Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de eien-no-basho y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.
Capítulo 37: De regresos y arrepentimientos
El silencio era inquietante.
Antes, la noche siempre había albergado una cierta sensación de paz para Kagome. Su negro velo suavizaba los esfuerzos del día, acallaba el clamor de sus pensamientos, ofrecía alivio y la sensación de que siempre había un mañana donde el mundo podría ser un poco más amable.
Pero, reflexionó, eso era antes y antes muchas cosas eran distintas. Era difícil permanecer completamente inalterada después de que la hubieran sacado por poco del agarre de los portadores, después de todo.
Kagome se estremeció, tirando de los bordes de la manta que le rodeaba los hombros para cerrarla más. A pesar de las tibias noches de primavera, ya nunca parecía poder entrar en calor. Se preguntó si eso era consecuencia de lo que había ocurrido y si se iría alguna vez.
Negó con la cabeza como para quitarse la idea. Claro que se iría. Apenas había pasado una semana desde aquella noche. Lo único que hacía falta era tiempo. Tiempo y un poco de paciencia, y que la comprensión de que lo habían conseguido se asentara al fin.
Lo habían conseguido. Estas palabras eran su mantra, una armadura contra la inquietud, los pensamientos oscuros, el silencio de la noche y la incertidumbre del futuro. Sin importar todo lo demás, lo habían conseguido. Habían matado a Naraku.
La muerte de Rin había sido el catalizador. Había ocasionado una incierta comprensión entre Inuyasha, Kagome y Sesshoumaru de que, aunque quedaba mucho por resolver entre ellos, había que encargarse primero de Naraku.
Después de eso, habían formulado un plan con sorprendente prontitud. O, mejor dicho, el plan que se había estado tejiendo silenciosamente alrededor de todos ellos había salido a flote por completo.
A Kagura se le podía criticar por muchas cosas, pero por su astucia sin duda no era una de ellas. Desde aquel día hacía semanas cuando le habían revelado la presencia de los barcos, la youkai había estado haciendo girar una red propia alrededor de Naraku.
Lo había alimentado con historia tras historia sobre las tensiones dentro de la corte y entre Kagome e Inuyasha. Había espoleado cada debilidad dentro de él que pudo destapar, había manipulado a sus hermanos y a la corte alrededor de ella para mostrarle la debilidad que él siempre había esperado ver en otros. Había retorcido hasta el último punto del conocimiento obtenido de él con esfuerzo a lo largo de sus años de forzada esclavitud para hacer que estuviera tan seguro de su éxito que pareciera casi una conclusión ineludible.
Lo único que quedaba era empujarlo a aquel último paso, hacer que estuviera lo suficientemente desesperado como para emerger de las sombras. Entre los cuatro, tras casi todo un día entero pasado juntando las piezas que cada uno había reunido, finalmente decidieron la mejor forma de hacerlo.
Los barcos fueron la última pieza que lo mantenía a la espera. Naraku había invertido no poca cantidad de tiempo y esfuerzo en manipular a Menōmaru para que reclutara a los wakō. Después de todo, estaba trabajando metódicamente para asegurar que los errores del pasado no se repitieran. Para Naraku, eso podía significar solo dos cosas: romper los clanes y obtener la joya.
Durante la guerra por el trono, había tenido éxito al empeorar las tensiones entre los clanes, pero no se había dado cuenta de lo desesperadamente que se aferrarían al poder si la alternativa era perderlo por completo. Habían peleado unos contra otros, se habían debilitado los unos a los otros, se habían asesinado los unos a los otros, pero en cuanto se hizo evidente que ninguno de ellos tenía los recursos para tomar y mantener el poder, se habían retirado a aguardar el momento.
Naraku debía de haber razonado que, si una guerra dentro de la corte no bastaba para romperlos, una guerra fuera sin duda lo haría. Los wakō proporcionarían la distracción que necesitaba, atacando aldeas y tierras de clanes fuera de la corte para forzar una respuesta. Los clanes no solo se verían obligados a desperdigarse para defenderse, sino que las opiniones volverían a ser contrarias al Tennō cuando fracasara en proteger a su pueblo.
En cuanto los wakō hubieran abierto el camino, Menōmaru tendría toda la certeza que necesitaba para declarar una guerra oficial. En el caos resultante, Naraku tendría toda excusa que podría necesitar para usar a los Taira para que tomaran el trono.
Y así, los barcos tenían que ser su primera jugada. Las ningyō ya estaban situadas y los estaban ralentizando por el momento, pero todos estuvieron de acuerdo en que era improbable que las ningyō por sí solas bastaran para detener a los wakō. Necesitaban certeza y la flota de Japón sola, tal y como estaba tras la guerra por el trono, ni sería lo suficientemente rápida de movilizar ni lo suficiente para obligarlos a retirarse.
Había, no obstante, una flota que era más que adecuada para la tarea, había señalado Sesshoumaru. Todos lo habían mirado ante esto, sorprendidos tanto por las palabras como porque él rompiera el pesado silencio que había mantenido durante la mayor parte del debate.
La flota de China, dijo, incluso una fracción de la misma, tendría fuerza y velocidad más que suficientes para desalentar a los wakō. Se había pasado la mayoría de su exilio autoimpuesto en la corte china y había estudiado lo suficiente de ella como para saberlo.
También sabía lo suficiente del emperador chino como para saber cómo apelar a él. Después de todo, había habido mucho respeto mutuo entre el emperador chino y el anterior Tennō, dijo. El suficiente como para que incluso cuando Naraku había enviado a aquel falso dignatario a la corte china con informes sobre los fracasos de Inuyasha, el emperador chino aun así no hubiera hecho movimiento alguno en su contra.
Kagome había reconocido esto en silencio, aunque pensaba que era más probable que, tras ver la inmediata partida de Sesshoumaru, el emperador chino simplemente hubiera estado esperando para ver quién saldría victorioso de la confrontación antes de hacer movimiento alguno por su parte.
Sesshoumaru confirmó rápidamente esta sospecha mientras explicaba a grandes rasgos su plan para apelar al emperador chino. Sería él quien hiciese la apelación, tanto como el más cercano en relación con el emperador chino como el hijo primogénito del anterior Tennō.
Todos eran muy conscientes de que el emperador chino desdeñaba en general a los hanyou, pero que albergaba un odio especial por el último acto de Inu no Taisho de alterar el orden de sucesión al escoger a su hijo menor para situarlo en el trono antes que a su hijo mayor de sangre pura. La sucesión al trono en China funcionaba de forma muy similar a como lo hacía en Japón y el emperador chino sentía profundamente el peligroso precedente que había sentado el anterior Tennō al alterar el orden de las cosas.
Si, no obstante, Sesshoumaru fuera a ponerse en contacto e insinuar que se encontraba ahora en una posición de poder o que pronto lo estaría dentro de la corte, eso y algunas concesiones mercantiles podrían bastar para persuadir al emperador chino de que interviniera.
Kagome se había enfurecido ante la idea, lista para objetar inmediatamente ante la idea de que Sesshoumaru usara esta crisis para intentar arrebatarle el poder a Inuyasha. Sorprendentemente, la rápida aceptación de Inuyasha la había detenido en seco.
Ante su mirada mordaz, él se había encogido de hombros, negando con la cabeza. Al pasar la mirada de él a Sesshoumaru, sintió que se enfriaba un poco de su cólera. No había señales en el rostro del daiyoukai de una satisfacción particular con el plan, aunque rara vez había mucha señal de nada en el rostro de aquel hombre, y hablando de forma realista, probablemente fuera su única opción.
Había aceptado a regañadientes con la estipulación de que Sesshoumaru fuera lo más vago posible cuando le describiera su «papel» en la corte al emperador chino. Apenas había respondido a sus palabras, pero sabía tan bien como ella que mentirle abiertamente al emperador de una nación tan poderosa que era vecina suya tan cercana solo podía resultar en todo un nuevo conjunto de problemas a los que tendrían que enfrentarse. Suspiró internamente, archivando estas preocupaciones para lidiar con ellas cuando pudieran permitírselo.
A continuación, llegó la cuestión de cómo hacer llegar su petición al emperador chino. Incluso con la gran velocidad de Sesshoumaru, le había llevado casi tres meses viajar desde China de vuelta a Heian. Ese era, sencillamente, tiempo que no tenían.
Afortunadamente, Kagura intervino rápidamente entonces, ofreciendo el uso del espejo de Kanna. Su hermana cooperaría si lo solicitaba ella, dijo, y mientras tuvieran cuidado, Naraku no se enteraría de nada.
Con la cuestión de su primera jugada resuelta, había descendido un silencio sobre ellos mientras se veían obligados a enfrentarse al siguiente paso.
Kagome se había arriesgado a lanzarle una mirada a Inuyasha por el rabillo del ojo. Casi se había encogido ante la imagen que daba, toda su figura irradiaba tensión apenas contenida.
Sesshoumaru fue el primero de ellos en romper el silencio, reiterando su anterior afirmación de que la única forma de avanzar era atraer a Naraku de vuelta a la corte. Buscarlo sería, en el mejor de los casos, una pérdida de tiempo y, en el peor, una masacre si intentaban enfrentarse a él en su territorio.
La destrucción de los wakō serviría para desesperarlo, añadió Kagura. Había muy poco que Naraku no pensara en anticipar, y la inesperada destrucción de un plan en el que había invertido años sin duda lo descontrolaría. Estaría desequilibrado y podrían usar eso para obligarlo a caer en su trampa.
Kagome se había estirado mientras el silencio se extendía desde Inuyasha, apoyando suavemente una mano en su brazo mientras observaba la lucha interna en el tic de su mandíbula y la dura línea de sus hombros. Su mirada había encontrado la de ella, casi implorante, y negó con la cabeza.
—Tiene que haber otra cosa —había dicho.
—No la hay —había respondido ella—. Es esto. Todo nos ha conducido hasta aquí.
—¡No voy a arriesgarte de esa manera! —había espetado, su desesperación creciendo ante la certeza de ella—. No voy a usarte como… ¡como cebo para un puto monstruo!
Ella había negado con la cabeza, frunciendo el ceño.
—Todos los de aquí estamos en peligro, Inuyasha. Llevamos un tiempo estándolo. Escoger no hacer esto no me pondrá más a salvo, pero sí que pondrá a casi todo el mundo en un peligro mucho mayor. Si no tomamos esta decisión ahora, no puedo ver que nos queden opciones durante mucho más tiempo. Sé que estás tan cansado como yo de sentirte como un peón en el juego de Naraku. Estoy totalmente preparada para asumir el riesgo.
Inuyasha había apretado la mandíbula contra la verdad de esto, sus ojos casi taladraron un agujero en ella mientras la miraba a los suyos.
—Tomaremos todas las precauciones que podamos —había añadido Kagura cuando su silencio se volvió extenso de nuevo—. Por mucho que odie decirlo, conozco a ese monstruo mejor que la mayoría. He tenido el claro desagrado de observarlo durante años, después de todo, así que sé ante qué estar en guardia. Y la miko tiene razón. Si no aprovechamos ahora esta oportunidad, se asegurará de dejarnos sin ninguna antes que después.
Sesshoumaru la había mirado, lo más cerca que Kagome había visto de un frunce bordeando sus labios ante la mención de su largo vasallaje a Naraku. Pero tras un momento, todo el peso de su mirada cayó sobre Inuyasha.
Enfrentado con su inquebrantable certeza, al hanyou no le había quedado más opción que otorgar finalmente su muy reticente consentimiento.
Kagome suspiró, su mano vagó inconscientemente hasta su estómago. Ojalá todo hubiera estado tan claro como lo había parecido en ese momento.
Kagura había decidido que su mejor modo de proceder para ahuyentar a Naraku era alimentar su certeza de que se había abierto una grieta entre Inuyasha y Kagome lo suficientemente ancha como para llevarla a la desesperación. Tenía que creer que estaban divididos y que, con el dolor de la división, estaría lo suficientemente débil como para sucumbir a la llamada de la joya.
Este, había dicho Kagura, era un transcurso de los acontecimientos que Naraku conocía, pues lo había orquestado con la primera portadora de la joya cuando él había matado a su amante. Estaría más que dispuesto a creer que ocurriría de nuevo, especialmente con su propensión a creer que todo ser a su alrededor era, en esencia, débil.
Kagome había apretado los dientes contra las crueles palabras de la bruja del viento, el dolor que le había causado a Midoriko le era demasiado conocido. Atacar verbalmente a Kagura solo sería extraviar su ira cuando estaría mejor gastada asegurando que Naraku no volviera a hacerle lo mismo a nadie nunca más.
Kagura los había dirigido paso a paso, asegurándose de que Naraku viera exactamente lo que fuera necesario a través de Kanna y Byakuya. Se esparcieron estratégicamente por la corte vagos rumores de la creciente ira de Sesshoumaru contra su medio hermano y su apoyo por parte de los clanes youkai. Rin estaba escondida bajo el cuidado de Midoriko en el Chūwain, aunque a ojos de la corte había muerto aquel día y era una fuente de gran angustia para la miko plebeya que ahora se situaba en la cima de la corte.
Esta angustia, a través del espejo de Kanna y la puesta en escena de Kagura, solamente se vio profundizada por la creciente brecha entre Kagome e Inuyasha. Tuvieron cuidado, mucho cuidado, de permanecer separados el uno del otro mientras estaban en el ojo público, comunicándose solo mediante notas llevadas por los sirvientes de mayor confianza de la red de Chūsei y reuniones infrecuentes bajo el manto de la oscuridad.
Naturalmente, esto condujo a rumores de una brecha entre ellos entre los cortesanos, aunque tuvieron cuidado de no mostrar activamente inquina salvo ante Midoriko y algunos de los guardias de más confianza de Inuyasha. Había sido difícil explicarles que lo que iban a ver era una farsa y nada más, en especial cuando no podían explicar con qué fin lo estaban simulando, pero afortunadamente confiaban en ellos lo suficiente como para seguirles la corriente con muy pocas preguntas.
Kagura no había sido otra cosa que una experta confeccionando estas escenas, desarrollando cada detalle que hubiera averiguado de lo que esperaba ver Naraku y asegurándose de que Kanna y Byakuya informaran a Naraku. Ella, por su parte, continuó interpretando a la informante renuente, su continua muestra de pequeñas resistencias estaba diseñada para evitar alertarlo de cualquier cambio en la información que él le sonsacaba.
El mayor obstáculo al que se enfrentaban era que tendrían poca forma de saber cuándo escogería Naraku ponerse en marcha si eran capaces de empujarlo a ello. Era altamente improbable que alertase a Kagura de cualquier cambio en sus planes y no podían arriesgarse a que Kanna lo investigase por si la sorprendía y empezaba a sospechar.
Habían decidido que la mejor oportunidad que tenían de evaluar cuándo podría atacar sería vigilando a los wakō. En cuanto se encargaran de ellos y se informase a Naraku de su retirada, ahí es cuando sería más probable que hiciera un movimiento desesperado para conseguir la joya. Cierto es que era un riesgo, uno al que Inuyasha se opuso particularmente, pero a fin de cuentas era la mejor oportunidad que tenían.
Como precaución, Sesshoumaru había sido liberado en secreto de su confinamiento para que vigilara a Kagome. El arreglo era difícilmente ideal para cualquiera de los implicados y se complicaba todavía más por la necesidad de que Sesshoumaru mantuviera la farsa de su confinamiento al no ser visto, pero si acaso, Inuyasha sentía un reticente respeto por la fuerza del youkai.
Asignaron permanentemente a Akitoki Hojo a su guardia como otra precaución, su habilidad para permanecer cerca de ella sin atraer exageradas sospechas llevó a Inuyasha a decidir que esto era necesario. Por poco que le gustase la idea, el hombre había demostrado ser de confianza y su encaprichamiento con ella solo le haría trabajar más duro para asegurarse de que estaba a salvo.
Kagura era la última capa de defensa, su papel como informante de Naraku le permitía observar a Kagome atentamente sin levantar sospechas. Aunque no podía permanecer físicamente cerca de Kagome demasiado a menudo, podía usar el espejo de Kanna para echarle un ojo mientras también comprobaba si había movimiento por parte de los wakō.
Tras poco más de un mes de este teatro, Kagura al fin se había enterado de que los barcos del emperador chino habían alejado con éxito a los wakō. Kanna, quien había facilitado la conversación a través de su espejo, le había contado que los wakō se habían hartado por completo de las confabulaciones de Naraku y que Naraku era ahora consciente de que esta parte esencial de su plan se había venido abajo.
Todos se habían puesto muy alerta tras esto, esperando a ver si picaría el anzuelo. Y finalmente, como si fuera una señal, exactamente una semana más tarde había llegado la nota.
Kagome cerró los ojos con fuerza ante el recuerdo, su potencia casi la abrumó como lo había hecho muchas veces antes.
Ojalá lo hubieran sabido. Ojalá se hubieran dado cuenta de que Naraku era demasiado cauto y demasiado listo de lejos como para dejar que se le escaparan todos sus planes ante una misma persona.
La noche en que Kagome había recibido aquella nota, había creído instintivamente que era él. Aunque no era inusual que Inuyasha la llamara a una reunión bajo el manto de la noche, el Daigokuden era de algún modo una elección extraña para ello y el momento parecía demasiada coincidencia como para descartarlo sin pensárselo dos veces. Tendría sentido, también, que Naraku invocase el nombre de Inuyasha como forma de llamarla, en especial teniendo en cuenta el espectáculo que habían tenido tanto cuidado de montar para él.
Sí, había sentido con un frío escalofrío de certeza que este era él.
Había despachado una rápida nota para Inuyasha a través de una de los sirvientes de Chūsei para alertarlo, recalcándole a la mujer la importancia de que se la llevaran con toda la premura y que la vieran únicamente sus ojos.
Le había enviado otra nota a Hojo, al que había acosado para que descansase por aquella noche, el pobre guardia había estado en pie casi tres días seguidos con apenas un puñado de horas de sueño entre ellos. Él había intentado enviar a otro guardia que ocupase su lugar, pero Kagome se había negado, ya que estaba segura de que podía arreglárselas durante unas horas solo con los vigilantes ojos de Sesshoumaru y Kagura sobre ella.
Era imposible informar de un modo confiable a Sesshoumaru, pues se mantenía bien oculto, así que simplemente había tenido que confiar en que la seguiría. De forma similar, se podía contar con que Kagura mantuviese los ojos puestos en ella, así que seguramente la seguiría cuando la viera en pie y desplazándose a altas horas de la noche.
Había optado por no llevarse el arco, esperando que el elemento sorpresa fuese su arma más potente. Si Naraku creía que ella pensaba que simplemente se encaminaba a un careo con Inuyasha, llevarse un arma solo serviría para ponerle sobre aviso de que sabía más de lo que debería y podría acabar ahuyentándolo antes de que pudieran enfrentarse a él.
No, si querían que todo este esfuerzo significase algo, tendría que aparentar que caía del todo en su trampa y confiar en que sus compañeros estarían allí para respaldarla.
Pero entonces… Un estremecimiento la atravesó, el recuerdo de esos ojos dorados todavía ardía con fuerza en su imaginación.
No lo había sabido, Kagura se lo había contado a ellos más tarde. En todos sus largos años de forzada esclavitud, en todo lo que se había visto obligada a presenciar, nunca le había visto hacerlo, nunca había sabido del todo de lo que era capaz.
A decir verdad, una vez hubo fingido su muerte y se hubo marchado de la corte, rara vez lo había visto fuera del reflejo en el espejo de Kanna. Prefería moverse a través de encarnaciones y sirvientes, evitar arriesgarse nunca por completo a menos que la tarea fuera lo suficientemente crucial como para ameritarlo.
Había sabido que había cambiado algo en él, que no era el niño humano abandonado al que habían arrastrado a la corte hacía tantos años, pero nunca había sabido que pudiera ponerse el rostro y la forma de otro.
Esto se lo había dicho a Kagome después, el poco característico frunce de su ceño traicionó que la explicación iba más allá que una mera oferta de absolución de culpa por lo que había pasado. Aunque Kagura estaba más que dispuesta a usar cualquier herramienta a su disposición para liberarse de Naraku, Kagome sabía que en el fondo preferiría no verla herida si pudiera haberse evitado.
Deberían haber considerado la posibilidad, le había respondido Kagome, las palabras eran tanto una condena para ella como para Kagura. Con todo lo que sabían de Naraku, deberían haber considerado que no estaba más allá de usar una ilusión para atraparlos si podía.
Pero no había sido una mera ilusión. De algún modo había sido… más. Incluso lo que había experimentado en las tierras del clan Kitsune del norte palidecía en comparación.
Había entrado en el Daigokuden esperándose por completo un ataque y en cambio había habido… aquello. Cada aspecto de aquel monstruo había imitado al hombre al que amaba, incluso hasta la sensación de su youki y su aroma cuando se acercó él.
Y ella, como una tonta, había creído que Inuyasha había recibido su nota y que había ido corriendo al Daigokuden para encontrarse con ella. Que estaba allí para protegerla, para yacer a la espera en las sombras hasta la llegada de Naraku para asegurarse de que estuviera a salvo. Solo podía sentirlos a ellos dos allí, así que seguro que tenían un momento para prepararse antes de la llegada de Naraku. Tonta, tonta, tonta.
Cuando él había pronunciado aquellas palabras, las palabras que habían elaborado con tanto cuidado para convencer a Naraku de su debilidad, había experimentado una sensación de malestar tan profunda que era asombroso que no se hubiera doblado por la mitad con ella. Y había sabido con pavorosa certeza que su trampa se había vuelto contra ella. Tonta, tonta, tonta.
Su mente giró incontrolablemente, buscando cualquier forma en que pudiera rescatar esto. No habían trabajado tan duro, no habían llegado tan lejos, para que todo esto fracasase.
Gritar sería pedir la muerte, sus brazos apretados a su alrededor se habían asegurado de ello. Ni, cuando extendió sus sentidos, pudo sentir a ninguno de sus compañeros cerca, ¿dónde estaban ahora, precisamente?, lo que significaba que, incluso aunque se sacrificase, él probablemente desaparecería en la noche tras sacar la joya de su cadáver. No, por mucho que cada ápice de ella chillase en protesta, no podía gritar.
La única arma que le quedaba era la información. Si podía seguir su farsa el tiempo suficiente para encontrar una abertura, demorarse el tiempo suficiente para que sus compañeros llegasen hasta ella…
Y así, aunque todo dentro de ella maldijo contra ello, se había acercado al máximo.
Solo para descubrir que estaba por llegar una última traición.
Kagome se había pasado incontables horas desde aquel día reflexionando sobre lo que había pasado en aquellos últimos momentos, aunque mucho era un borrón después del momento en que la joya había emergido de su cuerpo. A pesar de darle vueltas una y otra vez en su mente, a pesar de reevaluar el momento desde cada ángulo que pudo concebir, en ningún momento se le hizo más claro por qué la joya había escogido aquel momento para traicionarla.
Cuando le había preguntado a Midoriko qué opinaba sobre el tema, la O-Miko pudo ofrecerle poco más que un frunce y una triste sacudida de su cabeza. La joya, dijo, no era algo de este mundo. Tenía una fuerza extraña, casi una voluntad, por sí misma, una que ningún mortal podría comprender nunca del todo. Lo que había hecho en ese momento, por qué había escogido emerger, era conforme a una voluntad que estaba mucho más allá de la de ellos.
Un frío consuelo, pensó Kagome, rozando distraídamente con los dedos la mitad restante de la joya que ahora colgaba de una cadena alrededor de su cuello. También se había vuelto fría ahora, el poder parecía haber salido en el momento en que se fracturó. Al principio, no había tenido ningún deseo de estar ni cerca de ella, la media esfera dentada no era más que un recordatorio de mil momentos que preferiría olvidar, pero a fin de cuentas no se atrevía a dejar ni su inútil cascarón al cuidado de nadie más.
Conteniendo un bostezo con la mano, Kagome se obligó a ponerse de pie y a estirar las extremidades. Estaba cansada, podía sentir la pesada presión del sueño emborronando sus pensamientos, pero sabía perfectamente, a juzgar por el oscuro giro de sus recuerdos, que esa noche el sueño no traería consigo un auténtico descanso. Era mejor permanecer despierta donde al menos podía opinar sobre su propio tormento.
—¿Kagome?
La voz era baja, vacilante. Kagome levantó la mirada a las ramas del árbol por encima de ella, apisonando el encogimiento instintivo que inspiró la visión de aquellos ojos dorados.
Inuyasha encontró su mirada, incluso la oscuridad fue incapaz de ocultar por completo la vacilación en su expresión. Kagome suprimió un frunce, sabiendo perfectamente que esa mirada era culpa suya y que cualquier señal de incomodidad por su parte solo serviría para enviarlo a toda prisa a la rama más alta de aquel árbol.
Tal había sido la espantosa e incómoda naturaleza de las cosas entre ellos desde aquella horrorosa noche. Rara vez abandonaba su lado si podía evitarlo, su presencia era una sombra constante al borde de su visión, pero no se acercaba mucho más que a la distancia de un brazo. Y, lo que quizás era peor, había momentos en los que no estaba segura de que quisiera que lo hiciera.
Aunque sabía, por los kami, sabía que no había sido Inuyasha al que se había enfrentado aquella noche, que no habían sido sus garras las que perforaron su carne o sus ojos fríos los que habían mirado mientras la vida manaba de ella, aquel conocimiento no había detenido las pesadillas que habían venido a continuación. No había detenido el sudor frío que inspiraba ver sus garras capturando la luz del fuego o el leve temblor de sus extremidades que ocurría en ocasiones cuando los ojos de él encontraban los de ella.
Peor que el que la traicionaran su propia mente y cuerpo, no obstante, era verlos traicionándolo a él. Inuyasha estaba demasiado en sintonía con ella como para no notar su cambio y había sido rápido en retirarse ante la primera señal de su incomodidad, aunque no estaba dispuesto a dejar que estuviera por completo fuera de su vista.
Su sentimiento de culpa por aquella noche, en sí mismo una herida que tardaría mucho tiempo en curar, solo se veía profundizado por el cambio en sus reacciones hacia él. ¿Y cómo podía convencerlo de que se perdonara, convencerlo de que no había nada que perdonar, cuando a ella le costaba mirarlo a los ojos la mitad del tiempo?
Naraku había sido exhaustivo en su engaño aquella noche, asegurándose de que tanto Inuyasha como Kagome estuvieran exactamente donde necesitaba que estuvieran. Kagura y Sesshoumaru, según le contaron a Kagome aquella misma noche, la habían visto salir de sus aposentos no mucho antes de la parte más oscura de la noche. La habían seguido, manteniendo sus respectivas coartadas y preparados por si esta era la señal de que al fin había llegado el momento.
La habían seguido durante todo el camino hasta el En no Matsubara, mirando mientras se sentaba entre las raíces a esperar. Inuyasha había llegado poco después que ella y se había levantado para recibirlo, hablando en voz tan baja que apenas pudieron captar una palabra de lo que se estaba diciendo.
Había estado hablando de la nota que le había enviado, había aportado Inuyasha con expresión oscurecida. Él había recibido una nota diciendo que ella necesitaba verle urgentemente y que estaría esperándolo en el En no Matsubara. Se había dado prisa para ir a su encuentro, preocupado porque quizás se hubiera torcido algo de su plan para ahuyentar a Naraku.
Había hecho una mueca cuando había pronunciado las palabras, con los puños apretados con tanta fuerza que ella había visto pequeños pinchazos de sangre donde sus garras perforaron la carne de sus palmas. Ojalá lo hubieran sabido.
Se había acercado a él, lo había rodeado con los brazos y le había dicho cuánto se alegraba de que hubiera venido. Incluso entonces, él no había sospechado nada, hasta su aroma era tal y como siempre había sido. No, no había sido hasta que ella había empezado a hablar, rogando su perdón por todo lo que había ocurrido entre ellos, que se dio cuenta de que algo iba mal.
Ante la primera señal de su sospecha, una barrera había brotado rápidamente alrededor de ellos en el En no Matsubara, la ilusión ante él se desarrolló en un abrir y cerrar de ojos. Ante él estaba un youkai menor del clan Taira, alrededor de su cuello había una extraña calabaza en la que pareció desvanecerse la imagen de Kagome.
El youkai había saltado rápidamente al ataque, pero había sido casi patéticamente fácil de destruir. La barrera, por su parte, demostró ser casi imposible de perforar incluso con la Tessaiga.
Kagura, no obstante, había reconocido la calabaza en cuanto se había revelado. Trabajando velozmente, había encontrado a Byakuya acechando justo en la periferia del En no Matsubara. Entre Sesshoumaru y ella habían conseguido arrinconarlo y derrotarlo con bastante rapidez.
Byakuya, dijo Kagura, era un maestro ilusionista, capaz de una profundidad de ilusión que incluso los kitsune envidiaban. La barrera había caído en cuanto habían acabado con él y, como había sospechado, encontraron en su calabaza varios mechones del pelo de Kagome. Con acceso a algo así, Byakuya podía crear una ilusión tan rigurosa que incluso a un padre le costaría distinguir la ilusión de su hijo del de verdad.
Rápidamente tras comprender eso, no obstante, comprendieron algo mucho más preocupante. El youkai al que Byakuya había escogido para que portara la ilusión era débil en el mejor de los casos, alguien que Naraku habría sido perfectamente consciente de que era demasiado débil como para derrotar a Inuyasha incluso con el elemento sorpresa de su lado. Lo que solo podía significar que el propósito de la ilusión nunca había sido matar a Inuyasha, sino simplemente atraerlo y contenerlo dentro de la barrera.
Apenas había compartido la idea en voz alta antes de que Inuyasha se marchara, volviendo a toda velocidad hacia el Dairi. Sesshoumaru y Kagura no pudieron hacer otra cosa que seguirlo.
Habían encontrado sus aposentos vacíos a su regreso, salvo por su asistente de la noche, que todavía dormía profundamente. La pobre mujer casi se había vuelto histérica al ser despertada abruptamente por las llamadas frenéticas de Inuyasha por Kagome, su aflicción solo creció cuando Inuyasha exigió respuestas al no encontrar a Kagome por ninguna parte.
Afortunadamente, la mujer quedó dispensada de más interrogatorios con la llegada de una sirvienta con la cara roja y sin aliento. Había estado buscándolo frenéticamente por el Dairi, habiéndole confiado Kagome una nota para él que le habían dicho que era crucial que recibiera.
La nota los había hecho ir corriendo durante el resto del camino al Daigokuden, donde la habían encontrado aferrándose con su último aliento a la joya mientras Naraku intentaba sacársela.
De un modo retorcido habían sido afortunados, había dicho Kagura en voz baja, sus ojos todavía vagaban sobre el destrozado bulto de carne que una vez había sido su torturador con ceñuda satisfacción. La pelea por la joya había distraído a Naraku lo suficiente como para evitar que se diera cuenta de que se aproximaban y había evitado que huyera hasta que fue demasiado tarde. El cabrón los había superado en astucia, pero al final aun así lo habían derrotado.
Kagome había temido que Inuyasha fuera a atacarla entonces, con sus nudillos blancos contra la empuñadura de su espada donde la tenía agarrada. Aunque Kagome estaba bastante segura de que las palabras habían tenido la intención de ser una suerte de extraño halago hacia ella, había estado tentada de intentar golpear ella misma a la mujer.
—¿Kagome?
La repetición de su nombre la sacó abruptamente de sus pensamientos y Kagome parpadeó, sorprendida al darse cuenta de lo rápido que se había dejado llevar de nuevo por la corriente de esos recuerdos. Quizás se debía sencillamente a una falta de sueño, pero últimamente parecía perder el hilo de esta forma cada vez más y más frecuentemente.
Forzó una sonrisa, negando con la cabeza.
—Perdón —dijo—. Me quedé ensimismada por un momento. ¿Va todo bien?
Inuyasha frunció ligeramente el ceño, negando con la cabeza.
—No —dijo—. Digo, sí, estoy bien. Es que… ¿tú…?
Se interrumpió, desconcertado como tan a menudo parecía estar ahora con ella. Kagome cerró más la manta alrededor de sus hombros, obligando a su sonrisa a no vacilar.
—Solo estoy teniendo algunos problemas para dormir —dijo en lo que esperaba que pasase por un tono informal—. Solo quería estirar un poco las extremidades, despejar la cabeza, ¿sabes? Nada de lo que preocuparse.
Inuyasha hizo un pequeño asentimiento, aunque nada en su expresión indicó que no estuviera preocupado por ello.
—Quieres… ¿hablar de ello?
Kagome parpadeó, conteniendo otro frunce. La pregunta pendió pesadamente en el aire entre ellos.
Aunque Inuyasha le había limitado los movimientos al Dairi y actuó casi como una segunda sombra para ella durante la semana que había pasado desde aquella espantosa noche, habían hablado extraordinariamente poco entre ellos en todo aquel tiempo. Al principio, Kagome había sido capaz de descartarlo como la impresión, ambos necesitaban tiempo para procesar la enormidad de todo lo que había ocurrido.
Pero a medida que pasaron los días y el silencio solo continuó creciendo, de repente pareció que había demasiado de lo que hablar y que no había suficientes palabras en el mundo entero para expresarlo todo. Todos sus pensamientos y sensaciones desde aquella noche habían parecido irremediablemente enredados e incluso la idea de intentar invocar la energía para desenredarlos la había dejado sintiéndose drenada.
Pero no podían continuar así. El mayor de sus problemas se había solucionado con la muerte de Naraku y la destrucción de la joya, pero difícilmente podían permitirse quedarse sentados y descansar. Todavía estaba la nueva rama del Ministerio, la cuestión del clan Taira, la amenaza distante de Menōmaru, el problema del trato a los sirvientes dentro de la corte, la compleción de sus acuerdos con las aldeas, la cuestión de una emperatriz y de un heredero…
Kagome presionó una mano contra su sien como si pudiera ralentizar el torrente de sus pensamientos. No, todavía quedaba mucho que hacer como para que pudieran seguir así, cada uno de ellos andando de puntillas alrededor del otro.
Abrió la boca, decidida a romper finalmente el silencio.
—Esta noche no —se descubrió diciendo, sorprendida ante las palabras incluso mientras la abandonaban—. Creo que solo necesito descansar.
Su mirada cayó al pie del árbol, sus manos aferraban la tela de la manta. Cobarde, se maldijo. ¿Cuándo se había vuelto tan cobarde?
—Oh —dijo él e, incluso sin mirar, ella supo que se estaba retirando—. Sí. Perdón. M-Montaré guardia. Descansa un poco.
Así era ahora. Aunque se habían pasado cada noche de la última semana en su sitio, metidos al fondo del jardín adjunto a los aposentos de Inuyasha, el hanyou no había intentado dormir a su lado ni una vez. A Kagome estaba empezando a preocuparle que no estuviera durmiendo en absoluto, pasando cada noche montando guardia para ella desde las ramas del árbol justo al lado del edificio.
La única vez que había conseguido tragarse los nervios durante el tiempo suficiente para invitarlo a entrar, la había rechazado tan rápidamente que casi había hecho que le diera vueltas la cabeza. No iba a arriesgarse a dejarla desprotegida, había dicho, poniendo fin a la conversación antes de que pudiera empezar siquiera.
Había pensado por un momento en intentar hacer que entrara en razón. Naraku ya no estaba, había querido decir. ¿Qué otra amenaza era tan apremiante para que necesitara que la protegieran noche y día?
Pero al final no había dicho nada, perfectamente consciente de que lo que lo impulsaba a mantener esta vigilia constante sobre ella no era algo con lo que se pudiera razonar. Tenía su propio miedo irracional contra el que luchar, después de todo, y para esa espantosa parte de ella era un alivio no arriesgarse a sentir esas manos con garras contra su piel mientras dormía.
—Buenas noches, Inuyasha —murmuró, suprimiendo un suspiro mientras se giraba para entrar.
—… Buenas noches, Kagome.
Dentro, Kagome se acomodó sobre el futón, decidida a permanecer despierta a pesar del insistente tirón del sueño contra todos sus sentidos. El sueño solo traería consigo más de las mismas pesadillas y ya tenía suficiente de lo que preocuparse en el mundo en vela como para querer aumentarlo.
Fuera pudo sentir a Inuyasha moviéndose, acomodándose para una larga noche propia. Permitió que un suspiro escapase finalmente de ella, descansando la cabeza sobre sus rodillas dobladas.
Lo habían conseguido, se dijo que lo había conseguido.
… Pero ¿a qué precio?
La mañana siguiente amaneció con inesperada claridad. O quizás había agotado al fin su capacidad para una pena sin objetivo.
En cualquier caso, Kagome decidió, mientras la luz empezaba a trepar lentamente a la habitación a su alrededor, que era el momento de volver a ponerse en marcha. Sencillamente no podían seguir refugiados en el Dairi, en especial cuando no había ninguna explicación que pudieran ofrecerle a nadie de la corte para explicar la razón.
Incluso era probable que los Taira, había dicho Kagura, ignorasen ampliamente que hubiera cambiado nada. Por lo que sabía, Kanna, Byakuya y ella eran algunos de los pocos entre ellos que estaban siquiera al tanto de la existencia de Naraku. Puede que algunas otras marionetas entre ellos pudieran encontrar de repente cortados sus hilos, pero era difícil saber cuánto serían conscientes siquiera del cambio.
Más razón todavía para ver cómo estaban, pensó Kagome. Sería una buena estimación del estado de las cosas entre ellos, juzgar por sí mismos si allí había alguna razón más para preocuparse.
Y la mejor forma y la más rápida que se le ocurrió de hacerlo por el momento sería retomar sus paseos por la corte. Podrían inventar un evento más adelante, una celebración de algún tipo, para reunir a los clanes e investigar más, pero para eso necesitarían tiempo y alguna suerte de pretexto. Un paseo bastaría por ahora.
Quizás les vendría bien también un regreso a la rutina. Quizás si actuaban como lo habían hecho antes, atendían sus deberes como lo habían hecho antes, las cosas podrían ser un poco como lo habían sido antes.
Kagome asintió para sí, frotándose sus ojos adormilados para despejarlos y obligándose a levantarse. Hora de ponerse a ello.
Inuyasha descendió rápidamente a su lado cuando salió. Cerca, pero no demasiado cerca. Ya nunca demasiado cerca.
—Hoy tenemos que salir a la corte —dijo, evitando cualquier pregunta sobre su bienestar—. Los paseos. Es hora de retomarlos. Iré a prepararme y me reuniré contigo en breves en el Daigokuden.
Captó su encogimiento por el rabillo del ojo. Su elección de ubicación podría ser un poco dura, pero parecía adecuada. Si alguna vez iban a dejar que parase de obsesionarlos el espectro de aquella noche, tenían que enfrentarlo de frente. ¿Y qué mejor momento que mientras se veía acicateada por un momentáneo estallido de valor?
—Kagome…
Sostuvo una mano en alto para impedir la discusión que podía oír formándose detrás de aquella única palabra. Respirando hondo, se obligó a mirarlo directamente a los ojos.
Inuyasha parpadeó, retrocediendo casi instintivamente medio paso de ella. ¿De verdad había pasado tanto tiempo desde que lo había mirado a los ojos?
—Creo que es la hora —dijo, intentando suavizar su expresión incluso mientras su pulso traidor se aceleraba al verlo—. Incluso ya no… incluso ya no estando él, tenemos deberes de los que ocuparnos, responsabilidades para con quienes nos rodean. Necesitábamos tiempo para recuperarnos y nos lo tomamos, pero no podemos escondernos y lamernos las heridas eternamente. ¿O si no qué sentido tuvo todo?
Un frunce bordeó los labios de Inuyasha y ella casi pudo ver la negativa saltar de sus labios. Pero, sorprendentemente, pareció pensar mejor las palabras, bajando la mirada al suelo entre ellos.
—¿Estás segura? —dijo tras un instante, su voz inusitadamente suave—. Tú… digo, yo… No tienes que hacer esto, Kagome. Lo que te pasó… kami, Kagome, nadie te culparía por tomarte más tiempo. Por descansar. Podrías quedarte en el Dairi. Podría doblarte la guardia, asegurarme de que estés a salvo…
Las palabras fueron pronunciadas con cierto grado de resignación, como si supiera perfectamente, incluso mientras las decía, que ella no estaría de acuerdo. Kagome quiso estirarse, quiso tocarle la mano, pero descubrió que no podía obligarse del todo.
—No te voy a dejar solo para que lidies con todo esto mientras yo me escondo —dijo en cambio—. Hemos llegado hasta aquí juntos, ¿no? Y algunas cosas… algunas cosas llevan su tiempo, pero preferiría pasar el tiempo continuando con nuestro trabajo a obcecarnos infinitamente con algo que no puede ser cambiado.
Él profundizó su frunce ante eso, sus ojos buscaron los de ella desde la periferia de sus pestañas.
—Kagome… te he fallado tantas veces…
—¡Sabes que no pienso eso!
—Tú no —contestó, negando con la cabeza—. Tú no. Tú nunca intentas culpar a nadie, incluso cuando hay culpa más que suficiente como para repartirla. Pero yo…
Se interrumpió. Kagome frunció el ceño, sintiendo los primeros parpadeos de ira calentándole las extremidades. La sensación fue un alivio, casi un consuelo, tras la pasada semana de vacío y miedo.
—Entonces ¿qué? —dijo, las palabras emergieron con un poco más de dureza de la que había pretendido—. ¿Preferirías estar sin mí? ¿Preferirías encerrarme en una jaula hecha por ti a lidiar con el hecho de que no puedes controlarlo todo?
—Si te perdiera…
—Seguirías adelante —dijo Kagome, mirándolo directamente a los ojos—. Porque no tenemos el lujo de desmoronarnos. Esta nación, su gente, dependen de ti, Inuyasha, y sé que no es justo, pero no hay nada que podamos hacer para cambiarlo. Estaré a tu lado, lo asumiré contigo, hasta mi último aliento, pero necesito que seas capaz de seguir adelante sin mí llegado el caso.
Inuyasha retrocedió, el dolor en su rostro tan crudo como si le hubiera golpeado. Negó con la cabeza, sus ojos escrutaron los de ella.
—Tú no lo entiendes —dijo finalmente—. Yo tengo que vivir con esta mierda, lo entiendo, pero tú… Yo te hice esto. Yo te traje aquí. Yo me negué a dejarte ir cuando pude haberlo hecho. Kami, estuve de acuerdo con ese puto estúpido plan y te mató.
Kagome sintió que un temblor la barría ante las palabras, se sintió tensarse contra ellas. Sintió el mordisco de las uñas contra sus palmas mientras sus manos se curvaban en puños a sus costados.
—Lo entiendo perfectamente —dijo con mordacidad—. Pero me niego a convertirme en otra carga que tengas que acarrear. No lo haré. Así que reúnete conmigo en el Daigokuden o no lo hagas, pero en cualquier caso yo voy a ir.
Giró sobre sus talones, andando a zancadas lo más rápido que pudo a través del pequeño hueco en el muro del jardín y de regreso a su residencia. Notaba el rostro acalorado y podía oír el repiqueteo de su pulso en los oídos. Se obligó a detenerse y a respirar hondo cuando estuvo claro que Inuyasha no la estaba siguiendo. Se quedó justo fuera de la pasarela a sus aposentos y presionó una mano contra su pecho, disponiéndose a recomponerse de nuevo.
Parte de ella se sentía mal por haber estallado contra él. Sabía perfectamente que su preocupación por ella venía de una buena posición, de una posición de querer asegurarse de que estaba a salvo y de que mantenía su palabra de protegerla.
Pero en ese momento sencillamente no quedaba en ella lo suficiente como para recibir sus preocupaciones con ninguna elegancia. Incluso solo ese ligero recordatorio de lo que había ocurrido saliendo de él, saliendo del rostro al que había mirado mientras había yacido muriendo, fue suficiente para hacer que sintiera como si le hubieran arrastrado los nervios sobre rocas dentadas.
Kagome suspiró, negando con la cabeza. Eso no era culpa de Inuyasha. Esa culpa yacía con un hombre muerto y ya era hora de que pusiera el resultado de ello a descansar con él. Asumiendo que Inuyasha optase por participar en el paseo, simplemente tendría que disculparse con él por reaccionar de forma excesiva.
Asintiendo para sí, Kagome se dirigió a sus aposentos para empezar con los preparativos.
Inuyasha sí terminó apareciendo en el Daigokuden, aunque para su disgusto, Kagome fue incapaz de disculparse como pretendía cuando lo hizo. En cambio, le había ofrecido un breve asentimiento antes de escapar del edificio lo más rápido que pudieron llevarla sus pies, cada sombra de aquella habitación estaba llena de una oscuridad que amenazaba con asfixiarla si se quedaba demasiado tiempo. Sin duda había subestimado la influencia que el lugar todavía albergaba sobre ella.
Inuyasha, al parecer más en posesión de sí mismo de lo que lo estaba ella, fue lo bastante amable como para no hacer comentarios sobre su salida apresurada o el sudor frío que debía de haber estado brillando en su frente. Aunque una falta de comentarios pronto demostró ser la tónica general del día, los dos recorrieron la corte con apenas una palabra intercambiada entre ellos.
Kagome solo podía asumir que debía de seguir irritado con ella ante su arbitrio al insistir en que salieran a la corte. Pero daba las gracias porque, a pesar de cualesquiera hostilidades que pudiera estar albergando, aun así, hubiera decidido acompañarla. La sensación de los ojos de los cortesanos recorriéndola, la presión de ellos cuando se atrevían a acercarse, fue suficiente para arrancarle rápidamente cualquier bravuconería que hubiera sentido aquella mañana y la sólida presencia de Inuyasha a su lado era a menudo lo único que evitaba que huyera de vuelta a la seguridad de su sitio en el Dairi.
Materialmente, no había mucho cambio que pudiera observar mientras iban de un lugar a otro. Los cortesanos parecían haberse tomado su retirada de la última semana como una consecuencia natural de que estuvieran trabajando de cerca con los nombrados en la ahora ampliamente rumoreada nueva rama del Ministerio. Aunque Kagome no estaba excesivamente emocionada por saber que se había corrido la voz sobre ello antes de que lo hubieran pretendido, se sentía aliviada al ver que no parecía haber ninguna inmediata y acérrima oposición a ella.
De manera similar, los cortesanos continuaban estando infinitamente absortos en especulaciones sobre cuándo podría hacerse el anuncio de la elección de Inuyasha de una emperatriz y de cualesquiera consortes. Parecían convencidos de que el aislamiento de la semana debía de ser una señal de que sería pronto. Kagome rompió en otro sudor frío ante la sola mención de ello, un agujero se abrió en su estómago que medio esperaba que se la tragara entera.
Evitó deliberadamente mirar a Inuyasha cada vez que se insinuaba el tema, aunque sintió la fuerza de su presencia incrementarse insoportablemente cada vez. Parecía que hacía una eternidad que habían decidido que hacer circular el rumor de la selección de una emperatriz sería un componente clave para atraer a Naraku. Pero todos habían estado de acuerdo en que era buena idea, y se acercaba rápidamente el momento en que tendrían que lidiar con las repercusiones de esa decisión.
Pero todavía no, decidió Kagome, ofreciendo no más que vagas declaraciones y sonrisas educadas a cualquier cortesano que insinuara la cuestión. Podía esperar un poco más, seguro que solo un poco más hasta que pudieran calmarse otra vez.
Pero, afortunadamente, a pesar de toda la incomodidad que trajo, el paseo no llegó a ser un completo desperdicio. Al principio, Kagome se preocupó cuando no vieron a ni un miembro del clan Taira mientras paseaban, pero la rareza de esto le afectó rápidamente. ¿Qué probabilidades había de que ni un solo miembro de los Taira estuviese fuera, incluso después de que se corriera la voz con la reaparición de Inuyasha y ella?
La rareza de esto la llevó a guiar sus pasos gradualmente hacia la casa principal de los Taira. Allí los encontraron, o al menos a algunos de ellos, moviéndose sin energía. Estaban callados, atentos de un modo que Kagome no había visto nunca antes en ellos. Era como si estuvieran emergiendo de un largo sueño, parpadeando con ojos confusos contra la fuerte luz e intentando distinguir la realidad de los sueños.
O quizás de las pesadillas, pensó Kagome, observando la cualidad encantada de sus miradas. En cualquier caso, las respuestas vacilantes y las retiradas apresuradas de los pocos a los que sí consiguieron acercarse fueron un claro indicativo del estado de las cosas en la casa de los Taira. Tendrían que seguir vigilándolos durante un tiempo para asegurarse, pero en cierto modo era alentador ver que los Taira bien podrían haber sido igual de víctimas en todo esto que el resto de ellos.
Con su objetivo principal alcanzado, Kagome decidió que lo mejor era que volviesen al Dairi, ya que podía sentir cada vez más el nerviosismo de Inuyasha. O quizás era el suyo, sus nervios se ponían cada vez más y más de punta con cada encuentro.
En cualquier caso, no había necesidad de empujarse hasta romperse en su primera empresa de nuevo en el exterior. Naraku ya no estaba. Podían permitirse tomarse las cosas de una en una sin que su amenaza se cerniera sobre ellos.
Su regreso al Dairi lo hicieron ampliamente en el mismo silencio que había impregnado la salida de ese día. Kagome abrió la boca algunas veces, buscando algún comentario que pudiera desencadenar una conversación entre ellos sobre lo que habían observado ese día, pero en cada ocasión, una rápida mirada a Inuyasha la detenía en seco.
No era precisamente ira lo que observaba en él. No, habría comprendido su cólera. Allí había algo más profundo, algo que no reconocía en él, y fue eso más que nada lo que detuvo su lengua.
Se separaron con la más simple de las despedidas, sin hacer mención alguna siquiera a verse aquella noche. Aun así, Kagome se escabulló de sus aposentos y fue aquella noche a su sitio, su asistencia de cada noche por parte de las cortesanas se había detenido la noche del incidente. Por mucho que a Kagome le cayesen bien la mayoría de las mujeres, no tenía mucha prisa por retomar la práctica.
Se sintió aliviada al encontrar a Inuyasha allí. Ya había adoptado su posición en el árbol, no obstante, y varios débiles intentos por parte de ella no cosecharon el éxito de que se moviera. Se acomodó en el porche, hablando durante un tiempo en voz alta de sus observaciones del paseo y sus pensamientos al respecto. De algún modo era más fácil decirlo sin tener que mirarlo a los ojos mientras lo hacía.
Él ofreció algunas palabras de reconocimiento aquí y allá, pero había una vaguedad en sus respuestas que le dijo que tenía la cabeza en otra parte. Tras un tiempo, se rindió en hacer que compartiese sus propios pensamientos, dándole las buenas noches tras acurrucarse sola en el futón de ambos.
Lo habían conseguido, se recordó por lo que le pareció la milésima vez mientras estaba allí acostada. Lo habían conseguido y tenían tiempo. Seguro que, con un poco de tiempo, las cosas empezarían a volver a parecer normales.
Su sueño esa noche fue afortunadamente sin sueños, pero se despertó para descubrir que la hueca sensación de su pecho solo se había incrementado.
—¿Sería de mal gusto decirle a una persona que ha muerto que parece un fantasma?
Kagome se descubrió mirando con ojos muy abiertos a la mujer que tenía delante mientras su mente intentaba procesar la absurda afirmación, abriendo la boca en la que estaba segura que era la mayor y más impropia imitación de un pez.
Kagura hizo una mueca ante la visión, confirmando bastante rápido esa sospecha. Aun así, había una leve diversión en aquellos ojos rojos como la sangre mientras levantaba un hombro en un encogimiento despreocupado.
—Sin duda de mal gusto, entonces. Apuntado —dijo—. Sin embargo, el tema sigue siendo que tienes un aspecto tremendamente espantoso, en especial para alguien que debería estar ahora mismo disfrutando de su victoria.
Kagome sintió que le funcionaba la mandíbula, pero no emergió ningún pensamiento coherente y, tras un momento, simplemente negó con la cabeza.
—Por favor, dígame, Kagura-sama, que no ha venido a buscarme sencillamente para avasallarme —dijo finalmente, conteniendo un suspiro.
Una sonrisa que decía claramente que eso era exactamente lo que había estado haciendo iluminó el rostro de Kagura. Ofreció otro ligero y completamente impenitente encogimiento de hombros.
—Avasallar parece un poco fuerte —dijo—. Después de todo, ¿no preferirías saber cuándo estás hecha un desastre en lugar de tener a todo el mundo susurrando sobre ello a tus espaldas? Además, difícilmente diría que haya venido a buscarte. Simplemente resulté verte mientras iba de camino a mi destino y pensé que al menos debería parar a saludarte.
—Y cuán verdaderamente único saludo ha sido —respondió Kagome astutamente—. Pero por favor, no permita que le evite llegar a su destino. ¿A dónde se dirige…?
Se interrumpió, sus ojos se posaron en el ala del Chūwain que era justo visible a través de la entrada de la sala de archivos en la que estaba sentada. Sintió una sonrisa tirándole de las comisuras de los labios, deslizó de nuevo los ojos a la mujer que tenía delante.
—Ah —dijo, sintiendo que lo justo era que se burlase un poco ella misma—. Se dirigía a un encuentro clandestino, ¿no, Kagura-sama?
La sonrisa de Kagura solo se ensanchó más, la curva de aquellos labios rojos como la sangre se tornó definitivamente malvada.
—¿Qué puedo decir? —dijo—. Hay que compensar tanto tiempo perdido. Y sí que lo compensamos. Vaya, a veces incluso lo compensamos dos o tres veces en un día…
—¡Kami! —exclamó Kagome, conteniendo la necesidad juvenil de taparse los oídos incluso mientras podía sentir que le ardía el rostro.
—¿Qué? —dijo Kagura—. Como si fueras tan inocente. Vaya, imagino que, si se parece en algo a su hermano, es un milagro que consigáis hacer otra cosa en un día.
—No, no, no, no —interrumpió Kagome, negando con la cabeza—. No vamos a tener esta conversación ni de broma. No.
Kagura se rio y verla distrajo momentáneamente a Kagome de su humillación. El sonido era fuerte, más fuerte de lo que habría sido aceptable en compañía educada, y en su rostro había un descontrolado regocijo que era contagioso. Parecía… libre.
Kagome sintió que su cólera se evaporaba como la bruma de la mañana temprano a la vista del sol que se alzaba, sintió por primera vez desde aquella noche que algo del peso se levantaba de sus hombros. Kagura era libre. Lo habían conseguido.
—Yo… —dijo, interrumpiéndose cuando se dio cuenta de que no estaba del todo segura de qué quería decir—. Siento que no hayamos sido capaces de encontrar todavía un arreglo mejor para Sesshoumaru-sama fuera del Chūwain.
Algo del júbilo salió de la expresión de Kagura, pero permaneció el brillo de sus ojos. Ofreció un pequeño encogimiento de hombros como si el confinamiento continuado del daiyoukai no fuera de particular importancia.
—Creo que todos entendemos que esa es una situación complicada —dijo—. Es decir, hizo un intento de traición muy públicamente. Y de asesinato. Yo también, para el caso, pero mis esfuerzos fueron lo suficientemente discretos como para que todavía se me permita estar entre compañía educada.
»Además, tanto él como yo entendemos que estamos medio en deuda contigo tras lo que ocurrió aquella noche. No tenías obligación alguna de ponerte en peligro como lo hiciste, pero aun así escogiste hacerlo. En cuanto al resto… bueno, ahora tenemos tiempo. Tiempo y libertad. Con esas dos cosas, todo lo demás se vuelve posible.
Lo demás lo dijo más para sí que para Kagome, una suave sonrisa apenas le levantó las comisuras de los labios. Kagome sintió que una sonrisa en respuesta le tiraba de las comisuras de su boca.
El traqueteo de la puerta shoji siendo prácticamente abierta de golpe sacó la sonrisa de su rostro. Un guardia estaba allí entre su guardia asignada, con la cara roja y esforzándose por recuperar el aliento.
—O-Miko-sama —jadeó—. Se solicita urgentemente su presencia en la residencia Tachibana. Tachibana Sango-sama y su equipo han regresado, pero uno de ellos está herido de gravedad.
Kagome estuvo en pie casi antes de que hubiera terminado de hablar, sintiendo como si el corazón se le hubiera subido a la garganta.
—Lléveme con ellos —dijo.
—O-Miko-sama —interrumpió uno de sus guardias con vacilación—. Solo informamos a Su Majestad de que iríamos al Chūwain y volveríamos. Tendríamos que informar a Su Majestad y que diera su aprobación antes de…
—No hay tiempo para eso —espetó Kagome, apenas capaz de pensar más allá del creciente pánico que le llenaba el pecho. ¿Quién estaba herido? ¿Cuán gravemente?
—Yo puedo informar a Su Majestad —aportó Kagura, levantándose para ponerse al lado de Kagome—. Solo debería llevarme un momento y estoy segura de que el Tennō-sama no desearía evitar que ella acudiera al lado de sus compañeros si necesitan ayuda.
—Y si no lo entendiera, dígale que yo les obligué —dijo Kagome, pasando junto a ellos—. Gracias, Kagura-sama. ¡Por favor, pídale a Su Majestad que se reúna con nosotros en la residencia Tachibana en cuanto pueda!
Kagura asintió y Kagome captó un atisbo de ella desapareciendo en un remolino de viento mientras avanzaba, su guardia se vio obligada a seguirla. Tomó los escalones que bajaban del Chūwain de dos en dos, rompiendo a correr en cuanto sus pies bajaron del último peldaño.
Estaba sudando a pesar de lo templado del día para cuando llegó a la residencia Tachibana, un fuerte punto en su costado le recordó dolorosamente cuánto se había acostumbrado a la vida sedentaria del Dairi.
Había una oleada de actividad rodeando las puertas que daban a la residencia, sirvientes yendo rápidamente de aquí para allá y cortesanos reunidos allí para intentar discernir de qué iba aquel escándalo. La guardia de Kagome le abrió el camino para que los dejara atrás y les concedieron el paso sin hacer preguntas en cuanto los guardias de la puerta vieron quién era ella.
El guardia que había ido a buscarla tomó la delantera cuando entraron, guiándolos más allá de grupos de sirvientes angustiados y de miembros del clan Tachibana. Los llevó por un pasillo que daba a un edificio anexo grande que Kagome recordaba vagamente que estaba normalmente reservado para visitantes que se alojaban con el clan.
En cuanto entraron en una de las habitaciones más grandes del edificio, el caos circundante se acalló abruptamente, solo había un puñado de personas presente en la habitación amontonado alrededor de algo en el centro.
Los ojos de Kagome fueron inmediatamente a la figura familiar de una mujer arrodillada al lado de lo que se dio cuenta que era un futón cuando se acercó más. La mujer levantó la cabeza de golpe ante su acercamiento, ensanchando los ojos.
—¡Kagome!
—¡Sango!
Las dos mujeres casi se lanzaron la una a la otra, encontrándose en un abrazo que casi sacó todo el aliento restante de los pulmones de Kagome. Aun así, Kagome solo se aferró con más fuerza, parte de ella convencida de que, si la soltaba, era posible que la otra mujer sencillamente se desvaneciera.
—Kami —dijo Sango con voz entrecortada, el temblor de sus extremidades resonó a través de Kagome mientras se agarraba a ella como a un salvavidas—. Kami, me alegro tanto de verte. Ha… ha sido espantoso. Seguimos a Kohaku y… kami, es Miroku. ¡Tienes que ayudarle! ¡Por favor, tienes que…!
Un ascendiente sollozo ahogó sus palabras. Kagome la empujó hacia atrás solo lo suficiente para verle la cara. Las lágrimas recorrieron lo que parecían ser varios días de mugre aferrándose a sus mejillas. Las bolsas bajo sus ojos eran tan profundas que casi parecían moratones y había moratones de verdad manchando casi cada punto de piel visible. Parecía como si la hubieran arrastrado por la séptima capa del infierno, pero hasta donde podía ver Kagome, no tenía heridas que pusieran en riesgo su vida.
Sus ojos se lanzaron a la figura que yacía prona en el futón y sintió que se le hundía el estómago.
Miroku yacía allí, quieto como si estuviera muerto y el doble de pálido bajo una capa de suciedad que rivalizaba con la de Sango. Un brillo de sudor cubría su piel, tenía el ceño fruncido de dolor incluso estando inconsciente. Varios de los hombres que lo rodeaban, curanderos de la corte, a juzgar por su apariencia, trabajaban para quitar un poco de la mugre, para enfriar su fiebre e identificar la herida.
Kagome se retorció, negándose a dejar marchar a Sango mientras apretaba su mano con fuerza y se arrodillaba al lado del houshi. Los curanderos les dejaron espacio cuando se arrodillaron a su lado, los ojos de Kagome recorrieron su figura de la cabeza a los pies. Estaba delgado, pálido, sudando como si estuviera en los más profundos estertores de una fiebre, pero no había ninguna señal evidente de una herida en él.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Kagome, su mano tembló débilmente mientras se estiraba para agarrar la de él, que yacía sobre las mantas. Estaba tan caliente que casi la soltó de la sorpresa, la calidez irradiaba de él más allá de nada con lo que se hubiera encontrado nunca.
—Su mano —se obligó a decir Sango más allá de las lágrimas que amenazaron con abrumarla—. Seguimos… seguimos a Kohaku, pero era… era una trampa. Estaban esperando. Saimyōshō, tantos que no tuvimos ninguna oportunidad. Atacaron y él… Miroku abrió una especie de… algo que tiró de los saimyōshō hacia dentro de su mano. ¡Dentro de su mano, Kagome! Y entonces… entonces la cosa de su mano se cerró sin más, pero era demasiado tarde. Se desplomó y…
Las lágrimas finalmente la abrumaron, días y días de desesperación apenas contenida por la delgada esperanza de que quizás, solo quizás pudieran llegar a tiempo. Kagome apretó la mano alrededor de la de ella, su mente se puso en marcha para encontrarle sentido a la historia.
Sus ojos cayeron sobre la otra mano de Miroku y cayó en la cuenta de la falta de rosario a su alrededor. El rosario sellaba su maldición. Pero el rosario ya no estaba. Naraku ya no estaba. La maldición ya no estaba. La maldición ya no estaba.
El vertiginoso momento de alegría ante la idea se vio rápidamente extinguido por la visión muy real de su amigo todavía sufriendo ante ella. Se esforzó por reunir sus pensamientos, intentando hacer que sus sentidos espirituales lo soportaran.
Su mano, la mano contraria a donde estaba ella, algo iba mal con ella. Y fuera lo que fuera, se estaba esparciendo, un violeta oscuro similar a un rasguño degradándose con finos dedos desde su mano, ascendiendo hacia el resto de su cuerpo. Pero no había llegado a su corazón.
—Podemos salvarlo —exclamó, poniéndose rápidamente en pie y yendo a su otro lado—. ¡Podemos salvarlo! ¡El veneno todavía no le ha llegado al corazón!
Cayó de rodillas a su otro lado, agarrando su mano entre las de ella. El calor que emanaba de su piel era impresionante, casi bastó para hacer que le soltara la mano de la sorpresa. Fuera cual fuera el veneno que contenían los youkai que había absorbido, era increíblemente potente, amenazando su vida incluso cuando al fin la maldición se había levantado de él.
Kagome cerró los ojos, su sentido espiritual se enfocó en ese veneno. La cantidad que podía sentir dentro de él era inmensa, gruesos zarcillos trepaban lentamente a través de casi cada parte de él. Su respiración era trabajosa incluso en la inconsciencia, su pecho se alzaba en cortos y bruscos jadeos que revelaban la intensa cantidad de dolor que debía de estar padeciendo.
Empujó su poder dentro de él a través de su mano, lo dispuso para que ralentizase la lenta extensión de aquel veneno antinatural. Se esforzó, buscando la fuente de su poder más allá de aquel lugar maldito de su cadera. Eso ahora ya no estaba y dependía de ella salvar a este hombre, su primer amigo en la corte.
La bilis subió a su garganta, los temblores se esparcieron por su figura mientras se hundía más y más en busca del poder suficiente para combatir el veneno. Los dispuso a enjaular el veneno, a obligarlo a retroceder poco a poco. Pronto estuvo sudando por el esfuerzo, le temblaban tanto las manos que era una lucha el solo agarrarse a él. Aun así, se dispuso a continuar, decidida a que purgaría tanto de ello de su interior como fuera posible.
De repente, sintió un par de manos cayendo sobre sus hombros, arrastrándola a la fuerza hacia atrás para alejarla de él. Kagome parpadeó, desorientada y sorprendida al encontrar a Midoriko a su lado.
—¿No nos oías llamándote? —dijo con voz severa—. Tienes que parar. ¡Más y te arriesgas a drenarte por completo!
—Pero… —jadeó Kagome, esforzándose por recuperar el aliento—. El veneno… tengo que purificarlo. Miroku todavía está…
—Déjame ayudar —dijo Midoriko, suavizando su tono—. Después de todo, por eso me han llamado. Parece que has conseguido contenerlo. Con la cantidad de shōki de dentro de él, puede que eso sea lo mejor que podamos hacer por el momento.
Una mirada al houshi mostró que su respiración se había ralentizado y que la tensión de su expresión se había aliviado un poco. Parecía haber caído en un sueño más natural, lo que sin duda era una señal de mejoría. Aun así, Kagome vaciló, incapaz de obligarse a apartarse de él hasta que estuviera segura de que estaría bien.
Midoriko le lanzó una mirada severa, apartándola suavemente de en medio y ocupando su lugar al lado de Miroku. Cerró los ojos mientras tomaba su mano entre las de ella, la fuerza de su poder llenó la habitación mientras retomaba donde lo había dejado Kagome.
Kagome frunció el ceño, pero se resignó a quedarse sentada para permitir que la mujer trabajase. Midoriko era una miko poderosa, se recordó. Miroku estaba en buenas manos.
Su mirada aterrizó sobre Sango, que todavía aferraba la otra mano de Miroku como si pudiera atarlo a este mundo por pura fuerza de voluntad. Tenía los ojos enrojecidos muy abiertos mientras miraba a los de Kagome y Kagome se alzó sobre piernas temblorosas para regresar a su lado.
Se arrodilló al lado de ella y, casi instintivamente, sus manos encontraron las de la otra, cerrándose con fuerza.
—¿Estás bien? —preguntó—. Lo siento tanto. No pretendía…
Kagome negó con la cabeza.
—No, hiciste lo correcto, Sango —dijo—. Nunca me lo perdonaría si le ocurriera algo y no estuviera aquí para ayudar. Y estará bien. Contendremos el shōki, lo purificaremos y…
Se interrumpió, perfectamente consciente de que estaban lejos de poder garantizar la recuperación de Miroku. Sango pareció sentir esto, su garganta trabajó mientras se tragaba otra oleada de lágrimas que amenazaron con derramarse.
—Estaba protegiéndonos —dijo, se le quebró la voz alrededor de las palabras—. Nos conduje directamente a una emboscada y él nos protegió. Su mano… kami, su mano. No lo sabía… No lo…
Kagome le apretó la mano con fuerza, esperando evitar que su pena la abrumara.
—Cuéntame lo que pasó, Sango —apremió—. Guíame por ello paso por paso. Cuanto más sepamos, más podremos hacer para ayudarle.
Sango asintió, la petición proporcionó la momentánea distracción que Kagome esperaba. Su boca trabajó durante varios momentos, su mirada se volvió distante mientras se esforzaba por ordenar sus pensamientos.
—El rastro de Kohaku nos condujo al este de la corte —dijo—. Apenas a unos días de viaje. Estaba tan concentrada en alcanzarlo, tan segura de que al fin estábamos lo suficientemente cerca como para ser capaces de lograrlo, que no me di cuenta de dónde estábamos hasta que casi estábamos encima.
Se detuvo, cerrando los ojos contra la fuerza del recuerdo. Kagome le apretó la mano, apremiándola en silencio a continuar.
—Era… era la residencia Fujiwara —continuó Sango, negando con la cabeza—. Estaba… estaba en llamas. Había llamas por todas partes y nosotros…
Sus palabras se vieron interrumpidas de golpe por el traqueteo de una shoji siendo empujada sobre sus bisagras. Ambas mujeres se sobresaltaron, sorprendidas ante la repentina entrada del recién llegado.
Inuyasha estaba en la entrada, Kagura a varios pasos detrás de él. El crudo miedo de su expresión le dijo a Kagome con la suficiente claridad que había oído las últimas palabras de Sango. Pasó la mirada velozmente de Kagome a Sango a Miroku como si no pudiera procesarlo todo. Por último, su mirada volvió a asentarse en Sango.
—La residencia Fujiwara —dijo—. ¿Qué pasó?
—M-Majestad —dijo Sango, medio moviéndose como para ponerse en pie.
Inuyasha negó con la cabeza.
—¿Qué pasó? —insistió, más enérgicamente esta vez.
Sango hizo una mueca, el dolor de su rostro lo decía todo. Una fría ola de pavor arrasó a Kagome, la comprensión la golpeó repentinamente.
Kikyou.
—Hubo un incendio —repitió Sango con la cabeza inclinada y su voz ahora apenas por encima de un susurro—. La residencia entera estaba en llamas. Nos conduje hacia dentro, esperando que pudiéramos ser de ayuda, pero… pero era una emboscada. Salieron centenares de saimyōshō. Nos cegó el humo, nos quedamos atrapados por las crecientes llamas y… y pude oír a gente gritando, pero no podíamos llegar hasta ellos.
Cerró los ojos con fuerza, las lágrimas manaron desde debajo de sus párpados apretados. Toda su figura tembló con la fuerza de su pena y Kagome quiso estirarse hacia ella, abrazarla y tranquilizarla, pero estaba paralizada por el horror de la historia que estaba contando.
—Miroku… Houshi-sama, digo, se… se sacó el rosario de la mano y de repente hubo un horrible aullido de viento —dijo—. Y… y de algún modo absorbió los saimyōshō. Des… desaparecieron en su mano. Y entonces Kohaku emergió del humo, nos atacó y… y entonces de repente se detuvo sin más. Se detuvo sin más.
»Fue como si hubiera despertado de un sueño. Me miró, me miró de verdad, y me preguntó qué estaba pasando. Preguntó dónde estaba.
Negó con la cabeza, la persistente incredulidad era clara en su expresión.
—No sé qué pasó, pero de repente había vuelto en sí. Le… le dije que se lo explicaría más tarde, que necesitaba su ayuda para inspeccionar los edificios y lo hicimos… lo hicimos, pero no quedaba nadie… no quedaba nadie que estuviera…
Se interrumpió, agachando tanto la cabeza que casi tocó el suelo. La palabra no pronunciada pendió pesadamente en el silencio entre ellos.
Vivo. No quedaba nadie vivo.
—Discúlpeme, Tennō-sama —dijo—. Buscamos, pero no pudimos encontrar a nadie y Miroku-sama estaba empeorando a cada momento. Había absorbido tanto veneno intentando protegernos. Sabía que, si no nos dábamos prisa, si no lo llevábamos rápidamente a un curandero…
Se interrumpió. El silencio que siguió fue casi sofocante.
Inuyasha se giró abruptamente y se marchó corriendo por el pasillo. Estuvo fuera de la vista antes de que Kagome pudiera recuperar la cordura lo suficiente como para pensar en llamarlo.
Kagura encontró su mirada con una de aspecto sombrío. Kagome lo comprendió con frialdad. Naraku había estado controlando a Kohaku. La muerte de Naraku lo había liberado de la esclavitud justo a tiempo de salvar a Sango.
Pero no lo bastante pronto como para proteger a nadie más. No lo bastante pronto como para salvar a Kikyou.
Kagura, como si sintiera sus pensamientos, no le ofreció más que una leve negación con la cabeza. No se podía salvar a todo el mundo, pareció decir. Solo podían dar las gracias por aquellos que todavía quedaban.
Kagome observó cómo se dio la vuelta, la miró mientras volvía por el pasillo. Notó la cabeza a la vez hueca y tan llena que podría explotar. Quería levantarse, ir tras Inuyasha, pero no podía abandonar ahora el lado de Sango y Miroku.
Kikyou estaba muerta. La idea fue casi como un puñetazo en el estómago.
Una parte de ella, una pequeña parte, siempre había esperado que se reconciliaran algún día. Todavía no podía atreverse a creer del todo que la otra mujer hubiera pretendido hacerle daño, pero ahora cualquier posibilidad de llegar a saberlo con certeza se había desvanecido del mundo junto con Kikyou.
E Inuyasha… kami, Inuyasha estaría devastado. Incluso después de todo lo que había pasado, había hecho todo lo que estaba en su poder para proteger a Kikyou. La había confinado en aquella residencia con la esperanza de dejar que viviera el resto de su vida en paz, pero incluso eso se le había negado a la desafortunada mujer.
Era demasiado. El dolor de Sango, el dolor de Inuyasha, su propio dolor, y Miroku aferrándose al mundo pendiendo de un hilo. Estaba paralizada con ello, temerosa de moverse por si se quebraba en muchos trozos insalvables.
Lo habían conseguido. Las palabras resonaron en su dirección, huecas y burlonas. Lo habían conseguido.
Pero quizás todo había sido en vano.
Kagome pasó el resto de ese día y la noche al lado de Sango y Miroku, incapaz de irse.
Cuando Midoriko se agotó, cambió de lugar con ella y se ocupó de Miroku. La palidez del houshi continuó mejorando, el brillo del sudor se desvaneció y un poco de color regresó lentamente a su rostro, pero todavía no había señales de que fuese a despertar. Llevaba inconsciente casi los cuatro días enteros que habían necesitado para regresar desde la residencia Fujiwara hasta Heian, le informó Sango en voz baja.
El veneno de los saimyōshō era increíblemente potente, se negaba a ser purgado por completo de él a pesar de todos los esfuerzos de Midoriko y suyos. Debía de haber estado preparado para morir, pensó Kagome mientras observaba su rostro inconsciente. Miró a Sango y la espantosa mezcla de amor y dolor tallada en cada línea de su cara manchada de tierra y lágrimas le dijo que ella también lo sabía.
Cuando llegó el turno de Midoriko, Kagome le habló a Sango en tono bajo de la maldición de Miroku, reacia incluso ahora a traicionar la confianza que él había depositado en ella. Aun así, sabía que tenía que hacerlo. El propio Miroku se la había revelado a ella a riesgo de su propia vida y Sango se merecía saber la verdad.
Le narró la historia de la muerte de su padre, esta vez revelando la maldición que aquel youkai le había infligido a Miyasu, que había sido su perdición. Le habló de cómo apenas había conseguido volver a la corte a tiempo para decírselo a Miroku antes de fallecer y dejándole la carga a él para que cargara con ella. Le habló de los años que Miroku se había pasado deambulando a lo largo y ancho en busca de aquel youkai, asumiendo la carga de la maldición a solas por miedo a arrastrar a alguien consigo.
Kagome también le contó a Sango ampliamente cómo había llegado a descubrir la identidad del youkai araña al que todos habían estado buscando: Naraku. Para evitar abrumarla más de lo que ya lo estaba, solo le contó que finalmente habían conseguido atraparlo y matarlo, cuyo resultado había sido que se levantara la maldición de Miroku y la liberación de Kohaku.
Lo único que se guardó fue la confesión de Miroku de sus sentimientos por la noble. Kagome quería creer, tenía que creer, que eso era algo que le diría él mismo a Sango en cuanto volviera con ellas.
Aunque Kagome se disculpó una y otra vez por ocultarle la verdad de su maldición, Sango simplemente le quitó importancia con una sacudida de su cabeza. Su expresión no había cambiado durante todo el relato, con los ojos fijos firmemente en el rostro de Miroku. Kagome solo podía imaginarse lo difícil que debía ser para ella asimilarlo todo, todo su mundo se había puesto de cabeza en cuestión de los últimos días.
—Cuando despierte —dijo Sango finalmente—. No estoy segura de si debería darle una paliza o un beso.
Las inesperadas palabras le sacaron una carcajada a Kagome. La más leve curva giró hacia arriba las comisuras de los labios de Sango.
—Creo qué sé cuál preferiría Miroku-sama —dijo Kagome apretándole la mano—. Aunque no puedo decir que no comprendería cualquiera de las opciones. Aunque, quizás, déjale un poco de tiempo para recuperarse si te decides por la paliza.
Una seca carcajada escapó de Sango ante eso, aunque la leve risa se desvaneció rápidamente de sus facciones. Desenredó la mano de la de Kagome, estirándose para apartar un mechón de pelo errante del rostro de Miroku. Sus dedos permanecieron contra la piel de su mejilla.
—Te doy las gracias por contármelo —dijo en voz baja—. Aunque confieso que desearía que lo hubiera hecho él. Siempre sospeché que había algo, alguna razón detrás de todos los viajes fuera de la corte, pero… ¿por qué no contármelo? Podría haber estado ahí para él, podría haberle ayudado. ¿Por qué no sintió que podía confiar en mí?
—No fue una cuestión de confianza —aseguró Kagome—. Fue una cuestión de miedo. Naraku es… era un youkai increíblemente poderoso. Creo que Miroku-sama temía que involucrarte te colocaría en el camino de Naraku. Pero estoy segura de que él puede explicarlo mucho mejor que yo, si retrasas la paliza el tiempo suficiente para permitírselo cuando despierte.
Sango frunció el ceño, descansando sobre los talones. Negó con la cabeza, le temblaba levemente el labio inferior.
—Todo es un lío —exhaló—. Miroku aquí acostado, luchando por su vida. Los Fujiwara… kami, lo que les pasó a los Fujiwara. Y Kohaku… Kohaku, él…
Se interrumpió, incapaz de pronunciar las palabras. Kagome se estiró, apoyando una mano amable en su espalda. En cuanto habían conseguido asegurarse de que Miroku estaba en una posición un poco menos precaria, Sango se había asegurado de decirle a Kagome que Shippou estaba a salvo y descansando en otra habitación de la residencia. Pero, a pesar de haberle contado los eventos a Inuyasha, no había dicho una palabra sobre Kohaku.
—Kami, Kagome —dijo, levantando una mano temblorosa para taparse la boca—. Recordé tu advertencia, sabía que no era el mismo, pero verle… sus ojos. No había nada en sus ojos mientras venía hacia mí. Nada. Y su kusari-gama, estaba cubierta…
Sango vaciló, mirando alrededor como si temiera que la oyeran. Midoriko todavía estaba sentada enfrente de ellas, pero estaba profundamente concentrada mientras continuaba trabajando contra el shōki del sistema de Miroku.
—Estaba cubierta de sangre —continuó Sango, bajando la voz a escasamente por encima de un susurro—. Tenía tanta sangre encima. Los había… los había estado asesinando, a los que se quedaron atrapados por el fuego. No podía creer… pero no debes decírselo a Su Majestad ni a la emperatriz. Por favor, temo que, si se enteran de lo que ha hecho Kohaku…
Kagome ensanchó los ojos, comprendiendo varias cosas espantosas a la vez. Sango no lo sabía. Había estado fuera de la corte persiguiendo a Kohaku cuando Kikyou se había marchado y no le habían llegado las noticias de todo lo que había ocurrido desde entonces.
Lo que significaba que tampoco sabía que Kikyou había estado allí, en algún lugar entre aquel incendio y la carnicería. No sabía que Kohaku podía haber sido quien…
Kagome presionó una mano contra su estómago, conteniendo una repentina oleada de náuseas al pensarlo. Pero no, se recordó. No había sido Kohaku. Lo habían estado controlando, obligándole a hacer lo que había hecho. Pero ¿Inuyasha sería alguna vez capaz de entender eso?
—¿Kagome?
Kagome parpadeó, volviendo a enfocar la mirada en Sango.
—Por supuesto —dijo apresuradamente—. No le diré ni una palabra de esto a Su Majestad. Es solo que… han pasado tantas cosas desde que te has ido, Sango. D-Debo contarte…
Un suave gruñido la detuvo en seco. Ambas giraron las miradas hacia Midoriko, que tenía un leve brillo de sudor en su ceño mientras abría los ojos. Tenía el rostro pálido, el estrés de sus esfuerzos estaba claro en él.
—Creo que necesito un momento de descanso —dijo la miko mayor—. Kagome, ¿crees que estás a la altura para atenderlo durante un corto tiempo? Si no, debería estar estable un tiempo después de nuestros esfuerzos…
Kagome negó con la cabeza.
—No, no, no deseo dejarlo desatendido —dijo—. Estoy perfectamente.
Miró a Sango, la mirada de gratitud en el rostro de la taiji-ya levantó momentáneamente un poco del peso de su pecho. Las noticias de Kikyou y el descanso podían esperar, decidió. Sango ya estaba bajo más que suficiente estrés tal y como estaba. Seguro que todo lo demás podía esperar hasta que Miroku se hubiera recuperado.
—Podemos hablar de esto más tarde —dijo—. Por ahora, centremos nuestras plegarias y esfuerzos en conseguir que Miroku se ponga lo suficientemente bien como para que puedas darle una paliza.
Para la tercera vez que Kagome y Midoriko habían intercambiado lugares, Sango ya estaba cabeceando por el agotamiento. En cuanto Midoriko ocupó su sitio, Kagome se apresuró a ir al lado de la noble. Sango la miró amodorrada mientras la tomaba en brazos, equilibrándola.
—¿Cuándo fue la última vez que dormiste? —murmuró, aunque era perfectamente consciente de que probablemente habían pasado al menos los días que les había llevado viajar de regreso a la corte.
Sango masculló algo incoherente en respuesta, aferrando la mano de Miroku con más fuerza mientras intentaba mantenerse recta.
—Sango, tienes que descansar —insistió Kagome—. No le haces ningún bien a Miroku-sama ni a nadie más si te desmayas aquí. Por favor.
Sango negó con la cabeza, aferrándose tercamente a la mano de Miroku.
—No puedo —dijo, arrastrando levemente las palabras—. No puedo abandonarle.
—Puede y lo hará —dijo Midoriko, clavándola con una mirada severa desde su lugar al otro lado del futón—. Necesito tiempo y silencio para continuar con mi trabajo. Está estable y seguirá estándolo si me dejan trabajar. Vaya a descansar, y cuando regrese, puede ver por usted misma los frutos de nuestra labor.
Kagome le lanzó una mirada de agradecimiento y Midoriko le ofreció un pequeño asentimiento en respuesta antes de cerrar los ojos, devolviendo su concentración a su trabajo.
Sango deslizó la mirada lentamente de Kagome a Midoriko y viceversa, algo de su reticencia pareció salir de ella.
—¿Va a estar bien? —dijo finalmente en voz baja.
—Midoriko cuidará bien de él —se apresuró a asegurarle Kagome—. Ven, te asearemos y te dejaremos descansar un poco para que puedas saludarle con una sonrisa cuando despierte.
La mirada de Sango permaneció en el rostro de él varios momentos más, pasando sobre sus rasgos inconscientes como para grabárselos en la memoria. Finalmente, ofreció un pequeño asentimiento apretando su mano con fuerza entre las de ella.
—Volveré pronto —dijo suavemente—. Espérame, o te juro que nunca te lo perdonaré.
Intentó ponerse de pie, pero se meció tanto una vez estuvo en pie que Kagome tuvo que correr a equilibrarla. Enlazó el brazo de Sango alrededor de sus hombros y la ayudó a recorrer el pasillo, parando a una sirvienta por el camino para solicitar que le prepararan un cuarto donde pudiera bañarse.
Las sirvientas las asistieron con celeridad, guiándolas a un cuarto al fondo de la residencia y trayendo una bañera que procedieron a llenar. El agua no estaba particularmente caliente, ya que no habían tenido preaviso suficiente para calentarla, pero Sango apenas se encogió mientras se metía en ella.
Entre Kagome y las sirvientas dieron cuenta de su aseo, el agua de la bañera estaba de un gris turbio para cuando hubieron terminado. Sango fue tan dócil como una muñeca en sus manos, el agotamiento y el miedo habían minado lo que quedaba de su fuerza.
En cuanto estuvo lavada y seca, Kagome la guio de regreso a sus aposentos. La acostó en el futón, arropándola y apartándole el pelo de la cara. Sango la miró solemnemente.
—Lo amo, ¿sabes? —murmuró—. Tanto.
—Lo sé —dijo Kagome, empujando las palabras a través de la tensión en su garganta—. Asegúrate de decírselo en cuanto despierte.
Sango asintió, se le cerraron los ojos lentamente. Mientras arropaba las mantas con más fuerza a su alrededor, Kagome contuvo un repentino sollozo que amenazó con escapar de ella.
Ahora no había tiempo para eso. Primero, haría que Miroku superase esto, y luego podrían encargarse del resto.
Respirando hondo, se obligó a levantarse y a salir de la habitación. Casi chilló ante la visión que la recibió al otro lado de la shoji, retrocediendo un paso trastabillando.
—Necesito de… eso de los sentimientos que haces tú —dijo Kagura sin preámbulos.
—Kami —exclamó Kagome, aferrándose el pecho como para evitar que se le saliera el corazón debido a sus martilleos—. Al menos podría haber llamado para advertirme de que estaba aquí.
—Tú eres la miko —respondió Kagura bruscamente—. Deberías haberme sentido aquí esperando. No me esforcé por ocultar mi presencia.
—Discúlpeme si me encuentro un poco distraída en este momento —respondió Kagome bruscamente.
Kagura hizo una pausa, pareciendo sopesar esto por un momento. Tras un instante, asintió.
—Comprensible dadas las circunstancias, supongo —dijo—. Y ahora ven.
Se dio la vuelta y empezó a avanzar por el pasillo, esperando por completo que Kagome la siguiera. Kagome se la quedó mirando un largo momento, su mente daba vueltas mientras intentaba ponerse al día.
—No tengo tiempo para esto, Kagura-sama —dijo tras ella—. Miroku-sama todavía está gravemente herido. Tengo que volver a su lado y…
—¿Y qué? —dijo Kagura, sus oscuras cejas estaban arqueadas en gesto de desafío mientras se daba la vuelta para encararla—. ¿Quedarte sentada retorciéndote las manos a su lado mientras trabaja la O-Miko? Fui a ver cómo iban hace solo unos instantes. Está tan bien como cabría esperarse de alguien atrapado en una de las trampas de Naraku, pero hay poco que puedas ofrecerle en este momento que Midoriko no le esté proporcionando ya. Ese tal Kohaku, por otro lado, podría beneficiarse de verdad de tu atención, así que ven.
Se dio la vuelta y volvió a empezar a recorrer el pasillo. Kagome vaciló un momento más antes de seguirla, concediendo en silencio que probablemente había poco que pudiera hacer por Miroku hasta que hubiera tenido un poco más de tiempo para recuperar fuerzas.
—¿Qué le ha pasado a Kohaku? —preguntó, corriendo para seguirle el paso a la youkai—. Sango-sama dijo que estaba bien. Bueno, bien no, pero…
—¿Bien? —repitió Kagura, lanzándole una mirada mordaz por el rabillo del ojo—. Al chico le secuestró el cuerpo uno de los cabrones más sádicos que existen durante solo los kami saben cuánto tiempo. Por los siete infiernos, ¿cómo va a estar bien?
Kagome parpadeó, momentáneamente sorprendida ante el puro veneno en la voz de la mujer. No es que Kagura hubiera sido nunca particularmente de comportamiento apacible, pero era inusual en ella permitir que su ira se mostrara tan claramente.
—¿Ha hablado usted con él?
—Hablar sería una exageración —dijo Kagura, su voz se suavizó un poco—. Tras oír a la Tachibana narrando lo que había pasado tenía… curiosidad, supongo. Fui en su busca y…
Vaciló, un leve frunce tiró de las comisuras de sus labios. Kagome esperó, observando su rostro atentamente.
—Puede que me haya visto obligada a servir a Naraku, pero mi cuerpo y mi mente siempre fueron míos —dijo en voz baja—. Podía desafiarlo si lo deseaba, negarme a él si estaba preparada para enfrentar la tortura que vendría a continuación. Pero ese chico… ni siquiera le permitió eso. La verdad, no sé cuál de nosotros estaba peor.
Kagome sintió presión en el pecho, comenzando a comprender. Al mismo tiempo, Kagura se detuvo en seco, con la mirada carmesí clavada en un punto al otro lado del pasillo.
Un hombre estaba justo en el exterior de una puerta, un guardia, a juzgar por su atuendo, hablando atentamente con un niño pequeño pelirrojo. Ambos se giraron cuando se acercaron, los ojos verdes brillantes del niño se volvieron redondos como lunas llenas gemelas.
—¡Kagome!
La miko cayó de rodillas, abriendo mucho los brazos para darle la bienvenida al niño antes de que su mente hubiera procesado siquiera del todo lo que estaba viendo. Corrió hacia ella, se lanzó a sus brazos con tanta fuerza que casi la tiró.
—Shippou, oh, Shippou —canturreó, apretando al niño con tanta fuerza contra su pecho que una parte de ella temió estar haciéndole daño. Pero solo se aferró a ella con mucha más fuerza, enterrando el rostro en su hombro.
—Kagome —gimoteó, una húmeda calidez empapó su hombro donde estaba enterrada su cara—. Kagome. Estoy en casa. He llegado a casa.
—Así es —murmuró Kagome con cálidas lágrimas desbordándose—. Así es y estoy muy muy orgullosa de ti.
Era difícil saber durante cuánto tiempo estuvieron aferrados, simplemente abrazándose y llorando. A pesar de todo el caos que los rodeaba en ese momento, Kagome no habría cambiado ese momento de puro júbilo por nada del mundo.
Finalmente, el nada discreto sonido de un abanico abriéndose la obligó a volver al presente. Kagura miró a Kagome a los ojos y, aunque el abanico le ocultaba la parte inferior del rostro, la impaciencia estaba clara en el arco de sus cejas.
Shippou se echó hacia atrás justo lo suficiente para mirar a la mujer, sorbiéndose la nariz ruidosamente. Kagome reprimió una mueca al verle, el moco se escurría de su nariz, diciéndole con bastante claridad que el lugar húmedo de su hombro probablemente era algo más que solo lágrimas. Metió la mano en la parte delantera de su traje, sacando un pañuelo e intentando limpiarle la cara mientras se retorcía.
—Has vuelto —dijo Shippou, dirigiéndose a Kagura.
—Dije que volvería, ¿o no? —respondió Kagura, cerrando el abanico y guardándoselo de nuevo en la manga—. ¿Asumo que no ha habido cambios?
Shippou frunció el ceño, bajando la mirada al suelo. Negó con la cabeza.
—Intenté hablarle un poco más —dijo en voz baja—. Pero no contesta nada. Parece como si ni siquiera pudiera oírme.
Un leve frunce tiró hacia abajo de las comisuras de los labios de Kagura. Su mirada pasó a Kagome.
—Bueno, entonces supongo que es bueno que tengamos una curandera que pueda echarle un vistazo —dijo—. Cuéntale lo que me contaste antes.
Shippou se mordió el labio, unos colmillos diminutos sobresalieron mientras levantaba la mirada hacia ella con ojos enrojecidos.
—Cuando lo encontramos… —Tragó saliva, un leve estremecimiento recorrió su pequeña figura—. Fue malo. Fue muy muy malo. Recordé que dijiste que no era culpa suya, que le había pasado algo malo, pero Kohaku… ya no era como mi amigo. Intentó hacerle daño a Sango. Y había fuego por todas partes, y sangre…
Se interrumpió, le temblaba el labio inferior como si fuera a deshacerse en lágrimas de nuevo ante el recuerdo. A Kagome se le constriñó el corazón al verlo. Que hubiera tenido que presenciar algo tan espantoso a tan temprana edad… Se estiró para atraerlo hacia ella, pero él se escabulló fuera de su alcance.
—Estoy bien —dijo, aunque el tono ronco de las palabras le dijo que apenas estaba conteniendo un sollozo—. Kohaku es el que necesita tu ayuda ahora. Después de que parara de intentar hacerle daño a Sango, fue como si despertase. Volvió a reconocernos, pero no sabía dónde estaba o… o qué había estado haciendo. Lo trajimos de vuelta con nosotros y por fuera parecía como si estuviera bien, pero cada día se quedaba más y más callado. Ahora no habla en absoluto, ni siquiera nos mira.
—El guardia dice que tampoco ha estado tocando sus comidas —aportó Kagura, indicando al hombre con una inclinación de la barbilla.
—¿Lo han confinado? —preguntó Kagome, mirando al guardia.
—Creo que es más preciso decir que lo están «observando». Imagino que Tachibana Sango estaba igualmente preocupada tanto con lo que podría hacerse a sí mismo como con lo que podría hacerles a otros. No hay aroma a sangre en el aire a su alrededor. Bueno, ninguna sangre que le pertenezca a él, en cualquier caso.
Kagome hizo una mueca. Habría parecido extraño que el chico estuviera bien después de estar esclavizado por Naraku durante solo los kami sabían cuánto tiempo, pero sonaba como si estuviera mucho peor de lo que se habría imaginado.
—Lo siento —dijo Shippou—. Intenté hablar con él en el viaje de vuelta, intenté decirle que lo que pasó no fue culpa suya, pero el viaje fue tan largo y yo estaba tan cansado que acabé quedándome dormido. Vine a verle en cuanto desperté, pero no creo que le esté ayudando en absoluto.
—Has hecho todo lo que has podido por él, Shippou —dijo Kagome mirándolo directamente a los ojos—. Incluido pasar meses fuera de la corte buscándolo. Kohaku-kun no podría pedir un amigo mejor, aunque esté sufriendo demasiado como apreciarlo de verdad ahora mismo. Deberías estar orgulloso de ti mismo, tan orgulloso como yo lo estoy de ti.
Shippou asintió, su expresión se aligeró un poco. Por el rabillo del ojo, Kagome vio que la mirada de Kagura se deslizaba de ella al kitsune, algo inescrutable pasó brevemente por sus facciones.
Poniéndose en pie, Kagome avanzó hasta el guardia apostado fuera de la habitación de Kohaku. Shippou saltó sobre su hombro, Kagura los siguió.
—¿Sería posible que entrásemos a verle?
—Si lo desea, O-Miko-sama —contestó el guardia de inmediato—. Solo que, como estoy seguro que ya le habrán contado, Kohaku-sama todavía… no es él del todo, supongo que es la mejor manera de explicarlo. Yo no lo presionaría demasiado, ni esperaría demasiado en cuanto a respuestas.
Kagome asintió.
—Por supuesto —dijo—. Nos encargaremos de no molestarlo demasiado. Gracias.
El hombre asintió, retrocediendo para abrir la shoji y permitirles la entrada.
La habitación estaba impregnada de melancolía, solo se había encendido una vela en el extremo opuesto del cuarto. A los ojos de Kagome les llevó un momento adaptarse, la shoji se cerró detrás de Shippou, Kagura y ella.
La figura acurrucada en el rincón más oscuro de la habitación estaba tan quieta que apenas la registró en un principio. Fue solo cuando tanto Shippou como Kagura dirigieron su atención en esa dirección que se dio cuenta de que era una persona.
Fue lo único que pudo hacer para ahogar un jadeo al verle. No había estado del todo segura de qué esperar, pero sin duda no había sido el cascarón cubierto de sangre de un chico.
Ojos oscuros y vacíos miraban fijamente sin ver en un rostro demacrado. Tenía el pelo oscuro apelmazado contra su cráneo y bajo la andrajosa armadura taiji-ya que todavía vestía parecía estar casi macilento.
Nada en su expresión o postura indicaba que hubiera registrado el que hubieran entrado en el cuarto. Simplemente siguió con la vista vacía, su mirada sin parpadear fija en algún plano distante.
Kagome dio medio paso vacilante hacia delante, riñéndose en silencio por el estremecimiento de miedo que se deslizó a través de ella al verle. El recuerdo de su mirada vacía mientras presionaba el filo de su kusari-gama contra su garganta dentro del monte Hakurei se negaba a dejarla en paz, pero se obligó a recordar que ese no había sido el chico que ahora estaba sentado ante ella. No realmente.
—¿Kohaku-kun? —llamó en voz baja, moviéndose hasta que pudo arrodillarse a su lado—. Kohaku-kun, ¿puedes oírme?
El muchacho ni parpadeó mientras ella pasaba unos dedos vacilantes sobre su antebrazo.
—¿Lo hirieron en…? ¿Estaba herido cuando lo encontrasteis? —preguntó Kagome, incapaz de atreverse a pensar en dónde y cómo exactamente lo habían encontrado.
Shippou se acercó más hasta que se puso justo al lado de ella. Por el rabillo del ojo, Kagome lo vio negar lentamente con la cabeza, con el ceño fruncido y la mirada fija en el rostro de Kohaku.
—Creo que no —dijo en voz baja—. Sango tuvo cuidado de no hacerle daño. Se volvió más y más callado hasta que…
Se interrumpió, estirándose para colocar una pequeña mano en el pie de Kohaku. Aun así, el muchacho permaneció impasible.
—Su memoria —llegó la voz de Kagura desde detrás de ellos, inusualmente suave—. También les ha estado pasando a varios de los Taira desde aquella noche. No parecen recordarle a él por algún motivo, pero todos los días recuerdan más de sus propios actos y luchan por comprenderlos. Después de lo que ese cabrón le obligó a hacer, ¿tan extraño es que se repliegue en lugar de enfrentarse a sí mismo?
Kagome se giró, mirando a Kagura, que todavía estaba cerca de la puerta shoji. Estaba de brazos cruzados, con una comprensión en su mirada velada mientras observaba a Kohaku que hablaba de sus propias heridas.
Al captar la mirada de Kagome, su expresión se volvió más mordaz.
—Ahórrate la compasión para quienes la necesiten —espetó—. Sea lo que sea que el muy cabrón me haya obligado a hacer, no era ni lo suficientemente joven ni lo suficientemente ingenua como para que me impactara. Puede que incluso me hubiera sentido inclinada a hacer algo de eso por mí misma si me dejaran que me las arreglara sola. Lo único que no podía tolerar era que me arrebataran la libertad de escoger hacerlo.
Kagome no dijo nada, no del todo segura de que la creyera en esto. Pero sabía que tenía poco sentido expresarlo, así que dirigió de nuevo la mirada hacia Kohaku.
—Bueno —dijo Kagura tras un momento—. ¿Puedes curarlo?
Kagome frunció el ceño, sintiendo la mirada de Shippou dirigiéndose a ella ante esto. Pasó los dedos ligeramente sobre la piel expuesta del cuello de él, sintiendo el lento pero firme latido de su pulso. Tenía la piel fría al tacto, pero no demasiado, no había señales de fiebre o escalofríos.
—Me temo que no hay una herida que yo pueda curar —dijo lentamente—. O al menos no una herida de la carne. Si es tal como dice usted, Kagura-sama, la herida es de la mente, y no estoy más capacitada para sanar eso que la mayoría. Será cuestión de tiempo, cuidado y la propia voluntad de Kohaku.
Se giró, abriendo sus brazos hacia Shippou al ver que la angustia ante sus palabras retorcía sus pequeñas facciones. Saltó a ellos de inmediato y se levantó con él en su abrazo. Al volverse hacia Kagura, encontró la mirada de la mujer.
—Pero —dijo la youkai, frunciendo el ceño incluso mientras se esforzaba por mantener su expresión neutral—, te he visto. Das-das vueltas por la corte repartiendo sus inútiles actitos de bondad y palabras amables, y la mayoría de esos lelos se dejan llevar por ellos. Seguro que puedes aplicarle alguna versión de eso al chico y que volverá a ser él mismo.
Kagome se la quedó mirando, momentáneamente atónita ante el cumplido altamente ambiguo. Negó con la cabeza.
—Me… halaga, creo, su confianza en mí —respondió—. Sin embargo, no creo que las palabras amables sean suficientes en este supuesto. Si acaso, puede que yo solo sirva de recuerdo de otro acto que Kohaku-kun teme enfrentar. Sí creo, no obstante, que Shippou y usted podéis ser capaces de hacerle mucho bien, si está dispuesta.
Kagura levantó las cejas casi hasta la línea de su pelo, torciendo los labios con incredulidad.
—Tu sentido del humor deja que desear —dijo—, si de repente piensas convertirme en institutriz de niños. ¿Eres consciente de que he asesinado ejércitos con un movimiento de mi abanico?
Torció el abanico ante ella como si fuera a demostrarlo. Shippou tragó saliva ruidosamente, encogiéndose más en brazos de Kagome. Kagome frunció el ceño.
—Soy muy consciente de lo formidable que es usted, Kagura-sama —dijo—. Y sin duda no estoy pidiendo que haga de institutriz de nadie. Sí, no obstante, creo que es más excepcionalmente adecuada y que está más interesada en ayudar a Kohaku-kun de lo que se atribuye. No estaba obligada a comprobar cómo está, después de todo, ni estaba bajo ninguna obligación de buscar mi ayuda para asegurar su bienestar.
La expresión de Kagura se agrió más, apartando los ojos de los de Kagome y levantando el abanico para taparse la boca.
—Incluso yo soy capaz de tener episodios esporádicos de lástima —murmuró.
Kagome no dijo nada, sus ojos no se apartaron en ningún momento del rostro de la youkai. Tras varios largos momentos, Kagura cerró el abanico, un poco de la dureza se drenó de su expresión.
—Bien —dijo entre dientes—. Si soy la única persona capaz de aquí, que así sea. Pero que sepas que una vez que el chico esté curado, consideraré que la Tachibana y tú estáis en deuda conmigo. Y nunca dejo de pagar o cobrar mis deudas. Niño zorro, ven, te permitiré que me sirvas si no demuestras ser un estorbo.
Shippou se sobresaltó, mirando a Kagome con los ojos muy abiertos.
—De verdad creo que los dos sois exactamente lo que necesita Kohaku en estos momentos —le murmuró Kagome a él—. Y Kagura-sama, a pesar de su bravata, es muy… bueno, no creo que «buena» sea la palabra, pero… sin duda, no da tanto miedo como aparenta de primeras. Al menos no ante sus aliados, y tú sin duda eres su aliado en esto.
Shippou pasó la mirada de ella a Kagura y viceversa, el frunce de su ceño solo se profundizó. Era difícil ofrecer mucho consuelo en lo referente a Kagura, reflexionó Kagome, en especial cuando estaba allí de pie mirando fijamente al niño con expectación.
—Es decisión tuya el irte o el quedarte —ofreció—. Pero puedo prometer que Kagura-sama no te hará ningún daño y que yo estaré al final del pasillo atendiendo a Miroku-sama por si necesitas cualquier cosa.
Los diminutos colmillos de Shippou mordisquearon la carne de su labio inferior mientras sopesaba esto, claramente dividido entre su deseo de ayudar a Kohaku y sus nervios ante la idea de que lo dejaran solo con una asesina declarada de ejércitos. Finalmente, se retorció en sus brazos para encarar a Kagura, cuadrando los hombros.
—Si vas a ayudar a Kohaku, entonces te ayudaré —dijo con solo el más leve temblor en sus palabras—. Pero no soy tu sirviente y mi nombre es Shippou.
Kagura parpadeó, levantando muy ligeramente las cejas. Un movimiento casi imperceptible levantó una comisura de sus labios.
—Muy bien, Shippou —dijo—. Ve a buscar a un sirviente y dile que el chico necesita un baño. Si vamos a estar retenidos en una habitación con él durante solo los kami saben cuánto tiempo, mejor que no apeste a tierra y podredumbre.
Shippou asintió. Retorciéndose en brazos de Kagome hasta que la encaró una vez más, le rodeó el cuello con los brazos en un rápido abrazo.
—Tú cuida de Miroku y nosotros haremos que Kohaku se ponga mejor —murmuró—. Entonces, todos volveremos a estar juntos y permaneceremos juntos para siempre, ¿de acuerdo?
Con eso, se liberó de su abrazo, precipitándose a salir de la habitación con renovado vigor. Kagome lo vio marcharse, una sonrisa levantó las comisuras de sus labios.
—Me recuerda a ti —dijo Kagura, observando la shoji que Shippou había dejado abierta tras él—. Sensiblero a la par que valiente.
—Es mío, después de todo —respondió Kagome—. Y usted debería tener cuidado, Kagura-sama, no vaya a ser que todos estos cumplidos me lleven a pensar que nos estamos haciendo amigas.
Kagura resopló, aunque el sonido se vio contradicho por un breve levantamiento de sus labios.
—¿Nosotras? ¿Amigas? —dijo—. Ni aunque me lo rogases. Si esta es la clase de imposiciones que me endilgas ahora, difícilmente puedo imaginarme lo molesto que sería llamarte amiga.
—Está siendo muy bondadosa con Kohaku-kun —dijo Kagome suavemente, volviendo a mirar la figura prona del chico—. Algo que ninguno de nosotros olvidará pronto.
—Ahórrate los agradecimientos para cuando esté hecho —dijo Kagura, apartando la mirada de la de Kagome—. Pero que sepas que no prometo nada. Puedo hablar con él, decirle que la culpa no fue suya, pero al final tendrá que querer volver para que algo de eso signifique algo. Y el hecho de volver será doloroso. Algunos actos son demasiado atroces como para que unas simples palabras proporcionen exoneración o consuelo. Quizás la auténtica bondad sería dejar que se desvaneciera en silencio de esta existencia.
—Usted no cree eso —dijo Kagome—. O no estaría aquí.
Kagura tenía la mirada velada, su expresión inescrutable mientras sospesaba la forma rota de Kohaku. Dio varios pasos medidos, deteniéndose cuando se puso justo delante de él. Se arrodilló lentamente hasta que sus rostros estuvieron a la misma altura, la mirada rojo sangre escrutadora.
—Estas manos han hecho cosas horribles —dijo en voz baja—. Han liquidado tanto a amigos como a desconocidos, han infligido dolor que no puede deshacerse nunca. Han sido la herramienta de un cabrón retorcido, pero eres tú quien al final tendrá que vivir con ellas. Vas a tener que aprender a vivir junto con la sangre, los fantasmas y el dolor, porque estas son una vez más tus manos y tus decisiones.
»Pero otra decisión sería simplemente desvanecerte. Dejar que tus manos permanezcan como herramientas y unirte a los fantasmas en sus lamentos contra un hombre que ya no puede oírlos. Puedes escoger morir aquí, pero que sepas que será una decisión lo que estés tomando y que esa decisión te dejará eternamente como nada más que la miserable y condenada marioneta de ese cabrón de Naraku.
Fue rápido, tan rápido que parpadear habría supuesto perdérselo, pero ante el sonido del nombre de Naraku, los ojos de Kohaku encontraron los de Kagura, un odio en sus profundidades que envió un escalofrío bajando por la columna de Kagome. Kagura sonrió.
—Bueno, con eso sí que puedo trabajar.
Con la certeza de que Kohaku estaba en manos competentes, Kagome retomó su lugar al lado de Miroku. Intentó ocultar su consternación al encontrar que su condición en general no había cambiado, el shōki estaba contenido, pero ampliamente sin disminuir. Midoriko intentó despacharla, insistir en que se tomara un tiempo para descansar o al menos para ocuparse de otros asuntos, pero Kagome ya había decidido que no se iba a ir a ninguna parte hasta que estuviera segura de que Miroku estaría bien.
Y así, el trabajo empezó de nuevo.
Hicieron turnos, cada mujer tiró de las profundidades de su energía espiritual mientras intentaban obligar al shōki a retirarse. Pasaron varias horas así, las negras profundidades de la noche cedieron, arrastrándose poco a poco ante la débil luz grisácea del amanecer de un día. Con ello, no obstante, llegó poco cambio y menos esperanza.
El shōki era como una mala hierba descubierta demasiado tarde entre la cosecha, cada zarcillo podado revelaba dos más germinando tras él. Sus raíces eran profundas y testarudas, estirándose hacia algún lugar que ni sus esfuerzos combinados podían desenterrar.
—Aquí hay algo que falla —dijo Midoriko, pausando sus esfuerzos para secarse el sudor de la frente—. Nunca he visto que un shōki actúe así. Es como si hubiera echado raíces en algún lugar dentro de él, pero no puedo ver dónde.
Kagome se mordió el labio con los ojos centrados en el rostro de Miroku mientras lo sopesaba. Mucha de la tensión había desaparecido de sus facciones, pero ahora había un vacío allí que era casi igual de doloroso de ver.
A pesar de todas las cargas que portaba, el Miroku que conocía era un hombre de sonrisas relajadas y humor rápido. Siempre estaba listo con una broma o una palabra amable, siempre estaba preparado para escuchar y para ofrecer lo que podía de sí mismo incluso mientras luchaba en silencio bajo el peso de su maldición.
Pero al fin le había revelado la maldición a la única persona a la que había trabajado tan desesperadamente por ocultárselo. Fue este acto el que le dijo a Kagome con mayor claridad que cualquier otra cosa que había planeado morir allí en la residencia Fujiwara, renunciar a su búsqueda de Naraku y a su vida con la esperanza de salvar la de Sango.
Parpadeó, movió la mirada a su mano enguantada. Miroku había tenido la intención de morir allí. Había usado su maldición para absorber a numerosos saimyōshō, absorbiendo su veneno y probablemente dejándolo inconsciente con bastante rapidez. No fue hasta después de eso, había dicho Sango, que Kohaku había emergido y recuperado el control de sí mismo.
Naraku era el origen de la maldición de Miroku. Naraku era quien había estado controlando a Kohaku. La muerte de Naraku los había liberado a ambos, pero Miroku probablemente no tenía ni idea de que aquella maldición había desaparecido. Había estado preparado para morir.
—¿Y si no es solo el shōki? —murmuró Kagome, más para sí que para Midoriko—. ¿Y si el shōki está siendo alimentado desde dentro por una enfermedad del espíritu?
—¿Enfermedad del espíritu? —repitió Midoriko.
—Miroku-sama estaba convencido de que absorber a los saimyōshō sería su último acto —dijo Kagome lentamente, cada palabra solidificaba más sus sospechas—. Había revelado lo único que había trabajado con tanta fuerza y durante tanto tiempo de su vida por ocultar. ¿Y si todo eso está… alimentando al shōki de algún modo?
Midoriko frunció el ceño, pasando la mirada sobre la longitud de la figura prona del houshi mientras lo sopesaba.
—Sí —dijo—. Eso tendría sentido. Incluso he visto casos de eso. Si se le introduce jyaki de cualquier tipo a un espíritu ya debilitado, a menudo se lo puede alimentar y hacer que crezca en fuerza. Si ese es el caso aquí, entonces solamente hemos estado tratando el síntoma en lugar de la fuente del problema. Necesitaríamos…
El chasquido de la shoji empujada contra su marco de madera la interrumpió de golpe, tanto Kagome como Midoriko se sobresaltaron ante el repentino sonido.
Enmarcada por la ahora enorme entrada estaba Sango, su pelo oscuro una alborotada nube de nudos alrededor de su cabeza y un fino yukata de dormir colgando precariamente de un hombro. Dos muy avergonzadas sirvientas la siguieron, sus rostros pálidos una mezcla casi cómica de miedo y exasperación.
—¿Está bien? —dijo Sango, entrando en la habitación a trompicones sin pensar siquiera en el decoro de cerrar la shoji tras ella.
Las dos sirvientas hicieron una profunda reverencia, una murmurando una oleada de disculpas en voz baja mientras la otra se encargaba de cerrar la puerta.
—Nuestras más profundas disculpas, O-Miko-sama. Sango-sama insistió en ver al houshi antes de que pudiéramos prepararla…
—Tonterías —espetó Sango con una familiaridad que solo podía cultivarse mediante una larga relación—. Ya he perdido demasiado tiempo durmiendo. ¿Qué importa mi aspecto si Miroku…?
Se interrumpió, cayendo de rodillas sin elegancia al lado del houshi. Al tomar su mano entre las de ella, inspeccionó su figura, valorándola rápidamente. Algo de la tensión salió de su rostro cuando vio el suave subir y bajar de su pecho con cada respiración, pero le siguió rápidamente la preocupación.
—¿Todavía no ha despertado? —dijo suavemente, girándose para buscar la mirada de Kagome.
Kagome reprimió un frunce, no quería que su propia preocupación alterase más a Sango.
—Todavía no —respondió—. Tenemos el shōki contenido. Simplemente estamos teniendo problemas para purgarlo por completo.
El silencio que siguió a sus palabras pareció ensordecedor. Una sirvienta avanzó, enderezando el yukata en el hombro de Sango antes de apoyar una mano firme sobre él.
—Quizás, Sango-sama, podríamos terminar de vestirla y prepararle comida antes de regresar —se atrevió a decir la otra mujer amablemente—. Seguro que se sentiría un poco mejor después de…
Pero Sango estaba negando con la cabeza, con la mandíbula encajada con terquedad, antes de que la mujer pudiera terminar la frase.
—Nada me va a hacer sentir mejor sobre esto salvo la completa recuperación de Miroku —espetó—. Y aunque aprecio vuestra preocupación, no voy a volver a irme de su lado hasta que se logre. Por favor, tiene que haber algo que pueda hacer. Algo, cualquier cosa, dígalo sin más y velaré por que se haga.
Dirigió sus ojos implorantes a Midoriko. La miko mayor encontró su mirada, sus ojos pasaron lentamente de Sango a Miroku a Kagome y viceversa.
—Miroku-sama y usted han estado muy unidos desde la infancia, ¿no es así, Sango-sama?
Un leve sonrojo trepó por las mejillas de Sango, pero asintió de inmediato.
—Sí —dijo—. Ha sido un verdadero amigo para mí desde que éramos niños.
Midoriko asintió, su expresión se tornó pensativa.
—No puedo prometer nada —dijo lentamente, negando con la cabeza—. El caso del houshi-sama parece ser inusual, de esos que solo me he encontrado en pocas ocasiones. Pero si está dispuesta…
—¡Lo estoy! —dijo Sango, y después, más suavemente, sonrojándose ante su propio entusiasmo—: Mis disculpas, O-Miko-sama. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa que usted necesite. Miroku-sama… estaba dispuesto a dar su propia vida para salvar la mía. Ahora no puedo hacer nada menos por él.
Una leve sonrisa levantó las comisuras de los labios de Midoriko. Asintió.
—Eso es lo mejor que podría esperar ver de usted para lo que creo que hará falta aquí. Kagome, solicitaría también tu ayuda en esto. Las cuestiones del espíritu son siempre complejas, así que espero que las dos juntas podamos sortearlas con mayor facilidad.
—Claro —dijo Kagome—. Lo que usted necesite, Midoriko-sama.
Midoriko le ofreció un asentimiento y una pequeña sonrisa antes de dirigir su atención a las dos sirvientas que ahora estaban observando con cautela desde detrás de Sango.
—Necesitaría que os encargarais de que no nos molesten —dijo—. Esta es una cuestión sumamente delicada y cualquier interrupción podría empeorar el estado de Miroku-sama.
Ambas mujeres asintieron, pero sus miradas fueron instintivamente hacia Sango.
—Por favor —dijo—. Todo irá bien. Ocupaos de que no nos molesten y preparaos para el regreso de Miroku-sama con nosotros.
Ambas mujeres hicieron una reverencia a dúo antes de erguirse, retirándose silenciosamente de la habitación. Sango cuadró los hombros, girándose de nuevo para mirarlas con recelo.
Midoriko estiró ambas manos sobre la figura prona de Miroku. Sin decir palabra, Kagome y Sango agarraron una cada una.
—Sango-sama, por favor, tome la mano de Miroku-sama —dijo Midoriko, indicando su mano con un levantamiento de barbilla.
Sango la agarró obedientemente, un destello de ternura tan profunda cruzó su expresión que a Kagome se le constriñó el pecho al verlo. Kagome se estiró, colocando su mano libre en el hombro de Sango. Casi como si fueran una, ambas miraron a Midoriko, expectantes.
Viniera lo que viniera a continuación, esto tenía que funcionar. Tenía que hacerlo.
—Cierre los ojos —dijo Midoriko—. Y concéntrese en mí. La guiaré al interior y, a partir de ahí, contaré con que usted sepa mejor que yo cómo llegar a él.
En cuanto Kagome cerró los ojos, sintió el tirón del poder de Midoriko arrastrándola hacia abajo. Se obligó a relajarse, a permitirse que la condujeran incluso mientras añadía su poder al de Midoriko.
La sensación era similar a ahogarse en aguas profundas, toda oscuridad y presión mientras la empujaban rápidamente hacia abajo. Pero se dio cuenta rápidamente de que no estaba sola, su mano estaba todavía cerrada alrededor del hombro de Sango mientras descendían. La expresión en el rostro de la taiji-ya le brindó apoyo, sus rasgos eran un estudio de determinación mientras se inclinaba hacia abajo en las profundidades.
Pero, finalmente, se detuvieron, los pies de Sango tocaron suelo sobre una superficie indistinguible. Su mirada barrió el ancho de la oscuridad alrededor de ellas.
—¿Miroku? —llamó—. ¿Miroku? ¿Puedes oírme?
No hubo ninguna respuesta, solo amortiguación, empalagosa oscuridad por todas partes. Aun así, la expresión de Sango permaneció resuelta y Kagome se dio cuenta de repente de que ya no estaba despeinada por el sueño y vestida con un yukata, sino que llevaba puesta su armadura de taiji-ya con el Hiraikotsu atado firmemente a la espalda.
Sango tiró del asa de su arma, asintiendo para sí antes de avanzar a zancadas hacia la constante oscuridad. Kagome flotó con ella a su lado, sin saber si era consciente de su presencia, pero no estaba dispuesta a intervenir por si rompía de algún modo la concentración de la taiji-ya.
Con cada paso hacia delante, un extraño calor pareció crecer a su alrededor, el sudor empezó a perlar la frente de Kagome a pesar de la misma anodina oscuridad que presionaba desde todas partes. Sango avanzó a través de ella, se adentró en ella, con los ojos oscuros fijos en algún punto distante.
De repente, las llamas prendieron alrededor de ellas, iluminando una escena espantosa. A su horrible brillo naranja, Kagome vio una residencia ardiendo, oyó gritos ahogados bajo el rugido de la devoradora conflagración. Contuvo un grito, las llamas la lamían mientras se acercaba más a Sango para escapar de ellas.
Sango se dio la vuelta, su mirada se lanzó en busca de una salida, pero las llamas las rodeaban por completo. El estruendo de las llamas y los gritos se incrementó hasta convertirse en un frenesí, el sonido era casi ensordecedor y, por un loco momento, Kagome estuvo segura de que no iban a escapar de este lugar.
Sango giró y se agachó apretando los dientes a través de un momentáneo hueco en la llama, arrastrando a Kagome consigo. La zona a la que salieron no estaba mucho mejor, pero los edificios al menos estaban lo suficientemente lejos aquí como para que el calor del incendio no fuera tan intenso. Puede que la zona hubiera sido una vez un patio interior de la residencia, pero las llamas lo estaban reduciendo rápidamente, como a todo lo demás, a poco más que ruinas calcinadas.
Pero aquí no estaban solas. Había una figura arrebujada recortada contra las llamas, con los puños presionados contra la tierra mientras se esforzaba por evitar colapsar por completo.
—¡Miroku!
El hombre levantó la cabeza de repente ante el sonido de la voz de Sango, sus ojos reflejaron las llamas retorcidas alrededor de ellos. Su rostro era una máscara de hollín y sudor, casi irreconocible. Parecía más una sombra que un hombre.
Aun así, Sango se apresuró a llegar a su lado, dejándose caer de rodillas junto a él en la tierra. Sus amplios ojos siguieron cada movimiento de ella. Negó lentamente con la cabeza, encogiéndose para apartarse de ella cuando hizo por estirarse hacia él.
—No —dijo—. No, no, no. No puedes estar aquí. Escapaste. Estás a salvo. ¡No puedes estar aquí!
Con cada palabra, su voz se alzaba hasta que estuvo casi gritando. Sango se encogió, apartándose de él, de la consternación en su expresión que se estaba tornando rápidamente en ira.
—Miroku, por favor…
—¡No! —espetó—. ¡No! ¡Está a salvo! ¡Está bien! ¡Me he resignado a este círculo del infierno, puedes tenerme a mí, pero no vas a ponerte su rostro! ¡No voy a verla aquí!
Apretó los dientes, levantándose como para marcharse, pero no parecía quedarle la fuerza suficiente para obligarse a levantarse. Maldijo, dando puñetazos inútilmente con el puño en el polvo.
Sango se estiró una vez más hacia él con vacilación, esta vez consiguió agarrarle la muñeca. Él mantuvo el rostro decididamente desviado, el músculo de su mandíbula palpitaba con la fuerza de su ira.
—Miroku, mírame, por favor —dijo Sango suavemente—. ¿Dónde crees que estás?
Miroku parpadeó, moviéndose como para mirarla a la cara, pero en el breve silencio, el rugido de las llamas y los gritos desesperados volvieron más fuertes que nunca. Su rostro se endureció una vez más.
—Pensaba que comprendía perfectamente las pruebas del infierno más profundo —masculló—. Sin duda, me faltó imaginación. Soportaré aquí mi tormento, hace mucho que sé que sería la consecuencia de mis fracasos, pero, por favor, si eres capaz de tener un poco de piedad, no te pongas su rostro. No me arrebates lo único que conseguí hacer bien en mi vida obligándome a verla aquí. Te lo ruego, no te pongas su rostro.
Kagome casi jadeó cuando todo encajó repentinamente. Miroku se creía muerto. No podían curarlo porque el shōki se estaba alimentando de su certeza de que ya había fallecido, de que había muerto protegiendo a Sango y de que su maldición lo había arrastrado a las profundidades del infierno.
La devastación en el rostro de Sango habló de su propia comprensión, tenía los amplios ojos vidriosos con el brillo de las lágrimas brotando en ellos. Lenta y cuidadosamente, se estiró hacia arriba, acunando su rostro entre ambas manos y obligándolo amablemente a que girara hacia ella.
—Mírame. Por favor, mírame.
Relucientes lágrimas se aferraban a sus oscuras pestañas, ríos de lágrimas transformados en ardientes rastros mientras bajaban por sus mejillas. Pasó los pulgares por las de él, apartando el hollín y limpiando pequeños y pálidos rastros.
Un poco de la angustia se drenó lentamente del rostro de Miroku mientras la miraba a los ojos con mirada escrutadora.
—Escúchame y escúchame bien, completo tonto —dijo Sango, dándole una pequeña sacudida a la cabeza de él—. Esta soy yo, yo soy ella, y tú no estás muerto. Pero te juro que, si te dejas morir aquí, te seguiré hasta los agujeros más profundos del infierno y te perseguiré durante el resto de tu miserable vida después de la muerte.
Miroku ensanchó la mirada, la confusión y la esperanza se enfrentaban en sus profundidades. Sango lo zarandeó una vez más, mordiéndose el labio contra otra oleada de lágrimas de ira.
—Lo conseguiste —continuó—. Me salvaste, nos salvaste a todos, con tu estúpida abnegación, pero saliste gravemente herido en el proceso. Te sacamos de allí, viajamos durante días para traerte de vuelta a la corte, y Kagome prácticamente se ha estado matando para intentar curarte. Así que tienes que salir de esto ya, ¿me entiendes?
Le temblaban las manos donde sostenían su rostro, toda su figura se sacudía con el esfuerzo de contener un sollozo. Miroku parpadeó, lo que quedaba de la rigidez salió de su expresión. Levantó la mano como para llegar hasta ella, pero se detuvo en seco.
—Sango…
—Debes volver —dijo, se le rompió la voz alrededor de las palabras—. Tienes que volver. Si te perdiera, no puedo… sin ti no puedo…
Fuera lo que fuera que pudiera haber dicho, se perdió ante un torrente de lágrimas. Miroku se estiró, atrayéndola hasta que estuvo aplastada contra él. Sango enterró el rostro en su hombro, sus manos aferraron la parte delantera de su traje como para evitar ahogarse.
—Sango —murmuró—. Oh, Sango, por favor, no desperdicies lágrimas en alguien como yo.
—Idiota —dijo Sango, la palabra amortiguada contra la tela de su traje—. No eres un desperdicio. Nunca has sido un desperdicio y lucharé contra cualquiera que se atreva a decir lo contrario, incluso contra ti. Habrías dado tu vida por salvar la mía, habrías sacrificado incluso tu misión de vengar a tu padre. Eres y siempre has sido el alma más buena y más fuerte que he conocido.
Miroku frunció el ceño, se le estaban cerrando los ojos. Por un momento, la presionó contra él con más fuerza, sus labios rozaron contra su coronilla antes de obligarse a echarla hacia atrás. Sango lo miró, sorbiéndose la nariz y con el rostro lleno de manchas. Miroku pasó el pulgar sobre su mejilla en un retorno del anterior gesto de ella, permaneciendo allí durante varios momentos más de lo necesario.
—Ahora la has visto —dijo en voz baja, dejando caer la mano—. La maldición.
Sango frunció el ceño, su mirada fue inconscientemente a su mano enguantada.
—¿Por qué me la ocultaste durante tanto tiempo? —dijo suavemente—. Podría haberte ayudado, podría…
—Precisamente por eso la oculté —dijo, negando con la cabeza—. Y por eso ahora te pediría que la olvidases. El youkai que lanzó esta maldición sobre mi familia es un monstruo en el sentido más auténtico de la palabra. Es astuto y despiadado, y si te hiciera daño porque buscaste ayudarme, antes… antes preferiría sucumbir a la maldición. Así que te ruego, Sango, que me hagas caso cuando te digo que te olvides de eso, que vivas una vida libre de esta maldición.
—¿Vivir una vida libre de ti? —dijo con voz queda—. ¿Eso es lo que piensas que sería sin ti? ¿Libre? ¿Feliz?
Miroku estaba callado. Los gritos pidiendo ayuda se alzaron una vez más, el aullido de las llamas creció para amortiguarlos. Sango se levantó, sorbiéndose ruidosamente la nariz como si pudiera volver a meter dentro cada lágrima que había escapado de ella por pura fuerza de voluntad.
—Miroku —dijo, e incluso Kagome sintió una onda de presagio deslizándose a través de ella ante la palabra—. Escúchame y escúchame atentamente. Soy la hija mayor del jefe del clan Tachibana, de las cuatro casas nobles que han servido fielmente al Tennō-sama durante generaciones. Soy taiji-ya, entrenada desde el nacimiento en las artes guerreras y más que capaz de derribar hordas de youkai sin ayuda de nadie.
»Si alguna vez hubiera querido librarme de ti, no habría hecho falta más que una palabra, un gesto, incluso, y nunca me habrías vuelto a ver. Pero te escojo a ti. Te escojo a ti porque recuerdo al pequeño que me contaba chistes y me traía flores porque decía que le encantaba cuando yo sonreía. Te escojo a ti porque estuviste a mi lado todos los días después de que falleciera mi madre mientras lloraba, dándome la mano y sin pedir ni una vez nada a cambio.
»Te escojo a ti porque pospusiste la búsqueda del asesino de tu padre para ayudarme a encontrar a Kohaku y porque escondes regalos para los sirvientes cuando los ves sufriendo y por mil razones más que me pasaría listándote alegremente el resto de mi vida.
»Te escojo a ti porque eres y siempre has sido mi mejor amigo, y no hay felicidad ni libertad en abandonar a un amigo necesitado.
En el espacio de un parpadeo, las llamas desaparecieron y los gritos se callaron. Kagome se echó hacia atrás, asombrada al encontrarse de repente en un bosquecillo de cerezos en plena flor. Ante ella había un niño y una niña pequeños, el niño aferraba una rama de las mejores flores ante él en gesto de ofrenda.
—Eres la persona más hermosa que he visto nunca —dijo él, y había lágrimas en sus ojos oscuros.
Y lo era, sus ojos tan amables como la cálida brisa de la primavera y sus manos más suaves que los pétalos mientras rozaban las de él. La niña sonrió, acunando la humilde ofrenda contra su pecho como si fuera un tesoro inestimable.
—Te amo.
Kagome se esforzó por sentarse erguida, cada hueso de su cuerpo tan pesado como si estuviera hecho de piedra. Parpadeó con fuerza contra la neblina que la rodeaba, la habitación estaba volviendo a enfocarse lentamente.
Midoriko pareció desorientada de manera similar, el rostro pálido y su mirada deslizándose lentamente desde el rostro de Kagome al techo encima de ellos. Sus manos apretaron la de Kagome y la de Sango antes de soltarlas, presionando contra los tatami para equilibrarse.
Sango. Sango y Miroku. Sus amigos. Kagome parpadeó con fuerza, cada pensamiento aclaró un poco más de la neblina de su mente. Había estado intentando ayudarlos, ayudar a Sango a sacar a Miroku del shōki.
Su mirada se deslizó hacia la cabecera del futón y se quedó paralizada ante la visión que encontraron sus ojos.
Miroku tenía los ojos abiertos, su mirada infinitamente cálida mientras trazaba los rasgos del rostro de Sango. La cabeza de Sango descansaba sobre su pecho, sus ojos cerrados como si estuviera en el más plácido de los sueños. Su pecho subía y bajaba suavemente, casi al compás del de Miroku, la mano de él estaba metida ligeramente a través de los nudos de su pelo despeinado por el sueño.
Miroku levantó la mirada, su mirada encontró la de ella. Sonrió lánguidamente, llevándose un dedo a los labios.
—Shhh. Déjanos soñar solo un poco más.
Kagome se desplomó contra la fría madera de la entrada y se permitió respirar hondo por primera vez en lo que pareció ser una pequeña eternidad. A pesar de su poderoso deseo de envolverlos a los dos con sus brazos y obligarlos a jurar que nunca volverían a salir de su vista, se había obligado a dejarles un poco de espacio a Miroku y a Sango tras asegurarse de que ambos estaban bien.
La insistencia de Midoriko había sido otro factor potente en su partida, la miko mayor estaba sonrojada mientras casi la empujaba fuera de la habitación. Kagome no estaba segura de cuánto o de qué había visto durante sus esfuerzos por curar al houshi, pero al parecer era más que suficiente para que insistiera en que les dieran espacio para hablar en privado.
A su salida de la residencia Tachibana también se había asegurado de parar una vez más a ver cómo estaba Kohaku, una irritante duda sobre la tolerancia de Kagura por los niños se negaba a dejarla en paz.
Se alegró de descubrir que estaba equivocada. Kohaku estaba ampliamente igual, salvo que ahora estaba limpio y lo habían trasladado a un cuarto donde la shoji tenía vistas a un patio interior. En el patio, Shippou estaba haciendo ruidosamente una demostración de cuántas versiones ilusorias de sí mismo podía generar ahora al mismo tiempo, todas las versiones reflejadas hablaban unas sobre otras en una absoluta cacofonía de sonido.
Kagura estaba sentada al lado de Kohaku en la pasarela que bordeaba el patio, una oscura ceja alzada mientras le murmuraba algo al indiferente chico que tenía al lado. Ante el sonido de la entrada de Kagome en la habitación, había mirado hacia atrás por encima del hombro, poniéndole los ojos en blanco muy sufridamente a la miko. Aun así, movió rápidamente la mano en un gesto despectivo, despidiendo a Kagome antes de devolver su atención a Shippou y a Kohaku.
Kagome se sintió aliviada al descubrirse allí innecesaria, marchándose silenciosamente antes de que Shippou la viera. Kagura parecía tener la situación bajo control y, a pesar de toda su extraña historia juntas, sintió la seguridad de que, si alguien podía ayudar hacer que Kohaku volviera en sí, esa sería ella.
Casi hundiéndose a causa de la fatiga, había alertado a su guardia y avanzó lentamente de regreso al Dairi. Ahora se apoyaba contra el marco de la puerta, fijando la mirada con anhelo en el rincón donde su futón estaba actualmente doblado y esperándola.
Sería tan fácil simplemente acostarse en el futón, acurrucarse en él y dormir y dormir y dormir. El sol acababa de empezar a hundirse bajo el horizonte mientras volvía de la residencia Tachibana. Seguramente ya estaba oscuro fuera y nadie la molestaría si escogía descansar sin más.
Nadie salvo por su propia mente.
Kagome suspiró, deslizándose hacia abajo para rodearse las rodillas con los brazos. Ahora que había pasado el peligro inmediato para Miroku, finalmente había espacio para que treparan otros pensamientos, y vaya si treparon.
Kikyou estaba muerta.
La idea era una mortaja, bloqueaba todo lo demás y la lanzaba a la oscuridad.
Quería llorar, maldecir contra la crueldad de aquello, pero al mismo tiempo le afectó el poco derecho que tenía de lamentar siquiera la muerte de la mujer. Había sabido de las dificultades de Kikyou mejor que muchos, había participado en hacerle tanto daño que había huido de la corte, había albergado dudas sobre la inocencia de la mujer y vacilado una y otra vez sobre si ponerse en contacto con ella para ver si podía averiguar la verdad. Y ahora era sencillamente demasiado tarde.
Pero incluso el enorme agujero que abrieron esos pensamientos en ella no era nada, lo sabía, en comparación con lo que debía de estar sintiendo Inuyasha.
Se mordió con fuerza el interior de la mejilla, incluso el picor de la sensación palidecía en comparación con la ola de completa pena que la barrió al pensarlo.
Quizás su relación había sido complicada, pero Inuyasha había amado a Kikyou. Había intentado protegerla constantemente, y ahora…
Kagome se obligó a respirar hondo, esperando que apaciguara un poco las náuseas que le revolvían el estómago y que trepaban amenazadoramente a su garganta.
Tenía que ir con él. Sabía que tenía que ir con él y, a pesar de ello, la idea de ir con él le hacía daño. Ver su rostro, ver por sí misma el dolor, el amor y el autodesprecio que sabía que estarían allí era una idea que era casi demasiado como para soportarla.
Pero la alternativa era dejarlo a solas para que lidiara con todo ello, dejarlo en la espantosa habitación con eco de su propia culpa y arrepentimientos, y eso era algo que nunca sería capaz de hacer.
Tras respirar hondo otra vez, Kagome se obligó a ponerse de pie.
Kagome había contemplado varias espantosas posibilidades, pero esta sin duda no había sido una de ellas.
Estaba en la entrada a los aposentos de Inuyasha, dos guardias ante ella y dos de sus guardias a su espalda. Uno de los hombres ante ella le ofreció un avergonzado encogimiento de hombros mientras el otro evitaba su mirada por completo.
—Mis más profundas disculpas, O-Miko-sama, pero esas son las órdenes de Su Majestad.
Kagome parpadeó, las palabras apenas se registraron más allá de su sorpresa. La estaban rechazando. Él la estaba rechazando.
Bueno, estaba rechazando a todo el mundo, según su guardia. Apenas había salido de sus aposentos tras regresar de la residencia Tachibana y había dado órdenes estrictas hacía solo unas horas de que no le molestara nadie bajo ninguna circunstancia hasta que dijese lo contrario.
—Yo… ¿está usted seguro? Solo quiero asegurarme de que…
Se detuvo en seco, dándose cuenta de que difícilmente podía decirles que quería asegurarse de que Inuyasha estaba bien sin explayarse sobre por qué sabía que no lo estaba. Probablemente nadie de la corte conocía todavía las noticias de lo que había sucedido en la residencia Fujiwara aparte del grupo de Sango, Inuyasha y ella, y no tenía ningún deseo de ser quien lo revelase.
—No importa —dijo en voz baja—. Me disculpo. Entiendo que solo están siguiendo las órdenes de Su Majestad. Yo… regresaré por la mañana para ver si Su Majestad está preparado para recibir visitas, entonces.
Los dos guardias hicieron una reverencia, claramente agradecidos de que no pretendiera presionarlos más. Kagome giró sobre sus talones, su mente daba vueltas mientras se retiraba apresuradamente a sus aposentos.
Apenas recordó haberle dado las buenas noches a su guardia antes de cerrar la shoji a su habitación tras ella. Paseándose por la longitud de su habitación, luchó por apisonar el pánico que se alzaba en su pecho.
Inuyasha debía de estar peor de lo que había temido para esconderse incluso de ella. Quizás estaba enfadado con ella, culpándola como se culpaba ella misma de la partida de Kikyou de la corte. O quizás simplemente era un recordatorio demasiado grande de la razón por la que había terminado confinando a Kikyou a su muerte en la residencia Fujiwara.
En cualquier caso, no podía dejarlo solo así como así. Al menos tenía que verle, hacerle saber que estaba allí si deseaba que lo estuviera. Si necesitaba gritar, concentrar todo aquel dolor en algún lugar, que así fuera. Mejor eso que sufrir completamente solo. Y si no podía entrar sin más para verle, había otro modo a su disposición.
Abrió silenciosamente la shoji que conducía al jardín detrás de sus habitaciones. La luz era escasa debido a la luna nueva de aquella noche, así que se detuvo para coger y encender un farolillo antes de salir.
Avanzó hasta el pequeño hueco en el muro entre las dos residencias, vacilando en cuanto hubo pasado a través de él. ¿Habría ido a su sitio?
Pero no. No podía imaginarse que estuviera en ningún estado mental para buscar consuelo allí esa noche. Giró, continuando hacia los aposentos de él.
Nunca había entrado por este lado, así que no estaba del todo segura de adónde ir, pero seguro que, si Inuyasha podía salir, entonces debía de haber un modo de que ella entrase. Mientras seguía la longitud del muro, sostuvo en alto el farolillo y arrastró las puntas de los dedos por el muro en busca de una forma de entrar.
Finalmente llegó al extremo derecho del muro, el más leve atisbo de una unión le hizo detenerse. Para alguien que no supiera que había que buscarlo, habría parecido como si el muro fuera completamente sólido, pero sus dedos captaron una extraña sensación que hizo que se detuviera. Al levantar el farolillo, vio que había el más diminuto hueco entre el travesaño de la esquina y lo que parecía ser por lo demás un muro sólido.
Al meter las puntas de los dedos en el hueco minúsculo, Kagome casi se desplomó cuando el muro se abrió con inesperada facilidad. La abertura era pequeña, apenas lo suficientemente grande como para que ella cupiera de lado, pero aun así era justo lo suficiente para que fuera capaz de entrar en la habitación.
La oscuridad dentro de los aposentos de Inuyasha era incluso más fuerte que la del cielo nocturno, el farolillo de Kagome la única fuente de luz en el espacio por lo demás completamente oscuro. Tras dejar el farolillo justo en el interior de la habitación, Kagome respiró hondo antes de levantarse y entrar.
No había nada que ver dentro del leve brillo de su farolillo aparte de lo que parecía ser el borde de una ornamentada pantalla de seda. Kagome se preparó, obligándose a ponerse en pie y avanzando con vacilación a la hostigadora oscuridad.
—¿Inuyasha? —llamó, se le subió el corazón a la garganta con la palabra—. Inuyasha, soy yo. L-Lamento entrar aquí por la fuerza de este modo, pero necesito ver…
—Vete. Tienes que irte ya.
Las palabras, que emanaban de algún lugar en las profundidades de la oscuridad, la detuvieron en seco. Kagome se quedó paralizada, sus ojos miraban a través de la penumbra, pero ni siquiera se podía ver un atisbo de la figura de Inuyasha. Se le puso la piel de gallina, pero se obligó a estarse quieta.
—Inuyasha, por favor, sé… sé que estás sufriendo. Solo quiero…
—Vete. Ya.
Las palabras, apenas más que un gruñido, estaban ahora lo suficientemente cerca como para sentirlas vibrando por cada nervio suyo. Permaneció justo fuera de la luz de su farolillo, pero Kagome sabía que, si fuera a dar solo un paso hacia delante, lo encontraría allí.
Pero no pudo. Se quedó allí como si hubiera echado raíces, con el farolillo en alto y temblando mientras miraba a la oscuridad. Había algo en su voz, algo justo bajo su dureza, que conocía demasiado bien. Y así, se quedó allí, esperando.
—No lo haré. No puedo. No mientras sepa que estás sufriendo.
El silencio que siguió fue casi ensordecedor en su totalidad.
—Yo… —El sonido desigual, apenas más que una exhalación, aun así fue suficiente como para hacer que se sobresaltara—. Necesito que te vayas, Kagome. Ahora mismo no quiero verte.
Su voz se volvió más fuerte al final, regresó la dureza, pero fue demasiado tarde. Kagome lo había oído allí, aquel espantoso sonido ahogado que conocía tan bien, pero que rara vez le había oído a él.
Avanzó y levantó el farolillo. Los ojos oscuros que encontraron los suyos estaban enrojecidos, vidriosos por el sufrimiento. Rastros delatores brillaban en sus mejillas a la débil luz.
Al verla, ensanchó los ojos y casi antes de que pudiera parpadear, se había apartado de golpe de la luz. Varios golpes resonaron por la habitación mientras él retrocedía a toda prisa.
Kagome frunció el ceño, moviéndose para seguirlo antes de que una idea la detuviera en seco. Ojos oscuros. Ojos oscuros. ¿Un truco de la luz? Pero no. Había visto los ojos de Inuyasha con luz y con oscuridad, los conocía mejor de los que conocía incluso los suyos propios.
Sin pensar, se lanzó hacia delante, su mano libre agarró ciegamente en la oscuridad. Su mano entró en contacto con lo que parecía ser tela y tomó un puñado de ella, tropezando hacia delante.
Se encontró casi nariz con nariz con él. Bueno, nariz con pecho, ya que le sacaba una cabeza de altura. Pero él no era él en absoluto.
—¿T-Toga?
Nota de la autora: Minilección de historia de hoy:
Wakō: Creo que ya he definido esta, pero se traduce como «piratas» y estos piratas tenían una historia muy particular de hostigar Japón, Corea y China durante el periodo Heian.
Saimyōshō: Los youkai que parecen avispones empleados por Naraku en la serie. Contienen un potente veneno y en la serie se usaban habitualmente para hacer pequeñas tareas para Naraku o en particular cuando quería evitar que Miroku utilizase la maldición de su mano.
Shōki: Creo que en la serie también se referían a esto como «miasma», pero básicamente un tipo de veneno particularmente potente que usaba a menudo Naraku en la serie.
Nota de la traductora: Ha pasado mucho tiempo desde que la autora nos regaló una actualización de este fic, pero fiel a su promesa de no dejarlo abandonado (solo quedan tres capítulos), aquí nos deja la continuación de esta historia.
La alegría que me dio ver la actualización no hay forma de medirla, quizás por eso he tardado solo una semana y poco en traer este capítulo (enormísimo) traducido.
Espero que os guste mucho y que comentéis lo que os haya parecido. Vuestros comentarios me motivan mucho para seguir pendiente de esta historia y traducirla lo más rápido posible.
¡Hasta la próxima!
