Y las garras el gato no sacó
De un día a otro, pasé de sentir el frío a la calidez de un sitio en el que descansar, por más que numerosas miradas juiciosas se clavaran en mí. Aunque, ahora que miro hacia atrás, siento que el rechazo era menos de lo que en su momento pude interpretar. Aquel lugar era una familia coja, áspera y carente de ética, pero era un hogar.
El olor de la humedad se entremezclaba con el del cuero en aquel sitio, un subterráneo que prestaba su servicio como aljibe para toda la ciudad de Riften. Y también para hospedar a sus peores enemigos. Las aguas cristalinas lamían el suelo de piedra en donde tres personas dejaban reposar sus pies desnudos y cansados, únicamente volviendo las miradas de sus cartas al inesperado niño que llevaba cargado uno de los más jóvenes del gremio. Sus cejas arqueadas y sus medias sonrisas me hicieron estrecharme contra el pecho del adolescente, me había acostumbrado tanto a sólo mirar a la cara a los cascos sin rostro de los guardias, que cualquier expresión me recordaba a la de los mismos divinos. Rostros anegados en falsa bondad.
—¿Qué traes ahí, Bryn? —preguntó un hombre, desde una mesa llena de bolsas y pergaminos. En cuanto se alzó, resonó el repiqueteo metálico de los septims. Sentí la necesidad de agarrarlos todos, ahí habría suficientes como para comprar infinitos bollos dulces o buenos estofados calientes.
—Me lo he encontrado… Bueno, él nos ha encontrado. —El que parecía estar al mando se cruzó de brazos, a la espera de que continuara con su explicación. El mismo collar que vestía podría valer para dormir toda una semana en una posada—. No sé cómo, pero estaba a las puertas de La Cisterna, a oscuras.
El resto se acercó, clavando sus ojos en mí. Aparté la mirada del collar y me quedé con la vista pegada al suelo, que no tardó en acercarse a mí en cuanto el tal Bryn me descargó de sus brazos. El silencio se hizo eterno, mientras el líder hacía crujir los desgastados guantes en su firme pose. Empecé a seguir los surcos de las losas, a mirar las botas desgastadas de quienes me rodeaban. Sólo sabía contar hasta cinco, pero por lo menos había cinco de ellas a la espera de que el hombre se pronunciara. Arañadas por el paso del tiempo, pero impecables, preparadas para no dejar rastro en las casas de sus pobres víctimas.
—Niño —llamó, a lo que yo apreté los puños con miedo. Mi madre siempre decía que confiar en extraños, ya fuera en Skyrim o Cyrodiil era peligroso. Pero la desobediencia también se pagaba caro, lo había visto cuando un borracho era echado a patadas de una taberna o cuando un niño le sacaba la lengua a un soldado. Alcé la mirada, advirtiendo de los azules ojos del nórdico clavados en mí— ¿Cuántas bolsitas había en mi mesa?
Sentí cómo el resto compartían miradas incómodas, incluso Bryn intentó decir algo, pero el otro lo detuvo. A día de hoy, sigo sin entender por qué les sorprendió tanto aquella pregunta. Empecé a alzar un dedo, frotando con la punta de los pies el suelo. Eran tres, tres bolsas grandes. Le mostré los dedos, atreviéndome a no evitar su mirada, y descubrí una sonrisilla atravesar su fría expresión. Se llevó la mano al collar, ocultando las piedrecitas incrustadas en él.
—¿Cuántas joyas había?
Empecé a levantar los dedos de una mano, poniéndome nervioso cuando alcé los cinco. Debía haber más números, mucha gente decía que eran infinitos, pero ¿cómo iba a decirle cuántas gemas había si no sabía el nombre de la cifra? Fruncí el ceño, dando una patadita al suelo y extendí mi otra mano. Esa también tenía cinco dedos y las joyas eran cinco y tres, sea cual fuera ese número. Le enseñé ambas manos y el hombre acercó la suya a mi cabeza. Cerré los ojos, encogí mis hombros y brazos, asustado de la reprimenda. Pero en su lugar sentí el cálido contacto de una felicitación, había acertado, le habían valido esos dedos anónimos.
—No está mal, no está mal. Hace tiempo que el gremio no acepta mochuelos en el nido, pero nos podría venir bien. Brynjolf, mételo al agua y llévalo al Jarro, casi se desmonta cuando lo he tocado. —Se frotó las manos con cierto orgullo, volviendo a su escritorio—. Ya tenemos a quién enviar para sacarle unos valiosos cuartos a Grelod. O para meter los dedos en los bolsillos más chicos.
Sonó tan alegre que no pude evitar cambiar mi expresión, después de mucho tiempo quise reír, quise sonreír sin que fuera mentira. Agarré la mano de Brynjolf, mientras nos sentábamos al borde del estanque y empezó a limpiarme la cara. Aquella agua era como un torrente de lluvia con el que sentí que el barro se esfumaba para siempre. Mi madre no vendría, pero la soledad tampoco. Si hacía lo que el líder quería, me podría quedar allí y vestir ropas como las de ellos, guantes de cuero y tela, botas que podría limpiar sin temer a que sus suelas se pudrieran. Crucé mis piernas, observando al joven. Su ceño fruncido enfocaba toda su atención a mis mejillas, pensando en cómo la suciedad podría parecer la segunda piel de un niño tan pequeño. Pero no me inmuté cuando apartó la mano asustado por hacerme sangre al levantar las costras.
—No pasa nada, eso se cura —dije, fueron mis primeras palabras en mucho tiempo. Quizás también de las pocas que había pronunciado en toda mi vida.
—¿Cuántos años tienes?
Me quedé callado, dando respingos a cada rato que las flechas se clavaban en una diana de entrenamiento, a pocos metros de nosotros. El arco se tensaba, aguijoneando el aire cuando la mano de su dueño soltaba la cuerda. Y luego llegaba el silbido de la saeta, agudo como el aire pasando a través de un fino canalete. En Skyrim, todo el mundo parecía saber empuñar un arma.
—Cuatro. —Enseñé mis manos, levantando los dedos y luego levanté otro—. Cinco. Ya pasó el invierno. Tengo cinco.
Brynjolf asintió, haciendo desaparecer los rastros de sangre de mis mejillas y se levantó.
—Luego te darás un baño, vamos a comer. Además, Dar'siir estará encantada de conocerte, es una de las mejores ladronas. Pena que últimamente los khajiitas están teniendo cada vez más problemas para entrar a la ciudad.
Recorrimos un pasillo oscuro, entre paredes que olían a una rancia mezcla de musgo y polvo. Las pocas antorchas de la pared limitaban su luz de tal modo que podías perderte por los desvíos. Los ladrones eran inteligentes pese a que, sin saberlo, tenían la suerte cada vez más lejos. El sonido del agua volvió a brotar en cuanto llegamos a una amplia taberna, con las mesas esparcidas rebosantes de jarras y comida. Las tripas me rugieron y la piel se me erizó al pasar por una de ellas, en las que el humo de recién hecho estofado se alzaba como una suave brisa de verano. Podría haberme quedado viendo aquel cuenco de no ser porque Brynjolf me hizo sentar en una mesa sin cubiertos ni comida, sino cartas y un tintero cuya pluma había dejado caer unas pocas gotas sobre la madera. Escribiendo, con la vista fija en el papel, una hermosa khajiita murmuraba en voz baja. No nos prestó atención, ni cuando la silla crujió con mi peso ni cuando el joven carraspeó vergonzosamente. Los minutos se me hacían eternos y lo único que pude hacer fue seguir las curvas líneas de su pardo pelaje.
—¿Es suave? —Las palabras se escaparon inocentemente de la boca, con los ojos abiertos como un cachorro curioso. Los bigotes de la khajiita se alzaron levemente cuando sus labios trazaron una leve sonrisa.
Dejó la pluma en el tintero y acercó su mano a la mía, haciendo un gesto para que se la diera. Cuando nuestras manos se unieron, supuse por qué los nórdicos habían empezado a odiar a los felinos. Creerían que eran hechiceros o herejes que habían vendido sus almas a los daedra, pues no había otra forma para explicar por qué eran tan suaves.
