DADO POR MUERTO

por Steve Lyons

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EN MEMORIA DE SUSANA

La guerra en Parius Monumentus había llegado a su fin.

La colmena había sido arrancada de las garras de la depravación. ¡Gracias sean dadas al Emperador! El sagrado orden finalmente había sido restaurado.

La Guardia Imperial podía reclamar la victoria. La milicia local, crónicamente mal dotada, había infravalorado la propagación de la corrupción; habían sido abrumados y sobrepasados, obligando a las FDP a transmitir una desesperada llamada de socorro astropática.

Un regimiento de los Korps de la Muerte de Krieg había llegado para retomar el control, y durante todo un mes, el cielo había destellado y tronado bajo el implacable ritmo de sus poderosas armas de asedio. Los muros de ciudad se habían estremecido, y final, e inexorablemente, se habían derrumbado. Sus decadentes captores habían dado a la fuga, y
posteriormente, la mayoría de ellos, al filo de la espada.

Los miembros de los Korps habían partido, a otras guerras, a otros mundos en los que luchar. El silencio reinó a su marcha, pero sólo el tiempo suficiente para los leales súbditos del Emperador entonaran una colectiva oración de gratitud a su Divina Majestad. Sólo entonces comenzó el verdadero trabajo.

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El cielo ahora resonaba con los rugidos de los enormes vehículos de obras públicas. Los destrozados escombros de los bloques de viviendas y de las factorías gemían bajo el peso de las orugas. Los delicados adornos de las catedrales, ahora arruinados, fueron removidos por las palas de afiladas garras de las máquinas. Las expuestas entrañas de las enormes excavadoras escupían, silbaban y lanzaban llamaradas al aire.

Jarvan era cabo de la Guardia Interior de Parius.

Era nuevo en ese cargo, su predecesor había sido capturado y asesinado por el enemigo, y estaba ansioso de probarse a sí mismo. Tenía bajo su responsabilidad a un grupo de trabajadores, uno entre muchos miles, compuesto por algo menos de un centenar de cansados y traumatizados civiles, encargados de revisar los restos, recuperando todo lo que podían. Servidores con látigos se movían entre ellos, animándoles en su trabajo.

Así fue como el cabo Jarvan encontró al extraño.

Su cuadrilla de trabajadores estaba buscando cuerpos entre las ruinas de un bloque de unidades habitacionales derrumbado. El día anterior habían encontrado varios supervivientes, hoy no tantos. Al día siguiente serían reasignados a un área de mayor prioridad. Aún no había podido restablecerse la energía en este sector de la colmena. Unas cuantas y aisladas unidades lumen parpadeaban chispeantes columnas de una pálida luz blanca, entre las que se
acechaban amenazadoras sombras.

Jarvan giró la cabeza justo en el momento para ver una forma revolviéndose entre las sombras. Una que no tenía el derecho de estar allí. Agarró su fusil provisto de una linterna portátil y apuntó hacia el hombre.

Su piel era pálida, como la de cualquier habitante de los niveles bajos de la colmena, privados de la luz directa del sol. Era joven y fuerte, con un corte de pelo militar. Los ojos de Jarvan se sintieron inmediatamente atraídos por el fusil láser que llevaba el extraño en su mano, pese a que no le apuntaba a él.

-¡Deja el arma! ¡Suéltala! ¡Abajo, de rodillas! ¡Pon las manos detrás de la cabeza!

El extraño cumplió cada una de las órdenes.

-¡Identifícate!- exigió el cabo.

El desconocido no respondió. Se arrodilló, mirando fijamente a Jarvan con los ojos apagados, sin pestañear. Jarvan pensó que podía ser un soldado. Tenía la constitución y el porte de un militar, pero no el uniforme. Llevaba un conjunto de ropas de trabajo grises, informales, chamuscadas, andrajosas y sucias.

-¡Identifícate!- repitió Jarvan. -¿Nombre y rango?

-No me acuerdo- dijo el desconocido, sus palabras parecieron engancharse en su garganta.

Al acercarse, Jarvan vio que el extraño tenía un corte en la cabeza. Había sangre seca por toda su cabeza, y le había dejado una costra sobre la mejilla. Posiblemente estuviera conmocionado. El cabo señaló a los obreros a su cargo más cercanos, no se había molestado en recordar sus nombres o rostros, y envió a tres de ellos a desarmar al extraño y registrarlo.

No se resistió.

Un trabajador llevó el arma del desconocido a Jarvan. De un simple vistazo pudo ver que no era de Parius. Sin embargo, había vistos bastantes armas como esa en las últimas semanas. El fusil láser había sido modificado para disparar un proyectil más potente, pero a un precio. Varios conjuntos de anillos refrigeradores habían sido instalados alrededor del cañón para disipar el exceso de calor. El arma llevaba el sello de las forjas imperiales en Lucius, lo que la convertía en propiedad de los Krieg.

-¿De dónde has sacado esto?

El desconocido no contestó. Sus ojos permanecían fijos en Jarvan, mientras los obreros le registraban en busca de tatuajes o mutaciones. Le informaron que el extraño estaba limpio y que uno de ellos había encontrado sus papeles de identidad. Ante la impaciencia del cabo, el trabajador los leyó cuidadosamente.

-Su nombre es Arvo, señor. Esta registrado en…este sector. Es trabajador subalterno de tercer grado.

Jarvan estaba casi decepcionado. Tanto alborotó, pensó, por un simple trabajador de mantenimiento. Debería haber cogido el arma de un soldado muerto. Posiblemente no tuviera ni la menor idea de cómo usarla. Jarvan estaba pensando en pegarle un tiro allí mismo y ahorrar tiempo y trabajo al medicae.

Bajó su fusil, agachándose para inspeccionar los ojos del desconocido. Bastante limpios, juzgó. Se levantó y volvió a llamar a sus obreros.

-Llevarle al medicae, y daros prisa. Volved dentro de veinte minutos u os haré azotar.

Ya habían perdido bastante tiempo, y no tenía ganas de perder sus cuotas al final de su turno.

El extraño fue apartado de la vista del cabo Jarvan y, casi con la misma rapidez, lo apartó de sus pensamientos.

La instalación medicae no era más tranquila que el resto de la colmena. El aire bullía con voces urgentes, pasos apresurados y los aullidos, gritos y gemidos agonizantes de los desatendidos heridos.

De hecho, la palabra "instalación" sobredignificaba ese lugar: un improvisado campamento esparcido entre las grúas y los montacargas de un factorum destruido. Un centenar de siervos fregaban las paredes, solamente desgastando gradualmente los siglos de hollín allí arraigados. Sus fregonas se movían por el suelo, mezclando los vómitos frescos con la sangre. Demacrados médicos tropezaban entre ellos, con los ojos rojos y desaliñados, mientras llamadas urgentes los empujaban en todas las direcciones.

El hombre conocido como Arvo fue arrojado sobre una chirriante camilla. Se tumbó de espaldas y dejó que el griterío pasara sobre él, pero se mezcló con el zumbido de su cabeza, negándole el sueño que necesitaba. Respiró el hedor de los cuerpos infectados y heridos. De vez en cuando, se deslizaba a un agitado sueño, solo para despertarse por el sonido de un disparo. Al parecer, para muchos de los pacientes, una bala en el cerebro parecía ser el tratamiento más efectivo.

Durante horas, sólo dos personas mostraron alguna atención a Arvo. La primera fue un empleado del Administratum, que revisó sus papeles, tecleó sus datos en una placa de datos, habló para sí mismo en su particular lengua y se alejó. La segunda fue una mujer de mediana edad, cargada de piadosos símbolos religiosos, que lo registró al igual que los obreros del barrio, buscando señales de la corrupción del Caos.

Entre estas interrupciones, su mente huyó al pasado reciente.

La muralla de la colmena había sido derruida y sus cañones silenciados. Los soldados de los Death Korps salieron de sus trincheras y avanzaron. Fueron recibidos por una lluvia de armas ligeras, pero en vano. Por cada figura con máscara de cráneo que caía, dos más aparecían para reemplazarla. Su avance continuó, imparable. Una gran marea de gritos de furia marchando hacia adelante.

Sus enemigos eran adoradores del exceso, desenfrenados libertinos del placer carnal. No poseían ni una mínima fracción de la disciplina de los regimientos Krieg. Su resistencia se colapsó ante el rostro de la sagrada venganza del Emperador. Se abrieron brechas en las masas de los cultistas, a través de las cuales penetraron los soldados Krieg, ensanchándolas con sus fusiles, sus cuchillos de combate y la fuerza de sus propios músculos.

La cabeza de Arvo retumbó con cada latido de la batalla. El estallido de una granada lo dejó momentáneamente sordo y ciego. El hedor de la sangre y el fuego, la cordita y la muerte, asaltaron sus fosas nasales. Cayó boca abajo sobre la tierra, cubierto por los escombros. La sangre, caliente y pegajosa, se arrastró a lo largo de su mejilla derecha.

Su visión comenzó a despejarse, aunque todavía estaba algo borrosa. Las formas se movían a su alrededor, a través de la espesa niebla del humo de las explosiones. Debió haber perdido brevemente la consciencia cuando la línea de batalla pasó sobre él. Los soldados del Death Korps lo rodeaban, revestidos con sus chalecos antibalas y sus pesados abrigos. Sus botas pulverizaron los escombros junto a su cabeza.

Cuán inhumanos parecían, pensó, con el rostro oculto detrás de las máscaras antigás, de manera que incluso sus ojos permanecían ocultos. Desde donde les estaba viendo, no era capaz de distinguir a un soldado de otro.

Debían de haberlo visto, pero nadie acudió para ayudarlo. ¿Por qué lo harían? Él ya no era más que un extraño para ellos, y cada soldado Krieg buscaba una posición para realizar un disparo limpio contra el enemigo entre la masa de camaradas que tenía ante él, siguiendo un imperativo grabado firmemente en su mente desde su nacimiento. Empujar hacia adelante, siempre hacia adelante.

Luego transcurrió el tiempo, minutos, horas, tal vez días, y se marcharon.

Arvo apenas podía recordar como se había puesto en pie, apartando los trozos de mampostería que se habían amontonado sobre su espalda. Se encontró solo, por primera en su vida. Había seguido aferrando su fusil durante toda aquella dura prueba, con tanta fuerza que tenía los dedos de su mano derecha agarrotados alrededor del gatillo.

Tenía su máscara casi arrancada del rostro, retorcida. La unidad recicladora de aire de su pecho estaba abollada y no funcionaba. Se quitó el abrigo y desechó el equipo roto. El sabor del aire era asqueroso, pero al menos no era tóxico, no como el aire de su mundo natal. No como en Krieg.

El hombre que sería conocido como Arvo tenía su máscara entre sus manos enguantadas. Se quedo mirando el reflejo de un rostro que no reconocía en los vidrios oculares, y un pensamiento desconocido, un pensamiento indigno, pasó por su mente.

Era libre.

Arvo fue arrastrado de nuevo al presente, a su improvisado lecho de enfermo.

Un medicae lo miró de reojo a través de un augmetico ocular. Chasqueó los dedos y un servidor se acercó. Levantó un pesado brazo hipodérmico dentro del cual giraban tubos llenos de diferentes sueros hasta que el correcto se cargó en su sitio. El servidor introdujo una enorme aguja en el estomago de Arvo y una descarga química amortiguó su dolor y su cansancio, agudizando su mente.

-Dado de alta- gruñó el medicae, mientras se alejaba de él.

Arvo le llamó. -No, espera. ¿A dónde voy?

-No requiere ningún tipo de tratamiento adicional, esta dado de alta- dijo el medicae, dirigiéndose hacia otro paciente y dando la espalda a Arvo. -La recuperación total es imposible. Se recomienda terminación- sentenció para aquel herido y siguió adelante.

Arvo bajó de la camilla. En el mismo momento que sus pies tocaron el suelo, dos siervos depositaron a una mujer inconsciente sobre ella. Sus abatidos ojos evitaron los suyos, y él prefirió no preguntarles. Era muy cuidadoso en lo referente a hacer demasiadas preguntas. Sacó su documentación de un bolsillo, más bien la documentación de Arvo. Encontró una dirección en ellos. ¿Una vivienda? No estaba claro. Nunca había conocido algo así.

Otros pacientes dados de alta se estaban uniendo a una fila. Se extendía hasta un escritorio donde un hombre de mediana edad trabaja sin demasiada prisa. Arvo siguió la fila hasta fuera del edificio, a medio camino de uno de los bloques de la ciudad. Escuchó a escondidas cuando alguien preguntó para que era la fila y le contestaron "para asignación de vivienda y trabajo".

Ocupó su lugar al final de la fila y esperó.

Habló solamente una vez, cuando alguien detrás de él murmuró que su tobillo torcido no había sido vendado. -El Emperador nos proporciona todo lo que necesitamos- exclamó Arvo, -y se deben gestionar esos recursos.

Lamentó haber abandonado su agotado medi-kit junto a su uniforme. Podría haberse desinfectado la herida en la cabeza.

-¿Nombre y número de identificación?- preguntó el funcionario del escritorio, tres horas más tarde.

El escriba pulsó una placa de datos, asintiendo ocasionalmente para sí mismo. Arvo esperó, medio temiéndose que el empleado descubriera su engaño tan pronto como levantara la vista y viera su rostro.

-Por lo que veo, su sector ha sido declarado en ruinas. Le voy asignar a un refugio y a una cuadrilla de trabajo.

El escriba cogió un pequeño lápiz e hizo algunas enmiendas en los papeles de Arvo, luego las firmó con sus iniciales y se las pasó de nuevo por encima del escritorio. No miró a Arvo en ningún momento. Comprobó el cronógrafo de su muñeca y dijo -Su primer turno de trabajo comienza a las veintiséis horas. Ahora son las veinticuatro y dieciocho. ¡El siguiente!

De las instalaciones medicae salían continuamente transportes públicos, distribuyendo a los pacientes dados de alta a lo largo de los múltiples niveles de la gran ciudad. Ahora que Arvo ya sabía lo que se esperaba de él, actuó en consecuencia. Entre la multitud de personas agotadas, localizó a otros seis que se dirigían a su sector y a un vehículo de ruedas de la Guardia Interior con conductor que esperaba para llevarlos hasta allí.

Arvo se colocó sobre el guardabarros del transporte mientras serpenteaban a través de bloques industriales en llamas y de calles infranqueables. Absorbía los sonidos, las vistas y los olores de un mundo totalmente diferente al que antes había conocido, un mundo que pocos de los suyos verían: un mundo roto, por supuesto, pero un mundo, por el momento, en paz. El nuevo mundo de Arvo.

La niña observó a Arvo durante cuatro días antes de atreverse a acercarse a él.

La cuadrilla de trabajadores, ahora también su cuadrilla, estaba excavando un almacén de grano colapsado. Su supervisor de la Guardia Interior les había llamado la atención sobre la importancia de su trabajo. Se habían solicitado suministros de emergencia al mundo agrícola más cercano, pero miles de personas podrían morir de hambre antes de que estos llegaran.

Arvo tenía una de las herramientas más grandes de las que disponía la cuadrilla, un pico. Rompía los trozos más grandes e intratable de los escombros para que otros pudieran retirarlos con palas. La niña tenía una pala y se había acercado a él.

Tan pronto como se lo permitieron, le acercó un vaso de agua.

-Hola- dijo ella. -Me llamo Zanne.

Arvo respondió con un desinteresado gruñido. Hizo girar el pico, rompió la piedra y volvió a levantar el pico. No cogió el agua. Ella rara vez había visto a Arvo hablar con alguien. Él lo había preferido así desde el principio. Ahora, tras haber sido rechazados, el resto de los trabajadores preferían ignorarlo.

-Tu nombre es Arvo- insistió Zanne. -Se lo he oído decir al supervisor.

-Sí- concedió. -Me llamo Arvo.

-Y eres del bloque habitacional Sector Kappa-Dos-Phi. Yo vivía allí.

Arvo dejó caer el pico, hizo pedazos la piedra y luego volvió a levantarlo.

-¿Cómo te has hecho tan fuerte?

Esa pregunta le inquietó ligeramente, interrumpiendo su ritmo.

-Creo que eres el más fuerte de toda la cuadrilla- dijo Zanne.

De hecho, era el mejor y más incansable trabajador de todos ellos. No creía que los servidores tuvieran que azotarlo. A menudo, el resto de los trabajadores del grupo hablaban de él con tono resentido, porque les hacía parecer ociosos y, en comparación, más merecedores de las atenciones del látigo.

-El trabajo es bueno- gruñó Arvo.

Zanne se sorprendió. -¿Te lo pasas bien?

-Es bueno construir, mejorar las cosas, en lugar de destruirlas.

Ella consideró esa sentencia, mientras se mordisqueaba el labio inferior. -Sí- asintió finalmente, -supongo que sí.

Un servidor giró su pesada estructura hacia ellos. Rápidamente, Zanne se dejó caer de rodillas y comenzó a palear de nuevo. Dejó la taza junto a Arvo.

-Deberías bebértela- insistió ella. -No podemos saber cuándo habrá más. Además, es agua buena, apenas tiene limo. Algunos días no tenemos nada.

Arvo la miró por primera vez.

-¿Cuántos años tienes?

-Once- dijo Zanne con orgullo. -En realidad, diez y tres cuartos, pero llevo cuidándome yo sola desde que tenía seis años.

-¿Qué le pasó a tus…?- se esforzó para encontrar la palabra correcta.

-¿A mis padres? No recuerdo a mi padre. Murió cuando yo era pequeña. Dijeron que un monstruo lo había cogido en las minas. Mama estaba enferma, y yo tenía que cuidarla. Tuve que trabajar para comprar comida para comer. Pero ella también murió.

-¿La enfermedad se la llevó?

Zanne negó con la cabeza.

-Entonces, ¿fueron los sectarios?

-Estaba en nuestro bloque habitacional cuando se derrumbó. Los blasfemos se escondían allí, ¿sabes?, así que los soldados tuvieron que…

Los ojos de Arvo se estrecharon. Un músculo en su mejilla se crispó. -¿Los soldados la mataron?

-No tuvieron elección. Tenían que detener a los blasfemos. Por el Emperador.

Zanne habló en un tono totalmente normal, como si estuviera hablando de algo que hubiera leído en un libro. Su vida, así siempre se lo habían enseñado, era la que era, y no tenía sentido estar triste por ello. De hecho, la autocompasión era la peor clase de ingratitud.

Ella también casi estaba agradecida por el trabajo duro. Mantenía su mente ocupada.

Arvo empujó el vaso dejado hacia ella. -Toma- dijo. -Bébetela.

No tuvo que ofrecérsela dos veces. Zanne se bebió el agua de un solo trago. El servidor, que seguía observándola, se dio cuenta. Ella sintió el látigo sobre sus hombros por beber más de lo que la correspondía, pero valió la pena. ¿Qué significaba añadir otra cicatriz a todas las demás? Se limpió los labios con una sucia y deshilachada manga.

-No era mi intención meterte en problemas- murmuró Arvo, una vez que estuvo seguro de que la atención del servidor se había dirigido a otra parte.

-No fue culpa tuya- le aseguró Zanne.

-Tenemos nuestras órdenes- dijo Arvo seriamente, -y hay que seguirlas.

Entre los turnos de trabajo, comían, dormían y poco más, junto con otros mil trabajadores, en un edificio que había sido asignado como refugio para los trabajadores.

El edifico había sido anteriormente una capilla, pero fue profanada más allá de toda esperanza de salvación. Los bancos de madera habían sido hecho pedazos, las vidrieras destrozadas. Se habían limpiado la sangre y las heces de las paredes, pero no habían conseguido eliminar un persistente olor acre, al igual que perduraban los contornos de las blasfemias pintadas con aerosoles.

Esa noche, Arvo recogió su ración de gachas y, como siempre, la consumió sentado con las piernas cruzadas sobre su manta. Esa noche, por primera vez, alguien se unió a él. No se opuso a la presencia de Zanne, pero de nuevo dejó que fuera ella quien rompiera el silencio.

-¿Tienes familia?- le preguntó ella.

Arvo negó con la cabeza.

-¿Qué, nunca? Pero debes haberla tenido. Tiene que haber habido alguien. Todo el mundo tiene una mama y un papa, aunque nunca…

Arvo la interrumpió, enojado.

-No tenía a nadie. Nada. Sólo un…

Luego se miró a sí mismo, como si lamentara su franqueza. Luego suspiró.

-No pertenezco a este lugar.

Zanne ansiaba preguntarle que había querido decir con eso. Por primera vez había visto lo que había detrás de la fachada del extraño y, sin embargo, temía lo que pudiera desencadenar. De todos modos, ella reunió todo su valor. Nunca había conocido a nadie como él extraño, quería averiguarlo todo sobre él. Pero cuando abrió la boca, su oportunidad le fue arrebatada.

Un aullido de rabia y gritos de pánico brotaron de uno de los laterales del crucero de la capilla.

Arvo estaba en pie antes de que Zanne le hubiera visto moverse. Su plato chocó contra el suelo de baldosas, derramando su contenido. Zanne también se puso en pie, pero fue rechazada. Mientras otros permanecían boquiabiertos o se encogían, demasiado cansados y asustados para actuar, Arvo se abrió paso entre ellos.

Zanne comenzó a seguirlo, pero se detuvo, de repente asustada.

Un hombre salió del crucero, desgarbado, a medio vestir y sucio, con una barba rala llena de piojos y una mirada salvaje. Gritaba de una forma que Zanne pocas veces había escuchado antes, como si estuviera poseído, espantando a los que lo rodeaban con la fuerza de su locura.

Unas cuantas almas valientes trataron de atraparlo, lucharon por sujetar sus musculosos brazos y piernas, pero fueron arrojados lejos mientras lo intentaban. Ellos, y otros muchos, gritaron advertencias, oraciones o simplemente aullaban sin pensar, presas del miedo. Sus voces fueron chocando unas con otras, haciendo que su miedo se fuera contagiando, extendiéndose como un reguero de pólvora.

Arvo se dirigió confiado al encuentro del loco. Su mano golpeó como si fuera una pitón. Se escuchó un crujido de huesos, y el loco se calló bruscamente. Se desplomó al suelo, con los ojos vueltos en su rostro… y el miedo se calmó, aunque el estruendo de las voces continuó.

Los supervisores de la capilla habían comenzado a reaccionar ante los disturbios, abriéndose paso enérgicamente a través de la excitada multitud. El loco, aunque ya estaba indudablemente muerto, fue golpeado, pateado y escupido.

Todo el mundo estaba dispuesto a ofrecer su versión de los hechos. Zanne escuchó algunos detalles: "-…eludiendo sus deberes…-", "-…más de su ración de agua-", "-…murmuraba algo que sonaba…-", "-…sólo había articulado unas palabras de oración…-", "-…ocultando algo en el hombro, como un tatuaje…".

Arvo se apartó del centro de atención, reapareciendo al lado de Zanne. Nadie pareció darse cuenta, ni siquiera después de lo que acababa de hacer por ellos. Su acción había sido efectuada en un abrir y cerrar de ojos, y se retiró de nuevo al anonimato.

Los supervisores concluyeron rápidamente sus investigaciones. No se molestaron en inspeccionar el cuerpo del loco, pero eligieron al azar a dos trabajadores y les ordenaron que se deshicieran de él. Las piras funerarias llevaban ardiendo semanas por toda la ciudad. Esto sólo era algo más de combustible para la más cercana.

-¿Cómo lo supiste?- preguntó Zanne a Arvo. -¿Cómo sabías qué hacer?

-Se requería una acción decisiva- afirmó rotundamente.

-Sí, pero, ¿cómo sabías que lo que decían de ese hombre era verdad? ¿Habías oído o visto algo, o…?- Zanne se volvió hacia su recién descubierto amigo y vio la verdad en sus ojos pagados y grises. Su voz se fue apagando.

-Se requería una acción decisiva- dijo.

-Lo entiendo- dijo Zanne.

Ya había pasado más de media hora y la mayoría de las unidades lumen estaban apagadas. Los cansados refugiados se acurrucaban sobre los fríos azulejos, envueltos en sus raídas mantas. Algunos de ellos, agotados por el trabajo del día y que necesitaban reponer sus fuerzas para el día siguiente, ya estaban roncando.

-He estado pensando en ello- dijo Zanne, hablando en voz baja en deferencia a los que dormían a su alrededor. -Es de verdad. Lo entiendo.

Arvo gruñó. Había vertido su ración de agua en su tazón y se estaba lavando la herida de la cabeza. Cuando terminó, se puso el cuenco en sus labios y se lo bebió.

-Viste cómo todos comenzaban a ser presas del pánico y tenías que hacer algo para detenerlo. Si no lo hubieras hecho, las cosas podrían haber sido mucho peor. La gente podría haberse pisoteado entre ellos y… de todas formas, ese hombre probablemente hizo algo para merecérselo.

Una vida por la de otros muchos; parecía una ecuación razonable, al menos para aquellos que sabían lo caprichosa que podría ser la muerte, o la voluntad del Emperador.

-Están diciendo que un grupo de cultistas se escondió en un refugio del Sector Eta-Dos…- le susurró Zanne. -Durante la noche, sacaron sus cuchillos y salieron por los alrededores, cortando las gargantas de…

Arvo rozó la cabeza de Zanne. -Vete a por tu manta- dijo de repente. Aunque la capilla estaba atestada, había espacio a su alrededor. Nadie quería acercarse demasiado a él.

El rostro de la niña se iluminó. Se apresuró a hacer lo que la había dicho. Cuando volvió, Arvo ya estaba dormido.

En su sueño estaba sobre el suelo, paralizado, indefenso, mientras los soldados con las máscaras de cráneo estaban siendo hechos pedazos a su alrededor. Sabía que no importaba. Por cada uno que muriera, otros dos aparecerían para reemplazarlo, no había forma de pararlos, pero de alguna forma, en el confuso mundo de los sueños, todos los soldados con máscaras de cráneo tenían su rostro.

El sueño le inquietó, pero curiosamente también le consoló. Cuando las sirenas de diana le devolvieron la conciencia y recordó donde estaba, un nudo se le formó en la boca de su estómago.

Al menos, en el sueño estaba en un mundo familiar. Allí conocía su lugar, conocía su deber, y había otros muchos como él, otros muchos millones como él. En el mundo de la consciencia, en este mundo en paz, Arvo se encontraba perdido.

Los supervisores ya estaban en movimiento, animando a los que todavía no se habían despertado, Arvo encontró a Zanne y la empujó con el pie, ahorrándola el látigo.

-Hoy quédate cerca de mí- la susurró.

Ya podía oír el ruido de los cucharones, depositando su carga grisácea sobre los platos de estaño. No podían demorarse si querían comer. Casi nunca había suficiente para todos.

La luz de la colmena artificial fluía a través de las ventanas rotas, era atrapada por los fragmentos de vidrios de colores y se difuminaba formando un arco iris. Otro día se extendía ante Arvo. Otro largo día de duro trabajo. Sin embargo, no era el trabajo lo que le hacía sentirse cansado.

Arvo estaba cansado por el esfuerzo de pretender ser un simple ciudadano imperial, cuando apenas sabía lo que eso significaba.

-Atención, a todos los ciudadanos.

La voz sonó desde los altavoces de vox de todo el sector. Se esperaban que todos prestaran atención a sus palabras, pero sin dejar de trabajar.

A Zanne se le ocurrió que, después de toda la devastación, los altavoces habían sido lo primero en ser reparados, con una buena razón, por supuesto. La comunicación era vital, y los boletines de la mañana daban buenas noticias para elevar la moral. Hoy, por ejemplo, comunicaban una gran victoria en Orath, donde los Ángeles del Emperador habían descendido desde los cielos para limpiar ese mundo de la pestilencia.

También hubo una advertencia sobre fanáticas células de cultistas que se ocultaban por toda la colmena.

-Anoche fue descubierto un espía en uno de los refugios, intentando sabotear nuestros esfuerzos de reconstrucción. Solo por la gracia del Emperador, y la vigilancia de los ciudadanos ordinarios, como vosotros, fue frustrado su vil plan.

Zanne hoy no tenía pala, por haber llegado tarde a la fila de las herramientas. Tenía que cavar con las manos, lo cual no era una excusa para holgazanear. Hoy, su supervisor era el soldado Renne, que era algo más consciente de la juventud de Zanne que la mayoría. La dejó llevar agua a los demás trabajadores, para que pudieran beber sin dejar sus puestos.

Encontró a Arvo arrodillado, acunando algo en su regazo. Había dejado a un lado el pico. Zanne se agachó junto a él, preocupada por que pudiera estar herido, y vio lo que estaba sujetando. Era una máscara, una máscara antigás con un agujero para el tubo del reciclador. Uno de los redondos vidrios oculares estaba destrozado, y el paño estaba rígido por la sangre seca.

Arvo había descubierto hasta la mitad a un hombre muerto. Zanne había visto el cuerpo, pero no le prestó atención, sólo era uno entre muchos, pero muchos. Sin embargo, parecía haber afectado a su amigo.

El ojo derecho del muerto era un desastre. Zanne ya sabía distinguir una herida de bala, y supo que había sido inmediatamente fatal. Arvo debía haber quitado la máscara antigás al cadáver. ¿Qué era lo que le había hecho en los ojos?

-¿Lo conocías?- preguntó.

Arvo vaciló. -En cierto modo- confesó.

-No lleva nada encima.

-Los Intendentes
(Quartermasters en el original)
debieron llegar antes de que lo enterraran los escombros.

Ella frunció el ceño ante la palabra desconocida. -¿Intendentes?

-Recuperaron su fusil, su armadura, su equipo.

Arvo dio la vuelta a la máscara entre sus manos. -Sólo dejaron esto porque está rota, sin posibilidad de reparación. Sirvió para su propósito y ahora es inútil para ellos. Lo mismo que su dueño.

-¿Quién era?- preguntó Zanne.

-Uno de nuestros libertadores.

-¿La Guardia Imperial?

Zanne nunca había pensado que vería un guardia imperial. Ahora se dio cuenta de que había visto muchos durante los últimos días. Pero nunca había visto a ninguno vivo. Había muchos rumores sobre los implacables soldados sin rostro de los Death Korps de Krieg. Desprovistos de su temible armadura se parecían a cual otro, a cualquier otra víctima de la guerra.

¿Por qué Orath se merecía a los Ángeles del Emperador mientras que Parius tenía que conformarse con simples hombres?

-Alabado sea el Emperador por su sacrificio- dijo la niña, imitando los boletines de la mañana.

-Ellos son creados para luchar y morir por Él- murmuró Arvo. -Creen que sus vidas valen menos que otras vidas. Este hombre solamente tenía su deber. Se alegró de recibir un balazo en el ojo para que pudiéramos… pudiéramos…

-Para que pudiéramos ser libres- dijo Zanne.

-Sí- dijo Arvo sombríamente. -Para que pudiéramos ser libres.

Habían permanecidos parados demasiado tiempo. Un servidor con un azote apareció detrás de ellos, los hiper-desarrollados músculos de sus hombros parecían nudos de cuerdas. El látigo que sustituía su brazo derecho golpeó la espalda de Arvo, chisporroteando con una buena dosis de carga eléctrica.

Arvo aceptó su castigo sin apenas una mueca de dolor. Dejó caer la máscara manchada de sangre seca y volvió a coger su pico. Sólo Zanne escuchó las amargas palabras que murmuraba para sí mismo mientras reanudaba su trabajo, con redoblada energía.

-Para que pudiéramos ser libres.

Aquella tarde lograron un gran avance.

Los obreros consiguieron despejar un camino hacia la bodega de almacenamiento. El soldado Renne lo examinó con una linterna y anunció que estaba intacto. Envió a una docena de obreros a la oscuridad. Zanne hubiera estado encantada de ser uno de ellos, y además, era lo suficientemente pequeña para entrar, pero Arvo la detuvo con un movimiento de cabeza.

Durante las siguientes horas, los abultados sacos de grano fueron sacados de la bodega por una larga línea de trabajadores y cargados en los camiones que estaban esperando. Un muchacho fue azotado cruelmente cuando el saco que llevaba se rasgó, derramando su carga. Zanne estuvo entre las que tuvieron que arrodillarse y recuperar del suelo todo lo que pudieron.

Trabajaron una hora extra más allá del final de su turno, Renne se había ruborizado por su éxito.

Al final de ese tiempo, la bodega estaba casi vacía. Entonces, una mujer cargada con un saco, situada casi en la entrada, perdió el equilibrio. Agitando su mano, se aferró a un pilar de apoyo que gemía y crujía para recuperar el equilibrio, entonces el mundo tembló.

Un terrible rugido atravesó los oídos de Zanne. Pensó que le estaban sangrando. Se encontró abrazando el suelo, asfixiada por el polvo negro y cegada por las lágrimas. A poco tiempo se dio cuenta de que el temblor había cesado. Cuando se despejaron sus tímpanos, escuchó toses y balbuceos, lamentos, gemidos de dolor y débiles gritos pidiendo ayuda.

El primer pensamiento de Zanne fue volver a ponerse a trabajar antes de que el servidor la viera. Se puso de rodillas, pero se dobló sobre sí misma, vomitando polvo y bilis. Había cuerpos esparcidos a su alrededor. Algunos se retorcían entre espasmos, pero otros estaban siniestramente inmóviles. Otros luchaban por escapar de entre los nuevos montones de escombros.

-Todo va bien- escuchó que la decía una voz familiar en su oído. Un fuerte brazo rodeó sus hombros. -Se acabó. Estás a salvo.

Arvo había sacado una taza de agua de alguna parte, probablemente fuera su propia ración. Ella la aceptó agradecida.

-Toda esa ge…gente- balbuceó Zanne, todavía temblando por el shock.

Arvo negó con la cabeza.

-Ya no podemos hacer nada por ellos.

-Me detuviste. Sabías que la bodega no era segura. Podías haber… ¿Por qué no dijiste nada?

-Los supervisores vieron lo mismo que yo- la aseguró Arvo. -Ellos sabían lo mismo que yo. No nos toca cuestionar sus decisiones.

Aquella noche, la cansada marcha de regreso al refugio se hizo bajo un manto de silencio aún más pesado de lo habitual. Mientras los trabajadores pasaban por las puertas de la capilla, el soldado Renne se unió a un pequeño grupo de sus camaradas que había en el exterior, jactándose de su exitoso día, de la cantidad de suministros que había recuperado.

Dentro de la capilla, no había señal alguna de alimento adicional, solo menos bocas que alimentar. Las gachas se habían quedado frías, y ya estaban agriándose. De todas formas, Zanne estaba demasiado cansada para sentir hambre. Se fue directamente a tumbarse. A pesar de que hoy su cuadrilla había tenido un turno más largo, a la mañana siguiente se reanudaría el trabajo a la misma hora de siempre.

-Hoy he oído algo- dijo Zanne. -A alguien del refugio. Decía que su cuadrilla había encontrado a otro soldado, un Death Korps de Krieg. Vivo.

Arvo negó con la cabeza.

-No.

-¿Por qué no?- protestó Zanne, aunque sabía que lo que había dicho era mentira.

-Los Intendentes cuentan a cada uno de los soldados cuando vuelven a las naves.

-¿Pero qué pasa sí…?

-Sólo los muertos quedan atrás, o los desaparecidos, presumiblemente muertos.

-Ya, pero, ¿y si alguno de ellos…?

-Un superviviente se identificaría rápidamente ante las autoridades planetarias y lo arreglaría todo para volver a su compañía lo antes posible, o se convertiría en un desertor.

Estaban paseando por las calles de la colmena. Su cuadrilla estaba siendo conducida a una asignación, que estaba más lejos que la anterior. Eso les dio cada mañana media hora de respiro antes de que comenzaran el verdadero trabajo. A Zanne le gustaba que los supervisores toleraran algunas conversaciones, siempre y cuando continuaran andando.

-¿Y qué le pasaría entonces?- preguntó ella. -¿A un desertor?

Arvo no respondió.
Zanne estudió su rostro para encontrar una pista de en que estaría pensando, pero no encontró ninguna.

-Dijiste que los Krieg eran creados. ¿Para ser soldados?

-Que un soldado de Krieg desobedezca una orden- murmuró Arvo, tan bajo que Zanne tuvo que esforzarse para escucharlo, -es algo desconocido, inconcebible. Su condicionamiento… a menos que…

-¿A menos que?

-A menos que soldado Krieg fuera… defectuoso. O estuviera tocado por el Caos.

Cuando escuchó el sonido de la palabra, Zanne hizo el signo protector del Aquila sobre su pecho.

-A veces, incluso los soldados tienen que asustarse.

-Se nos enseña a no cuestionar. Se nos enseña a que el Emperador tiene todas las respuestas, incluso cuando no podemos verlas. Se nos enseña que tener pensamientos prohibidos es un signo de locura, pero… ¿cómo podemos saberlo con seguridad?

-Si a mí me dispararan y me lanzaran bombas todos los días, y tuviera que enfrentarme a todo tipo de monstruos, creo que estaría muy asustada.

-Yo no estoy asustado- murmuró Arvo. -Nunca he estado asustado.

No quería que se acercara más a ese tema.

No volvió a hablar más hasta ya bien entrada la tarde. Estaban limpiando las ruinas de un bloque habitacional demolido, para permitir que se erigiera uno nuevo. Habían llenado demasiado un carro de eliminación de desechos, y Arvo tuvo que empujarlo hacia los incineradores. Zanne fue con él, voluntaria, para ayudar a estabilizar la carga y palear los escombros que pudieran caerse.

-¿Qué vas a hacer?- la preguntó Arvo inesperadamente.

Ella frunció el ceño.

-¿Cuándo? ¿Qué quieres decir?

-¿Cuándo se termine la reconstrucción? ¿Qué hacías antes?

Zanne se rió de él.

-No había un "antes"- viendo el ceño fruncido de Arvo, Zanne trató de explicarse.

-Aquí siempre estamos reconstruyendo. Nosotros construimos, los traidores y los monstruos llegan y lo destruyen todo, y tenemos que construir otra vez.

-¿Entonces, esto de las cuadrillas de trabajo es todo lo que hay?

Estaban junto a la boca del horno. Su ardiente aliento quemó un lado de la cara de Zanne y lanzó sobre su amigo un encendido resplandor anaranjado.

-Servimos al Emperador si construimos más rápido de lo que nuestros enemigos destruyen.

Zanne recitaba de nuevo antiguas palabras, palabras que había aprendido en la Schola.

-Cuando construimos más de lo que necesitamos en Parius, podemos enviar metal y productos químicos a las forjas del Emperador, y hombres para luchar por Él.

-¿Entonces por qué…?

Arvo se lo pensó mejor y no terminó de hacer la pregunta.

Se dio la vuelta y se puso a trabajar duramente para vaciar la carreta. Zanne tuvo que insistirle dos veces antes de que él volviera a mirarla.

-¿Para qué luchan estos hombres?- preguntó, con un susurro sepulcral.

Sus ojos exigían una respuesta, pero ella no tenía ninguna que darle. En cambio, para llenar el incómodo silencio, Zanne habló.

-Lo conocía. Él era nuestro vecino, en el viejo bloque habitacional. Solía venir a arreglar nuestros lumenglobos cuando… Pensé que debía decírtelo, eso es todo.

Arvo no se movió, no habló. Zanne se preguntó si había cometido un terrible error. Sin embargo, no podía eliminar las palabras que ya había dicho. Ya no, ahora que finalmente las había liberado. No podía volver a guardar su secreto.

-Yo conocía al verdadero Arvo.

Arvo volvió al refugio esa noche y se encontró con que la manta de Zanne había desaparecido.

La había llevado lo más lejos posible de él. Ella también lo evitaba en el trabajo, aunque él la vigilaba todo lo posible. Sólo después de tres días se encontró con ella y tuvo de nuevo la oportunidad de hablar con la niña.

Zanne parecía cansada. Ya la habían azotado tres veces. Ella comenzaba a parar de nuevo, y los servidores con látigos la rondaban. Arvo la llevó agua. Zanne sonrió débilmente a través de la húmeda suciedad que cubría su carita redonda. Estaba temblando. Él tocó su frente. Estaba ardiendo y sudaba.

Ella dejó que la ayudara a cavar hasta que los servidores volvieron sus miradas hacia otros lugares.

-Estaba muerto cuando lo encontré- murmuró Arvo. -Yo no lo maté.

Zanne se quedó boquiabierta. -Por supuesto que no. Nunca lo pensé.

Ahora ya sabía por qué ella había hablado tanto con él, por qué había sido tan curiosa. La debía una explicación. Durante tres días se había esforzado por preparar una.

-Me desperté y estaba solo- comenzó él, interrumpiéndola. -Encontré su cuerpo, el cuerpo de Arvo, y yo… Puede que fuera por el golpe en la cabeza, pero… Comencé a preguntarme por qué sus vidas valían más que nuestras vidas. Me pregunté que tenían tan precioso, digno del sacrificio de tantos de mis hermanos.

-Hiciste muchas preguntas.

Arvo asintió con la cabeza. -Sí, es verdad. Yo quería entender.

-Yo…- comenzó Zanne. Tragó saliva y apartó los ojos de él. -A veces también me hago preguntas. Sólo en mi mente, pero…

-Adelante- dijo.

-A veces, en el bloque, escuchaba a la gente diciendo, "¿por qué no podemos tener más comida y más horas de descanso?" Debería haberles denunciado como traidores, pero no lo
hice. Sabía que tenían alcohol. Lo fabricaban en el piso trigésimo cuarto. Luego estaba lo de los graffitis en el hueco de las escaleras, y lo siguiente, ya no importa.

-Todo se desmoronó- murmuró Arvo.

-Sí, ¿y tú?- preguntó Zanne, con una franqueza que desarmó a Arvo. -¿Lo entiendes?

Arvo enarcó una ceja. Respiró profundamente.

Un repentino estallido de ruido le previno. Un ruido familiar, la banda sonora de su antigua vida. Al principio pensó que sólo estaba en su cabeza, otro recuerdo. Disparos y voces llenas de ira, miedo y dolor, y explosiones. Pero pudo ver en el rostro de Zanne que ella también lo oía. A lo lejos, pero acercándose rápidamente: el sonido de la guerra.

Por simple reflejo, Arvo lanzó su mano hacia un fusil que no estaba allí. En cambio, aferró el mando de su pico, colocándose en cuclillas.

La mayoría de supervisores también habían cogido sus armas y se dirigían hacia los disturbios. Su líder, el cabo Maxtell, se quedó.

-¡No hagan caso!- ladró a sus nerviosos trabajadores, escupiendo saliva. -Lo que esté ocurriendo no es asunto suyo, y no hay excusas para eludir el trabajo. Esta cuadrilla cumplirá sus cuotas al final del turno o les sacare la diferencia de sus pellejos.

-Señor, puedo ayudar- dijo Arvo. -Yo…

Sintió el codo de Zanne en sus costillas y se mordió la lengua. La niña tenía razón. Revelar su secreto sería algo muy imprudente. Un vigilante servidor se dirigió hacia él. Arvo hizo lo que le dijeron y volvió a trabajar, aunque no por mucho tiempo.

La guerra, con todo su estruendo y su furia, chocó contra ellos.

Comenzó con una solitaria figura corriendo, escupiendo blasfemias por encima de su hombro. Un manto de cultista negro y púrpura colgaba sobre su ropa de trabajo gris. Maxtell disparó. Falló, pero un disparo láser impactó desde atrás contra la rodilla del traidor. Cayó jadeante entre una lluvia de fragmentos de hueso y sangre, retorciéndose espasmódicamente sobre el suelo.

El cabo se inclinó ante lo inevitable y le gritó a los miembros de la cuadrilla que se retiraran, pero llevándose sus herramientas. Arvo aferró firmemente su pico. Más cultistas irrumpieron en la escena, y él salió a saludarlos. No esperando resistencia de un simple obrero, se encontraron de repente ante su contundente ataque.

De repente, estaban por todas partes, apestosas sombras que salían de entre las penumbras, buscando escudos humanos detrás de los que cubrirse. Uno agarró a Zanne y se ganó que Arvo le atravesar su cráneo con el pico.

Los fogonazos de los disparos ya eran a bocajarro. Arvo vio a Maxtell caer mientras corría a cubrirse. Escondió a Zanne detrás de una pared medio demolida. Una de las unidades lumen de la cuadrilla recibió un disparo, seguido rápidamente por otro.

Las tropas de la Guardia Interior de Parius, incluyendo algunos de los supervisores de Arvo, ya estaban sobre los cultistas. Los rayos láser y las luces de los lumen se entrecruzaban en la oscuridad. Unas voces gritaron a los obreros que se tumbaron al suelo, pero muchos fueron retenidos por los traidores, o estaban demasiado asustados como para obedecer. Tras haber lanzado esa advertencia, los soldados no dudaron en disparar contra cualquier sombra que se moviera.

Zanne se había encogido, temblando.

-Son sólo unos pocos- la susurró Arvo, tranquilizándola. -Una docena a lo sumo. Esto no ha sido un ataque planeado. Les han espantado de algún refugio y están huyendo.

Haciendo tanto daño como pudieran, un último aullido de rabia antes de morir, podía haber añadido, pero prefirió no decir nada. Recordó lo que Zanne le había dicho: "construimos, los traidores y los monstruos llegan y lo destruyen todo, y tenemos que construir otra vez".

-Quédate tumbada.

Arvo conocía perfectamente los alrededores. Por instinto, había llegado a conocer todos sus detalles de memoria. También sabía dónde estaba cada cultista cuando se apagó la última de las luces. Corrió a cubierto de los resto de una pared, manteniéndose agachado para reducir el riesgo de ser alcanzado por fuego amigo. Algunos de los cultistas podían ser identificados por sus confusos murmullos y gritos. Estaban lanzando súplicas a su vil deidad, Arvo se esforzó por no escuchar las palabras. Aquellas palabras podían ser peligrosas.

Se acercó por detrás a una sombra, colocó el mango de su pico sobre su garganta y lo estranguló. El cultista no tuvo tiempo de chillar. Sus miembros cesaron de moverse y cayó al suelo. Arvo ya estaba buscando su siguiente objetivo.

Un grupo de figuras se agazapaba detrás de una barricada de promethium, vacios, gracias al Emperador. Tenían dos armas de fuego. Los rostros de sus portadores, retorcidos por la locura, se iluminaban en cada disparo. Entre esos destellos, Arvo identificó a otras dos figuras como cultistas y otras cuatro como obreros cogidos como rehenes.

Moviéndose sigilosamente, se colocó entre ellos. Sólo uno de los cultistas lo vio y le lanzó una mirada recelosa. Arvo bajó la mirada, como si estuviera asustado, sólo era un rehén más. El cultista no estaba tan desarmado como le había parecido a primera vista. Lleva colgado un cinturón con unos huevos de metal de color gris, al menos cuatro. Granadas Krak.

El cultista estaba recitando algo para sí mismo, como si estuviera preparando su determinación. Un último aullido antes de morir. En este ambiente urbano, con tantos inocentes cerca, causaría una matanza. Arno no tenía elección. Se lanzó contra el granadero y le dio un puñetazo en el estómago. Necesito dos golpes más para apagar el fervor de sus ojos. Pero para entonces, sus degenerados compañeros ya sabían que tenían un enemigo entre ellos.

Arvo cogió una granada y la lanzó contra los cultistas. Parecía que, después de todo, todavía no estaban listos para morir. Durante un segundo se encogieron, asustados, el tiempo suficiente para que se lanzara contra el más próximo. Interpuso al cultista en la línea de tiro mientras otro cultista disparaba. El cultista se quedó rígido en los brazos de Arvo, que lanzó el cuerpo contra los demás, al tiempo que le arrancaba el arma de sus dedos muertos.

El arma era de fabricación local, más ligera de la que Arvo estaba acostumbrado a usar. Sin embargo, se sintió bien al cogerla, la sintió como una extensión de sí mismo. Había sentido sus manos vacías durante demasiado tiempo. Liquidó con facilidad a otros dos cultista, combatiente no entrenados, Otro corrió por detrás de él, traicionando su ataque con un rugido fanático, Arvo se giró, no lo suficientemente rápido como para apunta el fusil, pero sí a tiempo de romperle la mandíbula con la culata, clavando el hueso entre los músculos.

Una onda expansiva le alcanzó. Arvo escuchó la explosión una fracción de segundo después. Se quedó boca abajo mientras los escombros en llamas llovían sobre él. ¡Otro granadero! La explosión había venido de… No conseguía orientarse… de su derecha. Donde había dejado a Zanne.

Rodó para apagar las llamas antes de que prendieran en él. El humo lo estaba ahogando, y no tenía su máscara antigás, cegándolo, pero también ocultándolo. Un cultista, detrás de Arvo, disparaba indiscriminadamente con un fusil láser contra las sombras. Arvo, por el contrario, apretó el gatillo una sola vez, alcanzando en la cabeza a su objetivo.

Sintió que algo que se movía a su izquierda, y giró el arma en esa dirección. Un soldado de la Guardia Interior lo tenía en su punto de mira. Buen trabajo, pensó Arvo. Bajó su arma e hizo un gesto para demostrar que era un aliado. El soldado siguió apuntándolo, pero no disparó. Hizo un gesto a Arvo para que se tumbara. Arvo obedeció.

-Gracias por tu servicio, ciudadano- gruñó el soldado mientras le quitaba el fusil. -Nosotros asumimos el control.

Arvo esperó, pero ardía de impaciencia.

Ya no podían quedar muchos cultistas en pie. Él se había encargado al menos a la mitad de ellos, y seguro que el granadero se había cargado a alguno más. Sin embargo, pasaron largos minutos, intercalados por breves pero violentos estallidos de gritos, forcejeos y disparos, antes de que se restaurara la calma. Entonces, alguien encontró una unidad lumen y la hizo funcionar a patadas, iluminando el terreno con una parpadeante luz. Los soldados de la Guardia Interior barrían el área, pateando cada cuerpo que había en el suelo, vivo o muerto, en busca de enemigos escondidos.

Por fin se dio permiso para que los supervivientes de los inocentes trabajadores de la cuadrilla de Arvo se pusieran en pie. Seguramente pronto les llegaría la orden de volver al trabajo, en cuanto llegara el reemplazo de Maxtell. Mientras tanto, tuvieron un precioso momento para asumir lo que había sucedido, hacer frente a la conmoción y contar sus muertos.

Algunos atacaron los cuerpos de sus torturados cortándolos con sus desgastadas herramientas o desgarrándolos con las manos desnudas. Era una venganza inútil, que no servía para nada más que desahogar su miseria y frustración. Nadie trató de detenerlos. Arvo se dirigió directamente a la pared detrás de la que había dejado a Zanne.

La pared se había derrumbado por la explosión.

La pálida mano de Zanne sobresalía entre los escombros, como si estuviera luchando contra su destino. Como si estuviera tratando de abrirse camino hacia la libertad antes de que el aliento de la vida fuera arrancado de ella. Tomó la mano entre las suyas. Estaban frías. Ya había visto muchos muertos en su corta vida, se dijo para sí mismo, tantos. ¿Por qué esta era diferente?

¿Por qué su vida valía más que otras vidas?

¿Y tú? Recordó las últimas palabras que le había dicho Zanne. ¿Lo entiendes? Su última pregunta. Arvo la respondió en voz alta, como si pudiera escucharlo.

-Sí- susurró. -Ahora lo entiendo.

El rugido de los motores imperiales rasgaba los cielos.

El sargento Jarvan alzó la mirada, protegiéndose los ojos, cuando las primeras naves entraron en la atmósfera de Parius, brillando gloriosamente. Luego dirigió su mirada hacia las amplias y rectas líneas de hombres que se extendían a lo largo de la recién despejada terraza de la Asamblea en el piso superior de la colmena, y su pecho se hinchó de orgullo.

Casi deseaba viajar a las estrellas junto a ellos. Casi.

Por supuesto, su partida dejaría a las cuadrillas de trabajadores faltas de personal, pero él no podía decir nada sobre eso. El diezmo de Parius Monumentus al Imperio era obligatorio y no se podía hacer ninguna concesión, pese a las recientes pérdidas. Los obreros que quedaran tendrían que trabajar más y en peores condiciones, hasta que se repusiera la población.

Jarvan nunca había visto antes la ceremonia del Diezmo. Acababan de ascenderlo, la segunda vez en menos de cuatro meses, después de que a su predecesor lo mataran en un ataque con explosivos. Anduvo a grandes zancadas a lo largo de las interminables filas de jóvenes, parando de vez en cuando para interrogar a algunos. Les preguntaba su nombre y como se sentían al haber sido elegidos para luchar por el Emperador, y todos, menos uno, se sentían lo adecuadamente honrados.

Ese uno, se llamaba Arvo. El nombre, junto con su pálido rostro y los ojos apagados, casi provocaron un parpadeo de reconocimiento en Jarvan.

-Perdone, sargento- dijo el nuevo recluta, -pero fui elegido para luchar hace mucho tiempo.

Jarvan comprobó de nuevo el nombre en la lista.

-Ya veo. El último reclutamiento te pasó por alto, así que esta vez te ofreciste voluntario. Has conseguido las puntuaciones más altas en las pruebas de selección, de hecho, las mejores puntuaciones que he visto.

-Ya conozco el propósito de mi vida- dijo Arvo.

Jarvan enarcó una ceja. -¿Dime, por favor?

-Fui creado para luchar y morir por Él.

-Una actitud admirable.

-Por lo tanto, luchare contra los enemigos del Emperador sin temor ni duda alguna. Cambiaré esta vida que Él me ha concedido para mayor beneficio del Imperio. Con que sólo pueda hacer progresar su causa una mínima fracción, considerare que mi breve existencia ha valido la pena. Voy a cumplir con mi deber, después de todo, ¿qué otra cosa podría hacer si no?

Jarvan sonrió con aprobación, juntó las manos detrás de su espalda y siguió adelante.

La primera de las naves estaba llegando a tierra, para recoger su carga de futuros mártires. Jarvan ya había olvidado la mayoría de sus nombres, pero, por un tiempo al menos, recordaría uno de los menos, junto con la pregunta que había planteado. El sargento la repitió murmurando pensativo.

-Sí. Efectivamente, ¿qué otra cosa puede hacerse?

FIN

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Voz femenida (_Karks_l)

La guerra en Parius Monumentus había llegado a su fin.

La colmena había sido arrancada de las garras de la depravación. ¡Gracias sean dadas al Emperador! El sagrado orden finalmente había sido restaurado.

La Guardia Imperial podía reclamar la victoria. La milicia local, crónicamente mal dotada, había infravalorado la propagación de la corrupción; habían sido abrumados y sobrepasados, obligando a las FDP a transmitir una desesperada llamada de socorro astropática.

Un regimiento de los Korps de la Muerte de Krieg había llegado para retomar el control, y durante todo un mes, el cielo había destellado y tronado bajo el implacable ritmo de sus poderosas armas de asedio. Los muros de ciudad se habían estremecido, y final, e inexorablemente, se habían derrumbado. Sus decadentes captores habían dado a la fuga, y
posteriormente, la mayoría de ellos, al filo de la espada.

Los miembros de los Korps habían partido, a otras guerras, a otros mundos en los que luchar. El silencio reinó a su marcha, pero sólo el tiempo suficiente para los leales súbditos del Emperador entonaran una colectiva oración de gratitud a su Divina Majestad. Sólo entonces comenzó el verdadero trabajo.

.

.

.

.

El cielo ahora resonaba con los rugidos de los enormes vehículos de obras públicas. Los destrozados escombros de los bloques de viviendas y de las factorías gemían bajo el peso de las orugas. Los delicados adornos de las catedrales, ahora arruinados, fueron removidos por las palas de afiladas garras de las máquinas. Las expuestas entrañas de las enormes excavadoras escupían, silbaban y lanzaban llamaradas al aire.

Jarvan era cabo de la Guardia Interior de Parius.

Era nuevo en ese cargo, su predecesor había sido capturado y asesinado por el enemigo, y estaba ansioso de probarse a sí mismo. Tenía bajo su responsabilidad a un grupo de trabajadores, uno entre muchos miles, compuesto por algo menos de un centenar de cansados y traumatizados civiles, encargados de revisar los restos, recuperando todo lo que podían. Servidores con látigos se movían entre ellos, animándoles en su trabajo.

Así fue como el cabo Jarvan encontró al extraño.

Su cuadrilla de trabajadores estaba buscando cuerpos entre las ruinas de un bloque de unidades habitacionales derrumbado. El día anterior habían encontrado varios supervivientes, hoy no tantos. Al día siguiente serían reasignados a un área de mayor prioridad. Aún no había podido restablecerse la energía en este sector de la colmena. Unas cuantas y aisladas unidades lumen parpadeaban chispeantes columnas de una pálida luz blanca, entre las que se
acechaban amenazadoras sombras.

Jarvan giró la cabeza justo en el momento para ver una forma revolviéndose entre las sombras. Una que no tenía el derecho de estar allí. Agarró su fusil provisto de una linterna portátil y apuntó hacia el hombre.

Su piel era pálida, como la de cualquier habitante de los niveles bajos de la colmena, privados de la luz directa del sol. Era joven y fuerte, con un corte de pelo militar. Los ojos de Jarvan se sintieron inmediatamente atraídos por el fusil láser que llevaba el extraño en su mano, pese a que no le apuntaba a él.

.

.

.

El extraño cumplió cada una de las órdenes.

exigió el cabo.

El desconocido no respondió. Se arrodilló, mirando fijamente a Jarvan con los ojos apagados, sin pestañear. Jarvan pensó que podía ser un soldado. Tenía la constitución y el porte de un militar, pero no el uniforme. Llevaba un conjunto de ropas de trabajo grises, informales, chamuscadas, andrajosas y sucias.

repitió Jarvan

Voz robótica

Voz cabo

-¡Identifícate!

Voz de Jarvan

-¡Deja el arma! ¡Suéltala! ¡Abajo, de rodillas! ¡Pon las manos detrás de la cabeza!

-¡Identifícate!- -¿Nombre y rango?

Voz de kirt

Voz de susana

-No me acuerdo- dijo el desconocido, sus palabras parecieron engancharse en su garganta.

Al acercarse, Jarvan vio que el extraño tenía un corte en la cabeza. Había sangre seca por toda su cabeza, y le había dejado una costra sobre la mejilla. Posiblemente estuviera conmocionado. El cabo señaló a los obreros a su cargo más cercanos, no se había molestado en recordar sus nombres o rostros, y envió a tres de ellos a desarmar al extraño y registrarlo.

No se resistió.

Un trabajador llevó el arma del desconocido a Jarvan. De un simple vistazo pudo ver que no era de Parius. Sin embargo, había vistos bastantes armas como esa en las últimas semanas. El fusil láser había sido modificado para disparar un proyectil más potente, pero a un precio. Varios conjuntos de anillos refrigeradores habían sido instalados alrededor del cañón para disipar el exceso de calor. El arma llevaba el sello de las forjas imperiales en Lucius, lo que la convertía en propiedad de los Krieg.