Albus, Ludovico y Phineas salieron del ministerio con sonrisas amplias, sobre todo Albus, quien sentía una gratificación inmensa de saberse absuelto de todo cargo.

—Bueno… —murmuró Ludovico mientras caminaban por la calle bajo las sombras del atardecer. El juicio había durado más de lo estipulado y ya comenzaba a anochecer—, supongo que ahora que ya te han dejado en paz y está todo resuelto, no deberás preocuparte por el ministerio, ni por juicios, ¡ni por nada que no sea estudiar! —dijo sonriendo.

Albus desvió la mirada. Su silencio alarmó súbitamente al profesor y al director.

—Sinceramente… —soltó Albus con un murmullo casi inaudible—, no creo que vaya a ser posible que yo vaya a Hogwarts este año, profesor.

Ludovico quedó tan impactado tras esa declaración que se giró para observar a Phineas. Cruzaron miradas suspicaces y, luego, ambos miraron a Albus con asombro y decepción.

—¿Qué dices, chico?

—Yo… —comenzó diciendo Albus, pero el nudo en la garganta producto de la tristeza se hacía más grande y ya no podía dominarlo. Tuvo que hacer fuerza para no quebrarse—, no puedo. —Empezó a mover la cabeza de un lado a otro. No quería seguir hablando porque temía ponerse a llorar ahí mismo y no podría con la vergüenza.

—¡Vamos, Albus! —insistió Ludovico—. ¡¿Qué es esa estupidez de que no vas a ir?!

—Ludovico, déjalo en paz —le pidió el director, y se agachó para quedar a la altura de Albus quien, a pesar de ya estar abandonando la adolescencia y entrando en la adultez, continuaba midiendo poco en comparación con un chico de su edad. Phineas colocó una mano sobre su hombro y lo miró a los ojos—. Albus…, si lo que tienes es miedo de que te señalen con el dedo y de que se burlen de ti por lo que sucedió con tu padre, te aseguro ya mismo que eso no va a pasar. —Los ojos del director expresaban sincera preocupación—. No voy a permitir que nadie te señale con el dedo. Es una promesa.

Albus agachó la mirada.

—No es eso, profesor —dijo despacio, casi inaudible—. Es más que un problema de tiempo. También está involucrado… —un poco de vergüenza llegó a interceptarlo—, el dinero. Tengo que ir a trabajar, mi familia no puede estar sin mi apoyo.

Phineas se enderezó. Tomó distancia de Albus. Sus ojos marrones se movieron de aquí allá, como si mil pensamientos cruzaran por su mente y él estuviera analizando cada uno con determinación.

Negó con la cabeza.

—Eso no será un problema. Yo voy a ayudarte —aseguró. Albus lo miró con los ojos bien abiertos, como si creyera que se había vuelto loco—. Emitiré un cheque abierto.

—¿A… abierto? —preguntó Albus extrañado.

—Así es. Puede estar a nombre de quien tú elijas, cualquier miembro de tu familia, y el hecho de que esté abierto significa que puede ir al banco la persona que tú elijas para retirar la cantidad de dinero que le plazca.

Albus siempre había escuchado rumores que decían que Phineas Black era un hombre con un gran corazón, pero se equivocaban. Podía estar seguro de que era el hombre más bueno que Albus había conocido jamás.

Ludovico le echó una mirada de reojo a Phineas. Pensó internamente que se le había ido un poco la mano con su generosidad, ¡pero la verdad sea dicha!, tampoco él soportaba la idea de que uno de sus mejores estudiantes no fuera a la escuela el último año. Así que estaba contento por la decisión que había tomado su amigo de emitir ese cheque.

—No puedo aceptar su ofrecimiento, profesor —confesó Albus—. Es demasiada ayuda... —dijo, sintiéndose una molestia.

—No estás obligado a aceptarlo, Albus —agregó Phineas—, pero prométeme que vas a pensártelo. —Albus miró a los lados, dubitativo—. Sujétalo, por favor —dijo, y levantó el cheque con su mano. Albus lo observó por un instante—. Sujétalo —insistió—. Si te decides a firmarlo, pon el nombre de quien tú quieres en él y dáselo para que vaya al banco de Londres las veces que quiera. Sino, enviámelo de regreso con Fawkes. Sabes dónde vivo. —Se lo entregó, y a Albus no le quedó más remedio que agarrarlo. Lo guardó en el bolsillo delantero de su saco y se alejó solo por la avenida, habiéndole dado las gracias una vez más al director por haber intervenido en su juicio.

Cuando regresó a casa, se quedó sentado en el sofá de la sala de estar un buen rato, y con la sola luz de una vela iluminando, una vela que ardía como sus pensamientos y que se consumía al igual que sus emociones.

—Hey, ¿qué estás haciendo ahí a oscuras? —La voz de Aberforth apareciéndose de la nada y en plena oscuridad hizo que Albus respingara del susto. Su hermano lo escudriñó con la mirada—. ¿Qué tienes, Al? ¿El juicio salió mal? ¿Qué te dijeron? —preguntó con tono preocupado mientras se acercaba a él.

—El juicio salió de maravillas —respondió serio—. Me quitaron todos los cargos porque el tribunal comprendió que usé magia por necesidad y no por capricho. —Se restregaba los puños con nerviosismo.

—¡Qué buena noticia! —exclamó Aberforth—, ¿entonces, por qué tienes esa cara?

Albus desvió la mirada.

—Es solo que… —suspiró. Creyó que contarle le serviría para sentirse aún peor—, nada.

—Anda, puedes decirme. —Su hermano se sentó en el sofá junto a él.

Albus, que tenía la mirada puesta en un punto inexistente del suelo, meditó unos segundos.

—Siento que soy un mierda —dijo, rendido.

—¡¿Por qué?! —preguntó el menor, espantado—. Haces todo por nosotros y te esfuerzas cada mañana en la granja por traer dinero a casa. ¿Cómo se te va a ocurrir semejante tontería?

Albus cerró los ojos con fuerza.

—Hay algo que no te he dicho —murmuró, y reparó en que lo mejor sería soltarlo de una vez sin meditarlo demasiado, porque si se ponía a pensar en las palabras que mejor describieran lo que sentía, lo probable fuese que no lo confesara nunca. Se prohibió mirar a Aberforth mientras hablaba, para no inhibirse—. Todo este tiempo me he estado sintiendo un miserable porque me la paso pensando en Hogwarts… ¡Quiero ir!, es lo que anhelo y, por otro lado, por la situación en la que estamos no puedo darme ese lujo porque debo trabajar para sostener a la familia, ¡y tampoco gano tanto dinero como para que me alcance para comprar los libros de séptimo en el Callejón Diagon! —Su voz había empezado a temblar. Una lágrima escurridiza brotó de sus ojos sin permiso y fue a manchar la funda del sillón—. Lo siento, Aberforth —dijo Albus, esta vez llorando—. ¿Ves por qué digo que soy una mierda? ¡Mira la situación que estamos atravesando y yo me doy el tupé de anhelar ir…! —guardó silencio un instante—, y lo peor de todo es que ese sentimiento sigue persiguiéndome de la misma manera que me persigue la culpa si llegara a ir a Hogwarts y te dejara solo a ti con todo este desastre. —Se pasó una mano por los ojos para limpiarse las lágrimas.

Adivinaba que Aberforth tendría una cara de decepción tan fuerte que no quería girar para verlo. Sin embargo, sintió que su hermano apoyaba una mano sobre su hombro de manera dulce y suave.

—Tranquilo —lo apaciguó Aberforth con un temple de voz calmado—. Nada me pondría más contento que fueras a Hogwarts —confesó. Albus giró la cabeza de repente tras esa declaración. No podía creer lo que había escuchado, ni que su hermano estuviese sonriendo.

—Soy un egoísta… —insistió Albus con un susurro débil.

—No, Al. Eres la persona más buena que conozco. Hiciste mucho por mí y por Ariana y mamá. Yo sé lo mucho que te gusta Hogwarts, y que es casi como un sueño para ti trabajar de profesor ahí algún día —declaró—. No conozco a nadie que se la pase tan en grande estudiando… solo tú —dijo, y su sonrisa logró aliviar a Albus—. Yo, en cambio, odio estudiar. Lo sabes. —Esta vez ambos rieron a coro—. Ve… yo me quedo con mamá y Ariana. En serio. No te preocupes. Me las arreglaré con el tema del dinero.

El corazón de Albus casi estalla con esa declaración.

—De todas formas, no alcanza con el sueldo que recibo en la granja —dijo, negando con la cabeza. Estuvo meditando un buen tiempo; suspiró—. Me crucé a Phineas Black en el juicio.

Aberforth abrió grandes los ojos.

—¡¿Al director?! —exclamó con terror en su mirada.

Albus podía adivinar que su hermano estaría aterrado de saber que Phineas Black ahora estaba al tanto de que él, uno de sus mejores estudiantes, estaba en juicio con el Wizengamot.

—Sí, él. Pero tranquilo… —se apresuró a decir—. En sí, pude sortear el juicio gracias a su ayuda. Él fue quien atestiguó en mi favor. —Aberforth asintió y Albus se preparó para tirar la bomba— Cuando salimos del tribunal, él me ofreció darme un cheque para que tú, mamá y Ariana usen por todo un año, con la sola condición de que yo vaya a Hogwarts.

Los ojos de Aberforth esta vez se abrieron como dos platos.

—¡¿Y… aceptaste?! —preguntó. Albus sacó el cheque del bolsillo del saco y se lo mostró. Aberforth estaba boquiabierto, sin embargo Albus negó con la cabeza—. ¡¿Por qué no aceptaste?! —gritó su hermano.

—Es demasiada ayuda —murmuró Albus—. ¿Cómo voy a devolverle semejante favor?

—Eso es lo que menos importa ahora. Te lo ofreció porque de verdad quiere que vayas. ¡Acéptalo, Al!

Albus repensó un instante; su hermano parecía estar más eufórico que él por el hecho del préstamo y se veía en sus ojos la insistencia porque acudiera a la escuela. Pensó en lo triste que se sentiría todo el año si llegara a no ir.

Un halo de esperanza iluminó su pecho. Ahora que reflexionaba con detenimiento entendía que no había ningún impedimento para no cursar el último año: le habían ofrecido el dinero y su hermano aceptaba su ausencia. Tal vez fuera su propia culpa intrínseca la que seguía molestándole, y lo obligaba a sentirse culpable por abandonar a Aberforth con todo el trabajo duro.

—Vas a tener que hacerte cargo de todo y el solo pensar eso hace que me sienta…

—Tranquilo —dijo Aberforth más alto que él para callarlo—. No tienes nada de qué sentirte culpable. En serio —dijo, usando las palabras exactas que Albus había estado pensando—. Yo me haré cargo, tú ve a Hogwarts.

Albus sintió intensas ganas de llorar. Aberforth era demasiado bueno. Creía que la vida le había regalado un hermano maravilloso y no pudo evitar lanzarse sobre él para abrazarlo con fuerza.

—Gracias —le murmuró al oído.

En ese momento Albus sintió que nada podía salir mal, y todo deje de culpa se había evaporado… como por arte de magia. Subió las escaleras con prisa y sujetó una pluma, la mojó en el tintero y escribió de manera fuerte y fugaz en el dorso del cheque: Aberforth Dumbledore.


Los días habían transcurrido lentos y tediosos. Albus se pasaba el tiempo entretenido con lo que ya venía haciendo: lavar la ropa, asear la casa y cocinar, pero esta vez sin ayuda de magia, lo que retrasaba mucho las cosas. El bichito de la culpa lo había picado una vez más al imaginar que en un par de días eso ya sería responsabilidad única y exclusiva de Aberforth. Pero decidió botar el pensamiento, su hermano ya le había dicho que le parecía bien que fuera a Hogwarts y que no había nada por qué sentirse culpable.

Llegado el día de la despedida, los hermanos estuvieron de acuerdo en no anunciárselo a su madre ni a su hermana. Ellas se enterarían luego, cuando Aberforth se los contara, así evitarían los posibles ruegos para que no partiera.

Albus estaba parado en la estación de tren, observando el andén. La vuelta a clase siempre resultaba graciosa o, quizás, fuese inevitable para él sonreír desmedidamente después del abrupto sobresalto de acontecimientos que hizo que pudiera estar parado ahí esa mañana.

Había cientos de personas y todas alborotadas y expectantes. Sobre todo las madres de los niños que irían a primero ese año. Estaban algo nerviosas, Albus había escuchado a una señora preguntarle a su hijo más de una vez si no se había olvidado de nada y el niño le gritaba que no mientras bufaba y rodaba los ojos, y le reclamaba que era la décima vez que se lo preguntaba.

Él, por su parte, estaba inmensamente feliz. Creía que se trataba de un milagro estar ahí justamente ese día; la sensación de felicidad que lo inundaba era tanta que parecía irreal.

Escuchó el silbato del tren. Hacía una hora estaba estacionado sobre los rieles. Ya casi eran las once en punto.

De pronto, todo se oscureció. Alguien había apoyado sus manos sobre su cara y le había tapado los ojos.

—¡Hola! —Escuchó susurrar a una voz femenina, muy suave y aterciopelada. «Rosé», pensó Albus de inmediato. Apartó sus manos de su cara y se dio la vuelta para mirarla a los ojos. Rosé siempre había sabido llevar la túnica mejor que cualquiera: con sobriedad y elegancia. Tenía la bufanda de Gryffindor acomodada de manera peculiar en el cuello. Y se había peinado con una coleta tirante que acentuaba sus grandes y brillosos ojos negros.

La abrazó como si no la hubiera visto en años.

—¡Te extrañé tanto! —exclamó Albus con su mentón acomodado en el hombro de ella.

—También yo, amigo —aseguró, abrazándolo con fuerza.

A los pocos segundos, luego de separarse, ambos llegaron a notar la caminata algo desgarabatada de un chico de color que se dirigía hacia ellos. Albus examinó el entrecejo de Flinch y percibió que estaba de mal humor.

—Amigo, ¡qué bueno verte! —dijeron Albus y Rosé al mismo tiempo.

Flinch los saludó apresuradamente y soltó un suspiro largo y exhaustivo.

—También me alegra verlos, amigos.

—Te ves cansado —comentó Rosé.

—Sí, todo culpa de mi madre que no me despertó a horario —respondió, poniendo los ojos en blanco.

Albus pestañó perplejo. ¡No podía creer que Flinch dijera eso! Él había estado trabajando en la granja del señor Doltry desde que su padre fue encerrado en Azkaban, y había tenido que levantarse a las cinco de la madrugada todos los días para llegar temprano a su trabajo, sin mencionar que su madre estaba gravemente enferma como para siquiera despertarse a prepararle el desayuno. Le resultaba desesperante ver que gente como Flinch, que contaba con unos padres amorosos, saludables y estables económicamente, se estuviese quejando de lleno.

Llegó a darle una punzada de… envidia.

—Creo que ya estás mayorcito como para levantarte tú mismo sin que tenga que despertarte tu madre —mencionó Albus, y un silencio abrupto los envolvió.

Flinch miró a Albus con los ojos bien abiertos, como si todavía no pudiese creer el atrevimiento.

—Yo estaba pensando lo mismo —declaró Rosé, sin quedarse atrás.

Flinch rodó los ojos.

—También me da gusto verlos, ¿saben? —dijo irónico.

Albus y Rosé lo abrazaron.

—A nosotros también —mencionó Albus—, a pesar de que eres un malcriado.

—¡Yo no soy un…! —empezó diciendo Flinch, pero fue interrumpido por la repentina presencia de Eleonor.

La rubia había aparecido de la nada en la estación, a un metro de sus amigos. El cabello se le había volado en todas direcciones y le había cubierto por completo la cara. Estaba despatarrada en el suelo, con la bufanda de Gryffindor estorbándole la vista. Los tres fueron rápido a socorrerla.

—¡¿Usaste el hechizo de aparición para venir hasta acá?! ¿Qué te pasa? —preguntó Rosé sorprendida mientras levantaba a Eleonor de un brazo y la ayudaba a enderezarse.

La rubia se apartó los cabellos de la cara con fastidio.

—Era eso o no llegar. Tardé demasiado en cerciorarme si estaba todo empacado —explicó con voz agitada—. Gracias, chicos —les dijo a Albus y a Flinch cuando aquellos sujetaron su lechuza y su maleta.

—Eso porque eres igual que Flinch, ¡dejas todo para último momento! —mencionó Rosé fastidiada. Eleonor la abrazó.

—No lo vas a creer, pero estuve todo el verano extrañando tus brotes de mal humor —le dijo Eleonor con una sonrisa.

El tren volvió a silbar, y esta vez todos acataron la orden del custodio de subir ya a los vagones. Albus llevó a Fawkes con extremo cuidado, ya que la jaula del fénix era mucho más grande que la de una lechuza corriente, y eso a veces hacía que la golpeara accidentalmente. Y Fawkes era muy cascarrabias.

Subieron de a uno por las escalerillas y fueron en grupo al compartimiento que ocupaban todos los años en el viaje a Hogwarts. Lo había elegido Rosé misma y no al azar, sino porque era el compartimiento más grande del tren, y dado que ellos eran cuatro –y contando la jaula inmensa que ocupaba el fénix de su mejor amigo–, Rosé consideraba que era el único lugar donde los cuatro cabían idóneamente con todas sus pertenencias y mascotas.

Arrastraron las maletas y las jaulas hacia allá, pero al llegar vieron que ya había sido ocupado. Rosé miró a cada uno de los que estaban ahí sentados. Los conocía bien: eran los bully más insoportables de la escuela: Norbitt Watt, Theodore Miuller y Stephanie Blinch. Rosé suspiró. No tenía intenciones de ponerse a dialogar con ellos y, sincerándose, eran las personas con las que menos quería conversar en el primer día.

—Watt, este es nuestro compartimiento —dijo, refiriéndose a quien ella creía era el "líder" de ese grupo de Slytherin.

Norbitt Watt era un muchacho de cuerpo grande y alto, muy pálido y obeso. Tenía unos ojos grises penetrantes que podían llegar a asustar a quien sea con tan solo mirarlo. Era intimidante, le encantaba jugarles bromas pesadas a los de primero y solía acosar a las chicas de las otras casas en los corredores del colegio. Intimidaba a todo el mundo… menos a Rosé.

Los Slytherin se miraron entre ellos en silencio y estallaron en carcajadas que los ensordecieron.

—¡Ni de broma, Gryffindor! Nosotros llegamos primero —respondió. Miró a los suyos mientras negaba con la cabeza, como si les dijera sin palabras lo muy idiotas que eran—. Además, no veo sus nombres escritos en ningún lugar —agregó con tono burlón.

—Pero nosotros usamos este compartimiento desde el primer año, ustedes lo saben muy bien —mencionó Eleonor para ayudar a su amiga. Estaba viendo que el diálogo con los Slytherin empezaba a complicarse.

Norbitt miró a Eleonor por el rabillo del ojo con desprecio, como si mirase a una cucaracha.

—Si no está tu nombre no te lo daré, zorra inmunda —deletreó con pausa mientras la penetraba con la mirada. Theodore y Stephanie soltaron carcajadas tan fuertes que llamaron la atención de todo el vagón.

Albus quedó paralizado por el insulto. Flinch, por su parte, ya había preparado su varita y estuvo a un segundo de apuntar a Watt en la frente, pero Rosé le apartó la varita con un movimiento rápido de la mano.

—No —dijo la muchacha—. No valen la pena. —Flinch bajó la varita lentamente—. Vámonos a otro. —Los cuatro se dieron media vuelta y caminaron hacia un compartimiento alejado de ahí.

—Hacen bien. —Escucharon decir a Theodore. Stephanie les dedicaba besos con las manos en modo de despedida.

—¡Hijos de puta! —soltó Flinch por lo bajo mientras los cuatro caminaban por el pasillo del tren.

—Olvídalo ya, Flinch —dijo Rosé—. Es solo un compartimiento, si tanto lo quieren que se lo queden.

—No es eso… —dijo el muchacho encolerizado. Miraba abajo porque estaba tan irritado que ni siquiera creía poder ver a sus amigos a los ojos—. ¡Watt llamó zorra a Eleonor!

Rosé le prestó atención a su amiga. La rubia mantenía la cabeza gacha, apenada.

—Es un imbécil —dijo Rosé igual de enojada que Flinch—. Si cree que sus insultos nos afectan, está muy equivocado. —Acarició un hombro de Eleonor—. Que no te afecte lo que dijo.

La rubia asintió.

Albus se mantuvo cabizbajo y de mal humor durante las cuatro horas que duró el viaje en tren a Hogwarts. Watt y su grupo de sonsos siempre eran un trago de hiel donde fuera que estuvieran. Y, para colmo, el compartimiento nuevo era tan diminuto que habían tenido que poner las jaulas de las lechuzas junto a la de Fawkes, y las aves habían empezado a pelearse; el aleteo y los chillidos de los pájaros empezaban a hacer que Albus perdiera la paciencia y todavía le quedaban horas de viaje.

Flinch se había quedado dormido tan pronto como arrancó el tren, Rosé se puso a leer un libro de Encantamientos porque, según ella, quería empezar a estudiar desde el primer día. Eleonor, por otro lado, había apoyado su cabeza sobre el respaldo de la ventana y miraba hacia afuera con decepción, como si el paisaje arbolado de los montes la deprimiera. Albus adivinó que continuaba pensando en el insulto de Watt, así que le regaló unas gomitas que había comprado en el andén. Tal vez, cuando pasara la señora de Honeydukes, comprara más dulces para darle.

El resto del viaje en tren había sido tranquilo. En un momento Rosé dejó de leer y, al igual que Eleonor y Flinch, se quedó profundamente dormida. Albus era el único que se mantenía despierto. Admitía para sí mismo que ni siquiera valía la pena hacer el intento de dormir, le era imposible estando sentado.

No tenía ganas de ponerse a leer en ese momento y, aunque las tuviera, no creía que pudiera hacerlo, estaba demasiado desconcentrado pensando en Aberforth. Le escribiría una carta ni bien llegara a Hogwarts.

El tren llegó a su trayecto final y, desde ahí, debían embarcarse para llegar al castillo. Albus se vio en la tarea de despertar a sus amigos y juntos bajaron del tren con todas sus pertenencias a cuestas. Era, de por sí, lo más molesto del viaje.

Cuando se subieron en las barcas y vieron que lentamente se aproximaban al castillo, Albus sintió una gratificación casi imposible de expresar. Por un instante fue inmensamente feliz, no importaba que luego estuviese todo el año lidiando con el estrés del estudio y la presión de sacar dieces en los exámenes, el hecho de estar ahí en ese momento hacía que se sintiera… vivo.

—Tienen una hora para ir a sus casas comunes y desempacar —dijo la voz prominente del jefe de Gryffindore, que estaba parado a mitad del corredor de la entrada—. El banquete empieza en una hora. —Albus se quedó mirando al jefe de su casa y cuando éste notó su presencia en medio de toda la multitud de estudiantes, sonrió y le guiñó un ojo. Albus también sonrió en modo de saludo.

Subieron las escaleras hacia la torre de Gryffindor luego de descubrir la nueva contraseña que la dama pintada se negaba a darles porque, para variar, había cambiado durante el verano. Dejaron sus pertenencias sin mucho reparo, con la promesa de ordenarlas luego y bajaron al comedor.

Albus se sentó en el lugar que acostumbraba tomar en la mesa de los Gryffindor. Prestó atención a un costado: había veinte lugares vacíos y eso era porque en unos minutos empezaría el sorteo de los alumnos de primero. Casi siempre su casa era la que más alumnos nuevos recibía, en general casi siempre llegaban al número de veinte, le seguía Ravenclaw con unos quince, luego Hufflepuff con ocho y, finalmente, Slytherin, que acostumbraba recibir apenas uno o dos alumnos nuevos por año. Era la casa que menos estudiantes tenía y Albus creía que así era perfecto, porque los Slytherin tenían fama de soberbios y altaneros.

Una vez que estuvieron todos acomodados, la puerta principal se abrió y entraron los recién iniciados bajo la custodia de Ludovico. Caminaron por el medio del comedor hacia la mesa de los dirigentes y se detuvieron justo frente a la presencia de Phineas Black, quien los inspeccionó antes de hablar.

—Bienvenidos —dijo Phineas, parándose con una elegancia propia de él—. Antes que inicie el sorteo quiero aclararles que los nuevos no pueden ingresar al bosque prohibido bajo ninguna circunstancia. Tampoco está permitido andar merodeando por los pasillos del castillo luego de la medianoche y siempre deben hacer lo que les indique su prefecto. —Los niños de once años se quedaron mirando a Phineas con algo de temor—. ¿Está claro?

—¡Sí! —respondieron todos al mismo tiempo.

—Cuando diga su nombre se acercarán, les pondré el sombrero seleccionador y sabrán cuál es su casa —dijo Ludovico y los niños asintieron.

—¡Maldición! Son como cincuenta, vamos a comer a la una de la madrugada —dijo Flinch rodando los ojos. Ya empezaba a estrujarle el estómago del hambre.

—¿Podrías dejar de pensar en comida? —exigió Rosé—. Es un momento muy importante para ellos. ¡O el más importante! Les determinará su estadía en Hogwarts los próximos siete años… Deben estar nerviosos.

Albus estuvo de acuerdo con Rosé en eso. Recordaba su primera vez entrando en el gran comedor y alegrándose de saber que había sido seleccionado en Gryffindor. Aunque, por otro lado, también él empezaba a tener hambre y esperaba que el sorteo pasara rápido. Ya tenía ganas de ir a la torre para acomodar a Fawkes en un lugar que lo hiciera sentir cómodo. Adivinaba que de seguro estaría alborotado en su jaula, nunca le había gustado la torre común.

Luego de una hora solo quedaron tres alumnos y el sombrero mandó a dos a Hufflepuff y uno a Ravenclaw. Con eso dio por finalizado el sorteo y Flinch se puso a reclamar el banquete. Sin embargo, Phineas Black se levantó de la silla y dio un paso al frente.

—Esto no es algo habitual —dijo. Su voz tranquila resonó por cada rincón del comedor—. Sin embargo, me encuentro en la obligación de hacerles saber que este año ingresará un alumno nuevo de dieciséis años. —Todos los presentes arrugaron el entrecejo. Los nuevos siempre tenían once y eran enviados a primero. Nadie comprendió de lo que hablaba el director—. Su nombre es Gellert Grindelwald y ha estudiado seis años en la casa Olsson de Durmstrang. Por cuestiones personales ha debido cambiar de escuela y Hogwarts le ha abierto las puertas para que pueda cursar aquí su último año. Espero que lo hagan sentir como en casa. ¡Adelante, Gellert!

Las puertas del comedor se abrieron y entró al salón un joven rubio, de tez pálida, delgado y con porte elegante. Tenía el largo del cabello por encima del hombro, pero estaba amarrado con una coleta.

Albus prestó especial atención a sus facciones: refinadas y aristotélicas. No pudo dejar de mirarlo en el trayecto que le tomó caminar desde la entrada hacia donde estaba Phineas Black. Fue acompañado por Ludovico hasta quedar enfrente del director, quien le sonrió con simpatía.

—Bienvenido, Gellert —dijo Phineas. El muchacho hizo una leve reverencia con su cabeza en modo de saludo.

—¿Y ese quién es? —preguntó Flinch, extrañado. Albus quedó pensativo. No era usual que un joven de dieciséis años estuviera atravesando el sorteo de casas. Le había surgido la intriga por saber por qué había decidido abandonar Durmstrang para ir a Hogwarts precisamente—. ¿Lo habrán expulsado?

Rosé rodó los ojos.

—¿Por qué siempre te inclinas por la peor opción? Tal vez simplemente se mudó y por eso debió cambiar de escuela.

—Eso o lo rajaron —insistió Flinch.

—¿Que no es en Durmstrang donde tienen predilección por las artes oscuras? —agregó Eleonor.

Todos guardaron silencio cuando vieron que Gellert Grindelwald tomaba asiento en la silla del sorteo. Phineas Black le puso el sombrero y, en apenas segundos, este exclamó: ¡Slytherin!