Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 128.
Levántate y Anda

Los detectives Stuart y Hills tuvieron un día bastante atareado, dándole seguimiento a varios de sus otros casos. Tanto así que su comida de la tarde había sido básicamente una dona y un café. No era de sorprenderse que para esas horas ya estuvieran muertos de hambre. Sin embargo, mientras Samantha se conformaba con calmar su estómago con unas frituras a la espera de terminar sus últimas vueltas y llegar a su casa para poder comer con sus hijos, Arnold tenía expectativas un tanto diferentes. Así que aprovechando que estaban por el rumbo, pidió que se desviaran un poco hacia el pequeño parque de food trucks en dónde se encontraba estacionado el camión de Tacos Félix. Era bien sabido que después del café y los nachos con queso, los tacos eran la tercera mayor debilidad del Det. Arnold Stuart, y en esos momentos tenía un antojo muy particular de unos buenos tacos de pastor.

—Siempre que compras esas cosas dejas todo el auto oliendo a… lo que sea que tengan —se quejó Samantha, mientras sostenía el volante del auto y al mismo tiempo maniobraba con su bolsa de frituras.

—Igual ya viene siendo hora de que le demos una lavada —respondió Arnold restándole importancia.

Pese a la reticencia inicial, al final la Det. Hills aceptó cumplirle el pequeño capricho a su compañero y dio vuelta en la siguiente esquina para dirigirse al puesto de tacos.

Sam se estacionó al otro lado de la calle, y Arnold se bajó rápidamente por el lado del pasajero.

—¿Segura que no quieres nada? —preguntó a través de la ventanilla abierta.

—Lo que quiero es terminar de una vez con este día tan largo e ir a casa con mis hijos —respondió Samantha con voz quejumbrosa—. Así que apresúrate, que todavía tenemos que ir a Saint John's para ver si tienen listos esos exámenes de sangre.

—Te dará aún más hambre de aquí a que lleguemos allá, te lo advierto —bromeó Arnold con ese tono condescendiente que a veces usaba con los sospechosos, y que a Samantha le resultaba tan molesto; en especial cuando lo usaba con ella.

—Gracias por los buenos deseos —soltó Samantha, sarcástica—. Ve por tus tacos de una vez antes de que decida irme sin ti.

Arnold cruzó rápidamente la calle hacia el local iluminado al otro lado. Los tres camiones de comida se veían concurridos esa noche. Había de hecho una fila particularmente larga frente a Tacos Félix, tanto que Arnold consideró la posibilidad de optar más por unos tacos de pescado de Carson Brothers' Harbor en su lugar. Sin embargo, pensó de inmediato que Sam lo mataría mucho más rápido si se atrevería a aparecerse con cualquier cosa con olor de mariscos en el auto. Así que al final optó mejor por un confiable perro caliente de Stan's Dogs, cuya fila era relativamente menor. Su antojo de tacos no sería satisfecho, pero era una buena alternativa.

Se paró en la fila, resaltando un poco por encima de las demás cabezas por su altura tan significativa. Sacó su teléfono para distraerse un poco revisándolo mientras esperaba. Menos de un minuto después sintió que dos personas se colocaron detrás de él; un hombre y una mujer por lo que alcanzaba a escuchar de sus voces mientras platicaban. No le puso en realidad demasiada atención a su conversación, aunque eso cambió un poco cuando tras un rato escuchó a ella pronunciar con algo de fuerza:

—Espera un momento, ¿creías que era rica?

Sin lograr identificar con claridad si lo hacía molesta o divertida.

Arnold no pudo evitar mirar un instante sobre su hombro, sólo lo suficiente para visualizar a la mujer joven de cabello castaño corto, y al hombre de hombros anchos y cabello rubio. Los dos bien arreglado, aunque tampoco demasiado. Se giró de nuevo al frente, volviendo su vista hacia la pantalla de su teléfono.

Primera cita, supuso Arnold; quizás incluso una cita a ciegas. Él odiaba esas cosas, principalmente porque no recordaba algún intento que le hubiera resultado algo cercano a "exitoso". Siempre surgía algo que terminaba arruinando la velada, ya fuera de parte de ella o de él; mayormente de él. Pese a que su trabajo consistía básicamente en convivir con las personas a diario, se había dado cuenta bastante temprano que tenía una gran facilidad para irritar a la gente. Así que en lugar de intentar negarlo, o incluso de cambiarlo, había optado más por abrazar esa cualidad de él e incluso sacarle provecho. Era sorprendente la cantidad de errores que la gente cometía cuando se les molestaba lo suficiente.

Samantha lo sabía muy bien, y aun así insistió en arreglarle esa cita con su hermana, que por supuesto terminó tan desastrosa como todas las demás. Lo más agradable que recordaba de aquella noche fue haber podido llegar a su departamento terminada la cita, quitarse sus pantalones y relajarse en el sillón viendo la televisión en compañía de Molly, su gata y, al parecer, la mujer de su vida. Pero sabía bien que para su compañera, describirle tal escenario haría que se le formara un nudo en la garganta, y lo mirara con una odiosa compasión.

Nunca lo había dicho abiertamente, pero Arnold sabía que a su compañera le preocupaba que siempre estuviera "solo". Lo cual era gracioso, pues él esperaría que justo alguien como ella añoraría la dulzura de la soledad, considerando que entre su esposo, ahora exesposo, sus hijos, su hermana, su madre entrometida y él, prácticamente no había pasado ni un sólo momento a solas al menos en la última década. Pero por algún motivo, que escapaba aún de la comprensión del detective, era en realidad justo lo contrario. Al parecer Sam se había acostumbrado tanto a vivir rodeada de personas, y a forjar su concepto de felicidad entorno a ellas, que no podía evitar sentirse angustiada al ver a alguien tan solitario y metido en su mundo como Arnold Stuart.

Y aun así, y a pesar de todas sus diferencias, de alguna forma lograban ser amigos; muy buenos amigos. Samantha resultaba ser de hecho una de las poquísimas personas a las que no lograba ahuyentar con su nefasta actitud, por alguna razón.

Algunos pedazos de la conversación de la pareja a sus espaldas lograron llegar a sus oídos; algo sobre herencias, posgrados en Yale, gastos y algo sobre el trabajo de psiquiatra de ella. Arnold prefería no meterse en la vida de los extraños, al menos claro que su trabajo lo requiriera.

Llegó hasta la caja y obtuvo su orden para llevar en cuestión de minutos. Mientras se dirigía a la salida con la charola de unicel en las manos, echó un rápido vistazo a la pareja que había estado detrás de él, confirmando la impresión que le habían dado la primera vez. Siguió de largo rodeando las bancas y mesas, saliendo a la banqueta. Miró que no viniera ningún auto, y se dispuso a cruzar la calle de regreso al auto donde Sam lo aguardaba. Sin embargo, antes de que pusiera siquiera un pie en el asfalto, se regresó un momento.

«Hombre de cabello rubio, ojos azules y estatura mediana. Mujer delgada, cabello castaño corto y ojos azules. Él se presentó como un detective de policía, y ella como una doctora; una psiquiatra…»

Aquella descripción correspondía con las dos personas que, supuestamente, habían entrado por la fuerza al edificio Monarch, la tarde de hace dos días.

Se giró un segundo a ver sobre su hombro. Desde su posición no podía ver a aquella pareja, pero evidentemente tenían que seguir por ahí, quizás pidiendo en la caja de Stan's Dogs. ¿Sería sólo una coincidencia? La lógica le decía que sí; hombres rubios y mujeres castañas con ojos azules debía haber por montones en Los Ángeles, y algunas de ellas de seguro eran psiquiatras. Aun así, algo le decía que podría no ser sólo eso. De nuevo un presentimiento, que le decía que debía devolverse, buscar a esos dos e interrogarlos, aunque no tuviera ninguna causa o pista; sólo debía hacerlo, cuánto antes…

El estridente claxon del vehículo estacionado al otro lado de la calle lo hizo sobresaltarse y salir de su despabilamiento. Se giró hacia el frente, y logró ver la mano impaciente de Samantha que le hacía señas para que cruzara la calle de una buena vez; al parecer se había quedado ahí de pie más de lo debido.

Se forzó a dejar a un lado aquellos pensamientos, y se apresuró a cruzar la calle antes de que cambiara el semáforo. Sería absurdo alargar más la noche por un simple presentimiento sin base, y en especial quitarle más tiempo a Samantha para estar con sus hijos. Debían ir al hospital, recoger ese examen, e irse cada quien para su casa. Eso era lo correcto.

Y aun así, en su pecho no se sentía como tal.

Cuando ingresó de regreso al vehículo, su compañera estaba al teléfono terminando una llamada.

—…lo veremos en la mañana. Sí, él está aquí conmigo. Se lo diré, gracias Nico. Buenas noches. —Cortó la llamada en ese instante, y alargó el brazo para meter el teléfono en el bolsillo de su abrigo—. ¿Qué hacías ahí parado mirando a la nada? —le cuestionó con ligera irritación.

—Nada, sólo me distraje un momento —respondió Arnold con apatía. Y antes de que le preguntara más, se apresuró a cambiar el tema—. ¿Era Nico de balística?

—Sí —respondió Sam—. Malas noticias, o buenas dependiendo de cómo lo veas. Las balas de nuestra desconocida en coma no concuerdan con la del pecho de la mujer encontrada en aquella bodega. Ni siquiera son del mismo calibre. Así que no hay nada que diga que ambas escenas están relacionadas.

—Tampoco hay nada que confirme que no lo están —señaló Arnold con astucia, a lo que Samantha respondió simplemente con una escueta risilla.

Arnold abrió la charola de unicel luego de colocarse el cinturón de seguridad, y los penetrantes olores del perro caliente llenaron rápidamente el auto.

—Dijiste que venías por tacos —comentó Samantha, claramente confundida.

—Cambié de opinión. ¿Quieres un poco?

—No gracias. Vayamos al hospital y acabemos con esto. Quizás el examen de sangre nos dé más información.

Samantha encendió el auto, y a la primera oportunidad se incorporó al tráfico.


Esa noche, el técnico de laboratorio Henry Waltz del Hospital Saint John's debería haberse retirado a su casa dos horas atrás. Sin embargo, había en esos momentos una "situación" que lo forzaba a no irse hasta poder hablar directamente con el Dr. Hubert, jefe de Cuidados Intensivos, y el médico encargado de la paciente desconocida que habían encontrado en el río. Éste le había encargado directamente realizar una vez más las pruebas de sangre y el toxicológico de la paciente para poder compartirle dicha información a la policía. Henry había cumplido el encargo, aplicando el mayor cuidado posible para evitar que sucediera de nuevo el mismo extraño, y de momento desconocido, error que podría haber provocado que los resultados anteriores terminaran siendo tan… extraños.

Estuvo al pendiente a cada paso de las pruebas. Estaba seguro de que había hecho todo bien. Y, aun así, los resultados habían sido… de nuevo "extraños", por decirlo menos. Lo repitió incluso una tercera vez, sólo para en verdad descartar que no se tratara de una extraña e improbable coincidencia. Para su sorpresa, tuvo éxito en replicarlo una tercera vez. No había forma posible de que eso fuera un error, mucho menos una coincidencia.

Pero, ¿qué significaba eso? Ya que esos resultados… no podían ser reales. No había forma.

El Dr. Hubert había estado en una conferencia gran parte de la tarde, y luego en una reunión de la mesa directiva del hospital. Henry lo aguardó pacientemente afuera de la sala de juntas, sujetando en sus manos el expediente con los resultados. Conforme pasaron esas dos horas, se sintió cada vez más tentado a sólo irse; dejar los resultados con la persona de guardia y que se los entregara a los policías. Después de todo, había realizado su trabajo justo como se lo habían indicado, y estaba seguro de que no había error. Que fueran la policía y sus forenses los que se encargaran de descubrir qué significaba todo eso y quién, o qué, era en realidad esa mujer.

Sin embargo, para bien o para mal, Henry Waltz era una persona que le gustaba hacer bien su trabajo, y no quería que hubiera ninguna duda de qué él había hecho todo bien, y deseaba aclararle eso directamente al Dr. Hubert. Aunque claro, también existía el factor de la "curiosidad", que en él siempre había sido bastante alto. Y si acaso el médico tenía alguna teoría que pudiera explicar esos resultados, quería saberlo, pues su exhaustiva búsqueda en internet no arrojó nada ni remotamente similar a lo que sujetaba en sus manos.

Cerca de las ocho y media, la puerta de la sala se abrió, y se escucharon las risas y murmullos de sus ocupantes desde el interior. Uno a uno comenzaron a salir, y Henry se paró rápidamente, buscando con su mirada al Dr. Hubert. Éste salió unos tres minutos después, en compañía del Dr. Mantle de oncología.

—Sí, nos vemos mañana en el squash, ¿de acuerdo? —le indicó el Dr. Hubert a su colega, y éste le respondió asintiendo—. Nos vemos, Joe. Buenas noches.

Luego de despedirse, ambos médicos se dirigieron en direcciones contrarios por el pasillo, y Henry se apresuró a alcanzar a aquel que esperaba antes de que se alejara demasiado.

—Dr. Hubert —lo llamó con fuerza a sus espaldas—. Necesito hablar con usted.

El médico se volteó a verlo sobre su hombro, pero no se detuvo.

—¿Sigues por aquí, Waltz? —murmuró un tanto ausente—. ¿Qué pasa? Tengo una cena a la que debo acudir —indicó señalando con un dedo a su reloj de muñeca—. ¿Ya vinieron los detectives por los resultados de la desconocida?

—De eso quería hablarle —respondió Henry, extendiéndole el expediente—. Repetí los exámenes correspondientes, pero los resultados salieron iguales a la primera vez.

—¿Qué? —exclamó el Dr. Hubert, ahora sí teniendo que detenerse inevitablemente.

—Con ligeras variaciones, pero en esencia son iguales —remarcó Henry, sujetando aún el expediente hacia el doctor. Éste lo tomó rápidamente y se acomodó sus anteojos para echarle un vistazo.

Como la primera vez que hicieron el examen, el toxicológico había salido limpio, a excepción de esa misma sustancia desconocida que prácticamente tenía saturada su sangre por completo. Y en lo que respectaba al análisis bioquímico, igual que esa primera vez prácticamente cada partida arrojaba valores totalmente fuera de los parámetros normales; algunos exageradamente altos, otros absurdamente bajos. Niveles que él nunca había visto antes, o sabía siquiera que fueran posibles.

Luego de revisar los resultados al menos dos veces, el Dr. Hubert cerró el expediente, se retiró sus anteojos para tallarse un poco los ojos, y murmuró sin más:

—Obviamente se volvieron a equivocar. Háganlo otra vez.

—Ya lo hice —recalcó Henry—. Lo repetí una tercera vez, y ocurrió lo mismo. Incluso probé con muestras de otros pacientes para verificar que no fuera algún desperfecto del equipo o de los instrumentos, pero ninguno arrojó nada parecido a esto.

—Pues no sé cómo, pero de alguna forma alguien cometió un error —exclamó el Dr. Hubert, ofuscado—. No hay forma posible de que un ser humano, o siquiera un ser vivo en general, pudiera tener estos niveles en la sangre. ¿Y qué hay de esa sustancia que marca como desconocida? ¿Qué es? ¿Alguna droga, esteroide? Lo que sea, la concentración sobrepasa el nivel de lo que sería cualquier sobredosis. Así que al menos de que nuestra desconocida sea un extraterrestre, alguienseequivocó

Recalcando esas últimas palabras, le regresó el expediente a Henry, que lo tomó y lo abrazó contra su pecho.

—¿Y si sí lo es? —inquirió Henry de pronto, desconcertando un poco al Dr. Hubert.

—¿Una extraterrestre?

—No… bueno, no sé. Quizás extraterrestre no precisamente. Pero si las pruebas marcan que su sangre es diferente a lo conocido, ¿Qué podría ser? ¿Algún tipo de enfermedad desconocida? ¿Un virus? ¿Un mal genético? ¿Deberíamos llamar a Control de Enfermedades?

—¿Qué? No vamos a hacer que sellen el hospital entero sólo por un claro error humano —susurró el Dr. Hubert despacio, casi como si temiera que alguien le escuchara—. Escucha, Waltz —murmuró con un poco más de calma, guiando al técnico hacia un lado el pasillo para hablar con mayor discreción—. No hay ningún otro síntoma que nos indique una posible infección viral o bacteriológica. Salvo por los claros disparos y el golpe en la cabeza, la mujer está sana. Esto es obvio un error.

—Sigue repitiendo eso, pero ya le dije que hemos hecho la prueba tres veces. Estoy seguro que no hubo ningún error.

—Bien, de acuerdo —respondió el Dr. Hubert, alzando sus manos en posición de rendición—. Hagamos esto, toma una nueva muestra de la paciente; tú personalmente, para que podamos estar seguros que no está contaminada en lo absoluto. Has las pruebas sólo una vez más, y agrega también las pruebas para enfermedades de la sangre conocidas. Y te prometo que si dan el mismo resultado, o detecta alguna posible enfermedad desconocida, yo personalmente le hablaré al CDC. ¿Está bien?

—Está bien —suspiró Henry, resignado pero definitivamente no contento.

—Muy bien. Ahora tengo que irme a la cena, pero llámame en cuanto tengas esos últimos resultados, ¿sí? Esto es importante, así que hazlo cuanto antes. Llámame, ¿está bien?

El Dr. Hubert se alejó apresurado por el pasillo, y Henry no pudo evitar preguntarse si su apuro era por la mencionada cena, o porque deseaba escapar por esa noche de las responsabilidades que esa situación le traería.

Como fuera, Henry se había comprometido a hacerlo todo una vez más, aunque estaba seguro de que pasaría lo mismo. Esperaba que al menos los exámenes para enfermedades pudiera darle algo de luz, aunque quizás le tomara toda la noche terminarlo.

Era mejor apurarse, así que se dirigió en la dirección contraria, hacia los ascensores y posteriormente al área de cuidados intensivos.


Como había prometido, en cuanto terminó su turno Miguel se dirigió de regreso al hospital. Le pidió a uno de sus compañeros de la ambulancia que lo dejaran ahí en lugar de su parada habitual para tomar el autobús. Éste obviamente le cuestionó al respecto, pero Miguel se las arregló para no dar demasiadas explicaciones. A quien quizás tendría que darle un poco más era a su madre, aunque éstas no fueran del todo la verdad. Así que una vez que se bajó en el hospital, sacó su teléfono y le marcó para poder explicarle por qué llegaría un poco más tarde que de costumbre esa noche.

—Sí, sólo iré a cenar algo con mis compañeros —le dijo a su madre mientras ingresaba por la puerta principal—. No, no beberé, mamá. ¿Cómo se te ocurre? Sólo comeré algo y luego tomo el autobús. Descuida, creo que sí lo alcanzaré. Sí, me cuidaré, no te preocupes. No llegaré muy tarde. Gracias. Te quiero.

Un golpe de inevitable culpabilidad le llegó en cuanto colgó el teléfono. Odiaba tener que mentirle a su madre sobre lo que haría realmente, pero… ¿Qué se suponía que debía decirle? ¿Qué se vería con una chica a la que había atendido que se sentía sola, y que podría o no haberle ofrecido hacerle algunos "favores" especiales si aceptaba verse con ella? Hasta a él mismo debía aceptar que se sentía que había algo incorrecto en ello, pero… Bueno, era un chico, era joven, y tenía que aceptar que por algún motivo la chica en cuestión lo había cautivado. Además, no era como si fuera un doctor metiéndose con una paciente, que bien sabía que ocurría; ni tampoco alguien aprovechándose de alguien vulnerable… ¿verdad?

Definitivamente nadie se tomaba la molestia de explicarte eso en el entrenamiento.

Igual bien podría él haber malentendido todo, aunque aquella insinuación no había dejado mucho a la imaginación en su opinión. Él sólo había prometido ir a hacerle un poco de compañía, cenar algo juntos y charlar. Y si sólo ocurría eso, no tendría por qué haber ningún problema. Aunque los latidos ansiosos de su corazón dejaban en evidencia que esperaba que no fuera precisamente así.

Al ingresar por las puertas automáticas del hospital, sintió que su teléfono vibraba al recibir un nuevo mensaje. Creyó por un momento que sería su madre, que como buena madre sobreprotectora que era, tenía que repetirle que se cuidara. Sin embargo, al echar un vistazo a las notificaciones, se dio cuenta de que era un mensaje de V. S. El mismo nombre con el que Verónica había guardado su teléfono.

El mensaje decía:

"Estoy en el área de cuidados intensivos. Cuando llegues búscame en la camilla 5."

Eso preocupó un poco a Miguel. ¿Se habría puesto mal de nuevo? No era raro que un paciente que ya estuviera dando señales de mejoría de repente tuviera una complicación; por eso solían tenerlos en observación por un periodo de tiempo ante de darlos de alta, en especial con heridas de gravedad.

Al ingresar al mostrador principal, para su suerte conocía a la mujer que estaba de guardia, y pudo convencerla de que la dejara pasar al área de cuidados intensivos para ir visitar a una "amiga".

—Sabes bien que estoy todo el día en la ambulancia, y sólo hasta ahora pude desocuparme. Sólo quiero estar seguro de que está bien. Por favor, te deberé una.

La mujer en el mostrador vaciló un poco, pero al final accedió.

—Estás de suerte —comentó—. El Dr. Hubert creo que iba de salida a una cena. Sólo intenta que no te vean, ¿de acuerdo?

—No te preocupes, yo me encargo. Gracias, te debo una.

—Ya son dos, me parece.

Ya con el camino despejado, Miguel se abrió camino hacia el sitio indicado. En cuanto entró en aquella área, una extraña sensación fría le recorrió el cuerpo entero, dejándolo quieto en su sitio por unos instantes. La luz principal de la sala estaba apagada, y la única iluminación era la de las lámparas individuales de algunas de las camillas, aunque éstas no alumbraban precisamente mucho pues las cortinas de todas las camillas estaban corridas, ocultando detrás de éstas a sus ocupantes, si es que tenían alguno. De hecho, salvo por el ocasional pitido de alguno de los aparatos, todo se encontraba muy silencioso.

Su mente fue invadida por uno de esos extraños presentimientos que a veces le llegaban, y que le gritaba con fuerza: "algo no está bien, sal de ahí". Pero claro, era un hospital, y en esa área en específico debía haber gente en estado delicado; sería raro no sentir que algo no estaba bien, o al menos eso se repitió a sí mismo para convencerse y así comenzar a caminar entre las camillas.

—¿Verónica? —susurró despacio, temerosos de quizás perturbar el descanso de algún paciente. No estaba seguro de cuál sería la camilla cinco, así que se limitó a contarlas a partir de la puerta, y acercarse cauteloso a la que pensaba podría ser le indicada—. ¿Verónica? ¿Estás aquí? —murmuró despacio mientras se aproximaba a la cortina. La corrió con cuidado hacia un lado para echar un vistazo al otro lado.

No había nadie en la camilla. La luz individual sobre la cabecera de la camilla estaba encendida, pero no había nadie ahí.

—Acá estoy —escuchó de pronto a sus espaldas, asustándolo un poco y haciéndolo saltar.

Se giró entonces hacia la camilla de enfrente. A través de la transparencia de la cortina y por el efecto de la luz de la lámpara contra ella, una sombra moviéndose escuetamente fue visible. Miguel se aproximó a esa otra camilla, e hizo lo mismo echando un vistazo al otro lado de la cortina. La camilla estaba en efecto ocupada por una mujer, con los ojos cerrados, con un delgado tuvo de oxígeno contra sus fosas nasales, un suero conectado a su brazo, y un indicador de ritmo cardiaco en su dedo. Pero esa mujer no era Verónica. Ésta, de hecho, se encontraba en su silla de ruedas, estacionada a un lado de la camilla. Observaba fijamente a la mujer en la camilla con mirada taciturna.

—Entra y cierra la cortina, por favor —le pidió Verónica en voz baja sin mirarlo.

Miguel obedeció.

—Cuando leí tu mensaje, pensé que quizás eras tú a la que habían traído aquí de nuevo —indicó Miguel, aproximándose para pararse a su lado.

—No, por fortuna estoy bien —comentó la chica rubia con humor en su voz—. Lo siento, sólo quería venir a ver cómo estaba.

Miguel echó un vistazo más cuidadoso a la mujer en la camilla. En un primer vistazo no lo notó, pero de hecho era una chica bastante atractiva, hasta casi resultar un poco intimidante pese a estar dormida en una camilla de hospital.

—Está en coma —le informó Verónica sin que él le preguntara—. Y los doctores no saben si despertará.

—¿Es tu amiga? —preguntó Miguel con curiosidad—. ¿Estaba también en el edificio cuando ocurrió la explosión?

Miguel no la recordaba de la escena, pero para cuando la dejaron los bomberos seguían abriéndose paso hacia el pent-house y buscando piso por piso a personas que aún no hubiera salido. Podría haber sido alguien a quien sacaron después.

—¿Amiga? —musitó Verónica, sonando casi como si el significado de aquella palabra le resultara extraño—. Sí, algo así.

Se volteó a mirarlo en ese momento, esbozando una amplia y radiante sonrisa que Miguel sintió que le detenía la respiración. Y por un instante, aquella muchacha le pareció muchísimo más atractiva que la mujer inconsciente en la camilla… o quizás que cualquier otra mujer que hubiera conocido o visto en su vida.

—Realmente pensé que no vendrías —susurró Verónica, uno de sus dedos jugaba inquieto con uno de sus mechones dorados.

—Claro que sí, lo prometí —respondió Miguel, intentando no tartamudear, o no demasiado.

—Y siempre cumples tus promesas, ¿cierto? —señaló Verónica, sin ser una pregunta que en verdad esperara una respuesta—. En verdad eres una buena persona, Miguel.

—Sí, supongo —masculló sonriendo con nervios, y sus mejillas acaloradas—. Bueno, ¿quieres que bajemos a la cafetería a comer algo? Quizás aún alcancemos a alguien de la cocina.

Mientras proponía aquello, el paramédico avanzó hasta colocarse detrás de su silla y tomar las manillas traseras. Sin embargo, antes de que pudiera girar la silla para empujarla fuera de la cortina, una mano de Verónica se extendió hacia atrás, y colocó delicadamente la yema de sus dedos contra una de las manos de Miguel. El sólo roce de su piel contra la suya fue como una chispa eléctrica que hizo que el muchacho se estremeciera ligeramente.

—Quedémonos aquí un poco más —indicó Verónica, rozando peligrosamente el límite para convertirse en una orden. Como fuera, Miguel no se opuso, y casi de forma automática sus manos soltaron las manijas y se retiró de detrás de la silla. Verónica lo siguió atenta con sus casi hipnóticos ojos de un frío azul—. Ven, acércate —le indicó haciendo con un dedo el ademán para que se aproximara a ella.

Miguel se inclinó hacia ella lentamente. Cuando estuvo a la distancia correcta, Verónica se estiró hacia él. El muchacho se puso un poco tenso ante su repentina proximidad, aunque se calmó un poco más al sentir el dulce roce de los labios de la muchacha contra su mejilla derecha.

—En verdad eres un buen chico, Miguel —repitió Verónica, como un pequeño susurro sólo para sus oídos—. Y los chicos buenos merecen ser tratados bien…

Además del dulce cosquilleo de su aliento contra su mejilla, Miguel sintió como los dedos de una de las manos de aquella muchacha se colocaba sobre su muslo, comenzando a subir por éste por encima de su grueso pantalón, aunque él podía sentirlo aquel roce casi como si lo hiciera directamente.

—¿Qué haces? —preguntó Miguel nervioso, pero su cuerpo se quedó quieto, incapaz de hacer cualquier movimiento para detenerla.

—No te pongas nervioso —le susurró Verónica de forma juguetona—. Sólo quiero tratarte bien, como te mereces…

La mano de Verónica siguió subiendo, y no tardó mucho en llegar a ese punto entre sus piernas, que con tan sólo aquellos ligeros roces parecía ya sentirse más tenso que el resto del cuerpo. Verónica presionó su palma entera contra aquel bulto, comenzando a acariciarlo por encima de su pantalón. Pequeños gemidos surgieron de la boca del muchacho al ritmo de cada movimiento que la joven hacía de su mano, volviéndose poco a poco más intensos.

—Siéntate en la orilla de la camilla —le susurró Verónica tras casi un minuto. Miguel la observó dudoso, volteando justo después a mirar a la mujer desconocida—. No se va a despertar —señaló Verónica con sorna—. Y si lo hiciera, eso sería un bien recibido milagro, ¿no crees? Anda, rápido antes de que a alguna enfermera se le ocurra venir.

Esa parte de su mente que le había gritado al entrar que "algo no está bien, sal de ahí" se hizo una vez más presente, incitándole de nuevo a justo seguir ese consejo. Sin embargo, al instante siguiente fue como si una nube gris la cubriera, y apenas y lograra visualizar rezagos de ese pensamiento. Y sin siquiera cuestionárselo demasiado, su cuerpo pareció decidir por su propia cuenta que tenía que obedecer todo lo que esa chica le decía, y así lo hizo.

Miguel se subió con cuidado a la camilla, sentándose en la orilla de ésta. Verónica aproximó su silla, colocándose delante de él, y con cuidado tomó sus piernas y las separó sin que él opusiera resistencia. Con sus manos comenzó a abrirle su pantalón, mientras sus ojos observaban seductores al rostro de Miguel. La respiración del muchacho se volvía poco a poco más agitada, mientras lo hacía también aquella casi dolorosa presión en su entrepierna. Ésta última logró al menos ser un poco liberada al momento en que Verónica logró abrirle su pantalón y sacar lo que ahí escondía.

—Vaya, vaya —murmuró la chica despacio, en un tono que a Miguel le resultó indescifrable. Sin decir nada, Verónica comenzó a recorrer su mano, comenzando a acariciarlo más directamente y sin ropa de por medio, al principio con cuidado, pero rápidamente volviéndose más agresiva.

Todo aquello era demasiado para Miguel, y si no fuera porque no deseaba ser irrespetuoso con la mujer en la camilla (más de lo que ya lo estaba siendo) quizás se hubiera tirado de espaldas a la cama, incapaz de sostenerse. En su lugar sólo alzó su rostro y cerró sus ojos, concentrándose en los movimientos de arriba abajo que Verónica había comenzado a emplear con una mano, haciendo muestra de una gran habilidad pues lo hacía justo y como a él le gustaba.

Tomó particularmente por sorpresa al chico cuando retiró su mano, y en su lugar aproximó sus labios, comenzando rápidamente a estimularlo con su boca. Un fuerte gemido se escapó de los labios del joven paramédico; aquello era más intenso que cualquier otra cosa que hubiera sentido antes, tanto que creyó por un momento que se desmayaría. Sentía su cuerpo flotar, y su mente divagar por completo en el espacio, muy, muy lejos de esa camilla o de ese hospital.

—¿Te gusta? —escuchó que la voz de Verónica le preguntaba, sonando como un sonido distante apaciguado por varias capas más de neblina oscura.

—Sí… mucho… —masculló Miguel con voz entrecortada, teniendo aún los ojos cerrados.

—¿Sí? ¿Y esto? —añadió la misma voz lejana de Verónica, y al instante Miguel logró sentir los pequeños roces de la punta de su lengua.

—Ah… Sí, sí… me gusta…

—¿Sí?

—¡Sí…!

—Qué bien…

En un instante a otro, mientras Miguel estaba ensimismado en todas esas sensaciones que le recorrían el cuerpo, Verónica se paró abruptamente de la silla y extendió una mano hacia él, tomándole firmemente de sus cabellos con sus dedos, provocándole una sensación dolorosa que se revolvía un poco con las placenteras.

Antes de que el muchacho pudiera preguntar algo, o siquiera abrir sus ojos, Verónica lo obligó a girar su rostro hacia un lado y lo empujó para que inclinara el cuerpo en dicha dirección. Cuando al fin logró ver de nuevo, se encontró prácticamente de frente con el rostro de la mujer en coma. Al segundo siguiente, sintió la punzada del filo del bisturí que sostenía Verónica en su otra mano perforándole la piel del cuello hasta lo más hondo, y luego deslizarse de un sólo tajo rápido y certero hacia el otro extremo, abriéndole la garganta entera.

Un chorro de sangre surgió de la profunda herida, manchando el rostro y ropas de la mujer dormida. Los ojos de Miguel se llenaron de un gran miedo y confusión de golpe, mientras su boca igualmente se impregnaba con el sabor metálico. La mano de Verónica, aún con el bisturí entre sus dedos, se dirigió a su boca, presionándola con fuerza para evitar que gritara o pronunciar sonido alguno. Su otra mano lo sujetaba aún con fuerza de los cabellos, manteniendo su cabeza firme en su sitio.

Miguel intentó quitársela de encima, manotear con fuerza, pero sus manos sólo golpeaban el aire infructuosamente.

—Está bien, está bien —susurró la voz de Verónica con aterradora dulzura a un lado de su oído, mientras la sangre seguía brotando de su garganta a borbotones, manchando casi enteramente la bata de la mujer y las sabanas de la camilla—. El miedo, la felicidad, el dolor, el placer… todo es lo mismo llegado a un punto. ¿Puedes sentirlo?, ¿cómo todo eso te recorre el cuerpo al mismo tiempo? Es porque sólo cuando estamos en el momento justo antes de morir, podemos sentir lo que realmente es estar vivos. Es mi regalo para ti, Miguel… ya que en verdad eras un muy buen chico…

Lagrimas comenzaron a brotar de los ojos del muchacho mientras su vista se nublaba y su cuerpo comenzaba a perder fuerzas. Sus manos al final dejaron de intentar agarrarse a algo que simplemente no podía alcanzar, y su boca de intentar emitir un grito que simplemente no saldría. Su cuerpo entero comenzó a ponerse suelto, flojo, y más pesado. Verónica retiró sus manos de golpe y dejó que su torso y cabeza se desplomaran hacia el frente, cayendo contra el cuerpo de la mujer dormida. Lo sangre siguió brotando de la herida, llegando incluso un poco a comenzar a gotear de la camilla y a crear un charco en el suelo.

Verónica se sentó de regreso en su silla, sintiendo un dolor punzante en la herida de su costado por el esfuerzo que había aplicado. Esperaba no haberse abierto los puntos. De momento, sin embargo, le preocuparon más las pequeñas manchas de sangre que le habían quedado en la mano con la que había sujetado la boca de Miguel. Tomó los pañuelos que había traído consigo para comenzar a tallar su mano con fuerza.

Notó entonces que algunas gotas habían caído en su bata.

—Maldición —murmuró despacio. De eso tendría que encargarse después.

De momento, su mirada se centró fija en la mujer de cabellos cobrizos delante de ella.

Durante todo aquel largo proceso, desde que le había abierto su garganta al pobre Miguel, hasta que terminó inerte contra ella, rastros de vapor, invisibles para el ojo común, habían surgido del cuerpo del muchacho, de cada orificio de su rostro, pero en especial de su garganta cercenada. Habían flotado en el aire justo delante del rostro placido de la mujer en coma, y su cuerpo, hambriento como estaba, lo succionó como una esponja, jalando hasta al último bocado. El vapor había penetrado en su cuerpo, comenzando a esparcirse rápidamente, dirigiéndose en especial a aquellas partes heridas: los disparos, el golpe en la cabeza, comenzando a hacer su magia. Y tras unos largos minutos de espera, aquella horribles heridas que la habían tenido postrada a esa cama terminaron de curarse.

Y unos segundos después, los ojos miel de Mabel la Doncella se abrieron de par en par, y jaló una larga inhalación de aire por su boca.

Como sacudida violentamente de un profundo sueño, comenzó a mirar confundida a su alrededor. Cuando intentó levantarse, sintió el peso del cuerpo del paramédico contra ella impidiéndoselo. Y la presencia de ese paleto desconocido, además de volverse consciente de que se encontraba totalmente empapada de su sangre, no hizo más que empeorar aún más su confusión.

—Buenos días, bella durmiente —murmuró burlona la voz de Verónica, jalando rápidamente la atención de la recién despertada hacia ella. La joven rubia le sonrió elocuente desde su silla a un lado de la camilla—. ¿Cómo te sientes? ¿Lista para levantarte y andar?

FIN DEL CAPÍTULO 128

Notas del Autor:

Bueno, creo que todos sabíamos que el pobre Miguel terminaría así, ¿correcto? Aun así fue una pena, pero bueno… Lo importante es que la nueva Verónica hizo al fin su primer movimiento, ahora Mabel, la amiga de todos los niños, está de vuelta. ¿Qué les pareció? Obviamente esta escena no ha terminado, pero la concluiremos en el siguiente capítulo.