ZELDA
Aquel no estaba siendo mi mejor día.
Había estado dolorida nada más ponerme en pie. Cada rincón de mi cuerpo se quejó al instante, y tuve que hacer verdaderos esfuerzos por tragarme las protestas mientras recogía el campamento con Link. Me quedaba sin aire muy deprisa, y las piernas ardían. Pero no quería alertar a Link. Le había prometido que le diría si necesitaba parar porque estaba sufriendo malestares, pero sobraba decir que, por el momento, estaba incumpliendo mi promesa.
Había intentado entablar conversación con Artyb mientras cabalgábamos para distraerme del dolor. Y había funcionado, por suerte; él era parco en palabras, como su padre, pero cuando hablaba era para decir cosas con sentido. Reflexionaba antes de abrir la boca. Podría haber jurado que, por cada día que pasaba, se parecía más a Link.
De pronto él había desaparecido con Arwyn al galope por el camino. A Artyb no lo entusiasmaba correr a lomos de un caballo, así que solo habíamos aligerado el paso. Había confiado en volver a encontrarme con Link en el sendero. Mi corazón había dado un vuelco, sin embargo, cuando vi a Viento sin jinete en medio del camino.
Mis alarmas se habían disparado entonces, pero me había obligado a mantener la calma. Link conocía Hyrule, y conocía la zona por la que estábamos viajando. Link llevaba cuchillos en el cinturón, donde creía que nadie podría verlos, y no dudaría en usarlos en caso de necesidad. Y nadie podía superar a Link cuando estaba enfadado, quería proteger algo y tenía una hoja de acero en las manos.
Artyb se había mostrado tranquilo también, tal vez gracias a mis esfuerzos desesperados por que no notara mi propio terror.
—Papá está con Wynnie —dijo—. Volverá pronto.
Intenté sonreír, aunque también fracasé en eso.
—Seguro que sí.
Él había esperado en silencio conmigo, a lomos de Calabaza. Transcurrió una eternidad hasta que la preocupación ganó terreno y desmonté del caballo, con el arco preparado. Me llevé a Artyb conmigo porque no pensaba dejarlo atrás a él también. Su mano diminuta era sólida junto a la mía, y fue extrañamente reconfortante. Me transmitía seguridad. Era fascinante que un niño que apenas era más que un bebé pudiera mantenerme clavada al presente de aquella forma. De no ser por él, me habría quedado paralizada por el terror y los malos recuerdos.
—¿A dónde crees que han ido? —le pregunté mientras nos acercábamos al Monte Satoly.
Artyb frunció el ceño y examinó sus alrededores, pensativo. Había extendido la mano para señalar un punto en la distancia cuando escuché voces. Voces cercanas. Sujeté el arco con firmeza en mi mano y corrí con Artyb en dirección al origen del ruido.
Y, si mi día ya estaba siendo malo, solo había empeorado cuando vi a Arwyn sosteniendo un rupinejo entre sus brazos. Un espíritu de todas las criaturas que habían hecho de Hyrule su hogar. Un rupinejo, un ser enviado por las deidades.
Artyb fue el primero en reaccionar; corrió hasta Arwyn con un palo que no lo había visto coger.
—¡Wynnie! —exclamó. Ella alzó la vista de golpe y miró a Artyb con el ceño fruncido. El rupinejo se quedó muy quieto entre sus brazos—. Wynnie, suelta eso.
—¡No! —dijo ella. Se abrazó al rupinejo con más fuerza—. Es un rupejo. Y me quiere.
Dudaba que el rupinejo la quisiera de verdad. Lo más probable era que hubiera percibido la cercanía del poder sagrado y hubiera reaccionado en consecuencia.
Los enormes ojos anaranjados de la criatura se cruzaron con los míos, y tuve que contener un escalofrío. Luego volvió a esconderse en el pecho de Arwyn.
Link parecía tan perdido como yo. Tenía que acercarme a él y pedir respuestas. Teníamos que acordar nuestros siguientes pasos juntos. Di un paso hacia Link, y la mirada furibunda de Arwyn me detuvo.
—Lo vas a sustar —siseó. Su luz brilló con más fuerza, casi rozándome, y experimenté entonces una sensación extraña. No era dolor, sino otra cosa. Algo nuevo.
Permití que mis manos se iluminaran también, porque el poder luchaba por salir. No había nadie a nuestro alrededor que pudiera vernos; estábamos lejos del camino, y la luz no era tan fuerte como para llamar la atención de algún viajero, de todas formas. El rupinejo se volvió en mi dirección, con los ojos aún más abiertos si cabía.
Me arrodillé sobre la hierba. Arwyn me observaba con algo parecido al terror.
—Son criaturas magníficas —murmuré yo, mirando al rupinejo. Rocé una de sus enormes orejas con cuidado. No era del todo sólido, aunque si lo tocaba no llegaba a atravesarlo. Al principio tenía la sensación de que mi mano iba a fundirse con la luz azulada de la criatura, pero se mantuvo sobre la superficie fría de sus orejas—. Llevan muchos años aquí.
—Me quiere —repitió Arwyn a la defensiva.
Tomé una de sus manos con cuidado.
—Tu luz lo atrae, Wynnie —repuse—. Le recuerdas a quien lo creó. Por eso a mí también me deja acercarme. Eso no significa que puedas llevártelo a todas partes.
—¿Por qué no? —preguntó ella con el ceño fruncido.
—Porque los rupinejos habitan en lugares concretos por motivos que están por encima de ti y de mí. Sufriría si lo sacáramos de aquí. Y no creo que quieras eso, ¿verdad?
Arwyn sacudió la cabeza al instante, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Los rupinejos tienen una misión —añadí—. Es mejor dejarlos vivir en paz. Nunca se sabe lo mucho que un simple gesto puede cambiar.
Ella contempló sus manos y luego miró al rupinejo. Estrechó a la criatura con más fuerza entre sus brazos y, tras susurrar algo que no pude entender, lo dejó libre de nuevo. El rupinejo se alejó unos pasos y se esfumó en el aire, como si nunca hubiera estado ahí de verdad.
Arwyn rompió a llorar entonces. Yo dejé de brillar.
Nuestros intentos de tranquilizarla fueron en vano. Incluso el humor de Artyb empezó a ensombrecerse también tras ser testigo del llanto de su hermana. Recé por que no estallara en lágrimas él también. Ya era abrumador que un hijo llorara de forma inconsolable. No sabía cuánto tardaríamos en salir huyendo si había dos sufriendo el mismo problema.
Link acabó cogiéndola en brazos cuando nos dimos cuenta de que nuestros esfuerzos iban a caer en un saco roto. Ella no protestó, aunque siguió llorando sobre su hombro. Mi corazón se rompió, pero no dije una palabra en voz alta.
Unas horas después, estábamos a lomos de los caballos. Link montaba con Arwyn, como antes de lo sucedido en el Monte Satoly, y yo iba con Artyb, que estaba sumido en un silencio sepulcral. Tan inexpugnable como una muralla. Me recordó al silencio de su padre durante los primeros días en que lo había conocido.
—¿Va todo bien? —le pregunté en voz baja, aunque era una pregunta estúpida.
Él dio un respingo sobre la silla. Me miró y se encogió de hombros. Yo esperé. Si de verdad era tan parecido a su padre, estaría pensando cómo continuar. Y no me equivoqué.
—¿Qué pasa si Wynnie se queda con el rupinejo? —preguntó él al cabo de un rato.
Suspiré y miré a Arwyn, que cabalgaba cabizbaja. Ya no lloraba, pero seguía habiendo tristeza en sus ojos. Llevaba los guantes de lana para el frío, por algún motivo que se me escapaba. Tal vez estuviera intentando protegerse para no enfermar de nuevo.
—Los rupinejos son espíritus —respondí—. No pueden morir, aunque hay una razón por la que solo están en ciertos lugares.
—¿Cuál es?
Me descubrí sonriendo.
—Lo sabrás cuando crezcas un poco más.
Él soltó un largo gruñido y se revolvió sobre la silla de Calabaza.
—Dices lo mismo que papá.
Dejé escapar una exclamación ahogada para fingir ofensa. Cuando me incliné para verlo mejor, descubrí que ya estaba intentando contener la sonrisa. En eso también se parecía a Link. Iba de tipo duro, aunque cuando lo conocías mejor y te ganabas su confianza, no era tan difícil hacerlo reír.
—¿Cómo te atreves a compararme con tu padre? —siseé para que Link no alcanzara a oírme, aunque su expresión distante no daba ninguna señal de que nos estuviera prestando atención en aquel momento—. A mí, que te he enseñado todo lo que sé.
—¡Dime por qué los rupinejos solo están en...!
—Aunque lo intentara, no lo entenderías —dije con calma. Quería que bajara la voz. Si Arwyn lo oía mencionar a los rupinejos, la tranquilidad frágil que habíamos conseguido se haría pedazos—. Así que no insistas, Artty.
Él refunfuñó y se cruzó de brazos, aunque al cabo de unos instantes dijo:
—A Wynnie le gustan los rupinejos.
—Le habría gustado tener un rupinejo en casa. —Se me escapó una carcajada. La simple idea era absurda. Era imposible llevarse una criatura así tan lejos de su hogar. Y, aunque lo consiguiéramos, sería aún más difícil mantenerla oculta de la aldea—. Engulliría todas las rupias de tu padre. Una a una.
Él abrió mucho los ojos.
—¿Comen rupias?
Aquella pregunta hizo que nos enzarzáramos en una conversación durante casi una hora. Yo hablaba y él hacía preguntas, porque su curiosidad era insaciable; escuchaba con atención, como si aquello fuera lo más interesante del mundo. Sentí calidez en el pecho. Tal vez, cuando creciera, podría montar su propio laboratorio. Podría incluso ser aprendiz de Prunia, si tanto le gustaba el conocimiento. Tendría la posibilidad de estudiar botánica, el funcionamiento de Hyrule o las estrellas si así lo deseaba. El futuro ante él era amplio.
Por supuesto, no me pertenecía a mí su decisión. Solo estaba adelantándome. No iba a cometer los mismos errores que mi padre. Yo no me lo perdonaría, y Link tampoco.
Cuando nos detuvimos, ya estaba oscureciendo. Link decidió montar el campamento, y yo estaba dispuesta a ayudarlo. Sin embargo, mientras me acercaba a él sentí un tirón en la túnica que llevaba. Al girarme, vi a Arwyn, con los ojos hinchados y enrojecidos. Parecía más pequeña de lo normal. Seguía llevando guantes de lana, los mismos que había usado en las nevadas. Me miró con un brillo de súplica.
—Ayuda —susurró. Tiró de mi mano para alejarnos del campamento, y yo la seguí sin oponer resistencia.
Se detuvo tras un árbol. Seguramente pensaba que Link no podría vernos desde allí. No quise sacarla de su error. Sabía que Link ya se había dado cuenta de que nos marchábamos.
—¿Qué ocurre? —le pregunté con suavidad.
Ella se quitó los guantes. Sentí como palidecía al ver el brillo dorado que parpadeaba en sus manos. Crecía y disminuía, pero nunca era del todo estable. Miré a nuestro alrededor, inquieta, pero no divisé a nadie. El resplandor era muy tenue para verlo desde el camino, pero no quería correr riesgos. No con Arwyn.
—N-no p-puedo —farfulló con la respiración acelerada. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas, pero no vi que llegaran a caer—. No sé c-cómo...
Chisté con cuidado y cubrí sus manos diminutas con las mías. Mi corazón se encogió. El poder sagrado había brotado por casualidad y no sabía cómo controlarlo. No por primera vez, me fijé en su cuerpo frágil y me pregunté cómo era posible que el poder de las deidades estuviera viviendo dentro de ella.
—No pasa nada —murmuré. Intenté imitar el tono tranquilo de Link, pese a que siempre fracasaba. En aquella ocasión, sin embargo, me salió mejor que de costumbre—. No es nada fuera de lo común. Yo tampoco sabía controlarlo al principio.
—Me da miedo —confesó ella a media voz mientras se frotaba un ojo húmedo con el dorso de su mano.
Puse una mano sobre su mejilla suave. Sentí varios rizos haciéndome cosquillas en la palma de la mano.
—Pero tú eres muy valiente, ¿a que sí? —Ella asintió, temblorosa. Yo le mostré una sonrisa—. Confío en ti, Wynnie. Pero tienes que escucharme bien ahora.
Ella asintió de nuevo, con los ojos muy abiertos. Se me quedó mirando, a la espera.
—Primero tienes que inspirar hondo. Varias veces. —Hice una demostración, y ella me siguió. Puse una mano sobre su pecho, que subía y bajaba a un ritmo más regular—. Bien. Ahora cierra los ojos.
Arwyn obedeció. El brillo en sus manos se tornó más débil entonces. Yo dejé sus palmas abiertas sobre las mías. Estaban más calientes de lo normal, aunque no era molesto. Sus manos seguían temblando.
—¿Lo sientes? —le pregunté. Ella frunció el ceño y asintió por tercera vez—. Bien. Es... difícil de controlar, sobre todo al principio. A mí me funciona empujar hasta que se debilita. Tal vez contigo sea diferente, pero no perdemos nada por probar.
Mi abuela había podido escuchar a los espíritus, e incluso se decía que las voces de los dioses llegaban hasta sus oídos. Mi madre había estado unida a Hyrule más que nadie, o eso se contaba. Y yo... Bueno, yo era destructiva con el poder sagrado. Se agitaba como un fuego siempre vivo, y sabía muy bien cuánta destrucción podía causar si no supiera controlarlo. Si lo dejara brotar a rienda suelta mientras estaba alterada. Porque también dependía de lo inquieta que me sintiera. Recordaba que, al principio, hacía ocho años, el poder había acudido a mí cuando me enfadaba.
No tenía claro cómo funcionaba para mi hija. Esperaba que fuera como mi madre; ella jamás habría intentado destruir nada. Había utilizado el poder sagrado para la paz. Era lo mejor para una niña.
—¿Empujar? —dijo ella, sacándome de mis pensamientos—. ¿Mamá?
Le di un apretón en las muñecas para demostrarle que seguía con ella. No abrió los ojos. Mi corazón se encogió al comprobar lo mucho que confiaba en mí.
—Fue idea de tu padre —murmuré—. Reúne la luz. Luego oblígala a ocultarse con todas tus fuerzas.
—No puedo. Yo...
—Sí que puedes. Confío en ti, ¿recuerdas? Además, si yo supe hacerlo, tú no tendrás ningún problema.
Su rostro se torció en una mueca de dolor cuando, tras inspirar hondo por enésima vez, empezó a librar una batalla con el poder sagrado en su interior. No podía verlo, pero el instinto me lo susurraba sin cesar.
Al principio, no ocurrió nada. Temí que Arwyn fuera a quedarse sin aire; su rostro enrojecía más y más. Y, cuando se le metía una idea en la cabeza, no había quien se la sacara. Su determinación por controlar el poder solo lo empeoraría todo.
Sin embargo, poco a poco el brillo se tornó más leve, hasta que los últimos resquicios de luz dorada se colaron entre sus dedos y el poder se extinguió de golpe.
Ella se desplomó entre mis brazos, jadeante. La recibí con un abrazo y le aparté el pelo húmedo del rostro. Había líneas de esfuerzo en su piel, y temblaba de arriba abajo.
—¿Lo ves? —le susurré mientras deslizaba una mano por su espalda para ayudarla a tranquilizarse—. Sabía que ibas a conseguirlo. ¿Es difícil?
—No —respondió ella con voz ronca—. Después es fácil.
Me obligué a sonreír y besé su frente.
—Lo has hecho bien.
Ella vaciló por unos instantes. Abrió la boca y la cerró varias veces. Al final, sin embargo, debió de armarse de valor, porque preguntó:
—¿El rupejo está bien?
Mi sonrisa desapareció poco a poco. Miré hacia el Monte Satoly, que era visible todavía, en la distancia. Estaríamos a media jornada de viaje, si se nos ocurriera dar media vuelta ahora.
—Estará bien —dije—. Si te lo hubieras llevado, esa pobre criatura no habría sido feliz.
Ella no derramó una sola lágrima más, aunque no habló mucho durante la cena, pese a todos mis intentos de entablar conversación con ella. Dejó medio cuenco de la cena lleno, y eso también era raro en ella. Tenía el mismo apetito que su padre. Se fue a dormir más pronto que de costumbre, y ni Link ni yo intentamos detenerla.
Más tarde, cuando él y yo estábamos solos junto a la hoguera, dejé que la luz asomara entre mis dedos. Link, que estaba sobre mi regazo, entornó los ojos y se protegió la vista con una mano.
—Lo siento —susurré. Él solo emitió un gruñido. Apenas habíamos intercambiado unas palabras en todo el día. Aparté la mano para no cegarlo con el resplandor dorado.
—¿Por qué lo usas ahora? —me preguntó con el ceño fruncido. Siguió el brillo de mi piel con la mirada.
—Solo estoy pensando —respondí—. Nunca he comprobado lo lejos que puedo llegar con el poder sagrado.
Su ceño se frunció un poco más. Me pregunté si habría dicho algo malo.
—Mandaste a un jabalí gigante directo al infierno con eso —dijo—. Si no sabes hasta dónde puede llegar, yo puedo decírtelo.
Sonreí, a pesar de todo.
—Quiero saber a dónde puedo llegar sin llegar a eso, Link.
Me miró con una ceja alzada.
—Eso no tiene sentido.
Mi sonrisa se hizo más amplia, pero no intenté discutírselo. Tal vez él tuviera razón y lo que estaba haciendo carecía de sentido. Sin embargo, para mí lo tenía. Y quizá, si me esforzaba, podría ayudar a Arwyn. No sabía si el poder sagrado entraría en letargo de nuevo con el paso del tiempo, mientras que el de mi hija iba en aumento. Se tenía poca información acerca del poder sagrado.
No por primera vez, deseé que Impa pudiera darme consejo, como siempre había hecho. Ella había presidido el concilio, sin importar lo anciana que estuviera. Su sabiduría había sido inmensa.
Apreciaba a Pay, pero Pay no era Impa. Tal vez, dentro de unos años, podría confiar en ella de forma parecida, pero jamás sería lo mismo.
—No quería que esto ocurriera, Zelda —murmuró Link de pronto, sacándome de mis pensamientos—. Fue un accidente.
La luz creció en mi mano. La dejé sobre la hierba, y sentí el rumor de la tierra bajo mi piel, como una canción. Aquello no era nuevo, pero jamás me acostumbraría a la sensación. Me había ayudado a no perderme mientras estaba encerrada con el Cataclismo.
—Me asusté cuando vi que no regresabas —admití—. Pensaba que os había ocurrido algo.
—Fuimos a cabalgar —dijo él—. Yo vi al rupinejo. Sabía que le gustaría. Diosas, no tendría que haberle dicho nada. Podríamos haber evitado todo esto.
Alcé la vista para contemplar las estrellas. Había pocas nubes en el cielo, y titilaban en medio de la oscuridad.
—No podrías haber sabido que tu hija es capaz de comunicarse con los espíritus —dije—. Era imposible que lo supieras, Link.
—Tendría que habérmelo imaginado. Yo...
—¿Ahora puedes ver el futuro? —Solté un bufido—. Yo habría hecho lo mismo, si hubiera estado en tu lugar. Le habría mostrado ese espíritu. ¿A qué niño no le gustaría ver uno con sus propios ojos?
Por un momento, todo lo que se oyó fue el crepitar de la leña en nuestra hoguera.
—Le dije que no se acercara a ese bicho —dijo él por fin—. Pero es testaruda como su madre.
Aquello consiguió hacerme reír.
—Dice su padre, tan cabezota que le dijo que no a la muerte.
—Eso fue diferente.
—Oh, por supuesto que sí.
Link gruñó algo que me fue imposible de entender, aunque también estaba sonriendo. Dejé una mano sobre mi vientre, que cada día crecía un poco más. Seguramente todos en el concilio se dieran cuenta de que estaba esperando con solo fijarse un poco más en mí. Me froté los pies doloridos con la mano libre.
—Pienso ayudarla en todo lo que pueda, Link —le recordé, porque no era la primera vez que se lo decía—. No voy a dejarla sola.
—Lo sé —dijo él, y no había una pizca de vacilación en su voz. Me pregunté cómo era capaz de tener tal confianza ciega en mí, cuando le había fallado tantas veces. No obstante, me imaginaba su respuesta a aquella pregunta, así que decidí no hacérsela en voz alta—. Ojalá yo pudiera ayudar también, pero no serviría de nada.
—Ya estás ayudando —le aseguré al instante—. No puedo pedir nada más de ti.
No permití que siguiera poniendo objeciones. Estábamos a un día de viaje de Tabanta, y podríamos llegar allí antes de que volviera a anochecer si nos dábamos prisa, o eso había dicho Link.
El viaje no estaba siendo en absoluto agradable, pero no pensaba decirle una palabra a Link sobre ello. Él ya se preocupaba hasta el cansancio sin saber lo mucho que me dolían las piernas y los pechos, o lo rígida que sentía la espalda tras pasar horas a caballo. Era la primera vez que viajaba tan lejos estando embarazada, y no deseaba repetirlo jamás. Mi corazón se hundía con solo pensar que tendríamos que hacer otro viaje de vuelta a casa.
Link se giró hacia mi vientre hinchado. Sentí su mano sobre el bulto, a través de la túnica y la capa. Estábamos muy cerca de Tabanta, y empezaba a hacer frío de nuevo. Odiaba el frío. El dolor solo empeoraría entonces.
—¿Ya puedes sentirla? —me preguntó.
Reí y puse mi mano sobre la suya.
—Es un niño —dije—. Y no seas impaciente. Pasarán varias semanas hasta que pueda empezar a sentir nada.
Si todo va bien, añadí para mis adentros. Sabía que no había motivos de alarma; que todo iba bien por el momento. No había sufrido malestares fuera de lo común, y estaba segura de que en Tabanta habría sanadores que podrían ayudarme si algo salía mal. Sin embargo, por cada día que pasaba, el entusiasmo crecía, y el miedo también. No era nada nuevo para mí tener miedo de dar a luz, pero en aquella ocasión era distinto.
Me reprendí a mí misma. No podía convertirme en una de las ancianas supersticiosas de la aldea, que estaban convencidas de que la cosecha se pudriría por haber roto un plato de cerámica cerca de la efigie de Hylia.
—¿Qué te preocupa? —me preguntó Link de repente.
Yo parpadeé. Su expresión era sincera. Quería escucharme. Y, si tenía que preocuparme, de buena gana dejaría que él se preocupara conmigo hasta que nuestro hijo hubiera nacido y estuviera sano y salvo junto a nosotros.
—Supongo que me preocupan muchas cosas —suspiré—. Quiero que todo salga bien.
—¿Todo?
—El concilio. Lo de tu espada. Esto. —Coloqué mi mano sobre mi vientre de nuevo—. Supongo que estoy acostumbrada a pensar que todo va a salir mal. Hay costumbres que no se pierden.
Para mi sorpresa, vi que el fantasma de una sonrisa empezaba a asomar en su rostro.
—Quieres salvar el mundo —dijo, divertido—. Otra vez.
Aquello debió de tener el efecto que él estaba buscando, porque se me escapó una risita.
—No quiero salvar el mundo —dije al calmarme—. Solo quiero ser feliz. Más feliz todavía, si cabe.
Link alzó una ceja.
—¿Necesitas saber quién robó mi espada para ser feliz?
—Es importante para ti —repuse—. Y lo necesito para saciar mi curiosidad, que tiene repercusiones en mi felicidad.
Link soltó un bufido.
—Oh, cómo olvidarlo.
Ambos guardamos silencio durante un rato. Al final, él tomó mi mano para llamar mi atención.
—No tienes que preocuparte por el concilio. Haremos lo que esté en nuestra mano, como siempre. —Se detuvo, pensativo—. No has sentido nada raro, ¿verdad?
—No —dije al instante—. Todo va bien. Soy solo yo, Link.
Él asintió, comprendiendo.
—No voy a decirte que dejes de preocuparte porque sería inútil —empezó—, pero sé que saldrá bien, Zelda.
—¿Cómo lo sabes?
—Es un presentimiento —dijo él—. Cuando tengamos una niña fuerte y sana, sabrás que veo el futuro en sueños.
Reí de nuevo. Si algo no había cambiado desde que lo conocía era su habilidad para hacerme reír incluso cuando la preocupación me atenazaba por dentro. En pocas ocasiones fracasaba.
—Voy a confiar en ti —le dije—. Pero solo porque me gusta tu guiso.
Su sonrisa se tornó radiante. Pronto la conversación se volvió más ligera, y me dejé llevar por él aquella noche. No había un lugar más seguro en el mundo que los brazos de Link, al fin y al cabo.
*
Al día siguiente, tras un largo día de viaje que me dejó agotada y dolorida hasta en lugares donde había olvidado que se podía sentir dolor, llegamos a Tabanta. O, para ser exactos, a la zona de Tabanta en la que iba a celebrarse el concilio.
Estábamos más allá de la posta, cerca de los gigantescos árboles con forma de seta que solo crecían en Tabanta. Al este se extendía una amplia llanura donde habría espacio de sobra para los campamentos de las delegaciones. El terreno a nuestro alrededor era rocoso. En la lejanía podía distinguir los enormes árboles que tanto quería investigar y, más allá si era posible, atisbaba la silueta del Poblado Orni, recortada por la luz del atardecer.
Había un pequeño asentamiento hyliano cerca de de Tabanta. Ellos y los orni serían los anfitriones. Un mozo de cuadras llegó para llevarse a los caballos a los establos, y dos orni andaban ya en nuestra dirección.
Link ayudó a Artyb a bajar. Luego me tendió ambas manos, y yo las acepté. Desmonté del caballo con cuidado, sabiendo que tenía las piernas rígidas como la rama de un árbol. Aun así, estuvieron a punto de ceder bajo mi peso cuando puse los pies sobre la tierra, y tuve que aferrarme a los antebrazos de Link también. Cerré los ojos, y se me escapó un gemido de dolor.
—¿Va todo bien? —preguntó él. Distinguí la nota de preocupación en su voz.
Estuve tentada a mentirle. Sin embargo, recordé entonces la promesa que le había hecho hacía casi dos lunas, en Hatelia. No quería volver a engañarlo. Y no había nada de malo en admitir que me sentía como si un centaleón me hubiera pisoteado varias veces.
—Estoy dolorida. No es nada grave —añadí al ver la alarma en su expresión. Me seque el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Solo me duelen las piernas. Ya esta túnica ya no me viene tan bien como antes.
Él me examinó de arriba abajo, como si quisiera cerciorarse de que no me había hecho daño. Su mirada se detuvo en mis pechos hinchados y doloridos por un momento tal vez demasiado generoso. Me sentía atrapada en aquella túnica. Apenas podía respirar. Link hizo una mueca.
—Tenemos que buscarte algo nuevo —decidió—. No creo que las mías te sirvan.
Contemplé su pecho plano, y él dejó escapar un largo suspiro. Tal vez alguna de sus túnicas se ajustara a mi vientre, pero sería un infierno intentar respirar con ropa suya.
—Ya pensaremos en algo —murmuré.
Él fue a decir algo más, pero entonces el mozo de cuadras carraspeó. Link dio su permiso para que se llevaran a los caballos. Vi como Arwyn se acercaba con un peligroso ceño fruncido.
—¿A dónde llevas a Melada?
El hombre se detuvo en seco. Link parecía divertido. Yo puse una mano sobre el hombro de Arwyn para tranquilizarla.
—¿Dónde están los establos? —quise saber. Le mostré una sonrisa amable al hombre, que sujetaba las riendas de los caballos y nos miraba con nerviosismo.
—P-por ahí. —Señaló una estructura más robusta que las demás—. Cuidaremos bien de ellos.
Arwyn seguía sin parecer muy convencida, pero dejó que el hombre se marchara con los caballos de todas formas.
—Iremos a visitarlos cada día si quieres —le dijo Link—. Aquí los cuidan bien. Luego están fuertes para el viaje de vuelta a casa.
Artyb refunfuñó algo a mi lado. Arwyn debió de entenderlo porque le dirigió una mirada furibunda. Interrumpí su discusión cuando los orni se acercaban para recibirnos.
—Bienvenidos —dijo uno—. El patriarca orni y el líder de la aldea de Idilia espera que hayáis tenido un buen viaje. Si tenéis la amabilidad de seguirnos, os mostraremos el camino hasta el campamento hyliano —añadió sin esperar una respuesta.
Había pocas tiendas montadas. Divisé a varios goron e hylianos mientras andábamos entre las tiendas. La mayoría eran solo comerciantes, que aprovechaban el ajetreo del concilio para montar mercados ambulantes y atraer al público. Por eso a todo el mundo le gustaban tanto aquellas reuniones. Eran la ocasión perfecta para ganar más rupias que de costumbre. No los culpaba por ello.
Éramos de los primeros en llegar entre los hylianos. Por suerte, pudimos elegir el lugar exacto en el que montar la tienda. Link eligió un sitio alejado del bullicio, aunque al mismo tiempo no estaríamos del todo aislados.
Él se puso manos a la obra al instante. Yo me ofrecí a ayudarlo, pero Link se negó en rotundo.
—¿Quieres que me quede ahí sentada mientras tú montas nuestra tienda solo? —le dije con una pizca de irritación.
—Quiero que te sientas mejor —repuso él. En el fondo de su voz distinguí una nota de irritación también—. Deja que cuide de ti.
No seguí protestando. Tomé asiento junto a los niños, sobre la hierba, y masajeé mis rodillas doloridas. Observé como Link sacaba la lona de la tienda y la arrastraba por todo el terreno. El muy idiota era demasiado bajito para hacerlo solo, pero no se lo dije. Él lo sabía mejor que yo.
Empezó a clavar las estacas. Eso era fácil para él. Lo más difícil sería montar la tienda. Se arremangó hasta los codos, pese a que el día no era precisamente cálido, y arrastró de nuevo la lona.
—Eso está mal —dijo Artyb mientras Link trabajaba.
Link alzó la vista con lentitud. Su gesto era sombrío.
—Tienes cinco años —dijo—. Ni siquiera sabes lo que estoy haciendo.
—Artty tonto —dijo Arwyn, que jugueteaba con una flor a mi lado.
Él apretó los puños y se puso en pie. Fue hacia su padre con determinación y le ofreció su ayuda. Link parecía divertido, aunque me miró con suficiencia mientras Artyb se ponía manos a la obra también.
—¿Lo ves? Tengo ayuda.
Yo solo sonreí y los dejé trabajar.
Aquello se prolongó hasta casi el anochecer. Para entonces Arwyn cabeceaba sobre mi hombro y, de no ser por el hambre, el dolor y lo sucia que estaba, yo también me habría dormido allí mismo.
Link había acabado pidiendo ayuda a los hylianos que merodeaban por allí. Todos ellos venían del asentamiento de Idilia, y los conocíamos de concilios anteriores. Lamentaba que Link no les hubiera pedido ayuda antes. Podríamos haber terminado hacía más de una hora.
Se acercó a mí con una sonrisa de satisfacción. Se sacudió el polvo de las ropas. Estaba cubierto de suciedad de los pies a la cabeza.
—Espero que disfrutes de esa maldita tienda —dijo.
Observé su obra con ojo crítico.
—Está un poco torcida —murmuré.
Link la examinó también. Tenía el ceño fruncido.
—No está torcida.
—Solo bromeo, Link —sonreí yo. Besé su mejilla y le sacudí el polvo del pelo—. Gracias. Aunque deberías haber dejado que te ayudara.
Él sacudió la cabeza. Arwyn protestó cuando Link la cogió en brazos, aunque siguió dormitando sobre su hombro de todas formas. Luego Link me ayudó a ponerme en pie.
—Ve a darte un baño —dijo—. Te sentirás mejor así. Seguro que ya tienen alguna tina llena y caliente.
—Déjame adivinar. ¿Y tú también harás nuestra cena solo?
Rio en voz baja y miró a Artyb, que arrastraba nuestras alforjas al interior de la tienda.
—Hay sobras del viaje.
Decidí fiarme de él. Me llevé ropas limpias y fui a la tienda donde se llenaban las tinas de agua. Link había tenido razón; había algunas llenas que todavía humeaban.
Se me escapó un largo suspiro cuando me hundí en el agua cálida. Me ayudó a calmar parte del dolor. Me humedecí el pelo para deshacerme del polvo del viaje y luego froté hasta que la piel estuvo enrojecida. Utilicé aceites para el pelo. No solía llevármelos de viaje, pero sabía que a Link le gustaban. O, mejor dicho, le gustaba olerlos. Su humor incluso mejoraba.
Por unos instantes, no me moví de allí. Contuve al aliento y palpé mi vientre. Lo que le había dicho a Link era cierto; tendría que esperar un poco más hasta sentir a nuestro hijo. Mi corazón latía más deprisa con solo imaginármelo. Con Arwyn había temido que tuviera un caballo dentro por las patadas que me asestaba. Con Artyb todo había sido un poco más tranquilo, aunque no por mucho.
Me vestí con el camisón para dormir, que por suerte no era tan asfixiante como mis otras túnicas. Se ajustaba a mi pecho sin muchas complicaciones.
Cuando regresé a nuestra tienda, me encontraba mejor. El brasero estaba encendido y, tras la cena, hice algo de té para Link y para mí. Mientras esperábamos a que el agua hirviera con el calor del brasero, Link empezó a rebuscar en las alforjas. Regresó con la enorme espada que había traído de su viaje a Akkala.
Yo no hice preguntas. Me limité a observarlo en silencio mientras tomaba asiento de nuevo y dejaba la espada sobre sus rodillas. Contuve el aliento cuando la desenvainó. Era cierto que se parecía a la Espada Maestra; la empuñadura y la guarda estaban diseñadas de forma similar, aunque nadie habría podido confundir las dos armas jamás. La Espada Maestra era plateada y luminosa, mientras que aquella réplica solo estaba hecha de oscuridad. En la hoja había símbolos. La hoja de la Espada Maestra estaba siempre impoluta. No había una sola inscripción.
Link sacó una piedra de amolar y la pasó por el arma con cuidado, casi con reverencia. Admiraba el respeto que le profesaba a un arma, fuera cual fuese. Debían de habérselo enseñado durante su entrenamiento, hacía cien años.
El filo susurraba con el roce de la piedra. El silencio se alargó, y yo lo observé durante un rato. Su expresión no me decía nada. No quería romper su concentración, pero su silencio me ponía nerviosa.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le dije por fin, tras armarme de valor. Él solo se encogió de hombros, sin detener sus movimientos, así que yo proseguí—: ¿Por qué quieres afilarla si no tienes pensado usarla?
—Una espada necesita cuidado. Lo aprendí por la fuerza. —Miró un momento a los niños, que dormían sobre los montones de mantas y paja a los que llamaríamos camas durante el tiempo que durara el concilio—. Cuando era recluta, me enviaban a limpiar y afilar las espadas del resto si mi propia espada no estaba limpia y afilada siempre.
Me descubrí sonriendo, a pesar de que no debía de ser un recuerdo agradable para él.
—¿Cuántas veces tuviste que hacerlo tú?
Él también sonrió.
—Tres veces. A mi padre no le hacía ninguna gracia.
Aquello me hizo reír. Lo dejé trabajar en silencio después de eso. Se detuvo una vez satisfecho y alzó la espada de su regazo. La examinó bajo la luz del brasero. Tomé un sorbito de té, intentando adivinar qué estaría buscando en el filo de la hoja.
—¿Te suena de algo? —me preguntó, sin embargo.
Yo abrí la boca para responder que no, pero lo pensé mejor antes de emitir un solo sonido.
—¿Puedo? —dije, extendiendo la mano.
—No es mía —replicó él.
—¿Puedo, de todas formas?
Dejó la espada sobre mi mano, aunque me ayudó a sostenerla. Era pesada. Llevaba tiempo sin sostener una espada, y el peso hizo que dejara escapar una exclamación ahogada.
—Sigo sin saber cómo puedes empuñar una monstruosidad así como si fuera solo un palo.
—Te casaste conmigo por los músculos, ¿recuerdas?
No respondí a su comentario. En cambio, alcé la espada. Me fijé en las inscripciones de la hoja.
—Hace cien años, poco después de que sacaras la Espada Maestra, escuché decir algo a mi padre. Algo sobre intentar replicarla. Nunca presté demasiada atención. Ocupaba mi tiempo en asuntos que no tuvieran nada que ver contigo.
—Me herís, princesa.
Ahogué la vieja necesidad de disculparme.
—¿Tú nunca supiste nada?
Él se encogió de hombros.
—Muchos querían ver la Espada Maestra en esa época. Muchos sirvientes que enviaba tu padre. Pero nunca me dijeron por qué. Y yo nunca pregunté.
Fruncí el ceño, pensativa.
—Conociendo a mi padre, probablemente quisiera replicar tu espada con cualquier tecnología a su disposición. —Me fijé mejor en las inscripciones, y mis sospechas se confirmaron—. Tecnología sheikah, en este caso.
—¿Sheikah? —repitió él con los ojos muy abiertos, mirando la espada por encima de mi hombro—. ¿Es una espada sheikah?
—Es una réplica sheikah de una espada hyliana —puntualicé yo, aunque su suposición no se alejaba mucho de la realidad—. Tal vez me equivoque, pero las runas son inconfundibles.
—¿Y qué hizo el rey con todas esas réplicas? ¿Sabes si hay más?
Busqué en mi memoria, pero en aquella época un proyecto para replicar la Espada Destructora del Mal había sido lo último que me importaba.
—No lo sé, Link —suspiré—. Pero si de verdad son réplicas sheikah, seguro que Rotver sabe algo.
Su expresión se iluminó.
—¿Rotver estará en el concilio?
—Me temo que no —respondí—. Dijo que iba a volver a Akkala. Pensaba enviar a Prunia en su lugar.
Aunque Prunia habría viajado con Pay de todas formas, tanto si Rotver la necesitaba como si no.
Link se lo pensó un momento y luego asintió con determinación.
—Le escribiré una carta en cuanto tenga algo de tiempo. —Dejó la espada sobre su regazo de nuevo, y yo agradecí que me aliviara de sostener aquel peso—. Hace unas semanas la vi brillar.
—¿Brillar? ¿Como la Espada Maestra?
—No —dijo él al instante, como si la mera insinuación fuera un insulto—. No, era un brillo distinto. Pero brillaba de todas formas.
—¿Y no has vuelto a verla brillar?
Él sacudió la cabeza. Yo tomé otro sorbo de té mientras pensaba.
—Estoy segura de que Rotver tendrá respuestas —le dije.
—Eso espero —murmuró él al tiempo que envainaba la espada. Luego cogió su taza de té y tomó un largo trago.
Al día siguiente, estaba sola cuando abrí los ojos. La luz del sol proyectaba sombras a través de la lona de la tienda.
Rebusqué en las alforjas hasta dar con el vestido más ligero que tenía. Me puse las botas y me aparté el pelo del rostro con un pañuelo. Empezaba a encontrarme mejor después de haberme dado un baño la noche anterior.
Me cubrí los ojos con una mano para protegerme del brillo cegador del sol. Una vez me hube acostumbrado a la luz, miré a mi alrededor por primera vez.
Más carros y jinetes estaban llegando. No divisé a nadie conocido desde la lejanía, aunque sí vi a los orni, que iban de un lado a otro entre el ajetreo. Los próximos días no iban a ser fáciles para ellos. Odiaría estar en su lugar.
Los hylianos ya habíamos sido anfitriones al principio del nuevo año, en la región de Necluda. Había supuesto una gran inversión de rupias, aunque Hatelia no había tardado en recuperarse gracias al comercio que estaba en auge en los concilios. Evitaría que un encuentro así volviera a celebrarse en Necluda todo lo que pudiera.
Vi pocos hylianos mientras avanzaba por el campamento. La mayoría eran orni, que volaban desde el norte. Los observé aterrizar con agilidad durante un rato. Luego busqué a Link con la mirada. Lo divisé en uno de los pocos puestos del mercado que ya estaban montados.
Artyb no se separó de mi lado nada más verme aparecer. Arwyn se había puesto de puntillas para ver lo que vendía el comerciante. Me fijé en que era hyliano, aunque no me sonaba verlo por Necluda.
Vendía botas, cinturones y vainas para espadas, espadas cortas y cuchillos. Link examinaba un par de botas con curiosidad.
—¿No tienes un par más pequeño? —lo escuché preguntar.
El hombre frunció el ceño.
—Diosas Doradas, ¿tenéis los pies diminutos, señor?
Link le dirigió una mirada plana. Yo contuve la risa. Aquellos hylianos pasaban tanto tiempo con los orni que empezaban a hablar como ellos.
—Son para mi hijo —dijo Link entonces.
El hombre carraspeó y enrojeció hasta la punta de las orejas. Supuse que se había dado cuenta de su error.
—No tengo los pies pequeños —masculló Artyb a mi lado. Tenía los puños apretados.
Reí en voz baja para que el vendedor no alcanzara a oírme.
—Eres un niño. Claro que tienes los pies pequeños. Todos los niños los tienen.
Su ceño se frunció un poco más, aunque no siguió discutiendo.
El hombre intentó ofrecerle a Link un par de botas que podrían satisfacerlo, pero él solo le dio las gracias y se reunió conmigo. Más allá de su aparente gesto hosco, distinguí una pizca de diversión.
Cogí su mano y dejé que los niños se adelantaran unos pasos.
—¿Te encuentras mejor? —me preguntó él mientras caminábamos sin rumbo por el campamento.
—Mejor que ayer —respondí yo.
—Hueles bien —susurró.
Yo sentí calidez extendiéndose por mi vientre. Le mostré una sonrisa radiante.
—Acabo de recordar que estamos en Tabanta. Y en Tabanta hay...
—... frambuesas —terminó él por mí. Me tendió un puñado de frambuesas de Tabanta, y mi sonrisa se hizo aún más amplia. Llevaba semanas suspirando por aquellas frambuesas. No crecían en Necluda, y si se vendían era a un precio elevado—. De nada.
Yo le di un beso casto en los labios a modo de agradecimiento. Tendría que recompensárselo de alguna forma.
Mientras avanzábamos por el campamento, divisé a Nyel con dos de sus hijas mayores. Guie a Link en su dirección. Nyel sonrió al vernos, aunque no lo hizo con la misma alegría que de costumbre. Me dije que eran solo imaginaciones mías.
—Sabía que volveríamos a encontrarnos —dijo Nyel. Saludó a los niños y luego puso un ala sobre el hombro de Link—. Me alegro de veros a los dos. No me gustaría concebir ideas erróneas —añadió, mirándome—, pero me preguntaba si...
Lanzó una mirada a mi vientre. Yo miré a Link y sonreí. Él no hizo ningún gesto que se opusiera a la idea de contárselo a Nyel, así que asentí con la cabeza.
—Cinco lunas —dije en voz baja, aunque nadie estaba prestándonos atención.
—Oh, noticias maravillosas. Seguro que a Amali le encantará saberlo. Tendréis otro hijo sano en unas lunas.
Link me dirigió una fugaz mirada mientras Nyel hablaba. Sabía lo que significaba. Incluso él lo sabe. Casi podía oírlo en mi cabeza.
—¿Cómo va todo en Hatelia? —preguntó Nyel una vez nos hubimos alejado de la multitud. Los niños jugaban alrededor del grueso tronco de un árbol.
—Las cosas están más tranquilas —respondí yo—. Seguimos sin saber quién es el culpable. Alguien robó la espada de Link y la dejó junto al cuerpo del alcalde Rendell. —Contuve un escalofrío al oír mis propias palabras. ¿Quién demonios podía tener pensamientos tan retorcidos como para matar a aquel hombre e intentar culpar a Link?—. Tampoco sabemos quién pudo haber sido.
—Oh. —El gesto de Nyel se tornó sombrío. Estudié cada uno de sus gestos con atención. Su comportamiento me había parecido extraño desde que me encontré con él en Hatelia, hacía un tiempo. Había esperado verlo en el concilio. Quería empezar por Nyel—. Confío en que todo pueda solucionarse.
—Seguro que lo hará —dije con una sonrisa amable. Me acerqué un poco más a él y fingí inquietud—. Estamos intentando averiguar más sobre aquel día. Yo no vi nada raro en la aldea, y Link estaba fuera. Intentamos preguntar a todo aquel que sea de confianza. Odio pedirte esto, pero a Link y a mí nos gustaría que nos contaras todo lo que sabes.
Sus plumas se quedaron rígidas. Fue solo un corto instante, pero lo vi de todas formas. Nyel vaciló unos momentos, y yo miré a Link en busca de apoyo. Él puso una mano sobre el hombro de Nyel.
—Es importante —dijo. Su tono no era brusco, aunque al mismo tiempo transmitía la gravedad de la situación. No por primera vez, me pregunté cómo lo haría—. Aunque no vieras nada, sabemos que no nos mentirías. Diosas, Zelda y yo nunca te hemos mentido en nada, y mira quiénes somos.
Sonreí con tristeza, porque en eso tenía algo de razón.
Nyel inspiró hondo. Cuando habló, lo hizo sin una pizca de vacilación.
—Yo no vi nada extraño durante el tiempo que pasé en Hatelia.
—¿Nada de nada? —insistió Link.
—Absolutamente nada. Toqué varias noches en la posada y estuve con mis hijas. No hice mucho más. Y el alcalde Rendell no perdió la vida dentro de la posada.
Ninguno dijo nada por unos instantes. Al final, sin embargo, yo me limité a sonreír.
—Gracias por contárnoslo.
Y luego Link cambió de tema, y no se volvió a mencionar al alcalde Rendell mientras estuvimos con Nyel.
Más tarde, pese a ello, una vez Link y yo nos encontrábamos a solas, le dije:
—Está mintiendo.
Y él se mostró de acuerdo.
