Capítulo 194. Tan solo culpa
Grigori de Cruz del Sur tardó demasiado en llegar a la escalera que daba a cubierta, solo para descubrir que estaba bloqueada por un hielo durísimo. Ninguna fuerza natural en la Tierra podía comparársele, ningún arma humana podría destruir semejante barrera. Aun así, el santo de plata necesitaba entender qué estaba ocurriendo, o al menos avisar a sus superiores, de modo que llenándose de la energía eléctrica que caracterizaba su cosmos, Grigori descargó la Tormenta, un poder sobrenatural, una fuerza que bebía de las lejanas estrellas. Los rayos que emergían de entre sus manos unidas golpearon mil, diez mil y hasta un millón de veces el hielo, sin rasguñarlo.
Oyó pasos y giró, pensando que alguien estaba por atacarlo. Sin embargo, el espacio se comportaba de un modo muy extraño y lo que por sonido parecía cercano, era en realidad una compañera que venía desde muy lejos, corriendo y aun así avanzando lo que cubriría un niño al gatear. Una vez cruzó miradas con él, a través de la máscara, Pavlin de Pavo Real se impulsó como un rayo y llegó hasta él en veinticuatro segundos. Veinticuatro segundos para recorrer menos de cien metros.
—Esto es una locura —decidió Grigori, sacudiendo la cabeza.
—Sí, debíamos habernos cruzado si viniste hasta aquí y a pesar de eso… —Pavlin calló al notar las chispas que rebotaban del hielo, rescoldos de la Tormenta de Grigori—. Déjalo así. Hay algo en este barco, algo malévolo que vuelve realidad nuestros peores pensamientos; busca un sentimiento de culpa en nuestra alma y lo vuelve contra nosotros. Debemos resolver este problema antes de mezclar en esto a los demás.
—A mí nunca me ha gustado llegar tarde… —Miró al pasillo que había recorrido. Ahora volvía a ser normal, sin ninguna explicación—. ¿No puede ser eso, verdad?
—Yo vi a una niña, una vida que vi atrás y ahora sé truncada —explicó Pavlin—. Nunca le conté esa historia a nadie. Nuestro enemigo conoce todos nuestros secretos.
El santo de Cruz del Sur se cruzó de brazos, inseguro. Si sufrían un ataque tan terrible, parecía necesario que se comunicaran al exterior, salvo que eso solo lo complicara.
—No me gustaría enfrentarme a los demonios internos de los santos de oro.
—Veo que lo has entendido. Por eso debemos preparar una defensa aquí.
La implícita propuesta de Pavlin hubo de ser respondida por una negativa.
—Minwu de Copa está esperando noticias mías —dijo Grigori—. Él es el hombre más bueno que conozco, no creo que le afecte esto. Ni a mí tampoco. En cambio —añadió, alzando el dedo para evitar cualquier intervención—, hay decenas de caballeros negros aquí abajo, no imagino el sentimiento de culpa que deben tener encima.
—¿Dices que no tienes ningún arrepentimiento? —cuestionó Pavlin—. ¿Puedes enfrentarte a ti mismo sin miedo en tu corazón?
—Tú lo has hecho, ¿no?
—Yo soy de la división Cisne.
Grigori dejó que la amistosa sonrisa de un viejo sirviera de respuesta antes de desandar el camino, corriendo. Tras pasar por las primeras puertas, el espacio volvió a distorsionarse. Ahora, más alerta, notó que el camino no solo se extendía, sino que a veces se bifurcaba sin que él se diera cuenta. Tomó como referencia el cosmos de Minwu, que al parecer estaba en problemas. Agarró impulso y saltó.
Del techo, sin ninguna explicación, empezaron a caer cadáveres. Cientos de muertos que lo cubrían todo, dificultándole el camino.
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La Prisión Fantasma era el único refugio que tenían contra la repentina tormenta que lo engulló todo en el camarote que antes ocupaban. La temperatura bajaba sin mesura, congelándolo todo y aproximándose a los doscientos setenta y tres grados bajo cero. Dos santos de plata y uno de bronce no tenían nada que hacer contra lo que el corazón de Cristal había expresado tiempo después del viraje del barco y el desagradable sonido que le sucedió, por lo que Fang los arrastró a todos a ese mundo infernal que había forjado a punta de voluntad y fuerza espiritual.
El santo de Cerbero miró el Ataúd de Hielo, que también había transportado. El tiempo del hombre de Bluegrad estaba detenido en el preciso instante de su rendición, incluso los labios todavía parecían pronunciar el nombre de su ejecutor: Camus de Acuario, un joven pelirrojo de bellas facciones y mirada despiadada, la típica combinación de las alocadas historias que dibujaban los japoneses. No hubo ni juicio, ni sentencia, ninguna palabra. El santo de oro solo apareció de la nada y liberó el Polvo de Diamantes, congelando a quien el Santuario había declarado como una amenaza junto a los átomos del aire, generando un particular Ataúd de Hielo que era como una gran ola congelada.
El Santuario, había pensado Fang, al decidir que prefería llevarse la estatua congelada a dejarla a merced de esa aparición, porque tan pronto llegaron todos a la Prisión Fantasma, Noesis sugirió que era el propio Cristal quien se condenaba a sí mismo.
—Qué conveniente —dijo Fang—. Muy, muy conveniente.
—¿Estamos a salvo aquí? —Aerys no dejaba de mirar alrededor. Una plataforma de piedra los hacía flotar sobre un mundo de fuego azulado. Había algo de comida que el santo de Cerbero había apartado por si acaso. Bebida en un saco, alimento secos en otro—. ¡Un santo de oro nos persigue, dudo que le cueste mucho…!
—Destruirla es fácil —dijo Noesis, palmeando el hombro de Aerys. Descubierto. Ninguno de los tres portaba el manto sagrado—. La cuestión es que la Prisión Fantasma reside en el manto de Cerbero, que está en cubierta.
Aerys lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿La misma cubierta que protegen cuatro santos de oro?
Noesis asintió.
—También el Sumo Sacerdote, la dama Tetis, el caballero negro de Sagitario y Makoto de Mosca. Estamos a salvo, por ahora.
—Lo dudo —dijo Fang, señalando a las llamas—. Dioses, es tan conveniente, tanto.
Chispa a chispa, el infierno que los rodeaba se fue transformando en un remolino de almas que giraban hasta formar una especie de cúpula fantasmal, muy acorde con ese lugar. Ni Aerys, ni Fang, reconocieron a las apariciones, vestidas con sencillas túnicas y cuerpos tan indemnes como lo estuvieron antes de ser masacrados, pero la mirada de espanto que dirigió Noesis a aquellos hombres, mujeres, niños y ancianos lo decía todo.
Era el clan de chamanes al que el santo de Triángulo exterminó, en nombre del Santuario. Una mujer destacaba entre ellos, señalándolos y dirigiéndose a un anciano de largos cabellos y poblada barba con palabras llenas de odio y dolor:
—Es él, Sabio. El asesino de nuestro pueblo.
—Lo veo, hija mía. —El llamado Sabio se apartó del remolino y la reconfortó apretándole el hombro. Si bien la túnica amplia cubría todo el cuerpo hasta los pies, no tenía mangas y eran visibles unos brazos gruesos y fuertes como troncos milenarios—. El hombre que pudo traer luz al mundo y decidió dejarlo sumido en la oscuridad.
—¡Tan conveniente! —repetía Fang sin descanso—. ¿Te enamoraste de la hija del jefe del clan? ¡Si tienes el cliché completo, viejo amigo!
—Lo siento —se disculpó Noesis, adelantándose a sus compañeros—. Parece que he traído el problema a casa. ¿De qué sirve un confinamiento si entre los confinados está un hombre enfermo? Entenderé si me echas, Fang. Solo yo debo…
—Enfrentar a tus demonios —completó Aerys, poniendo los ojos en blanco—. Nada más típico, yo digo que no tenemos tiempo para eso.
Así como en el camarote la temperatura había descendido, ahora subía hasta un punto en que Fang y Noesis se vieron impregnados de un sudor pegajoso. El propio Aerys ardía como una antorcha cuando arrojó el Aliento del Sol Caído sobre el Sabio, engulléndolo tanto a él como a la mujer durante un largo minuto.
Cuando las llamas se despejaron, los dos fantasmas estaban intactos. No había a la vista ni quemaduras, ni señal de que hubiesen tenido que resistir de algún modo el ataque.
—Parece que este es un trabajo para la división Dragón —dijo Fang, con una sonrisa feroz. Llevaba muchísimo tiempo sin dormir, para ser él, y estaba muy, muy enfadado. Ante la mirada entre extrañada y admirada de Noesis, tuvo que añadir—: Cuando digo que todo es muy conveniente, me refiero a que luchemos contra nuestros miedos justo después de que nos contaras tu triste historia. Si no, habría sido muy molesto. ¿Te imaginas tener que explicarte ahora, mientras combatimos?
—A mí ni me han explicado nada —dijo Aerys.
—Este tipo… ¡Ay! —Al golpear la estatua de Cristal, Fang había dejado pegado un trozo de la piel de su dedo—. Ese tipo y mi buen amigo Noesis son de esos héroes traumatizados de los noventa, así que a nosotros, que nada debemos, ni tememos, nos toca echarles una mano para descubrir juntos el verdadero significado de la Navidad.
—No creo que él pueda descubrir nada —apuntó Aerys, viendo a Cristal.
—Es nuestro escudo humano —rio Fang—, déjale.
El Sabio vio aquella fútil conversación desde arriba. Con los brazos cruzados, parecía un genio maligno a punto de hacerlos desaparecer a todos. Al alzar la mano, sin embargo, lanzó una propuesta de paz:
—Traidor, ¿dejarás que otros luchen esta batalla? Si entregas tu cuerpo para que nuestras almas vuelvan a conocer la luz del sol, perdonaremos a tus amigos.
—¡Tengo derecho a volver a ver a mi hijo! —exclamó la mujer.
Noesis miró a sus compañeros, ya más o menos listos para la batalla.
—Soy un santo de Atenea. Mi cuerpo no me pertenece, no puedo entregarlo.
Y empezó a concentrar su cosmos de plata mientras Fang y Aerys saltaban a la batalla, uno arrojando el fuego del espíritu y el otro las llamas capaces de desafiar los desastres naturales que aquel clan de chamanes esgrimía como armas.
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Tras una larga caminata por un pasillo en exceso grande, Bianca quiso entrar en las tinieblas para poder ver la distorsión espacio-temporal desde fuera. No pudo, tal y como esperaba. La oscuridad subyacente al universo físico era una de las paredes dimensionales de la realidad que navegaban, así que decidió dar la vuelta y desandar el camino. Dos cabezas pensaban mejor que una y aquel apasionado oficial ya había dormido más que suficiente mientras ella gastaba los pies.
Se detuvo en seco al ver, junto a la puerta, a nadie menos que Ishmael de Ballena. Vestía el manto sagrado y un cosmos despierto ardía alrededor de él.
—¿Willy? —preguntó Bianca, odiándose por su voz entrecortada.
Ishmael ni se dio por enterado. De una patada partió en dos la puerta y entró en el camarote con una sed de sangre que hasta un no iniciado en el sexto sentido olería. Por alguna razón que Bianca no comprendía del todo, corrió todo lo rápido que podía hasta internarse en ese cuarto a oscuras, interponiéndose entre el asesino y su víctima.
¿Quién era Kazuma de Cruz del Sur Negra? Un amante más. ¿Quién era su asesino? Más que un amante, incluso si murió sin saberlo. Aun así, ahí estaba ella.
—Inaceptable. —La plateada mano de Ishmael salió de la oscuridad y agarró el cuello del inesperado obstáculo. Bianca fue alzada como si fuera una niña, pues eso era en manos de tan destacado santo de Atenea—. ¿Proteges a un caballero negro? ¿Tú que los cazabas como un perro de caza? Inaceptable. —Apretó más, negándole a Bianca dar una respuesta—. El Santuario nunca debió aceptarte. Personas como tú son la razón por la que existe la Ley de las Máscaras. Bruja, prostituta, monstruo. Inaceptable.
Apretó más y más, clavando los dedos en la carne mientras Bianca solo pataleaba.
—Cállate de una vez. —Cubierto de un aura ardiente que despejaba las tinieblas del cuarto, Kazuma dio sendas patadas hipersónicas, proyectando dos ondas cruzadas que golpearon de lleno al santo de Ballena. El caballero negro recogió a Bianca tan pronto la hubo soltado su captor, que trastabillaba un par de pasos—. Imbécil.
—Mach 5 —alabó Bianca, sonriendo tras la máscara—. Ya decía yo que eras un 7.
—Dijiste un 6.
—Ah, los hombres siempre tan humildes.
—Bruja —gruñó Ishmael, palpándose el peto de plata—. Ramera. —Dio un paso, concentrando su cosmos en el brazo, extendido como una espada—. ¡Monstruo!
El Sable Celestial cortó techo, cama y suelo en un solo instante, pero no a quienes buscaba matar. Bianca, uniformada, y Kazuma, en paños menores, fueron apartados por una nueva e inesperada aparición.
Akasha de Virgo los sujetaba a ambos de las orejas, como dos niños pequeños.
—Bien, ¿qué está pasando aquí?
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Los pensamientos de Ícaro, que resistieron el efecto del vino, quedaban embotados por los besos de aquella mujer experta, cuyas manos lo recorrían sin pudor alguno. Muchas veces había querido desvestirlo y él se lo había impedido, solo para verse impactado contra la puerta del camarote del que habían venido tan extraños ruidos.
—Olvídate de la niña y el viejo —pidió Bianca, susurrándole al oído—. ¿Esta es la primera vez que estás con una mujer, verdad? Disfrútalo.
—No tengo tiempo para esas cosas —aseguró Ícaro. Por quinta vez, la mujer clavó sus dientes hasta hacerle sangrar, ahora en el lóbulo de la oreja—. Nací para la causa. Vivo para la causa. Moriré para la causa.
—¡Qué ridículo! —exclamó Bianca, mirándole a los ojos—. Tú jamás has vivido.
—¿Jamás he vivido…? —repitió Ícaro, boquiabierto.
—Esto es la vida de verdad. Vívela.
—La vida de verdad.
Él era Ícaro de Sagitario Negro, hijo de Hipólita y Gestahl Noah. Desde un principio estaba dicho que si fuera a existir un caballero negro de oro, él sería esa persona. El amor de pareja, formar una familia y envejecer junto a un ser querido eran algo secundario para él, así fue criado. Justo por eso, cuando dejó la niñez, mucho antes de lo que lo haría cualquier persona normal, empezó a desear esa vida que no era para él. En secreto, no solo para su padre, a quien respetaba, a su madre, a quien quería, y a sus compañeros, por quienes lucharía contra quien fuera, sino sobre todo para él. Al fin y al cabo, el cosmos era algo maravilloso, si él que había conocido su esencia despertando el Séptimo Sentido extrañaba otras cosas, entonces habría de reconocer que nunca mereció llamarse santo de Atenea. Que no era tal cosa, sino una simple sombra, entregada a deseos mundanos, destinada a resolver asuntos mundanos.
Esa vieja contradicción, entre el héroe que debía ser y el simple mortal que quería ser, había quedado adormilada hasta ese momento. Una auténtica santa de Atenea no le hablaría de ese modo, del mismo modo que la peligrosa Bianca de Can Mayor, a la que todos los oficiales de Hybris preferirían rehuir, no usaría métodos de seducción tan vulgares. Al contrario, se las apañaría para que fuera él quien tomara la iniciativa.
—Ah, ¿te vas a poner violento? Me gusta. —Las manos de Bianca, movidas por las simples y retorcidas fantasías de Ícaro, descendieron hacia sus pantalones.
—Plasma Oscuro —recitó Ícaro.
El mundo se detuvo. Despertado el Séptimo Sentido, todas las cosas adquirían un nuevo cariz. Los placeres mundanos eran algo efímero. La mujer que lo tenía embrujado, solo una criatura pequeña y diminuta. Un súcubo venido de alguna parte, un engaño pueril. Ícaro se rodeó de energía eléctrica, tan intensa como para quemar la piel humana al mero contacto, pero la supuesta Bianca de Can Mayor no tuvo tiempo de apartarse. Antes, fue despedazada por una red de haces luminosos. Incontables puñetazos a la velocidad de la luz que en un solo segundo pusieron fin a esa vil existencia.
Los numerosos restos del súcubo cayeron al suelo en un lúgubre silencio. La cabeza, completa, rodó entre huesos, trozos de carne y tejido desgarrado, goteando sangre. Ícaro giró hacia la puerta, presintiendo que algo malo también pasaba allí, pero toda la pared del camarote sangraba también. Al tiempo, algo cayó al suelo con fuerza, lejos.
—¿Qué…? —Atrás, la cabeza del súcubo seguía derramando sangre, demasiada. Todo el suelo era un pequeño río ensangrentado. El bulto que había caído era un cadáver, que miró acusador a Ícaro hasta que otros tres cuerpos cayeron entre ambos, ocultando su mirada—. Una ilusión —decidió enseguida el caballero negro, al ver que el techo seguía siendo sólido. Los cadáveres salían de él sin ninguna explicación, si bien Ícaro nunca llegaba a ver el momento de la caída, solo lo escuchaba—. ¡Debo…!
—Deber —dijo una voz proveniente de la cabeza del súcubo. Esta, así como los restos despedazados, se derritió, uniéndose al río de sangre. Según hablaba la voz, se removía el líquido del suelo, como representando una carta hecha de ondas—. Naciste para la causa, vives para la causa y morirás para la causa. ¿Es así?
Los cuerpos siguieron cayendo a ambos lados del pasillo, como tratando de aislar a Ícaro. Este no pudo menos que reír, pues tal cosa no era necesaria.
La voz que oía bastaba por sí sola para paralizarlo.
—¿Madre? —preguntó el caballero negro.
—Te hablo desde el infierno, hijo mío, para decirte lo orgullosa que estoy de ti —respondió Hipólita, cuya voz se alzaba por el sonido de los cadáveres al caer y el de la sangre al agitarse con un sinfín de ondas—. Nuestro objetivo se cumplió, gracias a ti.
—Eso no es cierto —dijo el caballero negro—. Yo luché junto a los santos de Atenea. —Primero en la Batalla por la Torre de los Espectros, después junto a la Silente contra nada menos que un poderoso ángel del Olimpo.
—Te entiendo, hijo mío. Yo era un despojo humano, vivo solo por un milagro. Era bueno que yo me sacrificase, viajando a los mares olvidados, mientras tú te quedabas para garantizar el fin para el que nació Hybris, para el que tú naciste.
—Era una embajada de paz. ¡Aquí, luchábamos una guerra!
—Deja de culparte, hijo mío. Hiciste lo que era necesario.
—¡Yo creía que te protegería! ¡Esa Suma Sacerdotisa, siempre mirándonos desde arriba…! ¡Creía que ella podría cuidar de ti!
—Es raro —dijo Hipólita—, no recuerdo que Akasha de Virgo estuviera en la tripulación original, ni tampoco que me despidieras. ¿Me habrán dado ya de beber las aguas de Leteo? No, eso es solo para los justos y yo no lo soy.
—¡Tú no quisiste despedirte de mí! —exclamó Ícaro, temblando de rabia—. Solo haces lo que quieres. Todo el tiempo.
Hipólita rio, una risa que agitó el río de sangre desde extremo a extremo, ambos una montaña de cadáveres que llegaba al techo. Ícaro solo se dio cuenta de que retrocedía cuando notó la puerta en la espalda. Aquel líquido carmesí se alzó como un géiser, a la vez que adoptaba la forma de una mujer por él tan querida y conocida. Todo en ella era rojo, salvo los dientes que enseñaba en una feroz sonrisa.
—Vamos, hijo mío, conmigo puedes sincerarte. ¿No se lo dijiste a tu amiguita hace un momento? Vives por la causa. Jamás pensaste en mí, en todo este tiempo.
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—Minwu de Copa, eres un asesino despiadado —dijo Jaki, olvidando el dolor que lo aquejaba—. Voy a arrancar tu cabeza y clavarla en un poste en la entrada de Rodorio, para que ninguno de nuestros niños pueda tomarte de ejemplo.
Tras recibir una paliza de semejante monstruo, el santo de plata no tenía fuerzas para hacer otra cosa que mirarlo desde abajo. Con una mano, Jaki mantuvo el cuerpo pegado al suelo. Llevó la otra a la cabeza, no tendría que hacer mucho esfuerzo para arrancársela, pues ningún simple aspirante era tan fuerte como él.
En el momento crucial, creyó oír un sonido, como de energía eléctrica. Un disparate. Estaban en un barco creado a la antigua usanza, nada de electrónica.
—Laphicet, lo siento. —Minwu cerró los ojos.
De pronto, la puerta estalló en mil pedazos, llenándolo todo de un fuerte olor a carne quemada. Una luz relampagueante penetró en los párpados cerrados de Minwu, obligándolo a abrirlos y contemplar a su imponente salvador.
El cosmos era una cosa maravillosa. Incluso un anciano, cubierto por el aura cósmica nacida del universo interior, podía deslumbrar como una estrella caída. Los escasos cabellos, la piel arrugada, la sonrisa tirante, nada de eso importaba cuando Grigori de la Cruz del Sur era como una tormenta viviente. Jaki, presintiendo el peligro, se quiso poner en guardia, pero antes de siquiera llegar a estar de pie ya su ser había sido atravesado miles de veces por la Tormenta. En menos de lo que dura un parpadeo, piel y carne se ennegrecieron y los órganos internos se derramaron desde aquel blando cuerpo junto a los huesos pulverizados, como un desagradable líquido. Las piernas estallaron como un par de calabazas, de modo que el cuerpo se sostuvo en el aire solo el momento en que la energía estática lo mantuvo allí, hasta que cayó como un bulto informe.
Grigori aplastó el cráneo de Jaki de un pisotón antes de tender una mano amiga a Minwu de Copa, ayudándolo a levantarse.
—Estás hecho mierda, doctor —dijo Grigori.
—¿Te parece que esa es forma de hablar para un santo de Atenea? —censuró Minwu, observando a través de los ojos de su paciente que era verdad, de todas formas. Jaki le había dado una paliza de muerte. No había un solo hueso que no le doliera—. Es tan ridículo, quiero decir, es Jaki, una montaña de músculos, pero…
En lo que trataba de encontrar la forma de expresarse, Grigori le sirvió de apoyo para alejarse del camarote maldito. Así quedó revelado que en realidad todo el barco sufría el mismo problema. No solo el espacio se comportaba de un modo raro en el pasillo, sino que este estaba atestado de cadáveres calcinados por la Tormenta de Grigori.
—No me dejaban pasar —se excusó el santo de Cruz del Sur.
—Creo… —Ahora que se había alejado de aquel monstruo y sus terribles recuerdos, Minwu podía percibir con mayor nitidez el cosmos que lo había destrozado hasta tal punto. Le fue muy fácil, en realidad, pues era el suyo—. Creo que yo me he hecho esto. Algo está volviendo en nuestra contra nuestros propios… —Iba a decir miedos, pero no tenía sentido. Fobos había sido derrotado por Poseidón, según decía el Sumo Sacerdote—. Nos hace sentir culpables, nos hace pensar que merecemos morir.
—¿Piensas que tú, que sanabas por igual a justos y malvados, mereces morir?
—Así es, joven. Yo también tengo mis pecados.
—Todos tenemos pecados, yo sentí envidia del poder de Aqua durante la guerra —aceptó Grigori tras un momento de duda—. Lo que no tengo son arrepentimientos.
—¿Ninguno? —preguntó Minwu con asombro.
—Ninguno —asintió Grigori—. No hay sombras en mi pasado, todo lo que he hecho, lo he hecho porque así lo he querido. Soy así de simple, me temo.
—¿Y qué hay de lo que no has hecho? —cuestionó una voz ominosa.
Todos los cadáveres se volvieron polvo al mismo tiempo, el polvo se tornó en tormenta y de la tormenta surgió un hombre. Vestido con un ajustado traje, era un hombre de unos cuarenta años, japonés, de lisos cabellos peinados hacia atrás y con un cuidado bigote sobre la sonrisa condescendiente que mantenía en todo momento.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Minwu.
—Se llama Kenji —dijo Grigori—. Un congresista con miras a volverse Primer Ministro. Murió durante la Semana Sangrienta.
—También soy uno de los huérfanos de Kido —aclaró el llamado Kenji, ajustándose la corbata—. Nuestro amigo el detective, modista y puntual Grigori, sugirió esa hipótesis a los que están investigando todo ese diluvio universal humano que llaman Semana Sangrienta. ¿Me queda bien? —preguntó el congresista, de pronto—. Bingo. Lo soy.
—Con toda honestidad —dijo Minwu, hablando por el dolor—. Nos da igual tu triste historia, ahora mismo tenemos cosas más importantes que hacer.
—¿Como qué? ¿Matar a Caronte? —rio Kenji—. ¿Por qué? ¿Qué os ha hecho?
—Traer la guerra a nuestro mundo —dijo Minwu.
El congresista se quedó quieto, mirándolos con fijeza. Era como un niño esperando que sus padres le dieran una respuesta convincente.
—Apártate —amenazó Grigori, elevando su cosmos una vez más—. O te aparto.
Un coro empezó a oírse de pronto, lejano y cercano a la vez. «Los justos prosperan. Los malvados son castigados.» Millones de voces en trance las repetían, desde algún lugar que ninguno de los santos de plata podía ver.
—Setecientos. —Kenji dio una palmada—. Millones. —Otra más—. De muertos.
La tercera la oyeron en otros lugares.
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El congresista de nombre Kenji estaba frente a Pavlin, quien guardaba la barrera de hielo, dispuesta a dar su vida para que nadie pasara de ese lugar.
—¿Alguna vez habéis oído hablar de un hombre que haya provocado tantas muertes? —cuestionó Kenji—. Yo no sé mucho de esas cosas, pero apostaría mi carrera electoral a que ni todos los asesinos seriales de la historia moderna reúnen siquiera la centésima parte de ese número. Vayamos más arriba, a los peores dictadores y esos engañabobos que se dicen demócratas y paladines de la libertad mientras ordenan el bombardeo de ciudades desde la comodidad de su asiento presidencial. Ninguno de esos, ni el comunista, ni el del bigote, logró una cifra tan alta. Ninguna guerra humana provocó tanta muerte, así que subamos el listón. ¡Enfermedades! ¿Cuántas víctimas provocó la peste negra? ¿Cien millones? ¿Doscientos millones? Ah, insuficiente, lo que solo nos deja dos dignos rivales. Cataclismos naturales que afectaron a todo el planeta y Poseidón, autor del diluvio universal que eliminó a mil millones de personas. ¡Tenemos un ganador! Poseidón sigue ostentando el primer lugar, aunque, ¿quién sabe? Los caballeros negros todavía están a tiempo de superar el récord. Setecientos no está muy lejos de mil, estoy seguro de eso, aunque las matemáticas no son lo mío.
Pavlin, como otros más, oyó el discurso en silencio. Aunque la sangre le hervía, aunque la culpa por haber arrojado a aquella niña a semejantes asesinos la carcomía por dentro, era consciente de que su misión era más importante. Los santos de Atenea no estaban para juzgar a la humanidad, a ningún elemento de esta. La caza de los caballeros negros era asunto de la división Fénix, ella era de la división Cisne.
Así pudo engañarse durante un tiempo, mientras la amenaza implícita flotaba en el aire.
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Nico, Retsu y Soma también se habían encontrado con el congresista, pero pasaron de largo. A diferencia de Grigori, aquellos no tenían sentidos tan refinados y estaban inmersos en una especie de laberinto que asumían una simple ilusión. Estaban tan hartos de dar vueltas que cada que el tal Kenji se les aparecía en un sombrío rincón, aceleraban, solo para verlo más adelante, hablando sin parar.
—¿Sabéis por qué me asesinasteis?
—¿Y yo qué sé? —cuestionó Soma. Era la décima vez que oía esa pregunta, a pesar de que en todo memento había rebasado la velocidad del sonido. El mundo se había vuelto muy loco—. Eres político, así que seguro que mentías más que hablabas.
Había pensado eso mismo desde que lo vio de reojo. En realidad, tenía un cierto parecido a Gestahl Noah, si se descontaban el bigote, la forma de peinarse y mil cosas más. No estaba seguro de si era por algún rasgo físico que no podía definir, o porque la primera opinión que tuvo del líder de Hybris era que se trataba de un charlatán. Después recibió explicaciones que tenían mucho sentido y que marcaron su camino por más de cinco años. Aceptaba esa parte de sí mismo, como aceptaba el haberle dado la espalda, pero no quería volver a arriesgarse a cambiar. No quería escuchar a nadie más.
—Mentía —asintió Kenji—. También robaba todo lo que podía, y amenazaba, y chantajeaba, e incluso llegué a matar para llegar tan lejos.
Soma se detuvo en seco. Los otros dos lo hicieron también. Estaban perdidos, debían reconocer eso. La idea de que matando a aquel hombre ridículo se despejaría el camino pasó por la mente del caballero negro de León Menor.
—¿Y todavía te preguntas por qué te mataron? ¡Miserable!
Lejos de asustarse de las bolas de fuego que Soma invocaba entre los dedos, Kenji se acercó a él. Las manos estaban abiertas y extendidas, mostrando que no escondían nada.
—Hice todo para convertirme en Primer Ministro, porque solo así podría cambiar las cosas. Japón es el país más seguro del mundo, también es el país con mayor tasa de suicidios. Quería cambiar eso. Quería cambiar al pueblo japonés reuniendo poder político, económico y social. Mi esposa, la mujer que me salvó del infierno al que me arrojó mi padre, aprobaba mi sueño. ¿Y por qué no? Es un sueño maravilloso. Un mal menor para lograr un bien mayor. ¡Qué gran sueño, qué gran tragedia!
El caballero negro de León Menor tuvo un instante de duda. Miró abajo, descubriendo el origen de la música que ambientaba todo aquel infierno. Niños y adolescentes golpeaban el suelo de sangre como si este fuera una capa de hielo sobre alguna especie de lago. Ahogándose en su soledad, los huérfanos de la Semana Sangrienta gritaban, lloraban y rogaban misericordia. Pedían por sus padres muertos y por su futuro.
—¡Estás loco! —exclamó Soma, antes de incinerar a aquel demente. Mientras lo veía arder, no pudo sino sentir que era él quien debería estar ardiendo.
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Ni siquiera la Prisión Fantasma escapaba a aquella nueva aparición. Mientras Aerys y Fang repelían con sus fuegos a la legión de mágicas criaturas invocadas por los chamanes —duendes de fuego, doncellas de hielo, ancianos volando en nubes de tormenta…—, Kenji posaba su mano descarnada sobre la estatua de Cristal. Toda la piel se había derretido, revelando el blanco hueso bajo la carne ennegrecida que caía a pedazos. El traje, en cambio, permanecía intacto, dándole un aspecto macabro.
Noesis comprendió enseguida lo que esa aparición significaba. Desde la primera palabra. No estaba ahí por Cristal, las culpas de aquel procedían de la muerte de su rey, sino por los santos de Erídano y Cerbero. Por todos los santos del barco, en realidad: estaban luchando al lado de los restos de una orden que había atentado contra todo lo que creían, y eso les revolvía las entrañas a todos. Toleraban a los caballeros negros, admiraban incluso a aquellos que dieron la espalda a la Semana Sangrienta por una sincera entrega a la causa de los santos de Atenea, pero en el fondo de todo eso no había ni una pizca de genuina camaradería. Iban a librar la mayor batalla de sus vidas al lado de una legión de extraños, que sentían, tendrían que haber eliminado.
—Tú lo entiendes, ¿verdad? —le dijo Kenji. Los dientes quedaban a la vista en todo momento. Ya no tenía labios, ni un trozo de piel en la cara.
—Haré lo que tenga que hacer —replicó Noesis.
Fang y Aerys estaban dando todo de sí para que él pudiera alcanzar el punto álgido de su cosmos. El poder bruto no bastaba allí, era necesario sellar aquellos espíritus.
—Yo quise hacer el bien mintiendo, ellos quisieron hacer el bien asesinando —declaró Kenji—. Yo soy malvado, ellos también. Deben morir, sabes que deben morir. Para que la luz brille al final de esta oscuridad, las sombras deben ser destruidas.
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—¿No estás de acuerdo, Margaret? —saludó Kenji.
El santo de Lagarto le encajó una flor roja en el cerebro, haciendo que cayera al suelo de bruces. Acababa de despertar de un mal sueño, con la santa de Piscis dándole instrucciones que a duras penas podía retener ahora, no tenía tiempo para derrumbarse. Que con ese acto hiciera desaparecer a los mocosos de abajo, cortando de raíz el coro, fue un efecto colateral que supo apreciar con un gesto de asentimiento.
Se golpeó las mejillas como cuando era niño, rezando en su fuero interno porque esa cosa tan irritante que lo impregnaba todo no le lanzara un ejército de niños riéndose del niño que parecía niña. Entonces él lloraba, como una niña, por supuesto, hasta que hacía el truco de su madre. Tres golpecitos en la cara, a cada lado, después una gran sonrisa y a seguir para adelante. Siempre tenía que mantener las formas, siempre. Cuando se descuidara, habría dado el primer paso a la derrota. Sintió un escalofrío antes de abrir la puerta, pues la voz de su madre, muerta hacía mucho, se mezcló con otra.
—Narciso de Venus —recordó Margaret, saliendo de ese camarote enloquecido.
Fuera, todo estaba aún peor. Cadáveres por doquier, sangre llenándolo todo, y en medio, para estropear una imagen tan curiosa, estaba Yu.
—Gracias, estaba harto de oírlo hablar —saludó el santo de Auriga.
—No era más que un charlatán —añadió Ishmael, apareciéndose tras la espalda de Yu.
—Así que voy a tener que pelear con vosotros —pensó Margaret, cuyos dedos sujetaban una nueva rosa—. Me parece bien, así el alma de Joseph puede conservarse pura, mientras la mía se mancha un poco más.
—Sí —aceptó Yu—. Joseph es el mejor de todos nosotros.
—Antes de destrozarte —dijo Ishmael—, una pregunta. ¿Por qué has dejado de copiar nuestras técnicas? Sabes que de nosotros cuatro eras el más débil, ¿verdad?
Sintiendo ganas de llorar, Margaret sonrió.
—Eso vamos a comprobarlo ahora.
Acto seguido, acometió dejando atrás al niño que fue. Los movimientos de ambos santos de plata ya habían sido alentados por la fragancia que había liberado.
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Tras la muerte repentina de Kenji, Pavlin dedicó a Margaret un quedo agradecimiento a Margaret. Necesitaba ese silencio clarificador para entender qué quería hacer.
Si la distorsión tornaba el pasillo en un mundo entero, entonces ella sería más rápida que el rayo. De un modo u otro, esta vez llegaría a donde necesitaba estar. Esta vez haría las cosas bien, incluso si tenía que poner en riesgo todo.
La barrera de hielo quedó atrás, solitaria y vulnerable.
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—Somos unos miserables —decidió Minwu, viendo al caído congresista.
—Sí, pero no me arrepiento de pensar así —dijo Grigori.
Con gran esfuerzo, el santo de Copa se enderezó.
—Así que no te arrepientes de arrepentirte. ¿Te das cuenta? La culpa de los caballeros negros por lo que han hecho. La culpa de los santos de Atenea por no haber hecho algo para devolver el equilibrio al mundo. Todo se junta aquí.
—Sí —aceptó Grigori sin reservas—. La culpa era la clave, tal y como supuso Pavlin. Y ahora debemos escoger. ¿Salvar a las sombras que odiamos, o a nuestros compañeros?
El santo de Copa sonrió. ¿Salvar a alguien? Él necesitaba tratamiento urgente.
—Me parece a mí que los santos de Atenea podemos salvarnos solos —dijo Minwu de todos modos—. Yo digo que sigamos la última orden de la Suma Sacerdotisa.
Era posible que Grigori rechazara esa idea, también era posible que hubiese pensado lo mismo. Minwu de Copa no tenía interés en averiguarlo, pues con un solo vistazo entendió que el santo de Cruz del Sur seguiría la máxima de todo buen paciente.
—Haz caso a tu médico —bien pudo haber dicho Grigori.
El par de santos, con esa fuerza infinita que desoía las quejas del cuerpo humano, tan vulnerable, corrieron dispuestos a salvar a los caballeros negros.
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También Soma tomó en su fuero interno la misma decisión.
—Está muerto —dijo Retsu, tras patear el cadáver—. ¿Cómo una rosa en la cabeza mata a alguien que sobrevive a ser quemado vivo?
—Preguntas que jamás obtendrán respuesta —dijo Nico.
—¡Muchachos…! —exclamó Soma, acordándose luego de la edad del santo de Lince, en absoluto reflejada en su rostro juvenil—. Os doy las gracias. Me enrolé en esto solo pensando en mi padre y mi hermana. Di la espalda a Hybris, como también renegué del Santuario. Soy un paria… un rebelde sin…
—Oye —lo interrumpió Retsu, más asustado que molesto—. Nada de culpas, que se nos aparece un escorpión gigante zombi con cabeza de león zombi y nos come.
—No creo que lady Shaula haya muerto —dijo Nico, añadiendo a destiempo—. Ni Ban. Quiero decir, el señor Ban es un santo de bronce fortísimo.
—El caso es que… entrenando con vosotros sentí que todos los que estamos en este viaje somos camaradas, creo que nunca me he sentido tan unido a los demás. ¿Es porque sé que moriremos? ¿Es porque compartir una paliza con dos amigos es lo que hace falta para unir a la gente? Yo qué sé. El caso es que… —Soma sacudió la cabeza. Ya se estaba repitiendo—. Quiero salvar a los míos.
Por toda respuesta, Retsu lo placó, presionándolo contra una de las paredes. La mano libre le apuntaba al cuello, que podría desgarrar en un simple parpadeo.
—Como amigos… —empezó a decir Nico.
—No seas cursi, chaval —cortó Retsu, presionando el cuello de un sorprendido Soma hasta que empezó a gotear sangre—. A los chicos malos no se les convence con cursilerías. Somos unos completos desconocidos, los tres, salvo por un detalle.
—Somos compañeros de entrenamiento —decidió Nico—. Hermanos de armas. Santos de Atenea. Oro, plata, bronce, hierro, azul, negro. Todo es lo mismo ahora.
—Así que… —dijo Retsu.
—Por favor… —continuó Nico.
Los dos santos de bronce gritaron, de forma simultánea:
—¡Deja de decir que quieres salvar a los tuyos!
—Muchachos… —murmuró Soma, ya libre de de la presa de Retsu, quien silbaba mirando a otra parte—. Está bien. Salvaré a los nuestros. A los… santos… ¡A los santos negros de Atenea, junto a los cuales pateamos a los horrores del continente Mu!
—Está bien —aprobó Nico.
Un momento después, su rostro se cubrió de un velo de tinieblas.
—O-Oye, ¿no estaba todo arreglado? —preguntó Soma, con los ojos como platos.
La masa oscura en que se había convertido Nico se inclinó sobre sí misma, pisando el suelo con cuatro enormes patas de perro. Se había convertido en eso, en un can surgido del mismo infierno, si estos podían medir tanto como un rinoceronte.
—Su cuerpo está dentro del eidolon —dijo Retsu—. Descuida, estará bien.
—Mi hermana está en problemas —explicó Nico, con una voz distorsionada y lejana—. Debo ir a salvarla. Lo siento, Soma, no puedo ayudarte en esto.
—Yo tampoco —se excusó Retsu, llevando la mano al negro pelaje del eidolon. Todo el cuerpo del santo de Lince se estremeció, como si se hubiese sumergido en aguas glaciares—. Mi maestro ha desaparecido, así que debe estar en la Prisión Fantasma de Fang de Cerbero. Él no es la clase de persona que muere por simples cuentos de terror.
El discípulo de Noesis de Triángulo no dio explicaciones, sino que siguió entrando en el can de sombras hasta que desapareció de la vista, no sin antes desearle suerte.
Soma tampoco las pidió.
—Hasta luego, santos blancos de Atenea. ¡Hasta que volvamos a encontrarnos!
Rio la broma mientras corría en dirección contraria al eidolon. Sentía las fuerzas renovadas, y quizá por eso, las distancias ya no le parecían tan extrañas. Vio la primera puerta cerrada de un camarote y la incineró con sendas bolas de fuego.
Incontables cadáveres salieron desde el cuarto, entre los cuales un grupo de Moscas Negras, con sus máscaras decoradas, pudieron respirar al fin. Estaban vivas.
—Pondera el número de muertes causadas por Caronte de Plutón con aquellas que tus amigos causaron —habló una voz por Soma bien conocida. La voz de su padre—. Sabes que no merecéis la salvación. Ninguno de vosotros.
—Lo sé —respondió Soma, quien siguió corriendo de todas formas.
A diferencia de los demás, el santo negro seguía oyendo cantar a los niños la canción de la desesperanza, seguía viéndolos abajo, golpeando su prisión de una vida estigmatizada para siempre. La culpa lo perseguiría siempre, y él, que había aceptado tal destino, solo podía correr más rápido que ella, para salvar al resto de almas condenadas.
Notas del autor:
Shadir. Así es, algo muy típico, pero también bastante interesante.
No puedo discutirlo.
