—o—
—serendipia: hallazgo o descubrimiento valioso que se produce de manera accidental o casual.
—o—
Pocas cosas echaba de menos de su vida en el Reino Demoníaco. Sin embargo, Meliodas tenía que admitir que la comodidad de la que gozaba como príncipe heredero era algo que extrañaba a veces. La vida como humano, además de aburrida, solía ser bastante austera y limitada. Le era difícil creer que hubo una época donde vestirse con las más exquisitas telas y ver joyas preciosas desperdiciadas por doquier fue una rutina que llevó hasta el hartazgo.
En realidad no le tomó mucho tiempo acomodarse a esa nueva realidad: si quería vivir en sociedad y dejar de ser un nómada huraño, debía comportarse como humano. Decirle adiós a su marca demoníaca y limitar su fuerza, era algo tan extremo como necesario por dos simples razones que aprendió de tirón: la primera es que al verla, Elizabeth muy probablemente desencadenaría su maldición y moriría, y la última pero menos trágica: los humanos se asustaban y huían despavoridos al verla. Por tanto, estaba mejor oculta para evitar malentendidos y explicaciones de más. Así, pasaría como un muchacho cualquiera, con un poco más de fuerza de lo habitual, pero nada especial como para no ser considerado humano. Y lo ha llevado bien hasta ahora, eso de pretender ser uno más de la multitud, el anonimato a la larga tenía su propio encanto. Había vagado ya por buena parte de la inmensa Britannia y contaba en su amplio currículum con una vasta variedad de trabajos hasta la fecha.
De algo hay que vivir, había adoptado como mantra cuando el hambre apretaba y no quedaban trabajos decorosos por hacer. Entonces tocaba desempolvar aquella parte suya que poco estimaba, y Meliodas no tenía otra opción que dejar que sus más primitivos instintos vieran la luz de la luna por una noche para poder él subsistir. De cualquier manera, aquellas objeciones quisquillosas desaparecían cuando se hallaba frente a sí un plato de comida caliente y un lugar ameno donde pasar la noche.
El último de sus oficios —y el actual—, le había permitido hasta ahora vivir más cómodamente que los anteriores, por un precio bastante razonable: nada más y nada menos que sus habilidades. No era su trabajo soñado, pero de algo hay que vivir y ciertamente desperdiciar el talento innato que poseía para la violencia lo único que le había generado eran pérdidas. Así que tras consultarlo incontables noches con la almohada, decidió ofertar sus servicios al público. Era eso o la prostitución, y le temía demasiado al mal genio de Elizabeth como para arriesgarse a lo último.
Meliodas no sabría muy bien cómo describirlo, o quizás sí, solo que ha procurado siempre adornarlo para que no sonase tan agresivo. En resumidas palabras, hacía el trabajo sucio de otras personas que eran demasiado poderosas como para manchar su impecable imagen. Nada que distara mucho de su labor como antiguo heredero del Rey Demonio. Decir que su padre lo utilizó como mercenario no lo llenaba de orgullo, pero no existía definición más exacta que aquella para simplificar la relación con su progenitor. Aún así, Meliodas fue hijo, y despreciaba a todo padre que osara tratar a su descendencia como algo desechable.
Y también odiaba a los tacaños.
—Entonces, muchacho, ¿irás? La paga es buena y el trabajo es sencillo para alguien como tú— Meliodas ciertamente no gozaba de la beneficiosa y muy necesaria virtud de la paciencia, y aunque lo intentaba, aquel hombre en realidad se estaba esforzando en sacarlo de sus casillas con aquel tono de superioridad.
El señor Gustaff era un comerciante de renombre. Meliodas debía reconocer cuando alguien era talentoso, y se veía a leguas que aquel hombre canoso de mediana edad había conseguido tener éxito en lo suyo haciendo gala de una combinación de buenas decisiones y pocos escrúpulos. Él era el menos apto para juzgar sus métodos, después de todo, su pasado se vio plagado de excesos en todo aquello que no permitía la moral, sin embargo, el hombre que solicitaba sus servicios no parecía respetar siquiera a su propia sangre. Meliodas había convivido lo suficiente con criaturas de todo tipo como para saber distinguir la maldad, y ese ser le recordaba tanto a su padre que le producía arcadas.
El trabajo que le ofrecía era simple: recuperar a su hija; la cual él mismo intercambió por una mercancía valiosa de diamantes como garantía. Hecho el negocio —o la estafa, pero Meliodas no intervenía en esos asuntos—, no habían devuelto a la muchacha debido a la negativa suya de pagar lo acordado y ahora el señor Gustaff se veía obligado a aflojar el bolsillo si es que quería volver a verla. Como buen comerciante de dudosos valores —estafador—, no había manera de que cediera su orgullo y una ínfima parte de su fortuna por un rescate, así que solo quedaba él: el plan B.
B de barato.
—¿De cuánto estamos hablando?— inquirió Meliodas, tanteando el terreno.
No había que examinar mucho la habitación para llegar a la conclusión de que el señor Gustaff no era un humilde campesino. Desde el pomposo candelabro que los iluminaba hasta el piso de caoba que yacía bajo sus pies, el rubio sabía que aquel hombre no moriría de hambre si él se atrevía a exigirle un poco más. Para añadirle leña al fuego, fumaba puros de la más alta calidad —incluso ahora sostenía uno en su mano—, la mesa del estudio donde se encontraban era de una madera preciosa, muy probablemente sequoia. Se podía permitir incluso el lujo de presumir un enorme retrato suyo enmarcado en bronce encima de la chimenea de mármol oscuro. De ninguna manera iba a permitir que intentara regatearle solo por ser un mercenario. Después de todo, su paga iba a ser mucho menos de la mitad de lo que pedían los que mantenían cautiva a su hija.
—Quince lingotes de oro— declaró, dándole lenta una calada al puro.
Meliodas levantó una ceja, no satisfecho con su respuesta. Sí, era una paga decente para alguien como él, quien no requería de una fortuna para mantenerse a flote; y sí, con eso podría vivir a sus anchas por al menos dos meses y darse uno que otro pequeño lujo. Sin embargo, el panorama era conveniente y un diablillo inquieto e insaciable ronroneando en su oído lo tentaba a pedir más. Aquel hombre tenía para ofrecer mucho más que solo quince miserables lingotes de oro, y como castigo personal por avaro, Meliodas estaba dispuesto a llevarlo al límite.
—Que sean cincuenta— rebatió, aumentando la paga más del triple.
Aquel viejo dejó escapar una carcajada burlona que caló profundo en su orgullo.—¿Te sientes muy importante?
—¿Su hija no lo es?— Y de inmediato algo cambió en aquellos ojos grises. Meliodas notó ese pequeño algo, casi imperceptible, y supo que había tocado la tecla correcta del piano para que la melodía se tornara a su favor.
—Treinta lingotes, y es mi última oferta.
El rubio suspiró, hizo una breve mueca de disgusto y posicionó sus manos a la cadera, dejando caer todo el peso de su cuerpo en su pie izquierdo. No necesitó darle muchas vueltas, las primeras noches de otoño en Britannia ya comenzaban a hacerse sentir y él no tenía donde quedarse. Con aquel pago tenía la vida solucionada durante todo el invierno y quizás la primavera. A cascarrabias, aceptó el acuerdo, al menos le quedaba la satisfacción de haber raspado el doble que el cobro inicial.
—La quiero sana, Meliodas— le escuchó decir a sus espaldas cuando iba a medio camino hacia la puerta, y el sonido de unas monedas tintineando llamó enseguida su atención. Al girarse lo vio sosteniendo un saco bastante cargado, el cual sacudió ligeramente y dejó caer sin mucho cuidado encima del escritorio—. Considera esto un pequeño incentivo.
Los ojos jade de Meliodas brillaron al oír aquello, al parecer sería una noche bastante productiva.
—Un placer hacer negocios con usted— exclamó jocoso, una sonrisa triunfante se asomó en sus labios sin él poder evitarlo al sentir el peso del pequeño saco y ver que el contenido era dorado: oro.
Cerrado el trato, le asintió con seguridad y se encaminó hacia la puerta, rumbo a la salida de aquel inmenso chalet.
—o—
Bajo detalles que le proporcionó el señor Gustaff, Meliodas llegó hasta una pradera extensa con un límite difuso que se perdía en el horizonte nocturno.
Acomodó su chaqueta, y avanzó un par de metros más adelante hasta encontrarse con un barranco. Al frente, yacía una cascada también adornada un precipicio cuya caída se veía bastante dolorosa, y debajo pequeño lago rodeado de bosque. La noche era tranquila, y el romper constante de la cascada mimaba sus oídos como una caricia cálida. No obstante, los demonios poseían un rango auditivo tan amplio y agudo como el de una bestia, y claramente los hombres conversando y bebiendo en la distancia cuya escandalosa algarabía los traicionó no contaban con ello. Por lo que escuchó, no debían hallarse demasiado lejos, apenas unos pocos cientos de metros adentrados en el bosque frente a él, muy próximos a la cascada.
Meliodas se tomó su tiempo en bordear el terreno y acercarse. Contempló el paisaje sin prisa, se dejó llenar de los sonidos de la noche serena. Nada más se escuchaba que la brisa moviendo las hojas en un armonioso compás y el viento aullante, rindiéndole homenaje a la exquisita luna llena que los acogía. Cuando al fin pudo ver a la distancia el danzar de una llama, una sonrisa felina hizo aparición en su rostro. Ya podía saborear el banquete que iba a darse una vez terminado el trabajo.
Húbose acercado despacio, cual depredador para no espantar a su presa. Ni siquiera sus pisadas emitían sonido alguno, como si la negrura del bosque fuera su cómplice. Respiró profundo y tragó en seco, odiaba cuando llegaba la parte de dejar salir al antiguo Meliodas.
De algo hay que vivir, se repitió de mala gana, acortando aún más la distancia entre él y aquel pequeño grupo de hombres. Escondido ya detrás de un denso arbusto, una delicada figura sentada en el suelo lo desconcertó de repente. Tenía la cabeza cubierta con un pedazo de saco, mas por los cabellos negros como ébano que caían sobre sus hombros menudos y el sofisticado vestido que envolvía su femenina silueta, no habían muchas dudas acerca de su identidad incluso si tan siquiera sabía su nombre.
Frente a él, tres hombres de una complexión bastante robusta no hacían mas que beber y vanagloriarse, ignorantes de estar siendo acechados. La muchacha permanecía alejada del festejo, sentada a unos pocos metros de ellos sobre la tierra, con los pies recogidos y el cuerpo tenso. Meliodas había conocido a suficientes damas de la alta sociedad como para saber casi a la perfección cuando una se encontraba incómoda, y aquella señorita parecía estar al borde del quebranto. Rodeada de tres hombres desconocidos y hostiles, y sabiendo la estricta educación a la que eran sometidas desde niñas con respecto a su decoro y "mantener su honor", no podía juzgarla mucho tampoco. Sin embargo, a sus ojos atentos no pasaba desapercibido el casi imperceptible esfuerzo que ella hacía para mantener sus hombros firmes y una postura erguida, como si el orgullo le pudiera más que el pánico. De tal palo tal astilla, se dijo. No obstante, su capacidad de mantener la calma incluso en una situación tan angustiosa como debía serlo para ella, era algo que, al menos para él, era digno de elogiar.
Cerró los ojos y tomó una buena bocanada de aire, expulsándolo con parsimonia. No se sentía preparado para darle rienda suelta a su oscuridad, pero pensarlo demasiado solo lo acobardaría. Sin darle muchas vueltas, una electricidad suave recorrió su cuerpo y una frialdad sobrenatural impregnó el ambiente con una brisa siniestra. Al abrir los ojos, la sensación que lo embargaba era, como siempre, abrumadora. Meliodas temía decir que incluso, extasiante.
Nuevamente, volvía a ser el rey del mundo.
La fogata que los iluminaba se había apagado al azotarlos un viento gélido y brusco, Meliodas sonrió con sorna al notar el estremecimiento de pies a cabeza que había provocado esa ráfaga sombría en uno de ellos, el más alto y fornido. Caprichoso era el destino que aquel hombre de cabellos plateados y espalda ancha tenía un parecido casi irreal a Mael, aquel rival de mil batallas, y eso solo lo emocionaba aún más. Las casualidades no existían, creía fervientemente.
Percibir el miedo que exudaban aquellos intrépidos lo hacía sentir poderoso, invicto. Relamió sus labios y rió con soltura, y al salir despacio del espeso arbusto que lo mantenía oculto, se robó las miradas de todos los presentes, incluso de la chiquilla que removía su cabeza hacia todos lados, buscando la fuente de aquella aura tétrica.
Soberbias criaturas de la noche, los demonios encontraban en las tinieblas del ocaso un refugio y en la oscuridad, una aliada incondicional. Hijos de la noche, su más fiel compañera, hacía que su energía oscura fluyera por su cuerpo como un río desbocado buscando un cauce, hallando hogar en su frente, que yacía orgullosa demostrando la grandeza de su linaje: su marca demoníaca, flameante como fuego del averno y demandante de absoluta atención.
Su cuerpo menudo, cubierto de un ligero manto de energía demoníaca, resplandecía con destellos morados a la par que la oscuridad de su espíritu, imponente, doblegaba la voluntad de los presentes. Los tres hombres no despegaban la vista de sus movimientos, expectantes ante la inminente amenaza.
—Caballeros, podemos hacer esto de dos maneras— espetó, su voz más gruesa de lo normal, iba acompañada de una evidente condescendencia hacia ellos, seres inferiores—. Pueden entregarme a la chica por las buenas, o, menos conveniente para ustedes, podemos irnos a las malas. ¿Qué opinan?
El joven de cabello plateado, probablemente descendiente de druidas, fue el primero en lanzarse hacia él con un patético puñal en manos. El horror cruzó los rostros de sus compañeros cuando lo tomó sin mucho esfuerzo del brazo y lo torció en una posición inhumana. El desgarrador grito que salió de sus entrañas antes de caer en la inconsciencia fue música para sus oídos. De una patada desinteresada, lo dejó caer a los pies de los demás inútiles que solo observaron atónitos la inmediata derrota del más fuerte de los tres.
No tenían una oportunidad contra él, y lo sabían de sobra.
Así que, como buenos cobardes sabios que valoraban su vida, tomaron al muchacho que ahora murmuraba incoherencias en brazos y desaparecieron, despavoridos, entre la maleza. Meliodas maldijo entre dientes. Incluso sus almas serían un desperdicio, no malgastaría su tiempo en perseguirlos.
—¿Eso fue todo?— lanzó al aire, hastiado. Los humanos por lo general no ofrecían mucho entretenimiento, pero por un momento creyó que estos al menos intentarían seguirle el ritmo.
Que crédulo de su parte.
En posición fetal, a solo unos metros, se hallaba la protagonista de todo el desastre. Lo sentía por ella, en verdad, ninguna dama merecía presenciar semejante bestialidad, aunque gracias a ella volviera a estar a salvo en sus comodidades.
Por mucho que adorara el subidón de adrenalina una vez estaba en su tope, desactivó su marca demoníaca y cayó de rodillas al suelo. Su resistencia no es lo que solía ser, y mantener una magia tan poderosa durante esos breves instantes se había vuelto una odisea entre más pasaba el tiempo y menos la ejercía. Estar fuera de forma no lo enorgullecía, pero agradecía no vivir las suficientes situaciones riesgosas como para sacar a relucir su carta triunfal seguido. En casos como este no la habría utilizado, pero se lo había tomado personal contra aquel grandullón.
Caminó a pasos lentos hacia la joven encapuchada, ahora desparramada en el césped. Al parecer la adrenalina no era apta para todos. De cualquier manera, sería más fácil el trayecto de regreso si estaba desmayada, mucha charla lo agobiaba. Sin embargo, ya era demasiado de noche como para volver, así que tendrían que esperar al amanecer para partir. Por suerte para él, los humanos huyeron tan de prisa que incluso olvidaron sus botellas, de las cuales al menos media docena aún permanecían sin abrir.
Al fin frente a ella, se arrodilló a su altura y tomó la tela que cubría su rostro, levantándola de un tirón.
Grave error.
Meliodas reconocería esas facciones aún con los ojos cerrados. Ha besado esos labios hasta el cansancio y ha acariciado esas mejillas sonrojadas bajo noches infinitas; ha visto esta respiración tranquila entrecortarse bajo su cuerpo.
Quiso negárselo, pero era en vano: sin saber su nombre, Meliodas podía recitar a la perfección los más recónditos secretos y las más intrincadas manías de aquella perfecta desconocida.
Con esta, ya serían cuarenta.
Cerró los ojos y suspiró, derrotado. Lo único que podía hacer por ella era devolverla a su hogar, y olvidar que todo esto sucedió alguna vez, con la ilusa esperanza de que la maldición no osara en reunirlos una vez más.
—o—
Las llamas giraban oscilantes sobre la hoguera, iluminando su rostro en un baile abrasador.
Los ojos de Meliodas buscaron una manera de disociar con el resto del mundo, evadir su pena de alguna manera, mas le fue inútil cuando al voltear a velar por su descanso una enésima vez, aquellos ojos azules le estaban devolviendo la mirada y se estrecharon al coincidir con los suyos, en silencio ahogados en la duda de un ¿me recuerdas?
El encanto desapareció ante el destello de pánico que cruzó sus orbes celestes como un cometa anunciando el apocalipsis. Seguía siendo una señorita, asustada y aún a solas con un desconocido. Humana al fin, sus más profundos instintos de supervivencia no tardaron en salir a flote.
El rubio arrugó su ceño ante el grito ensordecedor de la joven y casi se le escapó su alma del cuerpo al verla echarse a correr a la velocidad del viento rumbo a la cascada. Sus pies actuaron por instinto tras sus pasos, pero al haber reaccionado tan lento le fue complicado seguirle y maldijo entre dientes al perderla de vista. Desesperado agitó su cabeza en todas las direcciones, buscando la más mínima señal de su presencia, pero su cabello negro se perdía fácilmente entre la amargura de la noche y no le facilitaba la tarea. No pasó mucho hasta que otro grito desgarrado resonó en un eco distante, y luego el sonido de un cuerpo cayendo al agua. Meliodas se llevó las manos a la cabeza y jaló de sus cabellos con fuerza, la intrepidez era algo que no parecía variar de Elizabeth en Elizabeth.
Entonces recordó las palabras de Gustaff, sana y salva.
Sin más preámbulos de por medio, corrió hasta la cascada, exigiéndole a sus pies hasta que no dieron a basto. Una vez al borde del abismo, asomó su cabeza y divisó al fin su pelo negro luchando por salir a la superficie.
Tal como la original, tampoco sabía nadar.
No tuvo que pensárselo dos veces para lanzarse a su auxilio. El agua fría le caló los huesos y tal como había previsto, la caída dolió como el mismo infierno, más aún con la baja temperatura a la que debía estar el lago. No hubo mucha pérdida para encontrarla, agitando los brazos a todos lados en un lamentable intento de mantenerse a flote y sus cabellos mojados cubriéndole todo el rostro. Recibió un par de golpes mientras la jalaba —cuidando lo más posible las distancias—, hacía la orilla, donde una vez pudo apenas ponerse de pie se giró de espaldas a él, cruzándose de brazos.
—¿Quién eres?— murmuró en un hilo de voz después de unos minutos en orgulloso silencio.
El rubio suspiró. Aquí vamos de nuevo.
—Me llamo Meliodas, tu...—se detuvo un momento, gesticulando con las manos mientras intentaba encontrar un adjetivo adecuado—... digno padre, me envió para llevarte a casa.
Ante la mención, su actitud pareció suavizarse un poco, suficiente para que Meliodas notara el cómo su espalda dejó de estar en una permanente rigidez y volteara lentamente a mirarle de reojo, aún recelosa de su persona. La vio fruncir el ceño y exhalar con pesadez, no tenía muchas opciones más que fiarse de él y lo sabía. Sin embargo, terca como ella sola, Meliodas sabía que se resistiría a ceder más de lo necesario tanto tiempo como le fuera posible jugar el papel de fierecilla indomable.
Negó un par de veces, anticipando que la naturaleza de esta Elizabeth sacaría a relucir todo esa parte cruda y testaruda de la original que solía socavar su poca paciencia. Se retiró su abrigo, forrado en un material impermeable que todavía después del chapuzón conservaba alguna calidez, y se lo extendió cuidadoso. Elizabeth se lo arrebató sin muchas dilataciones y se lo colocó por encima de los hombros, adornando su cara una expresión desconfiada.
—Necesito que te quedes aquí un momento— aquella petición sonó más a un ruego, y la vio enarcar una ceja—, no te va a pasar nada, lo juro— un suspiro incrédulo de su parte, Meliodas sentía su paciencia desvanecerse como cenizas en un vendaval—. Iré a buscar mis cosas allá arriba, ¿ves la fogata?— ella asintió sin mucho ánimo—, bien, allá. Volveré enseguida.
Por supuesto, no desperdició la oportunidad de tomar prestadas al menos dos de las botellas que dejaron botadas, y al volver, no tardó en verla sentada en un tronco, moviendo sus pies inquietos ante la espera. Dejó la mochila y las botellas en el suelo y se dirigió a un punto cercano con ramas, dispuesto a hacer fuego.
—Te tardaste— la escuchó decir a sus espaldas mientras volvía a encender una fogata, esperando que fuera la última de la noche—. Tenía miedo— masculló, y Meliodas no necesitó girarse para saber que sus mejillas tiernas resplandecían como rubíes en la oscuridad, avergonzadas de admitir semejante cosa.
Podía leerla como un libro abierto: terca y algo mimada, típico comportamiento de hijos únicos; mas su dulzura afloraba sin su consentimiento, un alma noble escondida bajo una coraza de irremediable orgullo como su único mecanismo de defensa en el seno de un hogar hostil, siendo ella mujer, relegada a segundo plano y muy probablemente ya comprometida.
Meliodas mentiría si negara estar ya enamorado.
Completamente perdido en sus hilos de noche sin luna y la constelación de lunares que adornaban sus clavículas.
—No fue mi intención, Elizabeth— replicó, su tono más afable de lo usual.
—¿Cómo sabes mi nombre? No te lo he dicho— he ahí su primer error. Si no se alejaba de esa muchacha dentro de unos meses terminaría ahogada, quizás aplastada bajo rocas, o correría una suerte mucho peor que Meliodas ni siquiera se atrevía a imaginar.
—Tu padre me lo mencionó— se apresuró a remediar, y respiró tranquilo al ver que su excusa fue lo suficientemente creíble—. Mira, en una o dos horas amanecerá, y entonce- ¿en qué maldito momento te bebiste eso?— exclamó exasperado al ver la botella de vino vacía, tirada cerca de su pie sin cuidado alguno.
La joven se encogió de hombros y sonrió por primera vez, bendiciéndolo sin ella tener consciencia. Claramente bajó los efectos del alcohol, más desinhibida y libre, Meliodas pudo ver la esencia que no fallaba en atraparlo, pero aquel encanto breve se disipó al caer en cuenta de su evidente estado de ebriedad. Otro problema.
—¿Meliodas, no es así?— al rubio no le quedó más remedio que asentir, ya derrotado, lo mejor sería mantenerla a raya siguiéndole la corriente, Elizabeth por lo general solía ser bastante explosiva con alcohol en su sistema—. Déjame desilusionarte, pero no volveré a casa.
El aludido levantó una ceja, no se esperaba aquella declaración.
—¿Puedo preguntar por q-?
—Papá es un cerdo que solo me utiliza cuando le conviene, y yo estoy cansada de aguantar toda su basura— volvió a interrumpirle, mas Meliodas la dejó explayarse a sus anchas, contarle su historia—. Quiero ver el mundo— concluyó, con la mirada sujeta al suelo y los pies cruzados.
—Hasta hace media hora parecía que no te agradaba— replicó él, sonriéndole de vuelta con picardía.
La oyó susurrar un perdón, tenue y atropellado.—No tengo muchas más opciones, sería desperdiciar una oportunidad y además— hizo un breve silencio, reuniendo fuerzas para apaciguar su orgullo—, pareces un buen hombre, Meliodas.
—Estás borracha.
—Pero no ciega.
La discusión no iría a ningún lado, lo sabía bien. Él podría darle mil razones para no acompañarla, decirle que es un asesino a sueldo y aún así ella lo seguiría hasta el fin del mundo, era un sinsentido llevarle la contraria al destino cuando este los uniría más temprano que tarde. Muy en sus entrañas, Meliodas prefería tenerla cerca que dejarla vagar a su suerte, donde con toda certeza intentará escaparse de nuevo, solo que esta vez no encontrará más que peligros y un muro de realidades que una muchacha como ella, que ha vivido en puros lujos, no estaba preparada para afrontar. Reacio aún, se permitió a sí mismo protegerla, de nuevo.
—Partiremos al amanecer, cuando estés sobria.
—No estoy borracha— rio, tapándose los labios con la muñeca de súbito al percatarse de que se había delatado a sí misma.
Meliodas dejó escapar un suspiro y rodó los ojos. Se había hecho con una compañera con poca resistencia al alcohol, una boca afilada y unos ojos azules que serían su perdición; y lo peor es que no pudo oponer apenas resistencia a sus encantos. Una simple petición que él guardaría como promesa hasta el fin de sus días, y de los suyos.
Si Elizabeth quería ver el mundo, le enseñaría hasta los más inimaginables rincones, y si quería alejarse de Gustaff, Meliodas mandaría a la mierda todo el oro del mundo que pudiese ofrecerle, cuando su mayor tesoro yacía a unos metros de él, ahora menos risueña a medida que se le pasaban los efectos de la bebida.
Los primeros rayos de Sol iluminaron el lago, y los ojos de Elizabeth brillaron como zafiros, echándose a andar como una niña pequeña, o una mariposa en un jardín de flores.
—¿A dónde iremos primero?— su voz sonó distante, y Meliodas adelante su paso para mantenerla cerca.
Y la vio, ante sus ojos que no daban crédito tras tan brusca presentación, dar vueltas con libertad a la par que avanzaban por el sendero rumbo a la otra ciudad más cercana.
La noche no había sido para nada como había previsto, pero esa serie de casualidades que se juntaron para unirlos nuevamente, no habían sido deliberadas. En sus adentros, Meliodas agradeció de encontrarla siempre en el momento indicado, cuando más ambos, sin saberlo, se necesitasen.
Si de algo había que vivir, se dijo mientras la veía embobado, sería de ella.
