Capítulo IX
"Prohibido"
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¿Habrá algún dios que bendiga
A los amores prohibidos?
Y entre te quiero y te quiero
No veas una amenaza
¿Habrá algún dios que bendiga
A los amores pasajeros?
Yo quiero lo que tú quieres
Tu quieres lo que yo quiero (*)
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El sol se ponía en el horizonte, tiñendo el cielo de un color anaranjado intenso. El sol era el único testigo de aquellos encuentros. Junto al lago, la pareja se entregaba al amor furtivo. Aquel valle estaba lo suficientemente alejado del centro del reino, lo suficientemente alejado de cualquier aldea, lejos de los caminos, lejos de la gente. Era el mejor lugar que habían encontrado para vivir su amor prohibido. Para amarse a escondidas.
-Debo regresar. - dijo él de repente, después de haber pasado gran parte de la tarde con ella.
-¿De verdad tienes que hacerlo?
-Mis padres se preguntarán donde he estado.
-De verdad desearía que no tuviéramos que esconder nuestro amor.
-Prometo que hablaré con ellos, tienen que entender que nos amamos... A mí no me importa que tú no seas de la realeza, ellos no pueden obligarme a casarme con alguien que ni siquiera conozco.
-Pero, ella...
-Dicen que ella es una gran persona, con un gran corazón... sabrá entenderme. - Él le sonrió. ¿Cómo no creerle?
*•.¸
Observaba, desde lejos, como la feliz pareja unía sus vidas ante los dioses. Todo el reino estaba invitado a la boda, todos estaban felices, los veían como la pareja perfecta, le auguraban muchos años de gozo. Si tan sólo supieran.
Después de la noche de bodas, el salió al jardín real. Sabía que ella lo esperaba. La buscó con su mirada, hasta que la encontró, agachada junto a los rosales.
-Keket…- dijo, casi en un susurro. Ella se levantó de prisa al reconocer su voz. Volteó a verlo, sus ojos brillaban de manera especial, pero denotaban mucha tristeza.
-Beil…- ella se lanzó a sus brazos. Se fundieron en un apasionado beso. – De verdad creí que no ibas a hacerlo. - dijo ella, una vez que sus labios se separaron.
-Es que… no podía, sabes que no podía. Nuestro amor es imposible… mí padre jamás permitiría...
-Lo sé, tu padre jamás permitiría que el heredero del reino más importante del mundo se case con una plebeya. Pero, entonces, ¿es este nuestro destino? ¿Amarnos a escondidas?
-Lo siento, es lo único que puedo ofrecer… no me quites eso también…
*•.¸
Tanto había llorado por ese amor prohibido. Tanto daño le había ocasionado él. Todos. Pero ya no dolía. Ya no. Él dolor se había convertido en rencor y sed de venganza. Él había roto su corazón, había jugado con sus sentimientos.
Observó la ciudad, parada sobre el techo del mirador de la Torre Tokio. ¿Quién diría que aquel hermoso reino se convertiría en una ciudad cosmopolita? Debía conseguir el Cristal Dorado, y terminar con lo que había comenzado miles de años atrás.
El príncipe, él tenía el cristal consigo. Él siempre había estado protegido por el poder de ese cristal.
*•.¸
Observaba a la reina jugar con su hijo en los jardines reales. Era la vida que siempre había soñado. Alguna vez él le había jurado que no había intimidad entre ellos. Así como le había jurado que haría hasta lo imposible porque pudieran estar juntos, que lucharía por su amor. Tiempo después, la reina esperaba su primer heredero. Y ella sólo se tenía que conformar con tenerlo alguna que otra noche, cuando su esposa se dormía. Cuando él quería sacarse las ganas. O, quizás, cuando su esposa no quería cumplir sus obligaciones maritales. Con cada día que pasaba, su corazón se llenaba más y más de rencor.
Pero, aquel día, el odio y la envidia que estaba sintiendo en su corazón comenzaron a hacer estragos. Mientras observaba a la reina, comenzó a pensar que todo sería mejor si ella no existiera. Si ella muriera, podría tomar su lugar, junto al amor de su vida. Quizás debería intentarlo, quizás si era una buena idea.
Durante días, meditó sobre la mejor manera de hacerlo sin quedar incriminada. La respuesta llegó a su mente de manera misteriosa, casi como si un ser superior se lo hubiera indicado. Existía en el reino un rosal exótico, un rosal capaz de envenenar a todo aquel que se pinchara con una de espinas. La reina amaba las rosas, pasaba horas en su jardín, regándolas, cortando la mala hierba, haciendo esquejes. No sería difícil que se pinche con una espina, era algo que sucedía todo el tiempo.
*•.¸
-Endymion, mi querido Endymion… si no hubieras intervenido aquella vez…
*•.¸
La observaba desde atrás de los arbustos que mantenían el jardín a salvo de miradas externas. Se las había ingeniado para colocar los exóticos rosales en varios sectores del jardín. Quizás llevaría algún tiempo, pero no tenía prisa. Ella acabaría mordiendo el anzuelo tarde o temprano. La observó durante largo rato, no pudo saber cuánto tiempo había pasado hasta que la reina llegó hasta donde estaban aquellas rosas. ¿Quizás una hora o dos?
Su corazón latía con fuerza. Sentía que el momento se acercaba, que pronto ocurriría. Pero entonces…
-¡Madre! - el pequeño llegó corriendo, para tomarla del brazo. Apenas llegaba a los ocho, pero tenía una madurez y una sabiduría que muchos adultos envidiarían - ¡No las toques, madre! - gritó, con sus ojos llenos de lágrimas.
*•.¸
Él lo había evitado aquella vez, de alguna forma lo había sabido. A partir de allí se había condenado a su destierro del Reino Dorado y a no volver a ver al amor de su vida, ni siquiera por las noches, ni siquiera para complacerlo en la cama.
-Ahora lo entiendo, tus poderes siempre estuvieron ahí, aun siendo un niño... el Cristal Dorado siempre te ha guiado.
*•.¸
Lo observó en silencio. Estaba molesto, podía sentirlo. Le dolía tanto ver esa expresión en su rostro. Pero ni siquiera imaginaba lo que ese día pasaría, el daño que él le haría.
Puso sobre la mesa un frasco de vidrio con un esqueje de aquel rosal. Comenzó a sudar frío. Lo sabía, él lo sabía. Y se lo debía a ese niño.
-Han intentado asesinar a mí esposa… ¿Sabes lo que es? - preguntó, sin mover un sólo músculo de su cuerpo. Ella negó con la cabeza.
-¡Mientes! - gritó, enfurecido. - Las rosas estaban en el jardín… el jardín al que poca gente tiene acceso… Te vieron rondando por los alrededores, justo cuando mi hijo impidió que ella se pinchara.
-¿De verdad crees que…?
-Sería muy conveniente para ti, ¿no es así?
-¡Beil!
-A partir de ahora, tienes la entrada prohibida al Reino Dorado. Si te llegarán a encontrar por alguna de sus calles, serás condenada a la horca.
-¿Me estás desterrando?
-Deberías estar agradecida, el castigo por atentar por la vida de algún gobernante es la muerte.
-Creí que también querías librarte de ella.
-¡Es mi esposa! ¡No la quiero muerta! Si no puedes aceptar lo que tengo que ofrecer...
-¿La amas?
-Ella me dio lo más importante que tengo.
-La amas… ¡Has estado jugando conmigo!…
-Vete de aquí… ya no quiero verte más…
*•.¸
Ese día, sintió que algo se rompía dentro de ella. Él había estado jugando con ella. Pero, a pesar de todo, seguía amándolo como el primer día. Adaptarse a vivir fuera del Reino Dorado fue duro. Jamás en su vida había puesto un pie fuera de sus fronteras. La vida fuera de aquel "Edén" era dura. Las personas trabajaban arduamente para sobrevivir. Y, aun así, a duras penas lo hacían. La vida sin magia y sin la protección del Cristal Dorado, era casi como una condena al mismísimo infierno. Sin embargo, de aquel infierno volvería. Volvería empoderada y dispuesta a recuperar lo que siempre había sido suyo.
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El ataúd blanco estaba en medio de la sala, rodeado de flores de todos los tipos y colores. Sobre este, un ramo de unas 50 rosas rojas. Eran sus favoritas. El niño lloraba amargamente a su lado, observándolo como embelesado. Llevaba una rosa roja en sus manos. Sus ojos estaban hinchados por tanto llanto. Su corazón estaba destrozado. Ahora que su madre también había muerto, se encontraba totalmente solo en el mundo. Y, como si eso fuera poco, el reino dorado quedaba a su entera responsabilidad. ¿Cómo un niño de 10 años podía llevar adelante semejante tarea? ¿Gobernar a todo un reino, el reino más importante del planeta Tierra?
-Todo estará bien, sensei...- Endymion volteó a ver al joven que se dirigía a él. Cabellos blancos, largos hasta la cintura, intensos ojos azules. Escasamente llegaba a la mayoría de edad. - Siempre estaremos con usted. - acabó diciendo, con cierta ternura. - Endymion esbozó una pequeña sonrisa, entre todas aquellas lágrimas.
-¿Qué voy a hacer ahora, Kunzite? Yo no puedo gobernar...
-Le sorprendería saber lo que puede llegar a hacer. Lo hará bien. Y nosotros estaremos aquí para apoyarlo siempre.
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-Siempre...- susurró. Jamás había imaginado que tan cierta era aquella promesa. Si aun después de la muerte habían estado a su lado.
Permanecía sentado en un sillón, junto a la ventana, en penumbras. Ellos estaban parados enfrente suyo. El silencio que invadía aquella habitación ya se había vuelto pesado, incómodo.
-Sensei.- Koichi se agachó, apoyando su rodilla izquierda en el suelo y colocando su brazo sobre la pierna derecha. Los demás imitaron su gesto.
-Por favor, no hagan eso... Aquí no soy rey, ni príncipe... No aun... Y aunque lo fuera, ustedes siempre han sido como los hermanos que nunca tuve...
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Observó la imagen que el reflejo le devolvía, mientras la mujer que había estado a su lado desde que nació le acomodaba la pesada corona sobre su cabeza.
-Tú madre estaría muy orgullosa de ti. - dijo la mujer, a la que Endymion amaba casi tanto como había amado a su madre. En ese momento, el hombre de cabellos blancos ingresó a la habitación del niño.
-Es hora. - dijo. Endymion volteó a verlo, al mismo tiempo que la mujer decidía que era momento de salir. -Lo están esperando, sensei.
-Endymion… dime Endymion… y ya no me hables de "usted", no me gusta.
-Pero…
-Soy el rey, ¿no es así? Yo ordeno ahora. Y te ordeno que ya no me llames sensei, y que dejes los formalismos.
-De acuerdo… Endymion…
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-Algunas cosas nunca cambian... - Koichi sonrió, para luego ponerse de pie. Mamoru también lo hizo. Luego dio un paso al frente, sin dejar de mirarlo a los ojos. - ¿Sensei?- Mamoru estaba visiblemente emocionado. Sin mediar palabras, abrazó al que, durante muchos años, había considerado su mejor amigo. Tras algunos segundos de silencio. Se separó de él, para volver a mirarlo a los ojos.
-Lo más difícil de recuperar mis recuerdos, fue saber cómo Metalia los había utilizado. - Mamoru se dirigió a los demás para abrazarlos también. - Me preocupé mucho cuando noté que las piedras ya no estaban conmigo, ahora entiendo el por qué. Me alegra saber que ustedes también pudieron tener otra oportunidad.
-Hemos vivido muchas vidas nuevas, la diferencia con ustedes es que nunca tuvimos la posibilidad de reencontrarnos, hasta ahora. - intervino Jomei.
-Las razones por las que estamos aquí no son nada buenas, Mamoru.- continuó Koichi. Mamoru palideció. Desde aquel fatídico día en que Usagi había tenido ese terrible accidente, había sentido esa energía extraña en el ambiente, esa sensación de ahogo en su pecho. Pero habían pasado tres meses y nada había pasado. Ya hasta estaba pensando en que estaba volviéndose loco. - ¿Te encuentras bien?
-Kunzite...
-Koichi... en esta vida mi nombre es Koichi Teneko.- Koichi hizo una pequeña reverencia.
-Jomei Yamamoto.- continuó quien era la reencarnación de Jedaite.
-Mi nombre es Naoki Kimura. - se presentó Nephrite.
-Y yo soy Zakura Nishimura.- terminó diciendo Zoycite. Mamoru sonrió. Ni siquiera se le había ocurrido que ellos podían tener nombres diferentes, mucho menos una vida. Para él sólo eran sus Shitennou, que egoísta había sido.
-Es cierto, al parecer, ustedes saben todo sobre mi, pero yo ni siquiera les he preguntado cuáles son sus nombres.
-Eso no es importante ahora. - dijo Koichi.- Serena...
-¿Qué ocurre con ella? ¿Es por eso que están aquí? ¿Saben que es lo que le ha pasado?
-Su nombre es Keket. Ella...- Mamoru abrió los ojos con sorpresa. - ¿La recuerdas? - preguntó Koichi, al notar su expresión. Mamoru tenía vagos recuerdos de la infancia de Endymion en el Reino Dorado, pero podía recordar a la mujer, quien era la mano derecha de su padre.
-Pero, ella...
-Ella siempre estuvo enamorada de tu padre. - Los ojos de Mamoru se llenaron de lágrimas. Jamás lo hubiera imaginado. Sin embargo...
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De repente sintió como si alguien lo estuviera observando. Salió al balcón de su alcoba, ya que sentía que esa energía especial venía de allí. Pero no había nadie, sólo la luna que podía observarse brillando en el cielo, a pesar de ser pleno día.
Volteó, para volver a entrar a su alcoba. Entonces, sintió la potente voz de la reina de la Luna detrás de él. Abrió los ojos con sorpresa.
-¡Un hada! - dijo, al ver la figura de una mujer, de escaso tamaño. Ella flotaba en el aire, a la altura de sus ojos. Llevaba su largo cabello blanco atado en dos odangos.
-No soy un hada. Soy la reina del Imperio Lunar, la diosa protectora de la Tierra. - Endymion abrió los ojos con sorpresa. Muchas veces había escuchado historias del reino que protegía a la Tierra desde la Luna.
-¿Por qué estás aquí?
-Porque hay alguien que quiere hacerle daño a tu madre y tú tienes que evitarlo…
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-Ella intentó… asesinar a mí madre…- recordó Mamoru.
-Por eso fue desterrada y, entonces, juró venganza. Ella perdió totalmente la razón. Jamás creímos que sería capaz de hacer las cosas que hizo.
-Ella hizo un pacto con el mismísimo rey del inframundo...- continuó Zakura.- Quería hundir al Reino Dorado en la oscuridad.
-Lo mejor que pudimos hacer entonces fue encerrarla en una tumba bajo la arena, en el lugar más inhóspito del planeta. - explicó Naoki.- Fue la Reina Serenity quien nos dio indicaciones, para que ella jamás pueda escapar de aquel encierro. Entonces, jamás imaginamos que, en un futuro, las personas se interesaran por desenterrar el pasado.
-Fue esa expedición arqueológica. De alguna manera encontraron su tumba en el desierto y la desenterraron. De seguro has escuchado la noticia de la momia desaparecida y lo extraños asesinatos en Oxford. - terminó Jomei
-No puede ser... ¿por qué nunca me lo habían dicho?
-Entonces eras sólo un niño, con demasiadas preocupaciones... Creímos que podíamos manejarlo. - explicó Koichi
-Cometimos un error al pensar que estaría allí por toda la eternidad. Ella ha regresado y busca venganza. Quiere terminar con lo que no pudo entonces. - Mamoru tomó asiento. Se sentía realmente abatido.
-¿Estás bien?- preguntó Koichi, al notar una palidez extrema en él. Mamoru tomó su cabeza con la mano.
-Por favor, díganme que saben cómo hacer que Usagi despierte…
-Encontraremos el Cristal de Plata... Ella despertará...- se apresuró a decir Koichi.- Estoy segura de que es la única que puede detenerla...
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(*) Amores Prohibidos de Juanes
