduras sin vida de los caballeros negros. En esa tercera oportunidad, vestían el azul del hielo; Cocito creaba el cuerpo y la armadura, cárcel de almas llamadas a desaparecer. Tanto fue el empeño de Cocito por apagar las llamas de aquellas voluntades rebeldes, que el poder de aquellos rivales no fue nada para Senyder, enseguida victorioso entre un millar de diminutos fragmentos movidos por el viento.

Aries, Géminis, Cáncer, Capricornio, Acuario y Piscis. El último aliento de todos esos espíritus condenados, apenas un eco del último desafío que realizaran ante la desesperanza hecha muro, penetró en el alma de Sneyder. Fue una sensación semejante a cuando era un ser vivo, los músculos se estremecieron y los huesos se helaron hasta el espinazo. Otro habría sucumbido, gritado la tristeza insondable de quienes habían sido abandonados. Él extendió la mano perdida en el mundo de los vivos, ahora hecha del puro Lamento de Cocito, y formando la Espada de Cristal acometió contra otros héroes también pertrechados de azul y con armas de leyenda. Barras, espadas y escudos chocaron contra el brazo ejecutor de hombres de Sneyder, quien siempre salió vencedor. Aries y Tauro, Leo y Escorpio, Virgo y Libra, todos fueron liberados de las cárceles que eran aquellos cuerpos de cristal, todas esas almas fueron hacia Sneyder, maldiciéndolo.

Más héroes llegaron hasta él, los que nacieron vistiendo la plata y el bronce. Después, otra generación de santos de Atenea, más numerosa, que libró una de las más sangrientas guerras entre los dioses del infierno y la guerra. Eran muchísimos guerreros, pero estancados; como moscas en ámbar, así eran aquellos cosmos. El de los vivos, empero, podía arder hasta el infinito, y Sneyder era una existencia a medio camino entre la vida y la muerte. Tenía una oportunidad de seguir existiendo, para formar parte del inframundo. Como tal venció a aquella numerosa generación de santos como se sobrepuso a la otra, y una vez más luchó y venció, una y otra vez. Batallas salvajes, sin contención, que por mero efecto colateral hacían cimbrar el río hasta las profundidades. Montañas de hielo se alzaban y colapsaban en cuestión de nanosegundos, la superficie de todo un mundo de lamento se recomponía una y otra vez, a merced de aquella voluntad enfrentada al perfecto opuesto de la voluntad humana.

Para entonces Cocito le hablaba, acariciándole la mente con la misma dulzura que una bestia hambrienta partiendo en dos el alimento por fin cazado. Por esa comunión entre prisionero y carcelero, Sneyder podía conocer la historia de los rivales que enfrentaba con solo verlos. Nombre, hazañas, poder. Todo lo era revelado. No era intencional, al dios de las lamentaciones le disgustaba eso. No obstante, sí que era inevitable.

Luchó durante días, semanas, meses y años. Tal vez siglos, o así se sentía, perdido el sentido del tiempo según el río se abría más y más por cada entrechocar de fuerzas. Almas dormidas tiempo atrás se revelaban, guerreros de diferentes épocas se cruzaban y ayudaban, confundidos en aquel aletargamiento. Sneyder, sin dudas, decidido a llevar a cabo la empresa que había iniciado, atacaba el primero, siempre. Más y más almas entraban en él, dejándole sus lamentos y luego marchando lejos, como espíritus limpios. En más de un sentido, conforme se acercaba al fondo de Cocito, más manchado por la maldad humana que combatía estaba. ¿Cuánto podría resistir hasta corromperse? ¿Y qué era esa corrupción? Tal vez, antes de llegar a su objetivo, dejaría de ser humano. Tal vez tendría que abandonar el último y delgado hilo que lo unía a la humanidad y que le permitía seguir sirviendo a la justicia en lugar de transformarse en algo que debía ser aniquilado. De llegar a ese estado de perfecta inhumanidad, podría recibir todos esos lamentos, pues ya no habría más en el espacio que era la existencia de Sneyder. Podría convertirse él mismo en el dios de las lamentaciones.

Llegó a esa conclusión al término de esa eternidad en el fondo finita que fue la lucha contra todos y cada uno de los malditos por los dioses. Para entonces, el río congelado era un valle tan hondo, que aun corriendo a la velocidad de la luz no sería fácil escalar las escarpadas paredes, forjadas tras los miles de duelos de Sneyder. Él, en cualquier caso, no miraba arriba, sino abajo, donde se hallaban a modo de ataúdes doce cuerpos de cristal. Algunos, los de Tauro, Leo, Virgo, Escorpio y Capricornio, eran receptáculos vacíos. Solo siete almas había allí abajo, cada una de las cuales, Sneyder estaba seguro, podría aplastarlo si se descuidaba un solo parpadeo.

Aun así, debía recibir también los lamentos de esos siete dioses caídos, dioses falsos. Así que saltó del saliente en que enfrentara a los vencedores de los gigantes, los ejércitos de Poseidón y las fuerzas de Ares. Cayó en el centro mismo de aquel círculo zodiacal, observando al nuevo oponente con el único ojo que poseía, aun allí.

—Las almas de los santos que vivieron y lucharon por tres mil años todavía poseían cierta fuerza —dijo un ser de hielo, portador de una armadura cuya forma Sneyder no reconoció, a la vez que se formaba a partir de los vientos de Cocito—. Todos sus pesares, tristezas y lamentos ahora son tuyos. —Señaló el cuerpo de Sneyder, pálido en la piel y el metal, hasta asemejarse a las de los miles de espectros a los que había dado el descanso eterno. Solo entonces el siervo de la justicia comprendió que tenía temblores por todo el cuerpo. Él era humano, y estaba por dejar de serlo, algo que rechazaba con la misma pasión que rechazó el mal desde su niñez—. Los que vivieron y lucharon en la era de los dioses, sirviendo a estos doce por seis mil años, ya no tienen ninguna voluntad de combatir, te entregarían sus cuellos encantados.

El desconocido alzó la mano, liberando un torbellino que era el aliento de miles y miles de vidas. Los diminutos cristales que cabalgaban cada soplo de aire se fundieron para construir doce cuerpos más, uno por cada signo del Zodíaco.

Los santos de oro existían por y para las Guerras Santas. No solían inmiscuirse en el curso de la historia humana. Ningún ejército humano justificaría tal cosa. Era una regla, y como ocurría con todas las reglas, tenía excepciones que habían dejado huella. Al igual que ocurrió con Saga de Géminis, hubo quienes no pudieron limitarse a defender al mundo tal cual era, sin juzgarlo. Ahora esas almas se alzaban, envueltas en azulados mantos, la voluntad sobrehumana que los guio en vida y un ignominioso pasado.

Neoptólemo de Aries, asesino de la familia real de Troya. Durante la fundación del Santuario, pactó una tregua con Eneas de Libra, solo para quebrantarla después. Uno sirvió a Atenea, el otro, a la diosa de la discordia Eris en la Guerra de la Luna.

Gilgamesh de Tauro, vencedor del Toro de los Cielos, Gugalanna. Por toda una vida renegó de los dioses, e incluso tras aceptar su mortalidad, había acabado allí.

Rómulo de Géminis, padre fundador de Roma, asesino de su propia sangre. Antepuso su pueblo al mundo y en secreto veneraba a los dioses de sus antepasados por encima de aquella a la que juró servir. Lo acompañaba un ejército de lobos fantasma.

Gilles de Cáncer, devoto de una mortal, realizó por reencontrarse con ella en el Hades los más viles actos. Perdonado por Atenea, se unió a las filas del Santuario en la Guerra por un Nuevo Mundo, cinco siglos atrás; la mera promesa de ver cumplidos sus deseos bastó para traicionar a la diosa. Dirigía una legión de espíritus artificiales.

Aléxandros de Leo, el más grande de los conquistadores de antaño, héroe sin parangón en la penúltima guerra de la era mitológica contra Poseidón. Ser salvado por Atenea de la muerte por envenenamiento no le hizo olvidar sus aspiraciones a una ascendencia olímpica, por las que se consideraba hermano de la diosa, no soldado.

Alhazred de Virgo. Monje loco, sirvió dos mil años atrás a Atenea, a Hades y a Poseidón con el secreto deseo de traicionarlos a todos por lealtad a los Reyes Durmientes. Por él, la Guerra Santa estuvo a punto de traer la ruina a todo el universo.

Sun Wukong de Libra, quizá el más temible de los santos de oro en tres mil años. Fue para el mundo y los dioses un dolor de cabeza, hasta que un peregrinaje destinado a impedir la Guerra de las Otras Tierras lo cambió para siempre. A él lo recuerdan con pesar muchos de los makhai de Ares, a él y su áureo armamento.

Cu Chulann de Escorpio. Enemigo del Santuario, ejecutor de su maestra por el crimen de ser una mujer llamada a vestir uno de los doce mantos zodiacales, vivió y luchó por sí mismo y por nadie más, dando la espalda a la Guerra de los Siete Pecados Capitales.

Artemisia de Sagitario, la primera mujer en portar un manto de oro tras la caída de los falsos dioses, la última en tres mil años. Fue fuerte y valiente como los hombres mortales, pero en una época en la que la oscuridad tenía nombre y forma, la de la Guerra de la Sombra, aquello no bastaba. Por su traición fue borrada de la historia junto a todas las que la amaron y siguieron, en la sangrienta Guerra de las Amazonas.

Mordred de Capricornio, el solo nombre lo decía todo de él, de los tiempos en que los santos de Atenea, héroes de la Guerra de los Espíritus, se hacían llamar caballeros dorados. Enviado por el Santuario para traer la paz, estuvo a punto de provocar una Guerra Santa que involucraría no a los dioses y sus guerreros sagrados, sino a meros hombres y países. Jamás pudo superar el odio que sentía por su padre.

Krest de Acuario. Habiendo recibido la legendaria técnica Misophetamenos, luchó junto a la diosa contra los Siete Pecados Capitales de Ares, los espectros de Hades y los Campeones de las Otras Tierras, entre otras batallas que se sucedieron a través de los siglos. El peso de la inmortalidad tornó en hiel la miel de tantas victorias inútiles, y antes de que iniciase la guerra que involucró a todas las constelaciones en el cielo, fue ejecutado por el Santuario y borrado después de cualquier registro.

Enkidu de Piscis, el segundo, no aquel que vivió y murió como el santo de Andrómeda. El más hermoso de todos los santos que sirvieron jamás bajo las alas de Atenea, fue la más excelsa obra de Mateus de Piscis y la razón de que el orgullo ciego del rey de Uruk jamás tuviera fin. Juntos libraron mil batallas y juntos descendieron al Hades.

Y como líder de aquellos caballeros malditos, de aquellos espectros de pálidas armaduras y cuerpos cada vez más vivos, estaba el responsable de su presencia.

—Asclepio de Ofiuco —se presentó aquel cuya sagrada vestidura era distinta a todos los demás, mientras la piel antes de hielo se tornaba de carne. Bajo las sombras de los ojos no había ningún odio, ningún desprecio se apreciaba en los labios rojos y carnosos. El cabello, largo, gris y amante gustoso de los vientos gélidos del lugar, liberaba el aroma de los vivos, incluso su helada armadura resplandecía con el mismo fulgor que lo hacían los doce mantos zodiacales—. Mi poder es la sanación. A través de mi poder y tu derrota, los trece nos alzaremos como el Oro Impío. ¡Los nuevos dioses del mundo!

Sneyder pudo verlo con un solo vistazo. Trece cosmos de oro, ardiendo al unísono.

—Aún no estáis vivos —entendió Sneyder al punto.

El llamado Asclepio fue armado con el manto dorado de Ofiuco, el cual había sido forjado para sellar la mayor parte del poder que dejaron atrás los dioses del Zodíaco al caer. Un ser capaz de portar encima semejante carga y convertirse aun así en una existencia incómoda a los cielos, bien podría alzarse desde lo más profundo de un infierno en el que ningún rey hacía cumplir las leyes. Era el decimocuarto Campeón del Hades, los otros doce eran su legión, creada a partir de la parte de una parte del cosmos que miles y miles de santos de bronce y de plata poseyeron al morir en la era mitológica. Eso les otorgaba una imitación de vida, de cosmos y de manto sagrado, pero una copia no era más que una copia, bien lo demostraban los caballeros negros.

—Lo que una vez estuvo vivo, puede volver a estarlo —declaró Gilgamesh, cerrando el puño. Todo el cuerpo del rey de Uruk se tensó, abriéndose grietas a través de los brazos y el torso—. Volveremos a la luz, sirviente, no lo dudes.

—La luz es lo que rehuís —dijo Sneyder—. La paz del descanso eterno.

¿Qué luminaria podía compararse al Elíseo? La ambición humana no. Jamás.

—Eso del descanso está muy bien, pero, ¿eterno? ¿Qué aburrido, no crees? —dijo Sun Wu Kong, con una sonrisa que agrietó su rostro de cristal, peludo de estalactitas—. Vida y muerte. ¿No son lo mismo? Antes de estar vivos, ¿no estábamos muertos?

Sneyder adoptó una postura de combate.

—Si la vida precede a la muerte y la muerte precede a la vida, entonces moriréis de nuevo —declaró el santo de Acuario, alzando su cosmos.

Los lamentos de todas las almas liberadas lo inundaron a la vez. Él los ignoró.

—Querido muchacho —dijo Enkidu, el hermoso Enkidu, entre cuyos dedos perfectos se formaba una rosa cristalina—, ¿de verdad esperabas que de todos los superhombres que aquí dormitaban, ninguno sentiría algo distinto por tus empeños que alegría por la liberación, u odio por el tormento eterno? Tu fuerza nos ha despertado, querido muchacho, nos has recordado la dulce luz del sol y queremos regresar a ella. Somos esa clase de personas, los peores ejemplos entre los santos de oro, signo a signo.

Asclepio no pudo menos que asentir, complacido.

—¿Ya lo ves? No todos quieren ser liberados, algunos buscamos una segunda oportunidad, y la obtendremos matándote aquí. ¿Sabes por qué, último heredero de Selvaria? Porque esto es lo que Atenea ama de la humanidad. ¡Nuestra propensión a la violencia! ¡De cómo creamos nuevas formas de matarnos los unos a los otros!

Para Sneyder no tenía importancia lo que aquel hombre vivido supusiera qué pensaba Atenea, pues tanto él como aquellos espectros de hielo en cuyos pechos ardían como teas los cosmos nacidos de tantas almas en pena, habían traicionado los votos que a todos los santos de Atenea eran comunes por uno u otro motivo. Sed de sangre, orgullo, amor, locura, hastío… Tampoco eso importaba. Los que nacieron héroes y cayeron como villanos al final de vidas más o menos largas, los que siempre fueron de un corazón negro como las tinieblas del Tártaro. Todos eran iguales a ojos de Sneyder, viles y mezquinos. El mal que nació para destruir.

—Ninguno merece misericordia —declaró el santo de Acuario.

—¿Qué sabrás tú de misericordia? —habló Artemisia, tensando el arco a la vez que tensaba el rostro hasta agrietarlo mil veces, volviéndolo irreconocible—. ¡Perro del Santuario, ciego esclavo de las órdenes de tus amos, jamás hubo misericordia para nosotras! —exclamó, disparando el proyectil cristalino, destructor de almas.

Al mismo tiempo, cien millones de haces de luz surgieron del gran orbe azur que flotaba sobre la mano de Neoptólemo, cortando a Sneyder cualquier retirada. Todo ocurrió a la vez, de modo que si hubiese decidido esquivar el proyectil, habría sido impactado por al menos uno de esos rayos, los cuales lo congelarían desde dentro hacia fuera, volviéndolo un objetivo fácil para el disparo de Artemisa. Sin embargo, el santo de Acuario desde un inicio decidió partir en dos la flecha. Y así lo hizo.

—No tuvisteis misericordia, porque no la merecíais —sentenció Sneyder, firme, mientras caía la flecha a su espalda. Una mirada al Sol bastó para que este explosionara, consumiendo el brazo de Neoptólemo y obligándolo a replegarse; muy pocos pudieron notar el fino y veloz rayo surgido del ojo de Sneyder—. Ninguno de vosotros lo merece. Sois bestias. Trataros como humanos sería un insulto.

Rómulo y Gilles intercambiaron miradas, los ejércitos espectrales de ambos caerían sobre el santo de Acuario muy pronto. Lobos y demonios.

—Llamándonos animales —habló Alexándros de Leo—, ¿te posicionas por encima de nosotros? ¿Te crees superior a nosotros, santo de Acuario?

Aquel que vestía el mismo manto de Sneyder, Krest, lo estudiaba en silencio. Quería una respuesta, algo en lo que no hubiese pensado antes de rendirse. Esperaba en vano.

—Los humanos somos capaces de las peores vilezas. Todos nosotros. Por eso deberíamos desaparecer. Por eso ella nos ama. No lo comprendo. —Sneyder sacudió la cabeza—. Es incomprensible que un dios sienta por nosotros algo distinto al rechazo o indiferencia. —Todos los presentes concordaron en eso, ya fuera asintiendo o, como en el caso de Gilgamesh, Sun Wukong y Enkidu, alzando los hombros sin más.

—Como dices —citó Cu Chulann, sonriendo; una sonrisa que abría todo el rostro de mejilla a mejilla—, somos bestias. Perros sarnosos.

—¿Cuándo soltaremos a los perros de la guerra, eh? —pregunto Alhazred—. ¡Este hombre habla y habla, mientras nosotros…! ¿Revivimos? —Miró de pronto a Asclepio, mudo espectador—. Oh, qué necios son los humanos.

—Tú eres humano —susurró Mordred, molesto. Más que ningún otro, él quería probar suerte contra la Espada de Cristal de Sneyder.

—Sí, yo no la comprendo, pero, ¿qué hombre podría comprender la justicia? —lanzó Sneyder, mirando al cielo. Tan lejano—. Si ella es algo que no puedo comprender, entonces ha de ser la justicia. Y yo he de servirla. Matándoos. Salvándoos.

El santo de Ofiuco movió la cabeza de lado a lado, sonriendo con condescendencia.

—Ya te lo he dicho, último heredero de Selvaria, no todas estas almas incomparables iban a ser corderos deseando seguirte. ¿Por qué ir al Elíseo a languidecer por la eternidad, cuando podemos reinar allá arriba? ¡Quédese Atenea con su piedad, tan tardía! ¡No es suficiente para nosotros, después de tanto tiempo!

Así, los trece se prepararon para asaltar a Sneyder de Acuario.

¿Qué posibilidades tenía un hombre contra trece santos de oro? La respuesta era obvia: ninguna. Solo los héroes que desafiaron a Hades saldrían airosos de algo así.

—No os estaba pidiendo permiso —acusó Sneyder, a pesar de todo.

Y atacó, henchido de cosmos, despierto a la Octava Consciencia. Los lobos de Rómulo devoraron con sus fauces tiempo y espacio, achicando distancias para que los fantasmas de Gilles llegaran hasta él. Sin detenerse, Sneyder destruyó esas criaturas espectrales. Sin detenerse, desintegró los soldados que emergían del hielo bajo el comando de Aléxandros. Sin detenerse esquivó la flecha cargada a toda prisa por Artemisia, atravesando después al punto a la única mujer de aquel escuadrón maldito.

¡Hijo de…! —La voz y las fuerzas fallaron a la santa de Sagitario. Semiviva, el Lamento de Cocito le recorrió todo el cuerpo, debilitando el cosmos que había parasitado a tantos miserables—. ¡Te…!

No quiso escuchar. Aumentando la presión de la Espada de Cristal en el vientre de Artemisia, usó el puño libre para golpear su rostro. El primer golpe falló, el enemigo también conocía el Octavo Sentido. Más golpes fallaron, mientras los compañeros de Artemisia se acercaban para ayudarla y la Espada de Cristal subía con mortal lentitud hasta el corazón, al final uno de los puñetazos de Sneyder hizo impacto, haciendo que la última guerrera de Atenea de rostro descubierto escupiera sangre y dientes. Después vinieron más. Sin dudas. Sin misericordia. O tal vez demasiada.

Para cuando llegaron los otros doce, quien querían salvar ya no tenía cabeza sobre los hombros. Sneyder le cercenó el torso para liberar la espada y retó al resto. La sorpresa de Asclepio era mayúscula: había tratado de dormirlo todo ese tiempo.

—Sí —dijo Sneyder, notando las dudas de varios de aquellos poderosos enemigos—. Soy más rápido que vosotros.

Y también más letal. No obstante, él era uno y ellos doce.

Solo le quedaba confiar en que cuantos menos sobrevivieran, más grande sería para cada uno la porción del poder al que aspiraban. El egoísmo humano sería para Sneyder un aliado equiparable al cosmos en esa empresa.