—o—

—¿Estás segura de esto?—murmuró a su oído, su aliento cálido golpeó su cuello y mientras sus sentidos enloquecían, su mente mandaba todo resquicio de su poca cordura restante a la mierda.

Lo miró a los ojos con firmeza, y supo con una certeza que antes nunca había sentido que si aceptaba, ya no habría vuelta atrás.

Por un instante, lo único que sintió fue el tacto de aquel rubio bordeando su cintura con ambos brazos, despacio y tanteando toda la curva de espalda, como quien disfruta y se toma su tiempo. Sus piernas flaquearon ante la oleada de sensaciones que su alma recibía, y le agradeció al cielo aquel gentil sostén y lo bien que se sentían sus labios suaves subiendo lentamente la curva entre su cuello y su mandíbula, tentándola con su parsimonia. No hubo cabida alguna en sus pensamientos para su Clan o su madre. Sólo hubo Meliodas y una sensación que no sabría describir con exactitud, pero que la incitaba a desprenderse de toda atadura que la retenía y escapar lejos de todo, escapar lejos con él. Volar hasta que sus alas no dieran a más y cayera en el pasto exhausta, riendo junto a él sin el más mínimo rastro de arrepentimiento.

—Jamás lo he estado tanto de algo— declaró al fin, sellando los labios con los suyos y junto con ellos, su destino.

Por esa vez y solo por esa vez, se permitió ser tan egoísta como hubiera querido siempre, se permitió tocar el cielo; que con sus manos parecía tan inalcanzable, y que sin embargo había encontrado retratado en una persona.

Los labios de su amante volvieron a besar los propios, esta vez sin pudor alguno y riendo entre beso y beso.

Elizabeth pudo jurar morir allí mismo y poder hacerlo contenta.

Fue algo tan simple que se reducía a que ella iba en él y él en ella. Como una llave y su cerradura. Como si los hubieran hecho precisamente para encontrarse y quererse sin entender de razones ni de clanes. Y estaba bien. Lo que ambos sentían estaba bien (sin importar que tanto dijeran lo contrario), y lo que ellos eran (o lo que estuvieran destinados a ser) estaba bien.

La adrenalina le recorrió todo el cuerpo y lo disfrutó como nunca antes, ni siquiera en el campo de batalla donde tantas veces se habían encontrado. Elizabeth rodeó el cuello del demonio con sus manos y sintió sus labios alejarse de los suyos. El agarre del rubio se hizo más estrecho, pegando más sus cuerpos. Pudo escuchar su respiración agitada y el compás acelerado y arrítmico de sus siete corazones latiendo a reventar. Se sintió dichosa y su ego se infló un poco sin poder evitarlo al saberse el desencadenante de tales reacciones en él.

Conocía a Meliodas y sabía que habían muy pocas en ese mundo que eran capaces de despertar algún interés real en él. Por lo tanto, mentiría si dijera que su orgullo no se elevó un poco ante aquello.

Ambos tenían muy en claro que esto era un punto de no retorno, y más que todo, que era una completa locura. En el mismo momento en que sus Clanes se enteraran de su romance, muy probablemente los ejecutarían por traición. A partir de ahora, si decidían seguir adelante con aquello, debían ser cautelosos, su querer estaban condenado a las sombras y a lo oculto, y Elizabeth temió muy en lo profundo de su alma que también a la ruina.

Estaban siendo imprudentes, irresponsables, testarudos, quizás estúpidos y más que nada, enamorados, totalmente inevitables; y eso era todo lo que había importado al inicio.

Sólo que a veces, el amor no es suficiente. Y ellos tenían todas las de perder.

—o—

Agosto se les fue en tan sólo un parpadeo, dando paso a la llegada del otoño.

Las Diosas y los Demonios eran seres longevos en exceso, criaturas capaces de vivir hasta más de 800 años para las que el paso natural tiempo era algo secundario y totalmente carente de sentido o merecedor de importancia. Los años no eran relevantes y su edad y madurez eran medidas por el número de siglos vividos. El tiempo era algo vano y se les iba como si nada, por lo que ella no podía decantarse entre decirse esa misma mentira para acallar su consciencia o aceptar que todo se le estaba yendo de las manos. Le habían gustado chicos antes, y juraba que no era normal que el tiempo se le escapara tan de súbito cuando Meliodas reía y le contaba sobre su día a detalle, quejándose a veces entre maldiciones y murmullos lo harto que estaba de la Guerra. Luego la miraba y ella asentía, encogiéndose de hombros y procediendo a hacer lo mismo.

Sus orbes esmeraldas se habían convertido en sus joyas favoritas en tan poco tiempo que la aterraba. A veces, cuando cerraba sus ojos en la noche para dormir y la imagen de su rostro adornado de una sonrisa y sus cabellos rubios enmarcando sus facciones invadía sus pensamientos, Elizabeth sentía miedo. Miedo de cómo su corazón se aceleraba de sólo pensar en su presencia, de lo que pudiera suceder cuando todo saliera a la luz (porque sabía que tarde o temprano lo haría si todo continuaba marchando a ese paso) y la reacción del mundo al enterarse a quien pertenecía en realidad su corazón.

Su madre, por supuesto, explotaría en ira y recitaría un compendio entero de maldiciones dedicado a ella y su ingratitud que tanta desgracia ha traído a su respetable Clan. De sólo imaginarlo juraba que de verdad podía verla haciéndolo en ese mismo instante en frente suyo, y entonces sudor frío recorrió su nuca. Siempre había sido una niña solitaria, aún lo era por más que estuviera rodeada de Diosas buscando congraciarse con ella y los Cuatro Arcángeles, los cuales también defraudaría por completo una vez todo saliera a flote. El rostro de Mael le vino a la mente en un destello de culpabilidad, como si su consciencia intentara hacerla sentir responsable de alguna manera.

Estaba enamorado de ella, lo sabía, de hecho, todo el Clan lo sabía.

Era un secreto a voces, los murmullos que escuchaba cada vez que llegaban juntos de una batalla y las chicas suspiraban, atentas y recelosas de la devoción en la mirada del Arcángel, que no se desviaba de su persona. Maldecían su nombre a sus espaldas, pensando que quizás, si ella no existiera, obtendrían un mínimo de interés de parte del de ojos azules. Como premio de consolación, un alivio se asentaba en su pecho siempre que veía el mismo grupo que comentaba todo aquello y Jelamet no estaba entre ellas. Al menos ella permanecía de su lado a pesar de hallarse también en su posición. Con la única excepción qué, tal vez, a veces, notaba la misma chispa de celos en los ojos de la que se hacía llamar su mejor amiga cuando Mael la abrazaba con un cariño que rebasaba lo fraternal. Y Jelamet suspiraba, negaba con la cabeza y desviaba la mirada.

¿Pero que podía hacer ella al respecto? ¿Decirle a Mael que dejara de hablarle? ¿O terminar de quedarse completamente sola? Porque sabía como la palma de su mano que con cada regalo que Mael le obsequiaba, con cada detalle que tenía para con su persona, un poco de rencor se iba acumulando en el pecho de Jelamet.

¿Le daría Meliodas al fin la excusa perfecta para detestarla por completo?

Cayó en cuenta de la más jodida verdad, esa que tanto se había negado a aceptar desde fue capaz de percatarse de su entorno: No tenía a nadie de su lado. Ni siquiera a la mujer que le dio la vida, pues ella sería la primera en darle la espalda.

Todos en el Clan formaban parte de la misma hipocresía, pretendiendo agradarse los unos con los otros cuando no dudarían en darse una puñalada por la espalda si alguno se interponía en su camino. Gente vacía, almas insípidas.

Ludociel estaría más que contento cuando se enterara, aunque Elizabeth creía que ya lo sospechaba puesto que Mael le había informado de todas sus salidas a medianoche. No necesitaba pensarlo dos veces para saber que él estaría en primera fila, regocijándose con el espectáculo y riéndose en silencio. Quizás él, su madre y Jelamet se turnasen para hacerle el corazón pedazos o algo aún peor que Elizabeth no quería ni imaginarse.

Basta.

Cerró sus ojos, la incertidumbre del presente era más que suficiente para amagarle las madrugadas y frustrarle cualquier idea de una noche de buen sueño.

¿Iba a ser así siempre? No se consideraba lo suficientemente fuerte como para soportar toda la presión sobre ella, y llegaría el día que ocuparía el lugar de su madre y Meliodas sería el Rey Demonio, eran los herederos después de todo. No cabía en su mente la posibilidad de tenerlo como enemigo, pero ahí estaba, y peor que eso, es que era una realidad bastante posible en un futuro lejano.

Habían solo una cosa de la que estaba segura: se amaban.

Pero una vez más, su subconsciente volvió a escupirle con amargura: el amor no es suficiente.

—o—

Las olas se estrellaron contra los riscos y sopló la brisa, con los ojos cerrados, Elizabeth abrazó el aroma de la costa y destensó sus alas para sentarse en el suelo.

Nunca había sido gran admiradora del océano, quizás porque nunca había tenido la oportunidad de apreciar su esplendor a menudo, quizás porque su naturaleza le recordaba a todo lo quería evitar: el caos, lo impredecible, lo incierto. Mientras más lo pensaba, más se le encogía el alma en el pecho. Sabía que el tiempo se le acababa y no iba a esperar a que ella obtuviera las respuestas que necesitaba.

Sabía que Meliodas tampoco las tenía, pero necesitaba verlo. Algo dentro suyo solicitaba la sensación áspera de sus manos en su cintura y sus labios sobre los suyos. No era la solución, pero era un refugio donde escapar de la angustia ya permanente que la atormentaba.

Una ráfaga de energía oscura se extendió por toda la costa, ni siquiera necesitaba voltearse para saber quién era. Sus manos atraparon su cintura y un beso suyo halló su destino final en su hombro. En otra ocasión, el corazón le iría a mil por hora y se rendiría gustosa ante sus caricias con la certeza que sería la mejor de las derrotas, pero no esta vez. Sí, el corazón le latía desbocado, su presencia provocaba eso, pero también lo hacía la angustia. La preocupación de tener que separarse, de un adiós que no sabía cómo afrontar.

¿Meliodas pensaba en eso? ¿Se vería a veces también mirando la luna a solas, barajeando la posibilidad de no volverla a ver? Ella ya se había acostumbrado a él, a su forma de ser, a los te veo esta noche en el Teatro. Frunció el ceño y se removió inquieta entre los brazos de su amante.

Perceptivo como él solo, Meliodas no dejó pasar aquello desapercibido.—A ti te pasa algo— declaró, cruzándose de brazos y con su mirada fija en ella.

No tenía caso el negarlo. De aquí salían hechos pedazos, o más juntos que nunca.

—Tenemos que hablar.

—o—

Escuchó palabra por palabra y las repasó mil veces en su mente incluso después de aquella conversación, y aún una semana después, sus oídos no logran todavía dar crédito a lo que oyeron salir de su boca.

Elizabeth era tanto su antídoto como su veneno.

Un tiempo. Habían quedado en darse un tiempo y repasar sus prioridades. Meliodas no había experimentado a ciencia cierta lo que era el amor y todos sus perfectos y desperfectos antes de conocerla, pero había estado con las mujeres suficientes y sabía de antemano que un tenemos que hablar siempre terminaba con un y creo que deberíamos dejar de vernos. Por supuesto, acertó en su suposición, tan obvia como amarga. La recordó, jugando con sus manos y forzándose a continuar jugando a hacerse la fuerte cuando hablaba tan sólo en un hilo de voz y sus ojos azules en los que veía el cielo amenazaban con llover.

Meliodas, tengo miedo.

Hasta ahí, comprensible. Él, que había luchado (y salido victorioso, dicho sea de paso) de prácticamente todas sus batallas, estaba perdiendo la única que podía controlar a sus anchas: la interna. Elizabeth había llegado y había hecho mierda su estabilidad emocional, si es que alguna vez había tenido aquello. La veía a lo lejos, con sus cabellos de Luna susurrándole que buscaban iluminar la densa oscuridad de sus noches. Cuando la tuvo de cerca, los lunares esparcidos por todo su cuerpo parecían una constelación y Meliodas los conectaba todos y cada uno de ellos con gusto cuando sus manos recorrían sus curvas y se perdían en su abdomen. Su noche ya no estaba oscura, ahora tenía a su Luna y a sus estrellas para adornarla.

Pero recordarla desnuda y jadeante bajo suyo, definitivamente, no iba ayudar a olvidarse de ella.

¿Olvidarse de ella?

Meliodas, siento que esto es lo mejor para ambos.

¿Con qué jodido derecho se creía para decidir por él?

El pasado agosto había hecho las maletas y mudado para su subconsciente para atormentarlo a todas horas. El tiempo se les fue como la botella de vino que habían bebido la tarde de su primer beso. Se les escapó de las manos.

Ellos, perdidos en un viaje sin retorno en la piel ajena. La conocía a la perfección. Era un recuerdo tan nítido que Meliodas podía jurarlo tangible. Lo evocaba a cada que cerraba sus ojos en busca de fuerza, de paz, y deseaba, si tan tangible era, ¿por qué no podía volver a él?

Ellos, perdidos en un instante en el tiempo, efímeros. Nada bueno dura para siempre, ellos no iban a ser la excepción.

Parecía un muerto viviente desde entonces, su expresión hostil volvía a alejar a todos a su alrededor y estos ya notaban el cambio en su líder. Había vuelto a ser el mismo Meliodas de antaño. Desinteresado por su entorno, por todo. Zeldris no había dejado el cambio radical pasar desapercibido y le había preguntado (o mofado) por esa diosa. Bastó con pronunciar a Gelda y su sonrisa burlona regresó a su expresión original de mal humor. ¿Qué creía? ¿Qué era el único que podía sacar trapos sucios?

Los Mandamientos no habían disimulado su gusto por que volviera a ser el Demonio despiadado de antes, a él sólo le daba repulsión el solo pensamiento de serlo. Malditos ellos y maldito él, mil y un millón de veces.

Volver a llevar la misma existencia vacía no era algo que lo entusiasmaba, y no iba a llenar ese abismo matando Diosas o lo que sea que se plantara en frente.

Elizabeth se había ido hace una semana y lo sentía como si hubiera sido hace tres milenios. Los minutos eran una eternidad y las horas infinitas. Elizabeth se había ido, junto con ella el propósito que le había dado a su vida y la luz que le alumbraba el camino.

Elizabeth se había ido y su noche volvía a estar a oscuras.

Meliodas, tengo miedo.

Pero, ¿y él? La idea de perderla también le aterrorizaba, no la soportaba. Sin embargo, no era justo que se escondiesen la vida entera sólo por ser de clanes enemigos, y esa era la manera en la que las cosas se dieron y si intentasen cambiarlas, sería aún peor. Un escándalo, una calamidad. Los apuntarían con el dedo a dónde fuesen, eso sin mencionar que agravaría la guerra entre clanes al expandirse la palabra que entre los herederos que lideraban el conflicto acontecía una aventura prohibida. No podía culparla por tener inseguridades y dudas, pero tenía muy en claro que en este mundo no había nada escrito hasta que alguien se arriesgara a probar suerte. Ellos era la prueba fehaciente de ello. Nadie, jamás, podría haber previsto que una Diosa y un Demonio, enemigos jurados por mera naturaleza, irían a enamorarse. ¿Qué el mundo les daría la espalda? Ya lo habían hecho. ¿Qué serían juzgados y probablemente desterrados de sus respectivos clanes?

Poco le importaba.

El quererla era más que suficiente.

—o—

—¿Una alianza entre las diosas, las hadas, los gigantes y los humanos?

Aquello debía ser una broma. Ni siquiera supo porque había aceptado ir al Teatro nuevamente si todo había terminado. Pero ahí estaba él, hablándole sobre una alianza entre razas y conspirando contra su Clan. Se dijo a sí misma que él lo hacía por el bien de la guerra (ese deseo que ambos siempre compartieron), que esta llegara a su fin luego de tantos siglos vigente, y se lo hubiera creído de no ser por ese destello en sus ojos verdes que no desapareció nunca.

Una chispa de esperanza. Él de verdad creía que esto podía funcionar. Veía en ella su futuro y lo estaba apostando todo porque ella accediera también a que él fuera el suyo.

Una locura. Una completa locura.

Elizabeth negó con la cabeza suavemente y dejó escapar una risa ligera. La mirada expectante, anhelante de Meliodas seguía sobre ella sin desviarse un segundo. Lo pensó, dos, tres y un millón de veces.

Seguía siendo una locura, la más impresionante que había escuchado en sus 400 años de existencia. Y también la más tentadora. Había una posibilidad, mínima, pero la había, de que saliera bien.

—¿Y bien, Ellie? ¿Qué dices?— preguntó jocoso—. Incluso hablé con Drole y Gloxinia, está todo acordado para cuando sea el momento perfecto.

—¿Cuándo?— la pregunta salió de su boca casi sin pensarlo.

La sonrisa del rubio se ensanchó.—Pronto.

Algo dentro suyo le rogaba a gritos que aceptara aquello, y sus ojos verdes también lo hacían.

¿Qué pasaría si...?

Eran una excepción a toda regla, opuestos de toda una vida.

¿Y si el amor, para ellos, si fuera suficiente?

—Tus ojos no pueden mentirme, Elizabeth.

Él lo sabía. Lo mucho que ella estaba deseando tirarse de cabeza al abismo nuevamente sin pensar las consecuencias y como la ansiedad de la separación la había hecho trizas. Se le notaba en sus alas, decaídas. En su cuerpo, que había adelgazado después de ella perder todo rastro de apetito. Sus labios resecos. Sus ojos, que lo miraban con dudas, pero con el amor más grande que había presenciado hasta ahora.

—No, no pueden.

Era inútil siquiera intentar resistirse llegados a este punto, y había que terminar lo que habían comenzado en agosto. Había comenzado con una locura, era justo que terminase con una.

—¿Y bien?

—Saldremos de esta, juntos.

Quizás, y tan sólo quizás, con el amor sí sería suficiente.