Openness
Mantener un peso es sólo un juego más, un juego de números que podía ser tanto fascinante como agobiante—y he ahí donde ella aprendió a ser tan rápida con las matemáticas. Todo se trata de números; calorías entran, calorías salen, y si logras mantenerte dentro de ese rango metabólico basal entonces tu peso no variará.
¿Cómo explicar sino el mantener un peso de 37 kilos durante años?
Para Mika eso era sólo otro retorcido juego en el que ella siempre gana y los demás siempre pierden. Un juego al que no podía parar de jugar sin importar cuántas veces hubiera deseado rendirse. ¿Rendirse ante quién, en todo caso? No es como si se sintiera del todo atrapada, mas no se sentía del todo en control—por más que intentara convencerse de que sí lo estaba.
Mientras se encontraba en el dirigible se forzó a comer en soledad una taza de arroz (210) -porque eso era algo demasiado íntimo como para hacerlo ante los ojos de cualquier otra persona- y las nauseas le volvieron a invadir. Acabó vomitando. Entonces, ¿Cuántas calorías había consumido realmente? Le frustraba no saberlo, le frustraba no tener la cuenta exacta.
Aunque, al bajar, el ver a Leorio igualmente mareado le dio una pequeña sensación de placer, especialmente al darse cuenta de que él era el tipo de persona que muestra su malestar en público, a diferencia de ella y su fijación por no mostrarse vulnerable. Lo veía como alguien débil.
Ese rencoroso empedernido.
El Palacio Blanco del Oceano, así es como le decían a ese barco, ese barco tan costoso al punto de parecer inaccesible. Y, si bien Leorio propuso desde su ingenuidad el quedarse en la intemperie como alternativa, Mika sintió nuevamente una punzada de interés por Kurapika y su comentario tan acertado sobre la escasez de agua que eso implicaría. Realmente quería borrarlo de su mente.
Maldito sabelotodo.
Fue entre comentario y comentario al aire que llegaron a la conclusión de que buscar entre los escombros para encontrar algo de valor para intercambiar por su estadía, por más complicado que fuera, era la mejor opción. A ella le resultó más difícil el no ponerse a curiosear sobre los demás, y fue así cómo se cruzo levemente con Kilua, que la ignoró con la misma frialdad de costumbre, y ella no podría haber estado más agradecida. No vale la pena mantener pretensiones.
Pequeño haragán.
Eventualmente volvió a divisar a Kurapika a lo lejos, hablando sobre cómo todo esto debía ser también parte del examen, la capacidad de indagar y buscar entre lo desconocido. No era que le molestara lo que decía, es que ya no podía aguantar el sonido de su voz. No tras haber hablado tanto con él.
Cállate. Cállate. Cállate de una condenada vez.
Al regresar del mar se topó con Ponzu, e intercambió un par de palabras con ella—probablemente la única persona con la que estaba dispuesta a tener interacción social alguna.
"¿Qué encontraste tú?" le preguntó ella.
"Los pendientes que llevo puestos. No sabía donde dejarlos sin el riesgo de que se me fueran a perder," Mika comentó con descuido, acercándose levemente para mostrar los cristales que colgaban de sus orejas. "¿Qué hay de ti?"
"¡Son preciosos! Vaya, me encantaría quedármelos," rio y buscó en su bolso para sacar un espejo enmarcado con diversas joyas. "Yo encontré esto. También me gustaría poder quedármelo."
Mika cogió el espejo con la excusa de poder mirar los cristales más de cerca, pero en verdad era para observar su rostro con detenimiento por un momento. No veía nada fuera de lo normal, nada le sorprendía; sus ojeras estaban demasiado marcadas, cosa que siempre le pasaba cuando vomitaba -incluso si es algo que no sucedía con demasiada frecuencia-; su cabello necesitaba una cepillada con urgencia, pero ella no tenía ningún peina ni la voluntad ni las energías para hacerlo; y en sus ojos podía ver reflejada la derrota de lo ocurrido.
Ladeó un poco el espejo y ahí estaba él de nuevo, presentando lo que había encontrado.
Ese colgante que relucía a la luz del sol, donde se podía ver el dolor que conllevaba reflejado en la expresión del joven. Se veía el fuego de la salamandra calando en su mente, en esos recuerdos que él no estaba dispuesto a dejar ir. El semblante y los pasos con los que se alejó tras recibir la llave de su habitación, lento pero decidido, dejaban ver que tenía algo en mente.
Mika se acercó a la mesa, se quitó sus pendientes, y los entregó sin decir palabra alguna.
"¿Sabes qué gema es esta?" Preguntó Banna con amabilidad.
"Son zafiros," contestó sin dudar, para luego añadir más de su conocimiento. "Cristales de sabiduría y serenidad."
"Mayormente, sí, pero también lo son de devoción y arrepentimiento," respondió Genna, para luego tomar uno de los pendientes y ofrecérselo a la muchacha. "Deberías conservar uno, te haría bien. También te doy la llave de una habitación."
Ella no supo si sentirse ofendida o agradecida. ¿A qué se refería con te haría bien? Sonaba casi como si ella tuviera que reflexionar e incluso arrepentirse de algo, siendo que ella era demasiado cínica como para pensar en retractarse de alguna de sus acciones. Pero en lugar de mostrarse frustrada se limitó a sonreír, colocar el pendiente en su oreja derecha, e ir en busca de su habitación.
Al llegar, por respecto o precaución, tocó la puerta antes de entrar—y es que había tantas personas tan extrañas en el montón que se estaba preparando mentalmente para la posible persona que sería su nuevo compañero de cuarto. Cuando le respondieron con un simple pasa ella tuvo ganas de dar media vuelta y salir corriendo, y es que conocía esa voz a la perfección.
Cualquier persona menos él.
Abrió con lentitud y se quedó allí parada, sin ser capaz de hacer o decidir nada, simplemente observando al rubio que parecía igualmente sorprendido de verla ahí de pie en el marco de la puerta, temblorosa y agotada como si a penas se pudiera mantener erguida. Ninguno de los dos quería romper el silencio y, rodeada de ese mismo silencio, fue que ella cerró la puerta, caminó hasta la cama que estaba desocupada, y dejó caer su bolso con cansancio y descuido.
Demasiado descuido, quizás, puesto que la cajita que guardaba dentro se cayó al suelo y varias pequeñas bayas se esparcieron por el lugar. Ella soltó una maldición por lo bajo antes de agacharse con rapidez para recogerlas, y pronto se dio cuenta de que no era la única haciéndolo. Allí en el suelo se miraron, aún envueltos por el silencio, y finalmente, uno frente al otro, supieron que no son nadie—nadie sin sus palabras, nadie por sus palabras, sumidos en un inefable vació tan tenso entre ambos. Sus manos podrían haberse rozado, mas no fue así.
De alguna manera lograron mantener el contacto visual sin rehuirse ya sea por timidez u orgullo hasta que ella recordó que era mejor hacer como si él no estuviera ahí. Era más fácil porque si no admites la existencia de una persona entonces nada te garantiza que continúe ahí.
Cuando acabaron de recoger él no sonrió como podría haberlo hecho, simplemente se limitó a decir que iba a salir, que tenía algo que hacer—y, si bien ella tuvo el impulso de preguntarle a dónde iba, él se le adelantó al ponerse de pie y retirarse del lugar luego de murmurar un tengo que resolver algo, sabes dónde. Ella sabía a dónde iba, por supuesto que lo sabía, y se debatió por un largo rato sobre si seguirlo o no. De golpe el Palacio Blanco del Océano se sintió como una prisión, y ella necesitaba escapar de ese lugar incluso si eso fuera a costa de poner en riesgo su ideal de aislarse del mundo, de aislarse de él. Fue así como se decidió a caminar hasta ese lugar.
"Los Ojos Escarlata, como el fuego," murmuró el joven cuando la sintió llegar, para luego explicarle -o quizás confesarle- su pasado. Le contó del asesinato de su tribu, le contó todas esas cosas que iban calzando en el puzle imaginario que ella se había creado de él. "Incluso ahora puedo escuchar el vacío de sus ojos llamándome."
Le contó quizás más de lo que se hubiera atrevido con cualquier otra persona y, por una vez, ella simplemente guardó silencio, sin sentir la necesidad de contestar, sino mas bien queriendo escuchar[lo] e incluso de comprender[lo] en lugar de destrozar[lo].
Lo único que hizo como respuesta fue colocar su mano sobre su hombro como tantas veces había hecho él con ella, sin decir palabra alguna, y mirar el fuego que ardía frente a ellos, a sentir ese fuego que ardía en el interior de Kurapika.
¿Qué pasó con el no me toques?. Pensó él.
Es distinto si yo te toco a ti. Pensó ella.
