FUTURO EN EL PASADO

XXV.

Al salir pudo ver que Kohaku estaba deteniendo a las gemelas, seguramente él también tenía un mal presentimiento, por ello no quería que las pequeñas se llevaran una terrible sorpresa. Cuando Miroku estuvo fuera cerró la puerta tras de sí, las gemelas corrieron a verlo cuando Kohaku las soltó, las pequeñas estaban felices de conocer a su hermanito, aunque murmuraban que hubiese sido mejor una hermana, Kohaku veía el semblante de su cuñado, definitivamente algo malo ocurría, aunque no se atrevía a preguntar el qué, era más que obvio que se trataba de Sango, de su hermana, nunca quiso imaginar que ella fuese a perder la vida en el parto, aunque siendo sinceros, muchas mujeres morían a causa de ello.

Miroku intentaba mantenerse calmado y feliz frente a sus pequeñas, pero Kohaku podía ver el dolor que había detrás de aquella mirada, no le dijo nada, pero un nudo en la garganta comenzó a formarse de a poco, tenía ganas de llorar, pero no podía, cerró los ojos con fuerza por varios segundos, aguantando las lágrimas, y entonces comenzó a rezar, a rezar con tanta fe como nunca antes lo había hecho.

–¿Cómo se llama? –preguntaron al unísono, aquella pregunta tomó por sorpresa al monje quien las veía con tristeza contenida.

–Eh pues estaba esperando a que su mamá me dijera, pero… –se le quebró un poco la voz al recordarla ahí recostada casi ya sin color–, bueno –se puso a pensar un momento– se llamará Hisui –dijo sonriendo.

–Hisui

–Hisui

Las vocecitas de las niñas repetían una y otra vez el nombre de su nuevo hermanito, aplaudieron mientras se paraban de puntitas para intentar verlo, al notar aquello Miroku se agachó hasta su altura y cuando estuvo tan cerca de sus hijas no pudo evitar soltarse a llorar, sostuvo a su bebé en uno de sus brazos y con el otro abrazó a sus dos pequeñas.

–¿Por qué lloras papá? –preguntó Kin'u cuando levantó el rostro hacia su padre.

–Por nada –se aclaró la voz– es sólo que estoy muy feliz de tenerlas a ustedes y a él.

–Y a mamá –repuso Gyokuto con una sonrisa.

–Sí… y a mamá –afirmó Miroku intentando recomponerse, no podía venirse abajo.

Miroku se obligó a dejar de llorar, si continuaba así seguramente asustaría a sus hijas y el pequeño que finalmente se había dormido se volvería a despertar, se mordió la lengua con fuerza, podía saborear el sabor a metal de su sangre. No quería, no podía imaginarse una vida sin Sango, todo menos eso podía aguantarlo, rezaba con todas sus fuerzas, pedía e imploraba que Sango estuviese bien, no importaba quién la ayudara, no importaba si tenía que dar su vida a cambio, la daría feliz si tan sólo la muerte le perdonara la vida a Sango.

Se encontró de pronto parado mirando a la nada, las gemelas se habían cansado y Kohaku se las había llevado a dormir, Miroku estaba ahí sin nadie alrededor, sin nadie con quien fingir que todo iba a estar bien, pero aún así las lágrimas ya no salían, su corazón se le había entumido de pronto, comenzó a preguntarse si lo que estaba sucediendo sería acaso un castigo divino, si acaso era un castigo por haberse acostado con todas esas mujeres estando ya con ella, Sango fingía no saber nada, pero en el fondo, en el fondo él estaba seguro de que ella era consciente, sabía que la lastimaba y aún así no era lo suficientemente hombre para no bajarse los pantalones ante la primera mujer que se le cruzara.

Era un estúpido lo sabía bien, era un infeliz que no merecía el amor de aquella mujer, no la merecía, pero de todas formas no podría vivir sin ella, era egoísta, porque podría haberla dejado desde un inicio, antes de manchar su honra, antes de hacerla sufrir, pero decidió que quería ser egoísta, al menos una vez en su vida, quería ser egoísta y pensar que podía cambiar, pensar que a su lado podría ser un hombre que dedicara su vida a recompensarle todo el amor que le tenía.

Dentro de la casa Kagome no dejaba de hacer compresiones a Sango con el único objetivo que la sangre continuara circulando hacía todos sus órganos, pero se daba cuenta que la hemorragia no podía ser detenida, la anciana Kaede hacía cuanto podía y sabía, pero no había mejoría, un lienzo tras otro caía empapado en sangre, pronto no le quedaría suficiente ni siquiera para su corazón.