22/04/2024

Me doy cuenta de que quizás esta historia, dentro de su simpleza, es compleja. Lo sé, soy consciente, más cuando me esfuerzo en crear conceptos que quiero pensar que son originales y diferentes. Busco alejarme del canon, en ciertos aspectos de Wicked Game pese a que estoy reciclando ciertos conceptos, pero realmente quería escribir una historia sobre magia sin recurrir a un mundo que no existe. Me gusta pensar que All for Us es como un reflejo de lo que seríamos si existiera la magia, con lo bueno, pero también con lo malo.

Esto me lleva a pensar de que este fanfic no destacará dentro del fandom, pero no pasa nada. Me alegra volver a escribir, que ya para mí es un logro enorme y me lo estoy tomando con mucha calma. Ello no quita que alguna review de vez en cuando no estaría de más, sobre todo por la motivación que despiertan a una a la hora de escribir. Saber que escribes algo, que además compartes y recibes un feedback es un regalo indescriptible, así que no dudéis en escribir una review si tenéis tiempo y ganas para hacerlo.

No me van las notificaciones de Fanfiction, no sé si soy la única a la que le pasa, pero ya sabemos que esta página lleva tiempo funcionando bastante regular.

Espero de corazón que podáis disfrutar de la lectura.

Os mando un abrazo.


Para salvaguardar la seguridad nacional de nuestra magia y evitar nacimientos de niños sin magia, que vienen a ser conocidos como arruntas, quedan prohibidas las uniones civiles y matrimoniales entre hechiceros y brujas Ilustres y Corrientes hasta nueva orden. Toda criatura concebida en relaciones extramatrimoniales entre Ilustres y Corrientes pasarán a estar bajo la tutela del gobierno.

Real Decreto Ley 3/1987, de 19 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la preservación de la magia según el Plan de Protección Mágica y paliar los efectos de la ya reconocida Crisis de la Magia.

Xx.

Respira, no pierdas el control.

Los ojos dilatados —y adorables— del gato la contemplaban con una mezcla de admiración y fascinación. Su naricita aspiraba con fuerza el aroma de su magia y sus bigotes se movían al ritmo de sus pulsaciones aceleradas. Astrid no comprendía el comportamiento del familiar, más cuando Henry intentó quitárselo de encima.

—Desdentao, deja de resistirte, joder —dijo Henry muy serio—. No puedes revolcarte con la primera bruja que te encuentres.

El gato ronroneó y Astrid ahogó un quejido cuando sintió las uñas de su animal clavarse en su pantalón. Henry pareció darse cuenta también de tal lamentable suceso y sus mejillas adquirieron un intenso color escarlata.

—Lo siento, no entiendo qué le pasa —se disculpó.

—Te juro que yo no he hecho nada —afirmó Astrid muy alarmada, conteniendo una mueca de dolor—. Jamás tocaría a un familiar.

Henry la miró preocupado.

—En ningún momento he pensado que fueras capaz de hacer semejante locura —le aseguró Henry y tiró suavemente del gato, aunque el animal siguió sin soltar sus uñas de su pantalón—. E insisto que Desdentao… no… no es mi familiar.

A Astrid le asombraba que Henry todavía tuviera la osadía de afirmar que aquel animal no era su familiar.

—Huele a tu magia —insistió la bruja.

Henry alzó la mirada consternado.

—¿A qué te refieres?

—Mandarina, romero y madera ahumada —apuntó la bruja—. Tu magia huele así.

—Esos son aromas muy concretos —señaló Henry agarrando al gato por la nuca—. Hay que tener una sensibilidad muy desarrollada para definir tan bien los olores de la magia.

—¿Pero he acertado? —preguntó Astrid con curiosidad.

Para su enorme sorpresa, Henry dibujó una sonrisa en sus labios. Madre mía, ¡qué guapo era cuando no tenía cara de rancio! Sus ojos verdes adquirían un brillo muy especial y sus pecas se curvaban en sus mejillas con una ternura que lucía inusual en él.

—Lo de madera ahumada no me lo habían dicho nunca —comentó él—. Lo del romero siempre ha sido evidente, el toque cítrico fue ya más cuando entré en el cuerpo de élite, pero lo de madera ahumada…

Astrid sacudió los hombros.

—Pues se nota bastante —comentó ella y, pese a que las uñas de Desdentao se estaban clavando en la piel, no pudo evitar cierta excitación—. Oye, ¿y a qué huele la mía?

Henry ignoró su pregunta al tirar del gato por la nuca y éste por fin la soltó. Astrid respiró aliviada, aunque no le hacía gracia que sus pantalones tuvieran ahora diez agujeritos bien marcados por las patas de aquella bestia.

—¿Estás bien? —preguntó Henry preocupado a la vez que el gato se restregaba contra su pecho.

—Sí… sí, estoy bien —afirmó ella pasando sus manos por sus muslos para aliviar el escozor de las heridas abiertas por Desdentao—. Tu familiar… ¿Está bien?

Henry suspiró .

—Ya te he dicho que no es mi familiar.

La bruja puso los ojos en blanco.

—Sí que lo es.

—No, no lo es —afirmó él convencido—. Es imposible que lo sea.

—¿Por qué?

El gato ronroneó, pero pareció cansarse y saltó del brazo de Henry para ir a explorar a otra parte.

—¿No te habla?

Henry se volvió a ella.

—No.

—¿Por qué?

—Porque es un simple gato, Astrid. Los animales no hablan.

—Henry, comprendo que creas que no tengo muchas luces por ser una Corriente, pero me ofende que pienses que soy tonta y una ignorante —señaló Astrid frustrada—. Ese gato está vinculado a ti y tiene magia, pero no se comporta como un familiar normal y…

—¿Cómo es que sabes tanto de familiares? —preguntó Henry de forma repentina.

Astrid tuvo que esforzarse en que su rostro no delatara ningún indicio de pánico. Carraspeó incómoda y se bajó de la mesa de roble.

—He leído libros al respecto.

—No hay muchos textos que hablen sobre los familiares porque son especímenes raros ya desde hace siglos —apuntó Henry frunciendo el ceño—. Es más, que yo recuerde no se han dado casos de dos generaciones seguidas que cuenten con familiares y ya te habrá mencionado Bocón que mi padre tiene uno.

—Pero Desdentao…

—Esta casa es muy antigua —reiteró Henry con indiferencia—. Es probable que no hayas estado en muchos sitios donde la magia esté tan presente, por lo que quizás tus sentidos están algo difusos y…

—Puedo diferenciar perfectamente las diferentes fuentes de magia —le cortó Astrid ofendida—. He crecido en el campo, por lo que sé qué es estar en contacto con la magia en su estado más puro. Estamos en un paraje natural único, a kilómetros de una población grande, por lo que la magia aquí es más viva que en cualquier núcleo urbano. Esta casa también está atestada de magia, pero de una antigua, como si sus paredes tuvieran incrustadas la magia de tus antepasados. Está tu magia, que se huele a kilómetros, y también se diferencia perfectamente de la de, por ejemplo, Bocón, que tiene un aroma más a manzana y a metal. Y también sé que lo que había en el páramo anoche poco tiene que ver con este lugar y que tú, de alguna forma, sabes lo que es y no quieres decirlo por la razón que sea. Y vale, lo entiendo, no me conoces y no quieres compartir tus secretos con una desconocida Corriente; pero, por favor, deja de tratarme como si fuera idiota.

Henry se mantuvo callado unos segundos que se le hicieron eternos. Su mirada, tan verde y tan profunda, le resultaba tan absorbente como incómoda, como si pudiera ver en lo más hondo de su ser y buscara descubrir todo acerca de ella. Aún así, Astrid sostuvo sus orbes verdes sin perder la calma, consciente de que Henry tenía por ocultar tanto o más que ella.

—Jamás hubiera tenido la osadía de considerarte una idiota, Andersen —dijo Henry muy serio—. Es más, ya me has demostrado que tú de tonta no tienes un pelo y me disculpo si en algún momento te he dado a entender lo contrario.

A Astrid le sorprendió la sinceridad de sus palabras y Henry pareció darse cuenta de ello.

—No soy tan arrogante como piensas —argumentó el hechicero—. No tengo nada en contra de los Corrientes, y soy muy consciente de cuán vulnerable es vuestra situación y lo difícil que lo tenéis para encontrar un hueco en un sistema que no os quiere. Es lamentable descubrir que gente tan talentosa como tú tengan que hacer trabajos como este —Henry se volvió a los libros que flotaban de las estanterías al suelo con suma delicadeza—. Las leyes de segregación son las que traerán la ruina a la magia y no los Corrientes y los gizati.

—¿Ruina? —preguntó Astrid con curiosidad y Henry se volvió a ella—. Sé… Sé que la magia está en una situación delicada, pero no pensaba que fuera tan mala.

Henry sonrió con cierta tristeza.

—Si la gente supiera la mitad de lo que está sucediendo quizás ya hubiera cundido el pánico hacía tiempo —comentó el hechicero y Astrid sintió que una pregunta se deslizaba por su lengua—. Aún así, no creo que sea algo de lo que debieras preocuparte tú, bastante tienes con lo tuyo.

—Sí, aunque no pareces muy a favor de la labor del Ministerio Mágico de Archivos —cuestionó la bruja.

—Tengo mis razones para no confiar en ningún órgano de nuestro gobierno —argumentó él.

—¿Aunque pertenezcas a uno de ellos? —replicó ella reticente.

Henry sonrió con sorna.

—Con más razón todavía —concluyó él—. Hoy en día, no puedes fiarte de nadie.

Astrid no replicó; quizás porque, por una vez, estaba de acuerdo con él. Se quedaron en un silencio un tanto violenta. Astrid tenía cientos de preguntas apiladas en su mente, ¿pero qué sentido tenía formularlas si no iba a obtener respuesta? Es más, visto lo visto, sus preguntas podía meterla en problemas y, si Henry Haddock tenía razones para negar que Desdentao fuera su familiar y evadir a toda costa hablar sobre la criatura del páramo, ella no podía darse el lujo de arriesgar a que le diera por indagar más sobre ella.

—Quería disculparme contigo, Andersen.

La bruja se volvió muy sorprendida al hechicero, como si aquella disculpa fuera lo último que hubiera esperado en una conversación con Henry Haddock. Las mejillas del hechicero habían adquirido un tono rojizo y movía nervioso los dedos de la mano sujeta al cabestrillo.

—¿Por qué? —preguntó ella extrañada.

Henry soltó un largo suspiro.

—He sido un capullo contigo —admitió Henry.

—Ajá —concordó Astrid.

—No tuve que intentar leerte la mente ni hay nada que excuse ese comportamiento —continuó él aún más ruborizado—. Y… siento lo del chupetón, en ese momento era necesario, pero no quita que estuviera mal. Yo… yo no soy como piensas, Astrid, me… me dolió que pensaras que te considero inferior a mí. Yo no soy esa clase de persona.

Astrid siempre había sido buena leyendo a la gente, quizás porque sus conocimientos del lenguaje le ayudaban a advertir cuando alguien le mentía o no. El tono de la voz, el movimiento del cuerpo e incluso la mirada. Astrid, quien se había entrenado para no confiar en nadie y saber de quién podía fiarse o no, dudó. Henry Haddock tenía todo para despertar su desconfianza: Ilustre, de familia poderosa, con gran talento mágico, miembro del cuerpo de élite y vinculado a un familiar muy poderoso. Y, aún así, la disculpa de Henry Haddock sonaba sincera.

—Está bien —dijo ella sorprendiéndose a sí misma—. Disculpas aceptadas.

Henry formuló entonces una sonrisa que distaba a asociarse al carácter que había demostrado tener hasta ahora. Se veía más nervioso, más tímido incluso, quizás debido a la vergüenza más que por otra cosa. El ligero rubor que cubría sus mejillas rejuvenecía su rostro y, tal y como Astrid sospechaba, el que no tuviera cara de acelga y amargado le hacía mucho más atractivo. Sin embargo, lo que más le impresionaba de Henry no era su mandíbula marcada, o sus pómulos altos, o su rebelde cabello del color del cobre.

No.

Lo más atractivo de él eran sus ojos. Tan verdes y abiertos que distaban de la expresión hermética que habitualmente llevaba como máscara para ocultar sus emociones. Eran tan verdes como un bosque en pleno esplendor primaveral, solo que daba paso también a la luz del sol, pues Astrid apreciaba el ligero resplandor dorado de su magia en sus irises. Ninguno de los dos había caído que se habían quedado mirándose embobados como dos imbéciles hasta que oyeron un estruendo donde la estantería que se estaba vaciando. Astrid ahogó un grito de horror cuando contempló a Desdentao flotar sobre uno de los libros que estaba flotando de la estantería al suelo y parecía prepararse para saltar sobre el siguiente que iba a salir.

—Estúpido gato —musitó Henry frustrado.

Astrid detuvo el hechizo de los libros y Henry cogió a Desdentao con su brazo sano. El gato bufó a modo de protesta y abrió la boca como si fuera a hablar, pero parecía que las palabras se quedaban estancadas en su lengua.

—Para ser un gato normal y corriente, tiene un comportamiento la mar de extraño —señaló Astrid mientras analizaba el estado de los libros. Por suerte, Desdentao no había clavado sus uñas en sus delicados lomos—. Parece que quiere comunicarse contigo.

—¡Qué tontería! —exclamó Henry con una risa nerviosa.

Astrid frunció el ceño.

—¿Tu padre no habla con su familiar?

Henry sacudió la cabeza.

—Por supuesto, pero los familiares solo hablan con sus almas afines y muy rara vez lo hacen delante de sus consanguíneos directos. —explicó el hechicero—. Así que no, no hablo con Desdentao porque no es…

—Sin embargo, parece que quiere hablar —señaló Astrid ignorando su negativa—. ¿Quizás no sepa hacerlo?

Henry bajó la vista al gato y este se la devolvió con un gesto de impaciencia.

—No voy a convencerte de que Desdentao no es mi familiar ni ninguna criatura mágica, ¿verdad?

Astrid sacudió los hombros.

—Lo siento, es que me resulta demasiado evidente para ignorarlo —se defendió la bruja.

Henry suspiró y dejó a Desdentao en el suelo. El animal hizo un amago de acercarse a Astrid, pero la bruja dio un paso hacia atrás. El gato parecía desconcertado por su rechazo y giró la cabeza hacia el hechicero, como buscando una explicación al respecto. Henry se mordió el labio, como si no supiera qué responder y el gato, irritado, caminó hasta desaparecer entre las estanterías que se ubicaban al fondo de la biblioteca. Astrid contuvo la respiración, consciente de que Tormenta debía estar escondida por alguno de esos rincones.

—¿Esto no es mucho trabajo para ti sola?

Henry estaba ante la pila de libros acumulados en el suelo. La bruja carraspeó, aún preocupada de que Desdentao pudiera encontrar a Tormenta.

—Es mucho trabajo, sí, pero no hay medios para contratar más gente —argumentó Astrid—. Aún así, soy una trabajadora eficiente, me las puedo arreglar bien sola.

—Puedo ayudarte —se ofreció él.

Astrid sacudió la cabeza.

—No necesito ayuda —le aseguró—. Además, ¿no estabas de baja por la lesión del hombro? Aún me parece increíble que te hayan dejado coger la baja cuando te lo pueden reparar fácilmente.

Henry frunció los labios.

—No tolero cualquier magia curativa —argumentó el hechicero.

—¿Por qué? —preguntó ella extrañada.

El hechicero bufó.

—¿Nunca te han curado con magia?

—Nunca lo he necesitado —respondió ella.

—Entiendo, entonces no sabrás qué nos pasa a los que somos especialmente sensibles a la magia —comentó él pensativo.

—¿Qué os pasa, pues?

—Se requiere médicos muy especializados para tratar a hechiceros del cuerpo de élite —explicó Henry—. Nuestro entrenamiento es tan estricto y peligroso que afecta al funcionamiento de nuestra magia. Cualquier contacto de una magia extraña contra mi cuerpo, supondría que mi magia actuara casi por sí misma. Pensarás que no es lo más adecuado, pero es nuestro mejor mecanismo de defensa ante cualquier ataque por envenenamiento o de imprevisto. Los médicos que nos tratan son también especialistas en magia defensiva, pero si mi trata uno de a pie, podría matarlo fácilmente sin querer.

Astrid sintió su boca muy seca de repente.

—Pero ayer yo…

—Ayer tuviste mucha suerte porque me pillaste desprevenido —argumentó Henry—. Estaba tan centrado en leerte la mente y actuaste tan rápido, que ni siquiera pude sospechar que fueras a responder de ninguna forma. Además, tu magia eléctrica me anuló por completo y nadie, ni siquiera el miembro más destacado del cuerpo de élite, puede pensar con coherencia cuando tiene las manos tan quemadas que se le desprenden la piel.

—Vaya, lo siento mucho, no era… no era mi intención.

Henry sonrió a un lado.

—No mientas, Andersen, tu intención fue quitarme de encima y defenderte —le recordó el hechicero—. No lo sientes en absoluto.

Madre mía, aquel hombre parecía tenerla bien calada, porque resultaba casi imposible colarle una mentira.

—La verdad es que no —admitió ella sin ninguna vergüenza—. Sí lamenté el quemarte las manos, pero ya viste que le puse remedio enseguida.

—No cabe duda —concordó él alzando su mano sana—. No recuerdo nunca haber tenido la piel más suave.

Astrid se sintió halagada, pero se esforzó en no parecerlo.

—Aún así, si dices que hay médicos especializados que pueden mirarte el hombro, ¿por qué no has acudido a uno directamente?

—Ah —soltó Henry—. Es complicado y… y no quiero que se entere mi padre.

La bruja frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Haces muchas preguntas para que luego no respondas a ninguna de las mías —replicó Henry con impaciencia.

Astrid tragó saliva.

—No pretendo ser una cotilla, solo que para mí esta forma de vida es muy distinta a la que conozco —argumentó Astrid—. Me he criado con una gizati, así que si me pasaba cualquier casa mi madre me llevaba casi siempre a Urgencias.

—¿Casi siempre? —cuestionó Henry alzando las cejas.

—Como comprenderás, cuando me dieron las fiebres lamiales que causaban que todo lo de mi alrededor flotara o explotara, mi madre fue lo bastante prudente como para dejarme en casa.

—¿Y no te trató un médico? —preguntó Henry—. Por lo general, las fiebres lamiales causan mucha fiebre y…

—No —le cortó Astrid—. Mi madre se las arregló sola.

Henry estrechó los ojos, consciente de su mentira, pero Astrid no iba a interceder en contarle los detalles de su vida que poco le importaban.

Sé discreta, Astrid. No has de llamar la atención.

—Volviendo al asunto que nos concierne: permíteme que te ayude con tu tarea —insistió Henry.

—Si me quieres vigilar, puedes decirlo y ya está.

—Astrid —pronunció su nombre en un tono tan serio y firme que le erizó la piel—. ¿Puedes darme un voto de confianza, por favor? Tienes razón con lo de que la biblioteca está totalmente descuidada y siento que ni yo mismo sé que hay aquí… Considera esto una colaboración.

—Henry…

—Hipo, me puedes llamar Hipo —insistió él cordial.

—Henry —remarcó Astrid con fastidio, decidida a no darse confianzas con el hijo de su jefe—. Trabajo maravillosamente sola. He estado en bibliotecas más grandes y no me intimida que…

—Astrid, si no me dejas ayudarte, voy a estar aquí todos los días para verte trabajar, ¿prefieres eso?

La bruja abrió la boca indignada.

—¿Me estás chantajeando?

—¿Acaso me das otro remedio?

¿Por qué estaba tan decidido a amargarle la existencia?, pensó Astrid para sí. Aunque era de agradecer que al menos demostrara ser más agradable que al principio, Astrid no quería a un hechicero del cuerpo de élite soplando en su oreja. Henry sentía curiosidad por ella, de ahí su acercamiento, y eso era un maldito problema.

Sé discreta, Astrid. No has de llamar la atención.

La bruja apartó una vez más esa voz al fondo de su mente. No necesitaba un viejo recuerdo para advertirla que, en su caso, ni ella ni mucho menos Tormenta estarían a salvo si ella perdía el control. Había cometido demasiados errores desde que había llegado a Escocia, por lo que no podía permitirse dar un solo paso en falso más. Sin embargo, el asunto del gato-que-decía-que-no-era-su-familiar-pero-que-realmente-lo-era y la criatura del páramo la inquietaban. Al igual que ella, Henry Haddock tenía demasiados secretos por ocultar, por lo que no comprendía su persistencia en resolver preguntas que Astrid no estaba dispuesta a dar respuesta.

¿Podrían encontrar un consenso entre tanto secreto?

Algo le decía que iba a ser mucho más complicado de lo que Henry Haddock pretendía aparentar.

Xx.

Astrid fue a Inverness el primer día que se tomó libre.

Dado que quería aprovechar para comprar varios higiénicos y visitar los comercios de la ciudad, decidió cogerse un martes. Tampoco nadie iba a decirle nada, puesto que Henry, pese a sus promesas de que iba a ayudarla —o más bien vigilarla— con la biblioteca, no le había vuelto a ver desde entonces y de eso hacía ya tres días. Desde entonces no había vuelto a cruzarse con nadie por la casa, ni siquiera con Bocón, con Brusca o con el gato de nombre ridículo.

Había sido un alivio.

Tormenta podía acompañarla con toda libertad en sus jornadas de trabajo y la soledad de aquella mansión, tan melancólica y bella como en el paraje en el que se encontraba, le brindaba una paz y un alivio que contrastaba a lo que estaba acostumbrada. Londres era bulliciosa, llena de vecinos chillones, compañeros de piso histriónicos y empleos precarios que apenas le ayudaban a llegar a fin de mes. Siempre le había gustado vivir en Hampshire, pero las ofertas de trabajo se limitaban a ser profesora y Astrid no iba a poder avanzar en sus estudios de magia si se quedaba allí. Durante un tiempo se planteó quedarse en Granada y, antes de conseguir el empleo en el Ministerio de Archivos Mágicos, Astrid había vuelto a considerar esa opción. La situación de los Corrientes era más sencilla en el sur de Europa y la discriminación no estaba tan marcada como en el Reino Unido. Además, España era un país más barato, más agradable y se comía infinitamente mejor que en su país de origen. El matrimonio entre Corrientes e Ilustres era muy común y no había una creencia tan firme en que la mezcla de sangres supusiera una corrupción para la magia.

Sin embargo, Astrid nunca había terminado de dar el paso por su madre.

Eyra Andersen lo había dejado todo por ella. Se había quedado embarazada estando en la universidad y había tenido que abandonar su carrera de Biología para sacarla adelante. La había apoyado en absolutamente todo, desde acoger a Tormenta aún sin entender bien lo que era o que la apoyara en que desarrollara sus habilidades mágicas. Nunca la había temido a pesar de que Astrid se cargaba los electrodomésticos o sobrecargaba los teléfonos hasta hacerlos explotar cuando se enfadaba. Nunca le había recriminado por ser la razón de haber tenido que abandonar su sueño de convertirse en botánica pese a que le sobraban motivos para hacerlo. Sí, puede que fuera torpe, una terrible ama de casa y tuviera las uñas siempre manchadas de tierra, pero Eyra era su madre. La mejor madre que Astrid había podido tener y precisamente por eso no había querido dejarla sola, porque su madre también tomaba malas decisiones y quería protegerla de todo mal a toda costa.

Karma de Taylor Swift resonó desde su bolso cuando Astrid aparcó su Clio en el aparcamiento de la estación de Inverness. Tarareó la canción mientras retiraba la llave del contacto y comprobó la llamada entrante antes de salir del coche. Su teléfono tintineó anunciando la llamada perdida cuando salió del parking, pero Astrid ignoró el mensaje, más preocupada en seguir las direcciones de Google Maps. Pasó primero por Boots para reponer sus productos de skincare que tanto le obsesionaban y básicos como paracetamol e ibuprofeno, después pasó por Decathlon y adquirió una esterilla barata y unas bandas elásticas para entrenar en su cuarto, además de echar un vistazo a unas zapatillas preciosas —y muy caras— que le irían perfectas para correr por los alrededores campestres de la casa de los Haddock. Se anotó la referencia para ver si las encontraba más baratas por Internet y se prometió a sí misma que, además de dos libros, se regalaría a sí misma unas zapatillas para correr nuevas en su próximo cumpleaños.

Tras terminar sus compras más necesarias y dejarlas en el coche, Astrid fue a Victorian Market para hacer algo de turismo local. Sacó fotos con su móvil y se las pasó a su madre, especialmente de una floristería donde encontró unos tulipanes preciosos con los que su madre iba a volverse loca.

—¿Por qué sacas fotos a las flores? Pareces una señora mayor.

Astrid se volvió al reconocer la voz. Rachel Thorston la contemplaba curiosa y algo avergonzada, como si su comportamiento le diera cierta vergüenza ajena. Su aspecto distaba del chándal hortera con el que le había visto en la mansión Haddock, pero mostraba un aspecto igual de llamativo. Llevaba una minifalda verde que había combinado con una chaqueta de chándal tricolor propio de los ochenta con una blusa color mostaza. Sus zapatos tenían unos cordones que combinaban con la falda y unos calcetines a juego de su blusa. El pelo se lo había recogido en dos voluminosos moños y llevaba pintada la raya en los ojos. Estaba muy guapa, le quiso decir Astrid, quien se sintió simple e incluso desaliñada con su camiseta de Van Gogh metida bajo sus vaqueros, sus Converse desgastadas y su chaqueta turquesa de siempre llena de bolas. Tenía el pelo encrespado y mal recogido en una trenza que caía por su espalda y se había arrepentido de no haberse arreglado mejor el flequillo esa mañana. Tormenta le había advertido que se lo peinara, pero Astrid no le hizo caso alegando de que se le haría muy tarde. Tenía casi veinticinco años y todavía no había aprendido que su familiar tenía casi siempre razón.

Idiota de ella.

—Ho… hola —saludó Astrid esforzándose en sonreír—. ¿Qué haces tú por aquí?

—Podría preguntarte lo mismo —replicó Brusca y miró a su espalda—. Pensaba que lo tuyo eran los libros, no te pega eso de sacar fotos a las flores.

Astrid rió nerviosa.

—Mi madre tiene una floristería en Hampshire —explicó la bruja—. Tenemos costumbre de pasarnos fotos de flores.

—El jardín botánico tiene flores más bonitas que estas —señaló Brusca con las mejillas ligeramente sonrojadas—. Si quieres podemos ir un día y te enseño a sacar fotos más decentes que esa que acabas de sacar.

Esa sugerencia la pilló completamente desprevenida, más después de que su primer encuentro no fuera a echar cohete, pero no dudaba que Brusca no le sugeriría quedar con ella si no fuera porque no tuviera un mínimo de interés por ella.

—Oye, hay una cafetería por aquí cerca que me gustaría probar —comentó Astrid—. Justo al lado hay una librería de segunda mano que también quiero visitar, ¿te apuntas?

—¿Café y libros? —cuestionó Brusca reticente—. No sé, no rondo mucho por esos ambientes gizati. Estoy aquí para hacer un recado para mi madre.

—El café va a mi cuenta —le prometió Astrid—. E igual encontramos libros de moda que te puedan interesar.

Aquello pareció convencerla. Visitaron primero la librería, donde Brusca se quedó alucinada con las revistas antiguas de Vogue y le llamó especialmente la atención uno de estrellas de cine de los años cincuenta. Astrid enseguida descubrió que Brusca no estaba muy familiarizada con el cine clásico y le explicó quién era quién según pasaba las hojas.

—Esa es Grace Kelly —explicó Astrid señalando la imagen en blanco y negro—. Fue la musa de Alfred Hitchcock, un director de cine gizati muy famoso.

—Lleva un vestido de Dior precioso —remarcó Brusca fascinada y pasó de página para encontrarse una foto de Ava Gardner—. ¿No hay más de ella?

—La carrera artística de Grace Kelly terminó tan pronto se casó con Raniero de Mónaco.

—¿Quién?

Astrid se reprendió a sí misma. Ella estaba puesta de todas aquellas cosas porque su madre sentía pasión por el cine clásico y se había tragado toda la filmografía de Grace Kelly, Audrey Hepburn y Paul Newman, entre otros, en más de una ocasión. Sabía que existían actores, actrices y directores brujas y hechiceros famosos, pero desconocía si el Ilustre medio seguía de normal los cotilleos y la cultura pop gizati.

—Grace Kelly se casó con el príncipe de Mónaco —explicó Astrid—. Renunció a su carrera de actriz por amor.

—Bueno, no está nada mal lo de abandonar el cine para convertirse en una princesa —argumentó Brusca.

Astrid hundió los hombros.

—Tengo entendido que fue bastante infeliz y que nunca se adaptó a la corte de Mónaco —comentó la bruja con tristeza—. Murió en un accidente de coche, cuando estaba planteándose retomar su carrera como actriz.

Brusca la contempló con una expresión indescifrable antes de volverse a la fotografía de Grace Kelly.

—Es una pena que alguien que llevó un vestido tan bonito tuviera una final tan triste.

—Me temo que la vida no es nunca justa —remarcó Astrid—. ¿Quieres el libro? Solo cuesta cinco libras.

Brusca lo cerró y contempló la portada en la que Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes las miraba con una sonrisa pícara.

—No conozco a casi nadie de este libro —admitió ella avergonzada.

—Yo puedo hablarte de ellas —se ofreció Astrid para su sorpresa—. Podemos incluso ver alguna peli si te apetece.

Quizás se hubiera precipitado en hacer ese ofrecimiento, pero se sintió sumamente aliviada cuando Brusca dibujó una sonrisa deslumbrante en sus labios que dio a entender que le encantaba el plan. En ese momento, la actitud de la bruja cambió radicalmente y el silencio incómodo que se había formado al principio entre ellas se transformó en un parloteo tan incesante como divertido. Astrid no recordaba reírse tanto con alguien en muchísimo tiempo y resultaba agradable hacer algo tan simple como salir a tomar un café con alguien. Nunca se le había dado bien la gente, entre los gizatis tenía que ocultar una parte esencial de sí misma que era su magia y los pocos hechiceros y brujas que había conocido perdían el interés tan pronto descubrían que era Corriente. Brusca, sin embargo, no parecía importarle especialmente que ella fuera Corriente, al segundo café no titubeó en hacerle preguntas al respecto.

—Tu madre entonces es gizati —comentó la bruja—. ¿Y cómo es crecer con alguien que no es bruja?

—Supongo que no será muy diferente a tener una madre de bruja —respondió Astrid—. Creo que la diferencia principal es que yo iba al colegio.

—¿Te mandaron al colegio gizati? —preguntó Brusca escandalizada.

Astrid se carcajeó por su expresión incrédula.

—No es tan horrible como piensas —le aseguró Astrid—. A mi me fue bastante bien. Fui capitana del equipo de Lacrosse y la primera de mi promoción del instituto.

—Osea, que eras la friki de turno —señaló Brusca con malicia.

—Al contrario —puntualizó Astrid—. Era muy buena estudiante, pero era popular por el equipo de Lacrosse.

Odio el deporte, así que seguramente me hubieras caído fatal —remarcó Brusca con una sonrisa pícara.

—El deporte es un buen canalizador de la magia, ¿lo sabías? —dijo Astrid ignorando su comentario malicioso—. Ayuda a que tengas más control sobre tu cuerpo y tus emociones.

—Si tú lo dices…

Astrid sabía que estaba entrando en un terreno pantanoso, puesto que cada vez era más evidente que la educación de Brusca respecto a la magia no había sido muy extensa. Astrid olía un aroma a té negro y naranja de su magia, pero era uno olor discreto, imperceptible si no se prestaba especial atención, lo cual delataba que Brusca no había tenido oportunidad de desarrollar demasiado su poder.

Una auténtica pena.

—¿Hace mucho que trabajas para los Haddock? —dijo Astrid, decidida a cambiar de tema.

—He trabajado por horas desde hace un porrón de años, sobre todo en verano porque Estoico pasa más tiempo allí, pero mi madre ha trabajado como cocinera toda la vida.

—¿Entonces has tratado mucho con ellos? —preguntó Astrid con inevitable curiosidad.

—Personalmente no demasiado —respondió Brusca agarrando un trozo de brownie que habían cogido para compartir—. Estoico casi siempre está fuera de casa, más desde que su mujer murió.

Astrid había supuesto que Lady Haddock había fallecido, pero no había encontrado ningún retrato suyo en toda la casa. Aunque, ya puestos a reflexionar, apenas había retratos recientes de los miembros de la familia Haddock.

—¿Qué le pasó a Lady Haddock?

Brusca sacudió los hombros.

—Ni me acuerdo, pero creo que tuvo una enfermedad incurable —dio un sorbo a su café—. No se habla mucho de Valka Haddock en esa casa, pero sí me acuerdo que Hipo cambió mucho después de que muriera.

Astrid alzó la mirada interesada.

—¿Conoces a Henry?

—¿Te refieres a Hipo? —Astrid asintió—. Joder, ya ni recuerdo la última vez que alguien le llamó Henry; pero sí, claro que le conozco. Aunque nunca hemos congeniado mucho porque era un poco rarito.

—¿Rarito? —repitió Astrid desconcertada.

—A ver, es que te has criado entre gizatis, así que no estarás muy puesta en esto —argumentó Brusca comprensiva—. Durante muchos años, se pensó que Henry Haddock era arrunta.

Astrid frunció el ceño.

—Eso es imposible.

—¿Sabes lo que es? —cuestionó la bruja.

—Por supuesto —respondió Astrid casi ofendida—. Los niños arrunta son esos que nacen sin magia en el seno de familias Ilustres. Sin embargo, me sorprende que se planteara siquiera la posibilidad de que Henry Haddock fuera arrunta cuando su magia está lejos de ser mediocre.

Brusca alzó las cejas.

—Hablas como si la conocieras de primera mano.

Astrid iba a usar el argumento de que ningún hechicero mediocre contaría con un familiar ni mucho menos utilizaría una magia inquisitiva sin despeinarse, pero supo morderse la lengua.

—Haddock tuvo el detalle de presentarse el otro día y su magia está tan presente que puede olerse con facilidad.

Brusca se rió.

—¿Puedes oler la magia? —cuestionó la bruja, como si pensara que estaba bromeando.

—¿Tú no? —replicó Astrid incrédula.

Brusca dejó de reírse en ese instante.

—Apenas, se requiere de mucha habilidad para percibirla a través del olfato —remarcó la bruja.

Un repentino e incómodo silencio se hizo entre ambas brujas y Astrid empezó a temerse lo peor. Una Corriente no debería ser tan sensible a la magia, se lo habían dicho en más de una ocasión, pero tampoco buscaba incomodar a Brusca y mucho menos evidenciar su reducida educación mágica.

—Brusca, yo…

—Osea, que Henry Haddock ha vuelto —le interrumpió Brusca y Astrid agradeció que no quisiera seguir con el tema—. ¿Sigue estando buenorro? Desde que entró en el cuerpo de élite, está como un queso.

Astrid abrió y cerró la boca varias veces y sintió sus mejillas arder.

—No… no me he fijado en eso la verdad —balbuceó Astrid.

—¡Qué mentirosa! —se burló Brusca con una sonrisa que mostraba todo sus dientes—. Tía, que no pasa nada, todas tenemos la fantasía de querer liarnos con el hijo de nuestro jefe.

—Yo no me quiero liar con Henry Haddock —afirmó Astrid con convencimiento—. Es un imbécil y un arrogante que se cree estar por encima de lo demás.

A Brusca pareció extrañarle su descripción.

—¿Qué pasa? —preguntó Astrid confundida.

—Nada, es solo que hace años que no trato con Hipo, pero… no me pega que sea como dices —argumentó ella—. Siempre ha sido muy introvertido y… todo el mundo se ha metido con él siempre, incluso su padre. Cuando entró en el cuerpo de élite a los dieciséis, se marchó de casa y apenas se le ha vuelto a ver por aquí. Es más, me sorprende que esté en Escocia, porque mi madre me contó que la última vez que vino, hará unos dos años, tuvo tal bronca con su padre que casi echaron la casa abajo. Tampoco me sorprende, Estoico es experto en la magia terrenal, así que puede causar grandes terremotos…

—¿Y Henry? ¿Cuál es su poder? —preguntó Astrid inquieta.

Brusca reflexionó un instante.

—Si te soy sincera, no tengo ni pajorera idea —admitió la bruja—, pero sea lo que sea, si está en el cuerpo de élite, no creo que tenga un poder que pueda considerarse normal.

Xx.

9 de mayo

17:06

Por favor, responde a mis llamadas.

19:34

No puedes ignorarme para siempre.

10 de mayo

10:14

¿Te has mudado otra vez? He ido a tu piso y me han dicho que te has marchado.

10:15

¿Estás bien?

11 de mayo

22:06

¿En serio estás tan decidida a no coger el puñetero teléfono?

12 de mayo

06:03

Astrid, sabes que voy a terminar por saber dónde estás, pero estaría bien enterarme por ti de cómo estás.

15 de mayo

15:42

Por favor, cógeme el teléfono, necesito hablar contigo.

Ayer

20:24

Mañana me marcho otra vez, ¿podemos vernos cuando vuelva?

Hoy

21:45

Te quiero, por favor, cógeme el teléfono.

Astrid bloqueó su teléfono tras haber leído todos los mensajes que tenía sin leer desde hacía una semana. Sentía los dedos temblorosos y un ligero dolor de cabeza, pero le aliviaba haber borrado la notificación de los mensajes que le saltaba cada vez que desbloqueaba el móvil.

Su madre estaba comunicando desde hacía una hora, así que Astrid decidió que ya hablaría con ella al día siguiente. Cogió su copia de Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro, pero tras leer el mismo párrafo tres veces seguidas, lo cerró. Tormenta había salido a volar hacía un rato, pero podía sentirla por la casa, así que no se preocupó demasiado. Tras el encontronazo de lo que fuera aquella cosa del páramo, su familiar era una cauta y Astrid había estado más pendiente de sus movimientos por si acaso.

La molestia de su cabeza se intensificó tras su ojo, por lo que Astrid se levantó de la cama para abrir la ventana. El aire de la noche la cogió entre sus helados brazos y la bruja respiró hondo el delicioso aroma a salitre. Reparó entonces que el cielo estaba completamente despejado y sin luna, cubierto por un hermoso manto de estrellas que fácilmente se podían diferenciar.

Aquella era una oportunidad que no se daba todos los días en Escocia, así que la bruja no dudó en ponerse la chaqueta sobre su pijama, calzarse sus zapatillas de correr y cogió la esterilla que había comprado ese misma día para salir al jardín trasero de la casa de los Haddock. Aunque lo ideal hubiera sido tumbarse mirando hacia el cielo, resultaba imposible hacerlo sobre la marejada de malas hierbas y ortigas que inundaban el jardín. Colocó la esterilla sobre un escalón de la escalinata de piedra y se sentó para contemplar el precioso firmamento.

Hubo una vez que le contaron que el cielo relataba la historia de la magia y que las estrellas eran los testigos más fidedignos de la travesía de la magia por su mundo. Astrid había conocido cada relato detrás de cada constelación del cielo y sintió una opresión en su pecho.

Echaba de menos escuchar esas historias.

El teléfono había estado silencioso toda la tarde y, salvo la llamada de esa mañana y el mensaje de última hora, no había vuelto a sonar. Se sintió tentada de sacarlo y pulsar el botón de rellamada, pero no era un paso que estuviera dispuesta a dar. Astrid era demasiado orgullosa y, por muchas llamadas que se intercambiaran, en el fondo sabía que nada iba a cambiar.

Al menos le quedaban los recuerdos y los cuentos de estrellas.

Algo era algo.

Se quedó un rato contemplando el cielo, saboreando el aire salado proveniente del mar y se descalzó para sentir el familiar cosquilleo de la magia que emanaba bajo sus pies. La magia antigua de los antepasados de los Haddock se juntaba con la salvaje que salía de los bosques, las playas y los páramos escoceses. No le extrañaba que los Haddock fueran tan poderosos si toda su magia se había originado en aquel lugar. En verdad, sentía hasta envidia, teniendo en cuenta que la propia Astrid no había podido explorar su propias raíces mágicas para que le ayudaran a comprender la verdadera naturaleza de su poder.

Estaba tan absorta en sus pensamientos y en el firmamento, que no reparó en el ronroneo del gato hasta que éste se frotó contra ella. Astrid dio un respingo y bajó la cabeza para encontrarse una bolita de pelo negra restregarse contra ella.

—¿Tú otra vez? —le preguntó la bruja irritada—. A ver, gato, ¿qué hemos dicho? Eres un familiar de otra persona, así que tienes que revolcarte con él, no conmigo.

El gato no le dio la menor importancia a su comentario y dio un salto para acomodarse sobre su regazo.

—¿Es en serio?

Desdentao ronroneó feliz y se acurrucó contra ella.

—Puedes entenderme, ¿verdad? —el gato se volvió a ella—. Comprendes que lo que haces no está bien —el animal no respondió—. Mira, yo soy Corriente, ¿vale? No soy digna de tener un familiar, así que enfócate en el alma afín que elegiste en su momento. No es mi culpa que sea un idiota, pero es tu problema, no el mío.

El gato abrió la boca, como si fuera a hablar por fin, pero no parecía capaz de formular palabra. El gato bufó frustrado, como si todo aquello le superara. La bruja se contuvo en acariciarle para animarlo, aunque le extrañaba su incapacidad de hablar y su persistencia en intentar hacerlo con ella.

—¿No puedes hablar?

El gato la contempló con tristeza.

—¿Por qué? Todos los familiares podéis hablar, ¿por qué tú no?

¿Quizás Tormenta sabría decirle qué le pasaba? Había leído que los familiares podían comunicarse entre ellos, aunque Tormenta nunca se había mezclado con otros familiares por precaución. No obstante, no cabía duda de que aquel animal, además de desconocer sus costumbres y las normas establecidas por la sociedad mágica, estaba perdido y desvalido.

Llamó a Tormenta con su mente, sintiéndola muy cerca, aunque ésta no atendió a su llamada. Astrid se volvió a la casa preocupada, pues sentía a su familiar dentro, pero ésta no respondió pese a su insistencia. La bruja iba a levantarse a buscarla cuando sintió una pata del gato posarse contra su pecho. Astrid giró la cabeza y sus ojos se cruzaron con las enormes orbes verdes de Desdentao. De repente, unos intensos olores a mandarina, romero y madera quemada invadieron sus fosas nasales.

Aquel era el aroma mágico de Henry Haddock, aunque el origen se encontraba sobre ella, sobre el gato que estaba en su regazo.

En Desdentao.

En ese instante, con sus ojos perdidos en los del animal, Astrid sintió algo en el fondo de su cabeza, como un clic similar a cuando encendía el interruptor de una luz.

Entonces la escuchó.

Una voz profunda. Grave. Poderosa.

Peligrosa.

Ayúdame —dijo la voz con gran esfuerzo, como si le costara hablar dentro de su mente—. Ayúdame a recuperar mi voz.

Xx.

Hipo Haddock no podía dormir.

El efecto de la medicación había pasado hacía rato y ahora el hombro le dolía como mil demonios. Además, aún tenía el estómago revuelto por el hechizo de teletransporte que lo había traído de vuelta a Escocia esa misma tarde. Se había tirado dos horas vomitando a consecuencia del viaje y Bocón le había tenido que preparar una manzanilla que le ayudara a asentar el estómago. Su padrino no le preguntó qué tal el viaje, aunque no había que ser un genio para adivinar que muy bien no había ido y que, además, su cara debía decirlo todo.

Henry odiaba ir al Ministerio. Odiaba tener que presentar cuentas a su padre. Sin embargo, había sido cuestión de tiempo de que se enterara de su baja, por lo que resultaba hasta raro que hubiera tardado más de tres días en demandar su presencia en el Ministerio para preguntarle qué demonios le había pasado.

Además, viajar con Desdentao no era precisamente fácil.

El gato ya había demostrado en más de una ocasión que detestaba teletransportarse y, tras aparecerse en su piso de Londres, Hipo se había ganado un buen mordisco en su mano sana cuando lo sacó del trasportín. Después de aquella agresión tan injusta como merecida, el gato escaló hasta lo más alto de uno de los estantes del salón, entre sus blu-rays y sus amiibos de la Nintendo, y se quedó allí gruñendo malhumorado mientras mordisqueaba una figurita de Mario. La noche anterior, el animal apenas le había dejado dormir por sus intentos de huída de su dormitorio. Su comportamiento había sido errático desde que había empezado a restregarse con cierta bibliotecaria y ahora buscaba todas las maneras posibles para escaquearse e ir con ella, por lo que su mal humor iba en aumento ahora que ya no estaban siquiera en la misma ubicación.

Aquel gato no le había dado más que problemas desde que sus caminos se cruzaron.

Y, aún así, ambos estaban estancados el uno con el otro, así que poco se podía hacer al respecto.

En verdad, aunque la seguridad de Desdentao había sido la principal motivación desde que había vuelto de Noruega, el regresar a Londres le había dado la sensación de retornar a una vida muy diferente, como si hubiera pertenecido a otra persona. Aquel piso había sido un regalo de su madre, la inversión de su herencia para que él pudiera construir su propia vida, lejos de las presiones sociales, de su apellido o de las aspiraciones de una sociedad mágica que siempre le agarraba del brazo a expensas de que él brindara cada parte de su ser por el bien general. Y, aún así, Hipo sentía que había fallado a su madre en todos los aspectos posibles.

Nunca quiso formar parte del cuerpo de élite. Quizás cuando era un crío, ansioso por captar la atención de su padre, había soñado con formar parte de él, pero desde que su padre le obligó a hacer las pruebas con dieciséis años, su vida había estado atada a la sociedad mágica para siempre. Él había esperado suspender, pero cuando le declararon apto para entrar en la Academia de Élite, Hipo supo que estaba condenado.

El fin de la adolescencia y la entrada a la vida adulta en la Academia fueron una tortura. El potenciar su magia hasta niveles que le hacían desmayarse y enfermar resultaba insoportable. El entrenamiento físico le había fracturado huesos e incluso llegó a desarrollar una úlcera por el estrés que tuvieron que "reparársela" cuando vieron que Hipo realmente no exageraba con los dolores que sufría.

Hipo odiaba el sistema.

Odiaba en lo que se había convertido.

Y daba gracias de haber sido lo bastante bueno y espabilado como para desarrollar su potencial como espía y no como un soldado raso del cuerpo. El espionaje para el gobierno conllevaba viajar durante meses, irse muy lejos de casa e fingir ser alguien que no era, algo que se le daba de fábula.

Desdentao, sin embargo, le había obligado a volver a Escocia, al hogar decrépito de su infancia que no albergaba más que espíritus errantes de sus antepasados y recuerdos dolorosos de su madre. Y, pese a todo, la existencia de Desdentao estaba por encima de sus sentimientos o de cualquier otra cosa, por lo que no dudó que, si quería protegerlo, Escocia sería probablemente el mejor lugar para hacerlo.

La bibliotecaria, Astrid Andersen, era la única traba que había surgido en la ejecución de sus planes.

Desdentao era peligroso y muy reacio a los desconocidos y comprendía por qué se había asustado tanto ante la presencia de la bruja bibliotecaria. Su magia era poderosa, tanto que le resultaba absurdo que ni ella misma pudiera notarlo o que realmente fuera una espía y fuera una extraordinaria actriz. Además, era muy guapa, tanto que si Hipo no estuviera entrenado para enmascarar sus emociones bajo una careta de falsa arrogancia y seguridad, Astrid se habría dado cuenta al instante de lo nervioso que le ponía.

Es más, la imagen de ella esa noche en el bosque, con su larga melena del color del sol cayendo suelta por su espalda y vestida con un fino pijama que mostraba la piel de su abdomen y marcaba sus pezones, casi le había vuelto loco. Eso por no mencionar que su magia… su magia olía increíble.

Lo prudente hubiera sido mantener la distancia, pero Desdentao había cambiado de parecer y ahora resulta que no odiaba a Astrid, sino que la adoraba y la bruja no paraba de repetir una y otra vez que debía enseñarle modales a su familiar.

Condenado animal.

No solo le estaba metiendo en problemas, sino que además le estaba generando una idea muy equivocada a Astrid. ¿Desdentao su familiar? ¡Ja! Quería pensar que la situación de Astrid, al ser Corriente, le daba todas las razones para ignorar cómo funcionaba el vínculo entre hechiceros y familiares, pero la bruja no tenía ni un pelo de tonta y, por mucho que la atrajera, se sentía ofendido ante sus insinuaciones de que él pudiera considerarla inferior por no ser una Ilustre.

A Hipo no le podía dar más igual toda esa mierda de Ilustres y Corrientes, pero obviamente, la Corriente de turno que tenía metida en su casa, no solo era guapísima, sino que encima tenía un carácter tan fuerte y explosivo como su magia. En una cuestión de horas, Astrid Andersen le había dislocado un hombro —que muy hábilmente había recolocado en su sitio, pero bien no había quitado el dolor— y le había quemado las manos con magia de tormentas. Además, la barrera mental que había encontrado en su mente había sido tan sólida que era imposible penetrarla y la magia inquisitiva era una de sus grandes habilidades como espía del cuerpo de élite.

Aún así, gracias a Astrid Andersen y un inusual golpe de suerte, Hipo podía quedarse en Escocia durante un tiempo hasta saber qué iba hacer con Desdentao.

Ahora solo le quedaba cerrar cuentas con su padre.

El gobierno mágico del Reino Unido no se había molestado en exceso en situar sus sedes. Salvo la residencia de la presidencia y la sede del gobierno, el resto de ministerios mágicos compartían sede con los ministerios gizatis, por tanto Henry solo tenía que caminar al Ministerio de Defensa en Whitehall para acceder al Ministerio de Defensa Mágica. Para los gizatis, el edificio estaba plenamente ocupado por su personal, pero lo que ignoraban era que había entreplantas ocultas a sus ojos a los que solo la plantilla mágica podía acceder. Hipo sólo tenía que pasar su tarjeta de identificación que, para los ojos de los gizatis, era una tarjeta de acceso como otra cualquiera, y seguido acceder a un rellano de ascensores y escaleras que se ocultaban tras un hechizo espejo. Hipo caminó con paso decidido por los corredores del ministerio, agradecido de tener la bastante práctica como para pasar desapercibido para los empleados que caminaban a toda prisa con informes de las situaciones de los soldados destinados a Palestina, Ucrania y otra decena de países en guerra. Allá donde hubiera un conflicto armado, allá iban los miembros del cuerpo de élite para salvaguardar la seguridad mágica a ojos de los gizatis que se masacraban entre ellos y, ya de paso, buscaban alguna forma de explotar o robar alguna reliquia mágica que pudiera ayudar a la causa de la sociedad mágica ante la crisis de la magia.

La secretaria de su padre estaba atendiendo el teléfono cuando Hipo alcanzó el despacho de su padre, pero le hizo una seña para que pasara dentro. Aún así, Hipo tocó a la puerta y no entró hasta que oyó a su padre decir «pase». El despacho de Estoico Haddock era amplio y, a diferencia del caos que se apreciaba por los pasillos del ministerio, su padre tenía todo escrupulosamente ordenado y limpio. Thornado estaba tumbado junto a la mesa de su padre, en una cama que habían preparado para su descomunal tamaño, y movió ligeramente sus orejas cuando le vio entrar. El familiar de su padre tenía la forma de un galgo escocés de pelaje gris que siempre tenía la expresión de estar molesto con algo. Clavadito a su padre, vamos. Como familiar de su padre, Thornado había mantenido las distancias con Hipo y, que él recordara, solo se había dirigido a él dos veces: la primera para decirle que le estaba pisando la cola y la otra para pedirle que se callara.

Un simpático, como su padre.

Hipo se sentó en el sofá a la espera de que Estoico alzara la mirada de unos documentos que debía firmar y sacó su teléfono para revisar la cámara de su casa para comprobar que hacía Desdentao. El gato se estaba revolcando en su cama y arañando su nórdico, probablemente a modo de venganza por haberle dejado allí encerrado. Su padre pasó delante de él y abrió la puerta para entregar los papeles a su secretaria, pero Hipo no apartó la mirada de su teléfono hasta que dijo:

—A la mesa.

Puso los ojos en blanco, pero no se le ocurrió clamar ninguna queja por el momento. Las sillas que se encontraban frente a la mesa de su padre eran rígidas e incómodas, pero Hipo se había sentado allí tantas veces que ya estaba acostumbrado al dolor en su trasero. Su padre se sentó en su silla giratoria de cuero y se volvió a su ordenador unos segundos antes de dirigirse, por fin, a él:

—¿Qué te ha pasado en el brazo?

Hipo no tenía pensado contarle la verdad. Astrid Andersen no era santo de su devoción, pero no quería que la metieran a prisión por un accidente que él mismo estaba obligado a admitir que había provocado.

—Me caí —respondió sin más.

—¿Cómo?

—Un ligero traspiés sobre un tablón suelto de casa —se excusó él—. Cuando quise darme cuenta, ya me había caído y me había dislocado el hombro.

Estoico estrechó los ojos, buscando la mentira en sus palabras, pero Hipo estaba tan bien entrenado que no habría forma de que su padre se diera cuenta. O eso esperaba al menos.

—¿Cómo te han recolocado entonces el hombro? El médico que te atendió hubiera podido repararlo si…

—No me lo colocó ningún médico —le interrumpió Hipo—. La bibliotecaria me socorrió y me lo colocó, al parecer sabe de primeros auxilios.

Su padre frunció el ceño y Thornado levantó el hocico con poco interés.

—¿La bibliotecaria?

—Sí, la que has permitido entrar en nuestra casa a revolver entre mis libros.

—No son tus libros —remarcó su padre muy tenso—. Los libros pertenecen a nuestra familia, Henry.

—Según el testamento del abuelo y el de mamá, todos los libros de la biblioteca pasaban directamente a mí.

—Y ya veo lo bien que los has cuidado en estos últimos años —le recriminó Estoico furioso—. La biblioteca está abandonada y descuidada y, como ministro de Defensa, debo dar ejemplo. La Ley de Supervisión de Bibliotecas Ilustres es un método más para evitar que la magia corra más peligro de la que ya…

—Por favor, a mí no me tienes que vender esa trola propagandística —le interrumpió Hipo malhumorado—. Esa ley solo es una forma de meter al gobierno en nuestras casas, ¿o crees que el presentar un listado de todos nuestros libros va a servir para otra cosa más que para controlarnos? Hay copias únicas en nuestra biblioteca, papá, ¿y qué dirán cuando vean que no todos nuestros libros son de magia?

—Ya me encargaré de supervisar esa lista y el trabajo de la bibliotecaria antes de que mande nada al Ministerio de Archivos Mágicos —le aseguró su padre restándole importancia.

Buena suerte con lidiar con la Corriente que tenemos metida en casa quien no va a ceder a ningún tipo de presión, pensó Hipo, pero decidió no decidir nada. Prefería ocuparse él mismo de Astrid y, conociendo a su padre, no le iba a dar la biblioteca ni un solo pensamiento una vez que se marchara de allí.

—¿Por qué no has visto a ningún cirujano del cuerpo? ¿Y quién coño te ha dado la baja?

Hipo suspiró, consciente de que iba a meter en problemas a la persona equivocada, pero sabía que su padre acabaría enterándose, así que no tenía sentido mentir en esa ocasión.

—Fue Erland —confesó el hechicero más joven.

Su padre se enfureció tanto que Hipo casi sintió el suelo temblar bajo sus pies. Thornado puso los ojos en blanco, como si no le sorprendiera su respuesta.

—¡¿Molestaste al jefe de los cirujanos del cuerpo de élite para que te diera una baja?!

—Le llamé para preguntarle a quién podía ver, ya que Patapez regresó a Ucrania hace dos semanas —le recordó Hipo con fastidio—. Y resulta que todo el equipo médico del cuerpo de élite está fuera del país y pillé a Erland a punto de lanzar un hechizo de transporte a la franja de Gaza.

Estoico suspiró agotado.

—Ese idiota tendría que quedarse aquí y dejar de meterse en líos que no le corresponden —murmuró su padre frustrado.

—¿No le corresponde estar al frente de los cirujanos en zona de guerra? —cuestionó Hipo.

—¿Y no te corresponde a ti continuar con tu misión en Noruega?

Hipo hizo una mueca.

—Te recuerdo que el ala de espionaje independiente a la Jefatura General del cuerpo de élite por cuestiones de seguridad nacional. No te debo explicaciones y dudo muchísimo que hayas recibido una sola queja de mi persona.

Su padre no replicó, pero Hipo podía ver la furia en su mirada. La independencia del equipo de espionaje del cuerpo era vital para su funcionamiento. Hipo solo podía dirigirse a un superior y nunca era su padre, así que no tenía por qué darle ninguna explicación de nada.

—Mandaré a Escocia al primer cirujano que tenga disponible —dijo su padre a regañadientes—. Hasta entonces quédate allí y supervisa a la bibliotecaria.

Como si fuera a ser fácil, se lamentó Hipo con amargura. Había intentado tener un acercamiento con ella, pero Astrid Andersen era incisiva en querer respuestas a preguntas que no le concernían y ella en sí misma era un enigma más molesto que interesante. Una Corriente con magia de tormentas. ¡Menudo desperdicio! Si no fuera por las puñeteras leyes de discriminación hacia los Corrientes, Astrid Andersen hubiera sido captada por el cuerpo de élite tan pronto hubieran despertado sus poderes y no estaría perdiendo el tiempo y su talento en meter sus narices en bibliotecas ajenas. Aunque pensándolo mejor, no estaba seguro que le hubiera gustado tener a esa mujer tan arrogante, tan guapa y tan… tan explosiva por encima de él.

No. Las cosas estaban bien como estaban. Ayudaría a Andersen a agilizar su trabajo y se la quitaría de en medio antes de que finalizara el verano.

Pan comido.

Hipo decidió quedarse en Londres un par de días más para disfrutar de la soledad de su piso antes de que Desdentao, tan insoportable como era, decidió que ya no aguantaba más encerrado en su minúsculo piso del que tenía terminantemente prohibido salir. Regresaron a Escocia el martes por la tarde, después de la hora del té. Se había puesto malísimo a consecuencia del hechizo de transporte y había estado entre la taza del váter y el suelo de su baño hasta que su estómago se asentó por fin.

Y ahora no podía dormir por culpa del dolor de su hombro.

Ninguna postura era cómoda para dormir y, a pesar de la ampolla para el dolor que había tomado antes de meterse a la cama, el efecto había durado demasiado poco. El dolor era agudo si se tumbaba y no terminaba de acomodarse si apoyaba todo su peso en el brazo sano. En otras circunstancias, Hipo quizás se hubiera puesto a dibujar o a mirar algo en Netflix, pero el dolor era persistente y estaba empezando a sudar bajo las mantas de su cama, por lo que optó por salir a caminar por la casa para distraer su mente.

Hipo no necesitaba ningún tipo de iluminación para caminar por su casa. Había crecido entre esas paredes cargadas de magia y recuerdos y conocía cada rincón como la palma de su mano. Mientras caminaba por el pasillo que llevaba hasta la escalera de la cocina, observó por uno de los ventanales que la noche estaba despejada y sin luna, mostrando un firmamento bañado de estrellas. Fue en ese instante cuando reparó que en la escalinata de piedra del jardín trasero, Astrid Andersen observaba el mismo paraje en la soledad de la noche. Pese a la oscuridad, Henry supo que era ella por el inconfundible aroma de su magia y sus ojos se habían acostumbrado lo suficiente a la falta de luz como para definir la cascada dorada que caía por su espalda.

Aquella mujer era un auténtico enigma.

Un hermoso y problemático enigma.

Nunca había conocido a una Corriente que pudiera confundirse tan fácilmente con un Ilustre y lo más increíble era que Astrid Andersen utilizaba una magia con la misma facilidad con la que podía girar su muñeca. Por no mencionar su conocimiento tan avanzado en pociones, su facilidad en reconocer la magia de los demás o sus amplios conocimientos en cuestiones de magia como los vínculos con los familiares. Dejaba por los suelos a muchos Ilustres que presumían de una educación exquisita cuando ni siquiera podían diferenciar una ilusión de la realidad.

Si no conociera la verdadera naturaleza de Desdentao y lo que le ataba a él… quizás habría pensado que el animal la hubiera elegido como su alma afín después del inexplicable numerito que había montado en la biblioteca. Sin embargo, era imposible que un familiar se vinculara a una Corriente y Desdentao no era un gato que pudiera considerarse como tal.

Hipo contuvo la respiración al sentir una presencia en su espalda. Su movimiento había sido extraordinariamente silencioso y, fuera lo que fuera lo que le observaba, no era humano. Se puso en guardia, con su magia lista para actuar si fuera preciso. Se giró con rapidez, pero solo encontró oscuridad. Estrechó los ojos, ansioso por definir qué se ocultaba en la oscuridad, cuando por fin lo avistó.

Era un pájaro, ¿un grajo, tal vez? No, era más grande, quizás una corneja o incluso un cuervo, ¿pero cómo había entrado? Solía dejar alguna que otra ventana abierta para que Desdentao pudiera salir de la casa cuando lo necesitara, por lo que era posible que el ave se hubiera colado. Aún así, había algo en aquel cuervo que no encajaba. Por un lado, tenía la sensación de que le estaba mirando fijamente, como si estuviera analizando sus movimientos con atención. Tenía constancia de que los cuervos eran animales muy inteligentes, pero a Hipo le alarmaba que no lo hubiera sentido antes cuando estaba entrenado para detectar cualquier presencia extraña al segundo.

Decidió abrir la ventana para dejarle marchar cuando un fuerte aroma allanó sus fosas nasales con tal intensidad que casi se mareó.

Imposible.

Hipo se volvió al pájaro y éste alzó el vuelo al instante, como si se hubiera asustado de repente. Quiso gritarle que esperara, que no se fuera, pero la impresión le tenía completamente paralizado.

Aquel pájaro no era un cuervo.

Era un familiar.

El pasillo empezó a darle vueltas y se obligó a apoyarse contra la pared para no perder el equilibrio y caer de bruces contra el suelo.

Era imposible, pensó el hechicero, aquello no podía ser factible. Quizás sus sentidos se hubieran atrofiado por el dolor de su hombro o la manzanilla le estaba causando alucinaciones, pero era sencillamente imposible que aquel cuervo fuera un familiar y precisamente el de ella.

Sin embargo, el aleteo del pájaro había lanzando un embriagante olor que era tan fuerte que nublaba sus sentidos y, además, era inconfundible.

Lavanda, limón y tierra mojada.

El aroma de la magia de las tormentas.

El aroma de la magia de Astrid Andersen.

Xx.