¿Por qué crees que el dado cayó en el 6?
El barro descendía por mis pies en forma de largos brazos arrastrados por la lluvia. Aquel techo resquebrajado no servía para cubrirse, pero era lo único que evitaba que terminara completamente empapado. Si sólo hubiera salido, la suciedad se habría desvanecido entre las resbaladizas losas del suelo, mas ese pardo color era una nueva extensión de mí. Era lo único que me hacía sentir alguien más que algo, una persona, por más que estuviera solo. Una perdida y abandonada, pero que vivía. No alcé la vista cuando escuché las botas de un guardia pararse delante mía, ni tan siquiera me moví cuando su voz intentó llamar mi atención. La soledad me había convertido en alguien solitario, cualquier sonido, cualquier conversación me aterraba. Llevé las manos a mis oídos y cerré los ojos. No deseaba transformar esas palabras metálicas en una cálida esperanza de una vida mejor.
—Déjame... —susurré—. Mamá dijo que vendría a por mí.
Mentira. No vendría. Todo era mentira, como mis propias oraciones y juramentos a los Divinos en las que expresaba que jamás robaría. Para comer, siendo un niño abandonado, no servía rezar a los dioses. Estaba roto y perdido y aquel guardia era como un monstruo de pesadilla a punto de arrastrarme a la verdad. Cuando sentí su mano en mi hombro, me revolví hasta salir corriendo. No me importó cuanto gritara el hombre, o sus promesas de que todo iba a salir bien si confiaba en él. El miedo a la verdad me acorralaba y el único amparo lo descubrí en medio del cementerio. Atravesé cada tumba, dejando atrás la figura de un Talos que en su día me habría hecho sonreír. Nirn me había arrebatado la inocencia y los Nueve no lo evitaron. Nunca hacían nada. Sus aspectos congelados en el cielo y en las piedras admiraban maquiavélicamente a los mortales, a la espera de gozar de sus desdichadas vidas. Me colé en un mausoleo sin puertas y me apegué al escaloncito de roca, cerrando los ojos cada vez que escuchaba la marcha de los soldados pasar cerca de mí. Ahí se estaba seguro, nadie miraba, ni tan siquiera las lágrimas de Kynareth amenazaban con arrancarme la tierra de mis brazos. Entonces el mundo pareció virar en una dirección completamente distinta, tan caprichoso como era el destino. Nunca advertían del pequeño skeever arrinconado entre el miedo y la agonía, con frío y hambre. Y nunca me cansaré de lo extraña que es la fortuna, pues algo cedió tras de mí y caí por unas escaleras que se cerraron en cuanto tiré de la cadena con la que busqué levantarme. Un grito espantado de terror se adueñó de mi garganta mientras me envolvía en las sombras. El sonido de la lluvia se desvaneció en el silencio, únicamente quebrado por la suave risa de una mujer. Algo me hizo girar la cabeza, como si de una mano se tratara, noté el calor de una capa, aún si nada me cubría y, en medio de la espesa negrura, una luz mostró el rostro extrañado de un muchacho. Su perilla salpicada, la clara mirada acariciada por un revoltoso cabello cobrizo.
Al principio dudó, pero luego dibujó una sonrisa que me devolvió la niñez tan rápido con una flecha atravesando una diana. El miedo, el desconcierto, la nostalgia, la confusión. Todos esos sentimientos se arremolinaron, quebrando el ojo de la tormenta en la que se perdía mi vida. Extendí mis manos hacia el extraño, quien me cargó con cuidado, bajando por unas escaleras de mano.
—Por los daedra, chico... Estás empapado.
Lloré. Lloré lo que no había llorado en cuarenta noches y, por primera vez, en ese cementerio, descubrí lo que era caminar en las sombras.
