Rosa.

El color rosa era lo único que podía ver tras la mirilla. Una bruma rosácea que va desapareciendo lentamente.

Partículas pequeñísimas compuestas por los restos de tejido humano que adquieren esa tonalidad rosada envolvían el entorno. Lo que había sido alguna vez un ser, ahora no era más que una niebla densa, mezcla de sangre, músculos y piel flotando en el aire.

Se quedó en su lugar, resguardándose a lo alto del edificio y doblándose sobre sus rodillas para recuperar el aliento. Alguna vez le dijeron que aprendería a apreciar la Niebla Rosada, pero todavía no había llegado a ese punto. No le repugnaba ni le era indiferente, pero tampoco le había tomado cariño.

Simplemente era fácil. Medir, apuntar y jalar del gatillo. Tomaba un par de segundos que la bala recorriera la distancia calculada hasta la cabeza de su objetivo. Entonces, sucedía, aparecía la bruma rosada.

Y parecía una broma del destino que su propia cabellera natural tuviera aquel color.

El rosado se había vuelto una especie de penitencia antes sus ojos, quizá por eso decidió no teñirse jamás. Su cabello era el recordatorio de todos sus pecados, esos que tendría que llevar consigo misma todos los días.

Un recordatorio de todas las veces que fue testigo y causante de una Niebla Rosa.

Había pasado mucho tiempo desde que dejó atrás todo aquello, pero hasta entonces creyó correcta aquella frase que dice: Lo que bien se aprende, jamás se olvida.