No sé cuánto tiempo tengo pensando esta historia… si me pongo a pensarlo bien, probablemente más de un año. Soy el tipo de personas que cuando tiene alguna idea en la mente, no puedo estar en paz. No pude controlarme y simplemente empecé a escribir hace unos días y me encontré a mi misma escribiendo sin parar. Verán que este capítulo es MUY extenso, aunque espero que no sea tedioso. Les recomiendo buscar una buena ventana de tiempo para poder leerlo ininterrumpidamente y buscar alguna lista de reproducción que acompañe. Para este momento ya tengo 3 capítulos más escritos de principio a fin y el resumen de la mitad de la historia. Y si continúo al ritmo que voy terminaré de escribir en tiempo record.

Espero que los pocos fans que existimos de este ship tengan ganas de leer una historia nueva y le tengan paciencia a esta autora por no terminar las anteriores. Me prometí que iba a sacarme esto de la cabeza de una vez por todas antes de poder continuar cualquier otra cosa. Me gusta aprovechar mis momentos de inspiración y mientras mi mente este pensando en esto 24/7, no puedo escribir otra cosa.

Sólo me queda decirles que personalmente esta historia me gusta muchísimo más que Desencanto. Si te gustó esa historia estoy segura que esta también te gustará. ¡Muchas gracias por venir a leer!


El despertar del ronin


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Capítulo 1: La muerte

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Permanentemente alerta, camina casi errante por los rumbos de piedra pulida meditando silenciosamente. Y aunque sus pensamientos son de un carácter ominoso y sumamente perturbadores para cualquier chonin, la oscuridad no logra arrebatarle la sonrisa. Las ideas tétricas que se crean en su mente encarnan en una persona y sin darse cuenta aprieta el puño sobre la empuñadura de su katana.

A su paso ignora concienzudamente las miradas de admiración y unas cuantas de envidia, aunque las ligeras risas femeninas logran curvarle aún más la comisura de los labios. Tal vez él no pueda de hecho verlos, a todas las personas que deambulan por el mercado y es casi un milagro que no se tropiece con ninguno sin llevar un bastón apretado bajo la palma. Pero, es que este sujeto no es uno del montón y se hace evidente al verlo paseándose entre la gente común con un kamishimo, negro y gris, al ojo no conocedor. Sin embargo, los mercaderes, que conocen las telas mucho mejor que la gente corriente, pueden reconocer el destello púrpura debajo del entramado de aquella fina tela. Los bordados en plata que recorren sus mangas como una enredadera deben haber tenido como costo horas de ardua labor de cientos de costureras y sus dedos pinchados.

Luego de un rato de andar, se detiene frente a la tienda del mejor herrero de la ciudad imperial y deja su katana sobre la mesa mientras el herrero trabaja dándole la espalda.

—Necesito darle una afilada. La hoja está un poco deteriorada, pero es mi favorita, ¿podrías tenerla para mañana? La necesito con urgencia.

Él reconoce su voz, y lo hace con cierto fastidio. No deja de lado la actividad que lleva a cabo, pero se da un segundo para mirarlo por encima del hombro.

—Puedo sentir tu disgusto hasta aquí —dice nuevamente, torciendo los labios.

—¿No podrías haber venido hace una semana? Tengo trabajo aquí, sé que escuchas claramente mi martillo.

Y escucha el arder de las brasas soltando chispas, y huele la madera quemándose con espantosa precisión.

—Creí que era el único que le daba trabajo a este viejo herrero malhumorado.

—Soy el mejor herrero de la ciudad, por eso siempre vienes aquí.

—Vendré mañana temprano por ella, cuídala bien. ¿Ya te dije que es mi favorita?

—Quizás pruebe el filo de esa espada en tu pescuezo, muchacho…

—Qué divertido eres cuando estás atareado, ¿tu esposa te ha hecho padecer el embarazo?

—Gojo-san… No quiero cometer ningún crimen…

—Nos vemos mañana, Kataba-san. Envíele mis más sinceros halagos a su esposa, consideren mi nombre si tienen un niño —responde con una sonrisa pintada en el rostro.

Al darse media vuelta aún puede seguir escuchando su voz, mezclándose con las del resto en la calle principal del mercado. Murmura improperios, diversos y coloridos, tan entretenidos que intenta memorizarlos en caso de tener que usarlos en el futuro. Aunque no cree ser capaz de replicar su agudeza mental a la hora de soltar un insulto.

Tras dejar su arma favorita en manos del herrero, continúa una ruta muy clara que ha estado planificando desde hace un tiempo. La lista no es demasiado larga, carne seca, fruta deshidratada, abrigo para noches frías, cuerda, flechas. Sólo lo estrictamente necesario. Luego de pasear por última vez por las calles apabulladas del mercado más grande de la capital Imperial se voltea hacia el que ha sido su hogar por los últimos quince años.

Le sabe amargo que un trayecto tan largo terminara de esta manera, aunque no está del todo seguro de cuáles eran sus expectativas en primer lugar.

En las caballerizas acaricia su caballo favorito, lo deja ensillado y oculta lo que ha comprado en el mercado tras una pila de heno.

Las puertas del palacio se abren cuando él se asoma, de par en par, arrastradas por cuatro guardias de cada extremo. Él alza una mano y saluda con una sonrisa. La mayoría de estos soldados le deben la vida tras haberlos salvado en alguna excursión, los reclutas más nuevos le saludan con la admiración que se le tiene a las leyendas. Pero él siente que no ha hecho más que lo necesario y eso ya había comenzado a aburrirle.

El aire dentro del palacio se siente diferente, limpio, no como el mercado en el que predomina el olor a carbón, sangre y orina. Aquí sólo de vez en cuando siente olor a pólvora mezclado con flores.

Las mujeres dentro del palacio son lo que mejor huele. Se bañan a diario y se rocían perfumes de lo más provocativos. Como si supieran o sospecharan que él ha agudizado ligeramente el resto de sus sentidos al impedirse voluntariamente la vista. Aunque de vez en cuando, atrapado por la intriga, se levanta el vendaje para echarles una mirada a ellas o a un plato de comida. Sin embargo, más de una vez se ha llevado una decepción al dejar que sus expectativas vuelen alto tras sentir un aroma cautivador. Razón por la cual es cada vez más extraño poder verle los ojos a Gojo Satoru.

Ni la comida, ni las mujeres, ni todo el dinero que el emperador le ofrecen logra calmar la ansiedad que crece día tras día en su interior. Un presentimiento palpita en su pecho y lo deja sin sueño, deambulando como un alma en pena por los corredores. Y aunque sabe que tiene muchos amigos dentro del palacio, no puede dejar de percibir energía maldita creciendo por dentro de los muros, como si una maldición estuviera a punto de caer sobre él en cualquier momento.

No hace falta preguntarse de dónde proviene, lo sabe con tanta seguridad que le dan nauseas.

Luego se dirige hacia aquel que lo salvó de un destino desafortunado. La piel reseca palidece y deja ver las venas que recorren su cuerpo como un racimo de uvas. Convaleciente, vagando entre dos mundos, el Emperador goza de cortos periodos de lucidez. Afortunadamente, por decirlo de alguna manera, no se olvida de él.

Sentado junto al lecho que será escenario de su muerte, él espera pacientemente a que de su último suspiro. Sabe perfectamente que no le queda mucho tiempo, quizás sea cuestión de días u horas. Apenas puede conciliar el sueño ya que, cuando el Emperador duerme, él permanece con los ojos abiertos pendiente del vaivén de su pecho y el silbido que sale de su nariz. Cada vez que él mismo se duerme, despierta sobresaltado con un único pensamiento nublándole la mente: «¿está vivo?»

—Cuando era pequeño solía jugar con mi hermano mayor… nos escabullíamos y vagábamos en el mercado hasta que los hijos de un posadero se metieron con mi hermano sin saber que era el heredero al trono. Nos dieron una paliza y cuando los guardias nos encontraron, mi padre casi les corta las manos a los hijos del posadero, pero en su lugar nos dio cinco latigazos en las manos a nosotros dos. ¿Te he mostrado alguna vez las cicatrices, Satoru?

—No, no lo hiciste —miente, ya que le ha contado esta historia al menos seis veces. Se estira, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y echa un vistazo a las manos marcadas de Taishō y simula un gesto de sorpresa que ha estado practicando exclusivamente para su señor. Satisfecho con la ligera sonrisa de su amo, quien aún vaga en recuerdos que llevan décadas perdidos en su memoria, Satoru vuelve a sentarse en su sitio.

—¿Qué te ha dicho el médico? —pregunta sin saber que ya ha hecho tres veces esta pregunta.

—Que te queda poco tiempo, tal vez mueras hoy. Quizás mañana… No deberías gastar tu energía contando estas historias de nuevo…

—Vaya… qué poca delicadeza tienes, Satoru. A las mujeres no les gustan los hombres así de bruscos, así que prométeme que intentarás mejorar ese aspecto de tu personalidad, es una orden. La próxima mujer que conozcas deberás tratarla con mucho respeto. Cuando muera haré lo posible por acompañarte con mi espíritu y enviarte una mujer paciente.

—Aún si te lo prometiera no lo recordarías después.

—Qué crueldad —dice y luego se ríe—, pero es cierto —suspira y se incorpora sobre la cama, pareciendo recordar que su mente ha estado jugando con él. Su largo cabello gris plata cae como una inmensa cascada detrás de su espalda y él se queja por un instante, le duele la espalda por pasar tanto tiempo en esta cama. Sus ojos repentinamente no se ven tan perdidos como hacía un momento atrás, casi escondidos detrás de sus cuantiosas arrugas. Se detiene a pensar algo, medita silenciosamente vigilado por los atentos ojos de Satoru—. Me queda muy poco tiempo, ¿cierto? —pregunta y Satoru asiente. Luego suspira y esboza una ligera sonrisa bajo su abundante bigote—. El clan Zenin debe estar afilándose los colmillos, esperando el momento en el que me muera —Satoru se cruza de brazos y no siente deseos de contestar a su pregunta, pero Taishō se sonríe con amargura de solo ver la forma en la que las comisuras de la sonrisa de Gojou bajan lentamente—. En ese caso… deberías marcharte de la región lo antes posible… Lo primero que hará será intentar volverte su lacayo y ambos sabemos cómo terminará esa conversación. Si no quieres problemas… lo mejor será que te marches ahora, antes de que muera. Toma tus cosas y vete, van a obligar a realizar el seppuku

—Soy un bushi. ¿Quieres que mancille mi propio honor escondiéndome como una rata? Tendría que realizar el seppuku de todas maneras y creo que soy muy joven para eso.

—Ni siquiera practicas todas las virtudes del bushido.

—¿Huh? ¿No te parezco suficientemente virtuoso?

—Tienes el coraje, sin duda alguna, la honestidad absoluta, el honor y la lealtad… pero aún no practicas el respeto, la compasión y la rectitud…

—Nadie lo hace, no he conocido ningún samurai que siga el camino del guerrero a la perfección.

—¿Por qué crees que hay tan pocos? Niño, te falta mucho por aprender. Cuando te quites esa venda de los ojos podrás darte cuenta de todo lo que tienes por vivir. Por eso quiero que te marches ahora. De todas formas… voy a morir.

—Mientras yo esté vivo… solo morirás por causas naturales.

—Te libero… —pronuncia, levantando una mano para tocar su hombro—… de tu promesa, Satoru.

—¿Ya volviste a delirar, anciano? Tal vez deba sacarte a dar un paseo para que tomes aire puro y dejes de alucinar.

El Emperador suelta una carcajada, incapaz de sentirse ofendido por el poco respeto de su más leal lacayo.

—Ahora que lo dices… sí, me vendría bien un poco de aire fresco…

Llega como una sorpresa que quiera salir de sus aposentos, pero él prefiere no mencionarlo, simplemente se pone de pie y estira una mano para ayudarlo a salir de la cama. Luego de que Taishō rechazara su ayuda para levantarse, le extiende un bastón y lo acompaña hasta la puerta que se desliza apenas el Emperador se abre paso. Las dos jóvenes sirvientas que esperan de rodillas del otro lado de la puerta no pueden evitar sonreírse al ver pasar a su lado al escolta favorito del Emperador.

Taishō levanta la vista y chista una vez que ambos llegan a los jardines del palacio. Parece haberse molestado repentinamente y Gojo se pregunta qué es lo que ha hecho ahora para ponerlo de mal humor.

—Hace unos años solía ser más alto que tú, ¿en qué momento te estiraste tanto? Debería ser haber dictado un edicto al respecto, debería meterte en la cárcel por ser más alto que tu Emperador —dice y usa su bastón para darle un golpe a Satoru en la pantorrilla. Y él, tan leal como es, no puede moverse a pesar de anticipar el ataque y recibe con gusto el golpe del Emperador.

—No te has encogido tanto, es la joroba —comenta, acariciando su espalda como si fuera una lámpara mágica.

—Qué insensatez, sabes que no puedes tratarme con tanta familiaridad.

—¿Por qué me dejas tratarte así entonces?

—Supongo que me he acostumbrado a lo inapropiado que eres… Además, eres demasiado fuerte como para perderte. Me has servido muy bien, Satoru. Uno simplemente tiene que aprender a tolerarte.

—¿A dónde vamos? —pregunta al notar que su amo cambia el curso y repentinamente sale de los jardines y camina hasta el cementerio familiar.

—A ver a mi hijo.

Con mucho esfuerzo, el emperador se sienta en el suelo, sus rodillas se han vuelto particularmente frágiles. Satoru lo imita y lo observa juntar sus palmas para elevar una última plegaria para luego permanecer en silencio por unos cuantos segundos.

—Creo que ya es hora, Satoru. Estos son mis últimos días… así que aprovecharé la fuerza que me queda para pedirte un último favor… —Su lacayo espera con atención las palabras de su amo—. Quiero que vayas a Yokohama y busques una pequeña familia… —Entre su ropaje hay un manuscrito, escrito en un papel viejo y arrugado, amarillo por el paso del tiempo—. No diré una palabra más, temo que esto llegue a los oídos equivocados.

—¿Tienes hijos bastardos? Lo he sospechado —responde, recobrando la sonrisa—. No se me han pasado por desapercibido tus pequeños viajes.

—Ah, ¿sí? —su expresión se tensa—. Quizás no he sido tan sutil como hubiera deseado… Necesito que protejas esa familia, aunque lamento tener que recurrir a volver a encargarte el cuidado de alguien más. Sólo debes ponerlos a salvo. Una vez que lo hagas quedarás liberado de mi para siempre.

—Dijiste que me liberabas de mi promesa, ¿acaso me estás pidiendo que les sirva a ellos?

—Hay una pequeña fortuna escondida en el templo de Ichijō-ji. Considéralo tu último trabajo… Pon a los niños a salvo y llévate el dinero… sólo dales lo suficiente a ellos para sobrevivir. ¿Podrías hacer eso?

—¿Ichijō-ji? Esa región está llena de maldiciones…

—Nadie mejor que tú para llegar ahí.

Satoru se sonríe, sabe que es incapaz de dejar de lado lo que probablemente es el último deseo de su amo y se rasca la nuca mientras medita en todo lo que se desencadenará con la muerte de Taishō.

—¿Cómo son?

—Sabrás quiénes son sin mucho trabajo… La niña tiene el cabello del color del mar. Tan vibrante como el cielo más despejado que han visto tus ojos.

—¿Azul? —cuestiona Satoru incrédulo—. Jamás he visto a nadie con el cabello así.

—Sólo hay alguien más como ella… Pero no es alguien que quiera cerca de la niña. Si llegaras a cruzarte en tu viaje con esa persona… Dile que cumplí mi promesa.

—Así que después de tantos años te has guardado un par de secretos, anciano.

—¿Lo harás?

—Bueno, cuando mueras tendré mucho tiempo libre… tendré que pensarlo. No me divierte mucho la idea de estar cuidando un manojo de niños… Suena extenuante… Además, tendría el clan Zenin pisándome los talones. Si decido ayudarte espero que esa pequeña fortuna de la que hablas no sea tan pequeña… Quisiera seguir teniendo este estilo de vida una vez que no estés. Hey, ¿me oyes?

Dirige su mirada a su Señor y lo encuentra frunciendo el entrecejo, mira de un lado al otro entre las lápidas y los templos sagrados, se gira a ver el torii que adorna la tumba de su propio hijo y se le empañan los ojos al leer el nombre allí escrito.

—¿Murió? Pero… ¿cuándo pasó esto? ¿Satoru?

Escucha la voz quebrada de Taishō y levanta una mano para acariciar su espalda.

—Hace unos años… —él lo observa confundido, con los ojos empapados—. Pero… no te preocupes, protegeré al resto de tus hijos.

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Entre idas y venidas, y en cuestión de solo dos días, el estado de Taishō empeoró considerablemente y sus delirios se volvieron tan violentos que Satoru se vio en la obligación de someterlo para que le administraran su medicamento. Llegó a destrozar una puerta con su vieja espada y amenazó a una joven sirvienta que confundió con una maldición enviada a recolectar su alma. Luego, como si nada hubiera pasado, le platicó a Satoru sobre viejas batallas con Maldiciones salidas de sus más terribles pesadillas. Pero jamás volvió a mencionar nada de ellos, aquellos que le encomendó en el templo en el que yacen los restos de su único hijo legítimo.

Por momentos Satoru se pregunta si aquello no se trató más que de otro delirio, o si esas palabras fueron la última pizca de lucidez que le restaba. Sea cual fuera la respuesta, sabe que tiene que marcharse de palacio al momento en el que su señor de su último suspiro, antes de que aquel pequeño demente se autoproclame el nuevo Emperador de Japón.

Sentado, cruzado de piernas, mira bajo una venda oscura la forma en la que su pecho se mece suavemente y con tanta dificultad que incluso es difícil verlo. Le resulta increíble la idea de que alguien tan poderoso como Taishō haya terminado convirtiéndose en este anciano senil. Sobre todo, habiéndolo conocido en su momento de mayor reconocimiento.

Habiendo permanecido despierto durante las últimas dos noches, tiene el extraño presentimiento de que no debe cerrar los ojos ni por un segundo. Algo en su interior le dice que no puede apartarse un instante de esta cama, que no puede perderse por nada del mundo su último suspiro. Como si la muerte estuviera esperando su próximo parpadeo para llevárselo del mundo de los vivos.

La frente de Taishō brilla de sudor que una sierva se empeña en limpiar con un paño húmedo hasta que él levanta su débil y pálida mano derecha para detenerla.

—Retírate… quiero estar a solas con mi hijo —le dice repentinamente a la criada.

Satoru se extraña y la muchacha lo ve, ligeramente confundida. Ambos saben perfectamente bien que Gojo no es hijo de Taishō y lo más probable es que esté delirando nuevamente, ya que la demencia no le ha dado un minuto de descanso en las últimas horas.

Sin decir una sola palabra, la muchacha se disculpa, se levanta y se retira de la habitación, dejándolos a solas. Detrás de la puerta está esperando el más reconocido médico del imperio junto con los hombres más importantes de toda la región. Murmuran incansablemente sobre el futuro que les depara tras la inevitable muerte del emperador.

El emperador extiende sus manos hacia él, acosado sobre su cama y Satoru duda un instante antes de darle la mano.

—Prométeme hijo mío, que encontrarás una buena mujer… Has pasado mucho tiempo solo… —dice y tose.

—No deberías esforzarte —le recuerda.

—Hijo mío, mi muchacho. Has crecido tanto —pronuncia lentamente, con la voz ronca y acaricia la mejilla de Satoru. A él se le hace un nudo en la garganta, está acostumbrado a seguirle el juego para no provocarle más malos tragos durante sus últimos momentos de vida. Sin embargo, esfuerza una débil sonrisa—. Tan fuerte y valiente… Tan obstinado… —Satoru se sonríe repentinamente y suelta una ligera risa—. No te rías de las palabras de tu padre, te estaré vigilando del otro lado, ¿me oyes? Estaré observándote a cada paso… En cada decisión estaré ahí contigo y encontraré la manera de guiarte si pierdes el camino. Gracias por cuidar de este viejo por tanto tiempo…

—Es mi deber —contesta Gojo intentando no romper la fantasía en la que él se encuentra, imaginando que habla con su difunto hijo.

—Claro que sí… Satoru… —Su nombre se desliza suavemente por su lengua y su cabeza se mece hacia un costado. Satoru borra su sonrisa de forma repentina—. No pasa un día en el que no agradezca haberme cruzado en tu camino, a menudo me pregunto qué hubiera sido de ti… Si hubieras tomado buenas decisiones aun estando solo… Te di todo lo que pude darte, y te enseñé todo lo que tenía para enseñar. Tú fuiste mi mayor consuelo, después de haber perdido a mi sangre… aún te tenía a ti a mi lado. Con tanta hambre de aprender… Lo has dominado todo… Quisiera poder dejarte en un mundo más cordial, menos mezquino… Es mi único arrepentimiento… Sólo… cuida de ellos…

Pronunciando la palabra con un último aliento que deja a Satoru mudo. El nudo que yace bajo su cuello se aprieta, el pecho del emperador no vuelve a mecerse y él baja la mirada hacia la mano que cae inerte sobre la cama. Cierra sus ojos por última vez, con los labios resecos, el temple tranquilo. Y no vuelve a respirar, nunca más.

Ha estado esperando este momento por mucho tiempo, sin embargo, al verlo sin vida no logra salir de su asombro y sus labios se tuercen por un momento amargo en el que intenta retener un sentimiento que comienza a desgarrarle el pecho con suma rapidez. A pesar de ello, al cabo de unos minutos, se pone de pie, ignorando el remolino que le consume la piel y camina hacia la salida, no sin antes darle una última mirada a su señor, para marcharse del palacio. Tras su salida no dice una sola palabra, pero el médico y los señores feudales entran al recinto a toda prisa, sólo para confirmar lo que han esperado pacientemente.

Justo cuando toma las riendas de su caballo es que las campanas comienzan a sonar por toda la ciudad imperial, despertando a los ciudadanos en medio de la madrugada. Pero, como Satoru sabe perfectamente lo que le espera, se monta sobre el lomo de Oguri, una pura sangre de pelaje blanco, y sale de la ciudad a toda prisa en dirección contraria al peregrinaje que comienza a formarse por las calles.

Las puertas de las casas se abren al sonido de las campanas y Satoru sabe que hay algo inherentemente mal en estar marchando en dirección opuesta al palacio. Pero no hay nada más que él pueda hacer, ya que evitar al nuevo Emperador es lo más inteligente. No hay heredero y el ejército del norte se ha estado preparando para tomar el palacio desde hace meses. Quedarse aquí sería un suicidio. De hecho, quizás el suicidio por seppuku sería más agradable que quedarse a esperar lo que el Clan Zenin tiene pensado hacer con él.

El nudo sobre su garganta no se afloja, ni siquiera estando a las afueras de la muralla de la ciudad imperial. Ni siquiera al estar a solas bajo la escasa luz de la luna en medio de un bosque espeso. Ni siquiera arriando con fuerza de las riendas de Oguri puede dejar salir un poco de la impotencia que lo corroe. Por lo que se detiene junto al rio al escuchar un chillido.

Umibozu.

Una baba negra, espesa como el petróleo, con ojos que recorren su cuerpo mientras observan de un sitio al otro. Cientos de ojos observándolo desde el agua, agrupándose uno sobre otro. La maldición que hunde las embarcaciones. Perfora a través de los cascos de los barcos y se alimenta de los náufragos.

Satoru baja del lomo de Oguri y camina lentamente. Los incontables ojos de Umibozu comienzan a apuntar hacia él. No es común ver a esta maldición salir del río, prefiere esconderse en las profundidades, formar un remolino con su propio cuerpo y tragarse embarcaciones enteras. Sin embargo, ha escuchado de algunas personas que lo han visto salir a tragarse algún pescador distraído.

Cuando los tabi de Gojo se empapan del agua del rio, Umibozu se levanta. Sus cuantiosos ojos bien abiertos, tan abiertos están que desde la distancia se pueden ver venas negras como ramilletes cubriendo los globos oculares de la maldición. Se levanta como una ola, Satoru siente la corriente del agua arrastrándose hacia adentro, arremolinándose como si la maldición pudiera tragar el agua dentro de sí mismo.

Con calma toma la empuñadura de su espada y espera en silencio a las señales de su ataque. El aire a su alrededor, la energía maligna concentrándose y creciendo delante de él para lanzarse como la vertiginosa ola de un tsunami.

La espada chilla contra la vaina cuando Satoru la desenvaina a escasos centímetros de la maldición. Corta con precisión su núcleo, el sitio en el que se concentra la mayor cantidad de energía maldita. Siente el agua cayendo sobre la piel de su rostro como una agradable llovizna de verano. Siente su brazo extendido entumecido, con los músculos tan apretados que no le queda más que reírse de sí mismo. Esto no ha sido ni remotamente suficiente para acabar con el desdén que yace dentro de su pecho.

Satoru se sienta a las orillas del rio cristalino y se retira la venda del rostro para echarse un poco de agua, de una cantimplora que trae escondida bajo la ropa. Se detiene a contemplar el bosque y levanta la vista a la luna. Tal vez sea intencional que haya elegido esta ruta que va directo a la ciudad que su Señor le mencionó con anterioridad, aquella en la cual se esconden los que él cree son sus hijos ilegítimos.

Él se sonríe, ni siquiera le preguntó sus edades o algo más que pudiera ayudarlo a encontrarlos. Quizás el único dato que realmente podría ayudarlo es que la muchacha tiene un color muy particular de cabello. Pero a la vez esto le parece sumamente improbable. Si existiera alguien así, probablemente ya hubiera escuchado algo al respecto. Lo que le hace pensar que todo aquello no era más que uno de sus delirios. Luego saca de su bolsillo el pergamino, es una carta escrita por alguien con mala caligrafía, probablemente un niño. No dice demasiado, solo que le gusta ver los barcos saliendo del puerto por la mañana y que de vez en cuando come en la posada de Kota-sama, quien hace el mejor chohan de la ciudad. La carta está rota, Taishō sólo le ha dado un fragmento. No tiene firma ni dirección. Pero Satoru sabe que es suficiente pista para iniciar su viaje por lo que termina montándose nuevamente sobre el lomo de Oguri y galopa tranquilamente hacia la ciudad portuaria de Yokohama.

Con el pasar de los días contempla incluso la idea de ir hacia el templo en de Ichijō-ji. Quizás, si toda la historia de sus hijos bastardos no era más que el invento de una mente desequilibrada, la parte acerca de la fortuna escondida en el templo sea algo verdadero y podría incluso marcharse del país y buscarse una vida en otro sitio. De hecho, exorcizar unas cuantas maldiciones para llegar al templo no le parece del todo complicado, una fuerza extraña bajo sus manos le ruega una pelea en este momento para sacarse de encima el pesar tras la muerte de su más preciado amigo, aquel que incluso ha llegado a sentir más como un padre que a su propio progenitor.

Acaricia el pelaje de su caballo, que ya comienza a quejarse tras tan largo viaje. Le hace el favor de bajar de su lomo y toma las riendas para guiarlo mientras da sus primeros pasos en la ciudad de Yokohama. Se hace un favor al ver el primer vendedor ambulante arrastrando un carro con sus propias manos y por un par de monedas se lleva un sombrero tejido de paja. Reemplaza su bandana rápidamente por unas gafas con cristales pintados de negro y se coloca encima su nuevo sombrero.

Han pasado veinte días desde el fallecimiento de Taishō y ya ha comenzado a escuchar las noticias de la ciudad imperial. El anuncio de la rendición por parte del Ministro de Guerra del anterior emperador era algo que anticipaba. Como así también anticipa un precio considerable por su propia cabeza.

Quizás sería más fácil para él mantener un perfil bajo si su cabello no fuera tan llamativo.

Han pasado varios días ya y su estómago se queja más que Oguri. Su organismo trabaja con demasiada rapidez y por lo general no tolera largos viajes sin sentir que se morirá de hambre si no come un buen cuenco de arroz y unos huevos, pescado y sopa. Habiendo vivido tantos años en palacio, no le hace ninguna gracia volver a sus días de cazar para sobrevivir. La carne dura de un conejo rural no se compara con los platos aromatizados con finas hiervas del palacio imperial.

Satoru suspira, sus días de bribón callejero han iniciado nuevamente. Si el primogénito de Taishō no hubiera muerto por una misteriosa enfermedad, ahora mismo estaría protegiéndolo a él y al imperio hasta su último aliento.

La ciudad de Yakohama es tan vibrante como la ciudad imperial en Kioto. El puerto hace que su mercado sea el nido de productos de exportación. Hay tantos comerciantes anunciando sus ofertas que, entre el bullicio, ni siquiera él con sus casi dos metros de altura logra causar mucho revuelo. Centenas de personas caminan a su alrededor mientras él esconde su rostro bajo su sombrero de paja, jalando de las cuerdas de su caballo mientras busca con la mirada algún rostro lo suficientemente amigable como para acercarse.

No es sino hasta que ve un pintor que se detiene. Los cuadros que extiende sobre las pequeñas paredes de su tienda están pintados en tinta negra y roja. Bellos rostros de cortesanas en su mayoría, mujeres mostrando los hombros, una pierna, una ligera sonrisa ruborizada. Sobre el mostrador se extienden unos más pequeños. Satoru reconoce la figura de algunas maldiciones y frente a ellos lo que supone deben ser hechiceros. Más abajo hay algunos dibujos mucho más explícitos que le hacen sonreír.

Entre ellos hay uno que capta su atención más que ninguna cortesana, es un guerrero de ojos celestes. La tinta celeste resalta sobre el lienzo grisáceo y las líneas negras. La delicadeza con la que ha dibujado los rasgos del guerrero samurai le hacen sentir un poco de orgullo. Si ya se han hecho anuncios con su rostro, espera que sean tan halagadores como este.

—¿Cuánto por este? —le pregunta al pintor.

—¿Sabes quién es ese hombre, jovencito?

—No lo sé, pero se ve bien —dice, un poco jorobado. Una sonrisa larga y maliciosa se dibuja sobre sus labios. No puede evitar que su vanidad crezca al esperar con anticipación lo que el pintor contestará.

—Es el ronin del Clan Gojo. El samurai sin amo.

La sonrisa de Gojo se borra al escuchar su respuesta. Saca de una pequeña bolsa que trae bajo la ropa un par de monedas que serán pago más que suficiente por su pintura.

—¡Es usted muy generoso!

—Es una buena pintura… Sabe, estoy de paso y busco una posada. ¿Podría decirme si la posada de Kota-sama sigue existiendo?

—¿Otsune Kota? Claro, donde siempre ha estado.

—¿Podrías refrescarme la memoria? Llevo mucho tempo en Kioto y esta ciudad ha crecido mucho, ya casi no reconozco el puerto.

—Sólo sigue el camino hasta el muelle de pescadores, continua junto al río y la verás el taller de cerámica de Shibiki-sama, tiene dos hornos junto a la puerta, es fácil de reconocer. Tras la siguiente calle encontrarás la posada de Otsune. No hay forma de perderse.

—Gracias, y ten. Un extra por tu tiempo —dice, haciendo saltar una moneda con su pulgar hacia el regazo del pintor.

Siguiendo al pie de la letra las instrucciones, Satoru no tarda en encontrar el taller de cerámica. El sol ya se ha puesto y se esconde tras el horizonte llevándose consigo sus rayos. Mientras camina ve un hombre robusto saliendo de un edificio de dos platas, enciende una antorcha que deja frente a la posada y se da media vuelta para volver a entrar. Satoru lee el nombre de la posada tallado en un cartel de madera que cuelga de las últimas tejas del techo. Posada del Mar.

Hace un nudo con las riendas junto a la entrada y le da una última caricia en el rostro de Oguri antes de empujar la puerta.

"No deben estar acostumbrado a ver samuráis." Piensa Gojo tras cerrar la puerta tras de sí.

Sus miradas fijas en él y la repentina ausencia de voces a su alrededor, tratando de esconder con poco disimulo su asombro. Las pupilas viajan rápidamente por su traje compuesto de varias capas de tela que logran esconder sus atavíos. Su espada apenas se asoma en su cintura, pero su empuñadura es demasiado ostentosa como para pasarla por alto.

Satoru se sienta en una pequeña mesa de madera, no hace ningún esfuerzo por esconderse de las miradas que eventualmente se desvían y las conversaciones que se daban previas a su llegada continúan. Sin embargo, él aún percibe el aire de desconfianza que ha quedado pendiendo en el aire, lo puede incluso respirar.

Un hombre robusto, con un bigote oscuro y frondoso se para frente a él y Satoru alza los arcos de su sonrisa, listo para hacer un pedido bastante extenso. Pero su sonrisa se borra lentamente al ver la expresión de este sujeto, que parece ser el dueño de la posada.

—No queremos problemas —le dice, mirando de soslayo su katana.

Satoru ladea la cabeza, debió haber sabido que exhibir de esta manera un arma solo le traería inconvenientes. Pero estaba tan habituado a que todos en la ciudad imperial supieran exactamente quién era, que lo pasó por alto.

—No se preocupe, tengo un permiso especial del emperador —dice mientras busca en sus bolsillos hasta encontrar un pequeño edicto firmado por Taishō que luego exhibe frente al dueño de la posada—. No estaré aquí por mucho tiempo. Tal vez usted pueda ayudarme con un poco de información.

Por supuesto, el nombre y la firma del Emperador lo dejan boquiabierto y tartamudea una respuesta en un tono más amable para luego rendirle una reverencia.

Es normal para los lugareños temerle casi de inmediato cuando la mayoría de samuráis han sido encarcelados o castigados con la muerte tras décadas de actos horrendos y abuso de autoridad. Habiéndose revocado las leyes que los permitían de incluso probar el filo de sus katanas en cualquier oponente, Taishō se hizo de unos cuantos enemigos. A la vez ganándose el cariño de gran parte del pueblo de Japón.

—C-claro —dice, bajando la cabeza ante él—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Primero quiero tres platos de lo que sea que estén preparando en la cocina —responde, desviando su perfil hacia el sitio en el que se anidan los olores que no lo dejan en paz—. Y una habitación para pasar la noche.

—Enseguida, Señor —responde en el mismo tono amable y sale demasiado rápido de su vista, para un hombre de su tamaño y contextura.

Gojo apenas puede creer que este sujeto quepa a través de una puerta y se sonríe de solo verlo andar con tanto apremio. Su sonrisa se ensancha aún más cuando lo ve volver con una muchacha detrás de él y los tres platos que ha ordenado. La muchacha incluso parece intimidada por su presencia, tanto que no logra levantar los ojos hacia su rostro y enfoca toda su atención en el vaso de agua que le está sirviendo.

—¿Alguna otra cosa en la que pueda ayudarlo?

—Siéntate —le ordena en un tono bastante ligero, tomando sus palillos para comenzar a comer—. No quiero llamar más la atención de tus clientes, creo que he causado una pequeña conmoción… Nadie me saca los ojos de encima —comienza en un tono más bajo, esperando que sus palabras no lleguen a nadie más dentro de la posada.

—Esta es una ciudad grande, el puerto ha traído mucha riqueza para los habitantes… pero también ha traído indeseables… Antes de que el Emperador prohibiera las prácticas de los samurai… ellos se habían adueñado de la ciudad. Si querían algo de nosotros y no cumplíamos… amenazaban con probar nuevas espadas en nuestros hijos. Pero… si el emperador te permitió continuar la práctica eso quiere decir que no eres ese tipo de persona —Satoru asiente—. Es una pena que haya fallecido sin dejar un heredero…

—Lo sé… Y antes de poner más nerviosa a las personas en tu posada voy a ir al grano. Eres Kota Otsune, ¿cierto? Sé que tu chohan es famoso en esta parte de la ciudad.

—¿Viniste por eso? Debiste decirlo antes, te hubiera preparado uno especialmente para ti. Cualquier amigo del emperador es un amigo mío.

—Desearía que el motivo que me trajo hasta aquí fuera tan simple. Estoy buscando a alguien…

—¿A quién?

—Ese es mi problema… No sé su nombre. Sólo sé que es una niña con el cabello de un color antinatural…

—¿Antinatural? ¿Cómo… el tuyo?

—Un poco más particular, es como el río que corre alrededor de la ciudad.

—Lo siento, pero no conozco a nadie que se le parezca.

—En ese caso… ¿hay algún niño a quien suelas regalarle un plato de chohan de vez en cuando?

—¿Niños? —pregunta aquel hombre, inclinándose sutilmente sobre la mesa. Sus pobladas cejas se juntan en el medio de su frente.

Satoru asiente con la boca llena de arroz tras dar su primer bocado a la comida. La verdad es que, con el pasar de los días, sólo se ha convencido a sí mismo, más y más, que toda esta historia sobre hijos bastardos no es más que un invento. De no ser por ese fragmento de carta estaría completamente seguro.

—Oh, los niños Miwa, sí. Viven del otro lado del puente, justo frente al muelle. Está a pocos minutos de aquí. Su madre murió hace muchos años y viven con su tía.

—¿Qué hay de su padre?

El posadero se encoge de hombros.

—No sé nada de él.

Una bola blanca medio masticada queda pendiendo en el medio de su garganta al escuchar esa respuesta. Satoru traga y vuelve a ver el rostro complacido de este hombre. No se da cuenta de que incluso tiene unos cuantos granos de arroz pegados sobre los labios.

—Puedo llevarte allá por la mañana —continúa, para su sorpresa—. Es muy tarde y estoy seguro de que debes estar cansando. Ellos suelen venir aquí, de vez en cuando juegan con mi hijo, Chiro.

Satoru permanece en silencio por un tiempo, demasiado para su propio gusto. Darse cuenta de que no era un delirio de Taishō vuelve todo esto aún más complicado. Podría haberse marchado de aquí al otro día de sólo saber que estos niños ni siquiera existían, pero ahora debe labrar un plan aún más extenso para ponerlos a salvo de lo que sea tenga planeado el nuevo Emperador.

—Tendrás que despertarme —le dice, volviendo a sonreír—. Siempre he tenido problemas con los horarios.

—A primera hora de la mañana será —dice, poniéndose de pie.

—Mejor un par de horas después de la primera hora de la mañana —responde Satoru.

Con el estómago lleno, tras haber pagado un extra por las atenciones, sigue a la hija del posadero hasta su habitación y una vez a solas se deja caer sobre la cama que rechina al recibirlo. Hay un mundo de diferencia entre estas sábanas y las de palacio imperial, aunque definitivamente esta cama es mejor que dormir en medio del bosque oculto bajo la sombra de un árbol. Suspira mientras acomoda ambas manos detrás de su cabeza y se cruza de piernas mientras piensa en el extraño encuentro que le depara el día siguiente.

La muerte de su Emperador ha sido tan reciente que apenas ha tenido tiempo de habituarse a la idea de que ya no está. Tampoco dispone de mucho tiempo para hacerlo, ya que tendrá que presentarse a estos niños y sacarlos de la ciudad sin saber exactamente a dónde llevarlos, o con quién, ni con qué pretexto. Quizás, de momento, lo más seguro sería llevarlos hacia alguna isla. Tal vez termine visitando unos viejos amigos, cobrarse unos cuantos favores y finalmente ir por su pequeña fortuna una vez que los niños estén sanos y salvos, tal y como prometió.

Satoru se pregunta si será capaz de reconocerlos con solo verlos, si habrán heredado las facciones de su padre. Aunque la mención de su cabello es algo que comienza a generarle intriga. ¿A qué se deberá semejante característica?

—Azul como el mar y el cielo despejado…

Repentinamente siente que le duele la cabeza, probablemente porque anticipa un largo viaje con críos que ni siquiera conoce. De hecho, ni siquiera está seguro de que se irán con él cuando se presente. Lo peor sería si tuviera que secuestrarlos. Esta promesa que ha hecho cada vez comienza a sonar más complicada, mientras más lo medita.

Sea como sea, no tendrá ninguna respuesta por mucho que se esfuerce en pensar. Cierra los ojos aun escuchando el bullicio en el comedor e intenta disfrutar de la pequeña comodidad que le ofrece esta cama. Ya que esta puede ser la última vez que tenga una en un buen tiempo.

No sabe cuántas horas han pasado cuando vuelve a abrir los ojos. Las voces en el comedor se elevan en tono, ya no son conversaciones; Satoru oye gritos. Se levanta rápidamente sobre la cama y empuja la cortina. Las calles arden.

Mujeres con niños cargados corren en decenas por las calles, pero desde su posición no puede ver de qué escapan.

Satoru toma sus cosas y se ajusta el cinturón con su espada antes de empujar la puerta y bajar las escaleras. El posadero carga baldes de agua junto a su hija mientras hombres y mujeres por igual entran y salen cargándolos. Gojou percibe el olor y escucha más gritos agolpándose por las calles.

Corre rápidamente por la puerta principal, esquivando a quienes intentan ayudar a recolectar agua para apagar el incendio que comienza a tomar varias casas.

Oguri se mueve frenético, a punto de romper sus propias riendas cuando Satoru las toma entre sus manos y no desperdicia un segundo para montarse sobre su lomo. Levanta el mentón y contempla la espesa nube negra que se eleva en el cielo como una serpiente, indicando un rumbo que él puede deducir.

Esto no puede ser una coincidencia.

—¡Otsune! —grita Gojou, aferrándose con fuerza de las riendas para frenar los pasos de Oguri—. ¿Es esa la dirección de la casa?

El posadero observa atónito y balbucea una respuesta, luego intenta recuperar la compostura y asiente. Pero antes de que pueda ponerlo en palabras, Satoru agita las riendas y cabalga por una calle estrecha en donde supone, está la casa de los niños.

Esquivando aldeanos, Satoru mira entre las casas buscando algún indicio, cualquier cosa que le ayude a distinguir el sitio en el que lo niños pueden estar. Lo único que recuerda es lo que Otsune Kota le mencionó, que la casa está situada del otro lado del puente.

Presiona sus tobillos contra el vientre de Oguri y el animal galopa con fuerza y determinación. El fuego se extiende y el calor hace explotar los cristales de las ventanas. Termina cubriéndose la nariz con una manga cuando el humo se extiende como veneno por las calles. Y no se detiene hasta que finalmente logra ver un pequeño puente y frente a él una casa de dos plantas que ya ha comenzado a desplomarse.

No le queda más remedio que atar las riendas de Oguri al mismo puente que le ayudó a encontrar la casa. Pero mantiene su distancia al ver un rostro apenas familiar del otro lado de la calle, entregándole a una mujer una pequeña bolsa de tela.

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Sus manos callosas, duras como rocas después de sangrar por horas. Con una caña de pescar sobre la palma y en la espalda dos pescados de tamaño mediano. Lleva el cabello recogido en una coleta y la espalda dolorosamente recta. Su postura perfecta no es más que una fachada a la que ya se ha acostumbrado a pesar de la inclemencia de su faja.

El joven de cabello oscuro camina sobre las piedras limadas por el paso de la corriente. Descalzo, sus pies pálidos como los de un muerto. Camina a paso ligero por la grava hasta los primeros manchones de verde sobre el suelo, al pie de un roble macizo en el que ha colgado un viejo par de calcetines. Abajo, entre las raíces que salen de entre la tierra como dedos torcidos, sus waraji, las correas hechas de paja a punto de partirse, por lo que las cuida como si se tratasen de las sandalias del emperador.

Lleva el entrecejo fruncido, anticipándose a lo que ocurrirá una vez que llegue a casa con no más de dos pescados para alimentar a cuatro bocas. En sus ojos se deja ver un gesto triste, sus ojos redondos y oscuros rodeados de una media luna de piel azulada. Se detiene un instante en la soledad del bosque, escucha el rio chocando gloriosamente contra las piedras y reúne coraje suficiente para inflar nuevamente el pecho y emprender viaje.

Camina con cuidado de no terminar de romper sus sandalias y se piensa cuánto trae en el bolsillo, luego suma eso a las monedas que esconde bajo una tabla floja en su habitación, pero al final, no cree que será suficiente para comprar un nuevo par.

Cabizbajo, hace algo que le avergonzaría confesar que hace con demasiada frecuencia. Imagina sus pies vestidos en los más mullidos calcetines y se sonríe, envueltos en un par de getas tallados con la más exquisita madera de la región. Caminando sobre tablones de arce laqueados por un pasillo lleno de súbditos arrodillados mientras se abre paso usando un kimono rojo repleto de bordados hechos a mano por las modistas más caras del imperio.

—Aves y árboles de cerezos… —imagina grabados sobre la tela en hilo dorado, brillante como el oro.

Se detiene. Un par de pies se presentan frente a ella, las uñas sucias y los dedos amoratados, una sombra se extiende sobre él y se ve repentinamente forzado a levantar la vista. Bajo un sombrero de paja un hombre le observa con atención. Dos junto a él, sonriéndose. Le rodean y él no hace más que extender una mano a su cintura para desenvainar una espada de madera.

—Idiota —carraspea el más grande y antes de poder desenvainar, lo golpea con la saya de su katana en la cabeza.

El golpe es rápido y preciso. Aun confundido por el impacto hace un ligero ademán para huir, pero un segundo después cae desplomado al suelo tras recibir una patada por la espalda. Los lazos de paja de su sandalia se rompen y de inmediato un dolor punzante le inhabilita el tobillo.

Alza la mirada por encima de su hombro, mientras el tercer sujeto se lleva las carpas que ha pasado toda la tarde intentando pescar. En ese momento, con la vista nublada, ve al tercer integrante en el grupo.

Mientras hurtan sus bolsillos y se ríen de su desgracia, el líder observa con satisfacción mientras un cuarto se sonríe detrás de él. Sobre su cuello, pequeño y de ojos agigantados, dos grandes globos oculares pendiendo de dos vísceras pálidas que las conectan al resto de su pequeño cuerpo.

Él no lo sabe, desconoce que la criatura está chupando sangre de su cuerpo con lentitud y un apetito voraz. No sabe que minuto a minuto ese ser invisible a sus ojos está volviéndose más fuerte.

Allí tendido, luego de recibir miserablemente unas cuantas patadas, sin una moneda encima y sin la cena para sus hermanos, obtiene fuerzas de algún sitio para llevar su temblorosa mano a la empuñadura de su espada de madera.

—¿Aún crees que puedes darme un golpe con eso? —se ríe aquel que desconoce que ha sido maldito y se adelanta unos pasos, soltando carcajadas ante la impronta de su víctima.

Agachado, frente a frente, le mira y sonríe. Extiende una invitación silenciosa a que le atine un golpe, si es que puede. Pero para su sorpresa y para la diversión de los otros dos que permanecen a su espalda, el muchacho atina un golpe en el aire, justo sobre su hombro.

Cacofonía de risas en el aire estallan junto a ellos, con tanta fuerza que los dos ladrones terminan sobándose los abdómenes de dolor. El pobre mendigo, golpeado y lleno de tierra, ni siquiera ha logrado atinarle un golpe teniéndole frente a él. No se percatan ni siquiera de que su jefe no sonríe, no le observan mientras se acaricia el hombro y lo rota sobre la articulación con tal intriga que lo deja perplejo. Sus ojos cafés van desde su hombro al muchacho y viceversa. Se balancea de pie en pie, retrocediendo hasta que uno de sus secuaces brama 'acabémoslo'.

—Espera… —interrumpe a la vez. Los ojos azul ultramarino del muchacho están clavados en él con el entrecejo fruncido, y tras verlo por tan solo un par de segundos, desvía la mirada—. Déjenlo ir…

—Pero, nos vio las caras.

—¡Déjenlo ir! ¿Qué acaso no escuchan? ¿Tan sucias tienen las orejas, pedazos de estúpidos?

Sumisos, se disculpan y bajan las cabezas cual perros dominados y aquel hombre que los bastardea lo vuelve a mirar por última vez, levantándose a duras penas del suelo. La deuda que solo ellos conocen ha sido saldada, aunque ninguno dirá una palabra. Solo ellos saben qué ha pasado, aunque quizás el líder de los bandidos sólo tenga una sospecha que le incomodó lo suficiente como para perdonarle la vida.

Tras marcharse el trío que lo ha dejado con las sandalias rotas y la ropa hecha jirones, se levanta usando su espada de madera como bastón y camina lastimosamente el tramo que resta hacia su casa. El tobillo derecho lo trae hinchado, así como el labio inferior. Su mejilla morada y un bulto en medio de la cabeza donde le dieron el primer golpe.

Debió ser más agradecido cuando creyó que sólo tenía un par de carpas para la cena y lo peor que le esperaba era la reprimenda de su tía, piensa mientras camina a duras penas hasta la puerta de lo que con ironía llama 'hogar'.

—¿No has traído nada?

Sorprendentemente es lo primero que escucha al entrar. Su aspecto desgarbado no es lo primero que llama la atención de su tía, sino más bien, su espalda vacía. La pregunta le sorprende por un instante confuso en el que no encuentra una respuesta inmediata. Ha elegido ignorar los evidentes golpes en su rostro, como así también la manera en la que usa su espada de madera como muleta.

Ella con el rostro arrugado y el entrecejo bien fruncido, tuerce los labios en un gesto que no hace más que confesarle descaradamente el asco que le provoca verlo. Su pie suena impacientemente sobre la vieja madera del suelo y se cruza de brazos para reiterar su pregunta.

—¿No has traído nada? —dice con más fuerza, como si le hubiera costado trabajo escucharla la primera vez.

—No, tía… —contesta en un susurro que enciende en ella su lado más iracundo. Realmente le desagrada la timidez de su tono.

Su tía se adelanta, toma de su cabello oscuro en un puño y tironea sin saber que toda su cabeza duele, ni le importa.

—¡¿Cómo es que contestas así?! ¿¡Es que no te importa!? ¡¿Qué quieres que coman ahora tus hermanos?! ¡Es tu responsabilidad darles de comer, no la mía! ¡¿Ahora qué vamos a hacer?! —grita y escupe mientras lo sacude por el cabello hasta tirarlo al suelo.

El muchacho, tal y como aquellos secuaces obsecuentes, agacha la cabeza como un perro que parece suplicar perdón.

—Lo siento… yo… —susurra y siente un golpe sobre su hombro.

Ella tiene una escoba entre las manos y no duda en darle un segundo golpe.

—¡Esto es tú culpa! ¡Tú culpa y la de tu madre que se dejó embarazar! ¡Yo debería estar viviendo mi vida, casada con un buen hombre! ¡Y estoy aquí! —grita mientras le da un golpe tras otro—. ¡Es tu culpa, maldita sea! ¡Es tu culpa que yo tenga que cuidar de ustedes! ¡Ni siquiera pude casarte para que te largues de esta casa! ¡No eres más que una carga! ¡Un pequeño monstruo que no hace más que robarnos el aire a todos los demás! ¿No vas a decir nada? ¡¿No vas a contestarme?!

—Yo…

—¡No tienes nada qué decir! ¡No he hecho nada más que poner posponer mi vida por ustedes, mocosos de porquería!

—¡Nos marcharemos! —grita y se postra junto a sus pies. Una lagrima cae sobre su mejilla mientras su tía lo golpea por la espalda con la paja de la escoba—. Nos iremos de aquí en la mañana… tomaremos nuestras cosas y nos iremos, los tres juntos. No seremos una carga, yo puedo cuidarlos….

—¿A quién vas a cuidar? Mira nada más cómo estás, cubierta de mierda de caballo. No puedes cuidar ni de ti misma, mucho menos cuidar de ellos. Eres una inútil, vas vestida como un hombre para aprender a usar esa maldita espada y en lugar de usarla para defenderte has venido arrastrándote con ella. Eres una inútil, y me das vergüenza. Tu madre se debe haber muerto por soportar la vergüenza de tenerte sola, ni siquiera tu padre quiso hacerse cargo de ti.

Cada palabra ha perforado en su corazón como una flecha llena de ponzoña. Se expande en su interior llenándola de dolor y una tras otra, caen lágrimas de sus ojos oscuros.

Su tía ni siquiera se digna a darle la última estocada, simplemente arroja la escoba al suelo y asqueada por el sonido lastimoso de su llanto y se retira.

—¿Pretendes marcharte y dejarme sola? ¿Después de que desperdicié mi juventud cuidándolos como una verdadera madre? No cabe duda de que eres una mal agradecida, miserable escoria. ¿Cómo te atreves a proponerme semejante idiotez? Tú tienes que quedarte aquí y pagarme por mis años de sacrificio. Es lo mínimo que debes hacer.

Le gustaría refutar, pero no es más que un perro que obedece a pesar del hambre y la violencia. Asiente y se disculpa mientras intenta mantener la voz firme. Poco a poco se levanta, reúne fuerzas sin jadear y se envuelve a sí misma como dándose el abrazo que le gustaría recibir, pero la tía se marcha sin decir mucho más que una amenaza: 'Más te vale estar aquí cuando regrese'.

Probablemente ha ido a la ciudad a comer algo, ya que nuevamente falló y no tienen qué cenar. Esta vez tendrá que ingeniárselas reuniendo sobras para cocinar un estofado para los muchachos.

Una papa cortada en pequeños cubitos, una zanahoria, media cebolla de verdeo y un pedazo de conejo deshidratado. No gimotea en voz alta mientras sus hermanos comen sin preguntar qué pasó con los pescados que prometió pescar a primera hora de la mañana. Ni se atreven a preguntar por qué entrecierra los ojos cuando se mueve o estira los brazos.

—Supongo que espanté a los peces.

—Tienes que ser más silenciosa, la próxima iremos contigo. Haces mucho ruido.

—¿Van a ayudarme? Mejor ocupen su tiempo en aprender un verdadero oficio. El señor Matsube ha sido muy amable cuando se ofreció a enseñarles herrería. Imagino que están aprovechándolo, pronto estarán fabricando una espada para mí.

—Sí —dice el más pequeño tras sorber lo último en la cazuela—. Una de verdad, no como la que tienes ahora.

El mayor asiente.

—Una de verdad —dice ella.

—No es tan fácil, nos tomará un buen tiempo y el señor Matsube no nos permitirá desperdiciar nada. No podemos cometer ningún error… —comenta el de en medio—. Tal vez con acero barato…

El pequeño hace una mueca, entre fastidio y cansancio. Luego se rasca la oreja con el dedo meñique.

—A veces eres tan pesado como la tía Nami… —La manga de su kimono se desliza y su piel apenas morena se deja ver captando la vista de su hermano mayor, pero el pequeño hace un rápido ademán y esconde ambas manos bajo la mesa y sonríe a punto de decir lo primero que se le viene a la cabeza.

—¿Es un moretón?

—¿Qué? ¡¿Te golpearon?!

—¡No es nada!

El mayor de los tres, toma de su muñeca y la descubre. Sobre la piel bronceada dibujados en tinta oscura se pueden ver perfectamente cinco dedos, y aunque el pequeño no ha señalado culpables, ellos suponen se trata nada más y nada menos que la tía Nami.

—Esa vieja bruja —dice el de en medio.

—Esto ha ido demasiado lejos… —contesta el mayor—. Puedo tolerar que se desquite conmigo, pero… Sochi, ¿por qué lo ocultaste?

—No quería que te pelearas con ella… no quería que te golpeara otra vez. Tú nunca te defiendes…

—¡No lo hago porque no quiero complicar sus vidas! ¡No dudes que yo los defendería con mi vida! —exclama y se levanta de su asiento. Con los puños apretados se voltea y sube las escaleras para tomar la primera bolsa de tela a su alcance. Detrás, sus hermanos suben descalzos a paso rápido. Observan cómo elige lo primordial para luego dejarlo a sus pies—. Eso es todo, mañana nos marcharemos del pueblo. Ustedes duerman, yo esperaré a la tía Nami para decírselo yo misma.

—¡No lo hagas sola! ¡Va a desquitarse contigo otra vez!

—¿Por qué mejor no nos vamos sin decirle nada?

—Ella nos ha cuidado durante más de quince años… —responde, inflexible—. Tal vez no merezca mucho a su parecer, pero podría haber dejado que nos muriéramos de hambre o que viviéramos en la calle. Es lo menos que puedo hacer.

Ellos se oponen fervientemente, pero su hermana mayor los obliga a callar y ser obedientes. Esta vez es diferente, piensa mientras espera sentada junto a las escaleras. Esta vez ha puesto una mano sobre su hermano más pequeño y es donde dibuja su límite. Se promete mentalmente que no dejará que la golpee, ya ha tenido suficientes golpes para todo el mes. Se aferra con fuerza de la espada de madera que le obsequió su maestro la última vez que lo vio, antes de prometerle que si mejoraba un poco más le obsequiaría una de verdad. Tristemente, está segura que aún no se la ha ganado.

Un sonido particular rompe el silencio nocturno, lleno de renacuajos y grillos. Es el sonido de los cascos de los caballos golpeando contra el camino de piedras frente a su casa. Se levanta de su asiento y con la ayuda de un pequeño banco de madera logra ver hacia la calle por una grieta entre la puerta y el marco. No hay más iluminación que la de la luz de la luna, que deja todo a su alrededor cubierto de un manto azulado. Puede ver las casas de sus vecinos, quienes probablemente duerman. Al cabo de un momento logra verlos, al menos tres hombres montados a caballo y entre las sombras una mujer se deja ver. Esfuerza la vista sólo para darse cuenta que se trata de su tía.

El fortuito encuentro le sabe extraño, por lo que permanece escondida y casi por instinto aprieta en su puño la empuñadura de su espada.

Afila el oído cuando los caballos se detienen y un hombre de barba blanca y rasgos afilados baja de uno de ellos.

—¿Están adentro? —pregunta sin presentarse, con tal petulancia que levanta el mentón y la observa con ojos cansados.

—¿Para qué los quieres exactamente? —pregunta ella, de brazos cruzados, mirando por sobre su hombro.

—¿Quieres el oro o no?

Ella aprieta los labios, medita por lo que parece medio segundo y luego asiente. El hombre de rasgos afilados le hace un gesto a uno detrás de él y éste deja caer una bolsa pequeña entre sus manos.

—Dos muchachos y una niña, ¿no?

—Sí, sí —responde la tía, su mirada iluminada en medio de la noche mientras observa el interior de la bolsa de tela que le han entregado.

Se queda sin aliento, los ojos abiertos como platos. El hombre de barba blanca camina a paso lento hasta la puerta y, del otro lado, se cubre la boca con ambas manos para no dejar salir ni el más pequeño de los suspiros.

—Háganlo rápido.

Baja del banco y mira con frenesí a su alrededor encontrando solamente un especiero lo suficientemente grande para obstruir la puerta. Camina rápidamente y lo empuja con su espalda hasta dejarlo caer, tan cerca de la puerta que con solo arrastrarlo medio metro logra dejarla trabada. Del otro lado, las voces se levantan y corre al tiempo que escucha una discusión comenzando a surgir. Pero no pierde tiempo en miramientos, para cuando llega al primer piso encuentra a sus hermanos despiertos por el estruendo.

—¡Tomen lo que puedan cargar! —grita tomando del brazo al más pequeño—. ¡Kano! ¡Ensilla el caballo! —brama sin espacio a replica.

Los muchachos no tienen puestas ni un par de sandalias, todo lo que llegaron a tomar entre sus manos no fue más que la bolsa de tela que habían preparado para su partida y una cobija.

Sin aliento, mientras la puerta principal retumba al ritmo de las patadas de dos extraños, toma una antorcha y la enciende rápidamente al calor de las brasas que había usado para calentar la cena. Luego alcanza un arco y flechas y sale por la puerta trasera donde los muchachos la esperan impacientes sobre un caballo. El animal se mueve de lado a lado, inquieto por los estruendos y los gritos que comienzan a oírse desde lejos.

—¡Vamos, sube!

—Ustedes vayan, tengo que detenerlos para que ganen distancia. ¿Recuerdas el camino a la aldea de mi maestro? ¿Lo recuerdas, Kano? Ve con él, él los pondrá a salvo.

—¡No! ¡No podemos irnos sin ti!

Una sonrisa sin arrepentimientos se dibuja sobre sus labios pálidos por un instante que se desvanece en el aire, justo antes de darle un buen golpe en el abdomen al caballo, echándolo a correr con los niños encima. Esta casi completamente segura de que no podrá salir viva de aquí, y está aún más segura de que está bien así.

—¡Vayan con mi maestro! ¡Yo los alcanzaré!

Dice y las palabras se entrecortan en su garganta al final, segura de que finalmente le ha llegado el momento de ponerle fin a tan miserable existencia. Con los hombros caídos, se da media vuelta y desde las afueras observa la puerta cediendo a la fuerza de los intrusos. Sin embargo, una mirada ajena le pone los nervios de punta y se gira hacia el humilde establo.

Sobre el techo, apoyado contra la madera de las paredes del segundo piso hay un hombre de brazos cruzados mirando con fastidio el horizonte, sus ojos ocultos tras unas gafas de cristal oscuro, trazando una ruta que teme sea la de sus hermanos. Alertada, arroja hacia él la antorcha, pero con un suave ademán logra esquivarla y ésta cae sobre el tejado. Las llamas no tardan en consumir buena parte del techo de paja y el muchacho suspira al ver su presa perdida. Baja del establo con un solo paso y cae como una pluma en el suelo. No le ha costado más trabajo que respirar, y camina hasta su posición como un ángel que encandila de buenas a primeras. Pero, a pesar de esta etérea aparición, no pierde el tiempo y antes de que la mitad de la casa caiga encendida en llamas a sus pies, la joven desenvaina una daga.

El ángel sonríe con sorna, un gesto maquiavélico incluso. Sus dientes brillan como perlas cuando sonríe y su rostro se ilumina por la mitad gracias a la luz de la luna, por un lado, y el candor del fuego por el otro. Alza una ceja con diversión y sus ojos brillan con astucia tras inspeccionar su arma.

—¿Una daga? Asumo que no tienes idea alguna de con quién estás tratando… —dice mientras camina lentamente, acortando la distancia entre los dos.

—N-no sé quién eres, ¡tampoco me interesa! ¿Para qué quieres a los niños? ¿De qué te sirven? ¡Sólo son niños!

—Su importancia para mí no la decides tú. Ahora dime a dónde los enviaste, ¿te oí hablar de tu maestro? Señala la dirección y tal vez te perdone la vida.

El fuego se alza junto a ellos con tanta fuerza que la frente del más joven comienza a sudar. Pero su aspecto aterrorizado, el tartamudeo de su voz y el temblor de la mano que alza su daga no son más que el desparpajo de su inexperiencia. Ese otro allí parado, exuberante de confianza, desconoce la firme convicción que yace en su interior.

—¡Primero la muerte!

Satoru encuentra este comentario profundamente gracioso, pero el tiempo apremia y reprime una pequeña carcajada.

—No vas a matarme con eso…

—Lo sé —dice y traga saliva.

El ángel demoniaco frunce el entrecejo por primera vez, cayendo en cuenta de la contradicción de sus palabras. Ya que, claro, no hablaba de su muerte. La mano que sostiene la daga apunta a quien la empuña y observa al muchacho cerrar los ojos con fuerza al tiempo que levanta el mentón, dejando expuesto su cuello impoluto.

Él abre los ojos, perplejo. Realmente tenía la intención de rebanarse el cuello frente a él y lo encuentra tan curioso que se emociona. Pero, el jovencito que esperaba la sensación tajante del filo de la daga sobre su cuello, abre los ojos un par de segundos después para ver la hoja doblada de tal manera que ahora parece una canica.

Perpleja, la deja caer al suelo y levanta la vista para encontrar los ojos ocultos que la observan envueltos en una especie de júbilo. Él sonríe suavemente y ella rápidamente saca una conclusión.

—Hechicero… —dice y retrocede unos pasos.

Satoru escucha la puerta delantera de la pequeña vivienda desplomarse y el aire que entra con aquel empujón alimenta salvajemente el fuego. La casa se desmorona y cada trozo que colapsa levanta un manto de calor, chispas y humo. El extraño hechicero se voltea tras escuchar pasos rodeando lo que queda de la casa, vuelve sus ojos penetrantes al suicida y extiende una cálida sonrisa.

—Supongo que tendrás que mostrarme personalmente en dónde están.

Sin perder más tiempo, se lleva el dedo pulgar e índice a la boca y silva con fuerza, del otro lado de la barda de madera se oyen los casquillos de un caballo que relincha anunciando su llegada. A él le basta con que aquel ansioso de morir se voltee un instante para cargárselo debajo del brazo, salta casi dos metros en el aire y cae del otro lado doblando apenas las rodillas. Luego se sube al caballo y toma las riendas, da un latigazo y cabalga sin importarle la carga extra.


Quiero dejarles dichas un par de cosas antes de que cierren esta pestaña, aunque quizás ya estén cansados de leer. Una cosa muy importante que quiero dejar clara es que Kasumi se presenta físicamente como un hombre, y que todas las cosas que eso implica se desarrollarán a lo largo de la historia. Otra cosa es que Satoru en esta historia no tiene la técnica del infinito ni la técnica de los seis ojos. Sé que es mucho para quitarle a un personaje, pero en un conflicto bélico sería imposible causarle dificultades. Y tampoco voy a llegar a los extremos que llegó Gege… No descarto la idea de que eventualmente tenga un power up. De todas formas, él sigue siendo muy hábil y poderoso. Otra aclaración que tengo que hacer es que esto se da un periodo feudal de Japón, no le puse un periodo en específico porque suelo investigar demasiado y pierdo tiempo envolviéndome en cosas que a nadie van a importarle jajaja Quizás están en el periodo Heian, quién sabe.

Más abajo les dejaré un glosario para que puedan entender algunas palabras que se dicen a lo largo del fic, a medida que incluya más palabras las pondré "al pie de página".

Espero que si les gustó este inicio, aunque largo… puedan encontrar un poco de tiempo para dejar un comentario. Me dará mucho aliento. Los leo después!

Glosario:

Chonin: gente común del pueblo.

Kamishimo: ropa tradicional de samurai.

Seppuku: ceremonia de sacrificio del samurai para expiar un fallo al código de honor

Tabi: Medias con separación entre el dedo gordo del pie y el resto.

Ronin: samurai sin amo

Wajari: sandalias hechas de cuerdas de paja

Getas: calzado tradicional que consta de una base de madera

Chohan: Plato de arroz frito tradicional