08/03/2024
Sí, nos estamos haciendo todes la misma pregunta: ¿Qué hago aquí?
Honestamente, no lo sé. Llevo con una crisis escritora que está durando demasiado y necesitaba una excusa para volver a escribir. Los fanfiction al final no dejan de ser una zona de confort y con tal de escribir otra vez, lo que sea. Esta historia ha surgido un poco de la nada, ni siquiera sé si me veré capaz de terminarla, pero es el primer capítulo que escribo entero por primera vez en mucho tiempo y, quién sabe, quizás sea una historia que merezca contarse. Retomo mis mundo de magia, romances e intrigas, pero esta vez ubicado en nuestro mundo moderno. Tengo varias ideas para esta historia, varios personajes originales de Wicked Game volverán, aunque esta no es ninguna secuela. Quizás no sea buena idea volver a escribir un fic de Cómo entrenar a tu dragón, pero siempre ha sido fácil ponerse en las pieles de Astrid y de Hipo y, como ya he dicho antes, cualquier excusa es buena para volver a escribir. Esta historia está totalmente separada del canon, es importante que lo tengáis en cuenta.
Toda review será siempre bienvenida y, quien sabe, si os gusta quizás me vea capaz de terminarla y todo. Recordad que las reviews son el único salario que recibimos las autoras por publicar en espacios como este. También comentaros que esta historia va dirigida a un público adulto porque tendrá, como cabe esperar siendo una historia escrita por mí, contenido adulto. No me hago responsable de quien la lea.
Les que me conocéis ya sabéis como soy y cómo funciono, pero valga decir que esta historia es pro LGTBIQA+ y un espacio seguro para todo colectivo que se precie, usaré lenguaje inclusivo en mis comentarios y si estáis en contra de esto, os invito a marcharos a leer a otra parte. Quería evitar malos entendidos, puesto que ya he tenido algún comentario hate precisamente por esto y, por desgracia, siempre lo hacen por Guest para que no les responda.
Os he echado mucho en falta. Espero reencontrarme con muches de vosotres que me seguisteis en el pasado.
Os mando un abrazo y espero que paséis un día bonito.
Xx.
Debido a la situación de las brujas y hechiceros Corrientes y su evidente retraso en todo lo que respecta a la magia, el gobierno mágico certificó en 1792 que, ante la fundación de un Ministerio de Educación Mágica, los Corrientes quedarían automáticamente fuera del nuevo sistema educativo mágico. Los estudios de la época —ahora respaldados por los de este mismo siglo— demostraron que una bruja o hechicero con sangre gizati —o de gente no mágica— jamás gozará del mismo talento y capacidad de soportar un enorme poder mágico como lo haría un hechicero o una bruja Ilustre de sangre puramente mágica. Por razones como esta, no se considera que una bruja o un hechicero Corriente pueda dar un aporte válido a una sociedad mágica moderna.
Corrientes, ¿carga o amenaza? de Sir Christian Maddock
Xx.
El primer día siempre era el peor.
Astrid cerró su Renault Clio azul con el mando de la llave y se inclinó para comprobar en el espejo retrovisor si su aspecto era pasable. Había dejado crecer demasiado el flequillo y había tenido que sujetarlo con horquillas para evitar que cayeran sobre sus ojos. No llevaba maquillaje, aunque se pellizcó las mejillas para darles un toque más rosado y se pasó el bálsamo labial al notar los labios demasiado resecos. Su apariencia pecaba quizás de demasiado sencilla y sabía que no era buena idea presentarse a una entrevista tan importante con las Converse desgastadas de color crema que llevaba usando desde que tenía dieciséis, pero Astrid no había tenido tiempo de conseguir unos zapatos más decentes y su último par de tacones los había vendido por Wallapop hacía tres meses.
Se puso su chaqueta turquesa sobre la camisa blanca y sus vaqueros y cruzó su bolso antes de dirigirse al fondo del camino, donde una verja metálica cubierta por una densa enredadera la esperaba cerrada a cal y canto. Astrid empujó sin mucho éxito, pues la puerta tenía la llave echada y no veía prudente abrirla sin el permiso de sus dueños. Tras esperar unos segundos, Astrid se volvió al muro que sujetaba la verja y buscó entre las hojas de la enredadera un timbre, aunque resultó una búsqueda inútil. Un aleteo le hizo alzar la mirada hacia la verja y contempló el cuervo de alas azules expectante.
—¿Hay alguien en casa? —preguntó Astrid.
—Sí, te están esperando —respondió el cuervo.
—¿Y la puerta…?
—Me temo que tendrás que abrirla tú —dijo el cuervo.
—Comprendido, procura que no te vean, por favor —reclamó Astrid apartándose de la enredadera.
—Estaré cerca de todas formas —le prometió el cuervo antes de echarse a volar.
Pero no demasiado, le suplicó Astrid mentalmente. Sujetó los barrotes con sus manos y Astrid se concentró en la frialdad del metal. Como cabía esperar, la puerta tenía echada una llave con forma de magia. Un pequeño puzzle, complejo por su sencillez, pero corto a su vez. Astrid no necesitó ni dos minutos para romper el hechizo y la cerradura cedió ante su magia. La verja se abrió con un estridente chirrido que erizó los pelos de su nuca, pero Astrid no titubeó en dar un paso al frente. Aquel trabajo era demasiado importante y ella no tenía tiempo para espantarse por mansiones antiguas y hechizos de Ilustres.
El día era especialmente gris y una densa niebla parecía extenderse por los terrenos, ocultando la casa a primera vista. Caminó por una calzada de gravilla durante por lo menos cinco minutos hasta que alcanzó la entrada principal de la mansión. Frente a la escalinata que daba al portón, se encontraba una fuente sin agua cubierta de musgo y la piedra de la barandilla necesitaba que la limpiaran con urgencia. Astrid no necesitó tocar la campanilla que se ubicaba a un lado del portón, pues ésta se abrió tan pronto terminó de subir la escalinata. Un hombre de unos cincuenta años, ancho y de denso bigote rubio, la recibió sonriente y con un fuerte acento escocés.
—Tú debes de ser la señorita que manda el Ministerio mágico de Archivos, ¿verdad?
—Me llamo Astrid, señor —se presentó la mujer extendiendo su mano—. Lord Haddock debe estar esperándome.
—¿Qué te hace pensar que yo no soy Lord Haddock, jovencita? —preguntó el hombre en tono burlón antes de darle la mano con demasiada delicadeza.
Astrid no pudo contener una sonrisa.
—Le diría que las fotos del Ministerio de Defensa Mágica no le hacen justicia, señor.
El desconocido soltó una carcajada y se puso junto a la puerta.
—Pasa, chavala, que hace un frío que pela.
El hall de la mansión era tan antiguo como su exterior, pero al menos presentaba un aspecto más cuidado y limpio. Aún así, Astrid no pudo evitar un escalofrío al percatarse de la cantidad de magia que fluía por las paredes de aquel lugar.
—Me temo que Lord Haddock no va a poder recibirte hoy, señorita…
—Astrid —dijo la bruja sin más—. Prefiero que me llame Astrid.
—Astrid, precioso nombre —señaló el hombre—. Yo soy Craig Ferguson, pero todo el mundo me llama Bocón. Soy el abogado de la familia Haddock y me ha pedido que te entreviste en su lugar. Espero que no te importe, pero la agenda de Estoico suele complicarse de la noche a la mañana.
—Si Lord Haddock está conforme con que usted me entreviste, yo no tengo problema, señor Ferguson —le aseguró Astrid.
—Maravilloso, entonces sígueme hasta mi despacho. Allí estaremos más recogidos y ya he pedido que nos sirvan té.
Astrid hubiera preferido café al té, sobre todo después de haber estado conduciendo durante gran parte de la noche, pero prefirió morderse la lengua y seguir a Bocón. Enseguida reparó que el abogado sufría una fuerte cojera, aunque no parecía precisar de bastón o muleta para caminar. También se dio cuenta que llevaba una mano enguantada y le faltaban por lo menos tres dedos. Se preguntó si sería un veterano de guerra o habría sufrido algún tipo de accidente, aunque Bocón parecía más que acostumbrado a caminar a ese ritmo y no dio muestras de estar dolido o molesto. Entraron en una sala contigua a las escaleras y a continuación cruzaron un largo corredor con vistas a un jardín cubierto por la niebla.
—Las vistas suelen ser muy bonitas desde aquí, pero esta neblina acostumbra a enturbiar las mañanas, sobre todo cuando las noches son frías —señaló el abogado como si hubiera leído su mente—. Desde el jardín se puede acceder directamente a una pequeña cala donde Lord Haddock tiene su embarcadero. ¿Te gusta la pesca, Astrid?
Aquella pregunta la descolocó, pero no se dio el lujo de verse confundida.
—Me temo que en Londres no tengo oportunidades para desarrollar tales aficiones.
Bocón se carcajeó por su respuesta.
—La elocuencia que demuestras es admirable —alabó el abogado—. Se nota que eres una mujer muy leída.
Astrid no replicó, consciente de que no era el momento de mostrar modestia. El despacho se ubicaba al fondo del pasillo y, como bien había afirmado Bocón, el espacio era mucho más agradable y cálido en comparación al resto de la casa. Bocón la invitó a sentarse en uno de los sillones que se encontraban frente al enorme escritorio de caoba tallada con ornamentos dorados que seguramente valdrían el sueldo de cinco años trabajando de barista y de entrenadora de CrossFit a la vez. Sobre el escritorio había un ordenador que desentonaba con la elegancia de la estancia y emitía un zumbido que delataba que debía ser casi tan viejo como ella.
—Eres una muchacha bastante joven, seguramente de la edad de mi ahijado, ¿cuántos años dices que tienes?
Bocón agitó su mano y una tetera y dos tazas salieron flotando de la alacena del fondo.
—Cumplí veinticuatro en junio, señor.
—Hipo cumplió veinticinco en febrero.
Astrid no tenía ni idea de quién era ese tal Hipo y tampoco se molestó en preguntar el por qué tenía un nombre tan ridículo.
—A ver, me he descargado tu currículum antes —dijo Bocón volviéndose al ordenador—. A ver si este cacharro quiere funcionar.
Al minuto de comprobar que el ordenador no iba a contribuir y antes de que el hechicero perdiera la paciencia, la bruja sacó una copia del currículum que guardaba en su bolso. Bocón cogió el papel con gesto resignado y lo leyó con atención a la vez que las tazas de té negro recién servidas se posaron en la mesa de caoba. Astrid sintió un nudo en el estómago cuando el abogado frunció ligeramente el ceño y sujetó su taza con tanta fuerza que temió romperla.
—Andersen —Astrid mantuvo su mejor expresión de póker—. ¿Es de los Andersen de Odense?
—No, señor, no pertenezco a ninguna familia Ilustre —se apresuró a decir Astrid—. Como ya le habrán advertido, el Ministerio de Archivos Mágicos ha sufrido recortes y se han visto obligados a contratar a brujas Corrientes para cubrir las bajas.
Bocón levantó la vista confundido.
—¿Eres Corriente?
Astrid sintió un nudo en el estómago.
—Sí, señor.
—Nadie lo diría —murmuró el abogado por lo bajo y volvió su mirada de nuevo al papel—. Cum laude en Filología Inglesa en la Universidad de Oxford, un máster archivos, documentación y continuidad digital y otro en… ¿accesibilidad lingüística?
—Es una especialización para ayudar a personas con dificultades comunicativas. Interpreto la lengua de signos, el braille y ayudo a disléxicos a mejorar sus niveles de lectura y escritura.
El abogado la contempló impresionado.
—Dos especialidades muy diferentes —señaló el hombre.
—Una no resta a la otra —replicó la bruja y, ante su silencio, carraspeó incómoda—. A veces es más fácil encontrar empleo como profesora de lengua que como bibliotecaria y me gusta ayudar a la gente.
—Muy loable por tu parte —señaló Bocón con una sonrisa cálida, aunque su expresión se ensombreció tan pronto volvió a su atención a su currículum—. Todos tus títulos están computados de centros de estudios gizati y me temo que la mayoría de tus referencias laborales también.
—Verá que tengo experiencia adquirida de las bibliotecas mágicas de París y de Granada —señaló Astrid con rapidez y sacó de su carpeta dos papeles más que se apresuró de entregar a Bocón—. Aquí tiene las cartas de recomendación que sus directores redactaron. Ambas instituciones elogian mi capacidad de trabajo y mi adaptación a las circunstancias. Además, mis estudios de Filología me dan una ventaja competitiva y es que puedo clasificar los libros que la comunidad mágica considera como «inclasificables», puesto que conozco mejor que nadie la literatura escrita por gizatis.
—¿Crees que aquí hay literatura de humanos? —preguntó Bocón enarcando una ceja.
—Siempre suele haber entre una decena o dos —respondió Astrid—. No tiene nada de malo que haya copias de clásicos de la literatura gizati. Es más, a mí parecer, es una absurdez no consumir contenido creado por gente no mágica. Todos somos seres que convivimos en este mundo y, comprendo por qué ocultamos nuestra magia tras la represión que hemos recibido de los gizatis, pero creo que cerrarse en banda no nos beneficia a ninguna de las partes.
Bocón la estudió detenidamente y dejó los papeles sobre la mesa antes de volverse a la ventana.
—Debo advertirte que esta biblioteca no es como ninguna como hayas visto antes. Hace décadas que nadie se ha molestado en ordenarla y algunos libros requieren de restauración.
—Eso no será un problema —le prometió Astrid.
Bocón giró su silla de nuevo hacia ella.
—La oferta de trabajo incluye la estancia y la comida, por lo que tendrás que instalarte aquí. ¿Te parece bien?
Astrid había esperado que tendría que quedarse en Inverness y pagarse una habitación en el periodo que durara el trabajo, por lo que aceptó sin pensárselo dos veces. Contar con un trabajo con estancia y comida incluída era algo con lo que Astrid ni se había atrevido a soñar, mucho menos siendo una Corriente. Se le hacía extraño que Bocón no hubiera puesto más reparos al hecho de que fuera Corriente, pero estaba decidida a no cuestionar nada para no malograr su poca suerte.
—No tienes un horario establecido, así que puedes organizarte como gustes y coger los días que necesites. Lo único que te pido es que para el primero de septiembre el proyecto esté terminado. Advertimos al ministerio que nos mandara al menos dos funcionarias por la cantidad de trabajo que va a suponer esta biblioteca, pero supongo que al sufrir recortes tendrás que cargar con todo tú sola. Aún así, si necesitas que alguien te eche una mano o algo podemos buscar alguna alternativa.
—Me las arreglaré sola —le aseguró Astrid con confianza.
Bocón no parecía convencido y la bruja no tardó en adivinar por qué. La biblioteca era gigantesca, y habría sido un lugar de ensueño para Astrid si no fuera por el fuerte olor a cerrado, a humedad y a polvo. Las paredes estaban forradas de gigantescas estanterías que cerraban a un techo adornado por un fresco y ornamentos de escayola un tanto snobs. Había volúmenes ordenados sin ningún sentido o lógica por los estantes, pero también había torres de libros acumulados en el suelo y en una mesa de roble macizo que abarcaba casi toda la sala. La biblioteca, además, necesitaba una buena limpieza, cinco manos de pintura y que arreglaran el parqué que no había sido acuchillado en décadas.
Ni de coña iba a terminar aquel proyecto en tres meses.
Era demasiado.
—¿Sigues interesada en el trabajo? —preguntó Bocón con tono comprensivo, como si esperaba que fuera a decir que no.
Era un reto demasiado grande, imposible para una sola persona. Astrid, sin embargo, formuló una sonrisa de entusiasmo y dijo:
—¿Cuándo puedo empezar?
Xx.
Bocón le ofreció la antigua cochera de la mansión para que guardara su Clio. Astrid lo aparcó con maestría dentro del garaje y aprovechó para coger su reducido equipaje: una bolsa de deporte llena de ropa, una maleta repleta de libros y una mochila con su portátil y los materiales que necesitaba para el trabajo. Mientras Astrid sacaba todo del maletero, Bocón contempló su coche con curiosidad.
—¿Qué hechizo de transporte has utilizado? —preguntó curioso—. No debe ser nada fácil transportar un vehículo de este tamaño.
Por un instante, Astrid estaba segura de que le estaba tomando el pelo, pero al no ver el menor atisbo de broma en su cara, la bruja se dio cuenta de que le estaba formulando esa pregunta en serio. ¿Qué clase de abogado no se sabía las leyes básicas que reglaban sobre las brujas y los hechiceros de una sociedad mágica moderna?
—No tengo permitida la licencia de transporte —explicó Astrid con calma—. He conducido toda la noche.
Bocón soltó una risotada, convencido de que ahora era ella la que estaba bromeando, pero enseguida reparó que estaba hablando muy en serio.
—¿Has conducido diez horas desde Londres en este trasto?
—Doce —respondió Astrid, ofendida por el calificativo de su querido Clio—. Paré a la altura de Carlisle para dormir un poco y arreglarme.
Bocón no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Qué clase de bruja no se saca la licencia de transporte?
—Una Corriente, me temo.
Bocón había parecido olvidar que, como bruja Corriente, Astrid no tenía permitidas muchas cosas que los hechiceros y brujas Ilustres podían hacer. No habría tenido problema en lanzar un hechizo de transporte a su Clio y llegar a Escocia en menos de media hora, pero si las autoridades la pillaban sin licencia y descubrían que era una Corriente, no solo tendría que pagar una cuantiosa multa, sino que además corría riesgo de que la metieran a prisión.
—Había olvidado ese detalle, discúlpame —se apresuró a decir Bocón.
El abogado no hizo ningún comentario reivindicativo sobre por qué la vida de las personas Corrientes era mucho más difícil que la de cualquier bruja o hechicero Ilustre. Nadie podía elegir en qué clase nacer y resultaba injusto que a uno se le discriminara por pertenecer a una familia u otra. Aún así, Astrid jamás renunciaría a su madre por contentar a una comunidad que la había despreciado precisamente por ser hija de una humana.
—Vas un poco cargada, permíteme que te ayude —se ofreció el abogado.
—Puedo bien, gracias —rechazó Astrid educadamente, consciente de que con la cojera que el hombre sufría, cargar con una maleta llena de libros no era una carga precisamente ligera—. Estoy acostumbrada a ir cargada, no se preocupe.
Bocón no insistió, seguramente porque vio que ella se las arreglaba perfectamente sola. Regresaron a la mansión y la guió por la imponente escalinata de mármol que llevaba a los dormitorios de la primera planta.
—Tienes libertad absoluta para moverte por todas las zonas comunes de la casa —comentó Bocón—. Resido en Inverness, pero suelo estar aquí la mayor parte del tiempo, por lo que la señora Thorston siempre tiene comida preparada en la nevera. Viene los martes y los viernes, así que no dudes en presentarte y definir alguna preferencia culinaria si lo necesitas. Respecto a los Haddock, Lord Haddock viene sobre todo los fines de semana, así que si ves a un galgo escocés pululando por la casa, no te asustes.
—¿Es su familiar? —preguntó Astrid esforzándose en que se le notara su inquietud.
Bocón alzó las cejas.
—¿Sabes algo de los familiares, Astrid?
—Solo que son muy raros y pocas brujas y hechiceros tienen la suerte de contar con uno —comentó ella sin querer extenderse.
—En tiempos más antiguos, se decía que los familiares eran amplificadores de magia —añadió Bocón—. Son criaturas fascinantes, no cabe duda.
Astrid decidió que lo mejor sería cambiar de tema.
—Ha hablado en plural, ¿hay más Haddock que me pueda encontrar?
—Ah, bueno, Hipo es el otro Haddock.
—¿Su ahijado?
—El mismo, pero es raro verle por aquí —argumentó Bocón—. Hipo forma parte del cuerpo de élite del Ministerio de Defensa Mágica, así que se pasa la vida viajando.
El cuerpo de élite. Un espía del gobierno. Astrid sintió una punzada de preocupación en su estómago. Hubo un tiempo en el que había soñado con formar parte del cuerpo de élite de Defensa Mágica Internacional, pero las Corrientes no podían aspirar a esos puestos. Ella estaba considerada como una bruja muy por debajo de los hechiceros Ilustres, por lo que tan pronto presentó su solicitud de acceso a las pruebas, recibió una negativa instantáneo y le denegaron el acceso. Astrid solo tenía dieciséis años y aprendió que el mundo siempre sería injusto con ella, que lo mejor que podía hacer era labrarse un sueño sin tener que depender de nadie más que ella misma. De igual manera, con el paso de los años, Astrid se concienció que, dada la cuestionable reputación del cuerpo de élite, lo mejor que le había podido suceder era no entrar.
Bocón se detuvo frente a una puerta que se ubicaba al fondo del pasillo e hizo un gesto con la mano para abrir la cerradura mágica.
—Esta será tu habitación, aprovecha el día de hoy para descansar, que estarás muerta —Bocón giró el picaporte para abrir la puerta—. Espero que la encuentres a tu gusto. Si necesitas cualquier cosa, casi siempre estoy en mi despacho, pero si no te dejo mi tarjeta con mi número para que me llames cuando quieras. Estoico no está muy puesto con estos asuntos, así que si tienes alguna duda, es mejor que la consultes conmigo.
—Por supuesto —concordó Astrid cogiendo la tarjeta—. Procuraré no molestar.
—No lo harás —le prometió Bocón extendiendo su mano. Astrid se la dio con suavidad—. Un placer, señorita Andersen, y bienvenida a la Mansión Haddock.
Astrid esperó hasta que Bocón desapareciera por uno de los pasillos del corredor y entró en la habitación que sería su hogar en los próximos meses. El dormitorio era casi tan grande como su piso en Londres. Dejó su equipaje al pie de una enorme cama de dosel y tocó el edredón de satén con la punta de los dedos. El papel pintado verde de las paredes era aterciopelado, con motivos florales clásicos y pasados de moda, y el suelo de madera estaba cubierto de alfombras persas que suavizaban el peso de sus pasos. La habitación contaba con dos enormes ventanales cubiertos por pesadas cortinas de terciopelo que iban a juego del verde de las paredes. La habitación daba al jardín y la neblina había empezado a levantarse, por lo que pudo apreciar que tenía vistas al horizonte marítimo desde de sus ventanas.
No cabía duda de que le habían dado una buena habitación, aunque Astrid seguía con la sensación de que no era a quien estaban esperando. Bocón había sido tremendamente amable con ella, pero le inquietaba que tan pronto Estoico Haddock supiera que tenía una Corriente metida en su casa no le haría la menor gracia y solicitaría un cambio al Ministerio mágico de Archivos. Aún así, Astrid se agarró a la esperanza de que, tal vez, al haber prestado tan poca atención al cuidado a su biblioteca, quizás ni siquiera le daría la menor importancia y tampoco le dedicara una segunda mirada. Además, era una suerte que el hijo estuviera en el cuerpo de élite y estuviera siempre de viaje, puesto que la gente que pertenecía a dicho cuerpo se la reconocía por ser tan peligrosa como impredecible y esa era una combinación que no le convenía ni por asomo.
Un toqueteo en su ventana la sacó de sus pensamientos y vio que un cuervo de alas azules la contemplaba expectante desde el alfeizar. Astrid abrió la ventana y el cuervo entró para colocarse sobre el dosel de la cama.
—¿Has conseguido el trabajo? —preguntó impaciente.
—Sí —afirmó Astrid sonriente y extendió su brazo para que el cuervo se posara en él—. Por desgracia, me va a llevar más tiempo de lo previsto. La biblioteca es un verdadero desastre y me temo que voy a tener que reparar algunas de las copias más antiguas.
—No supondrá un problema para ti —afirmó el cuervo convencida—. El sitio rezuma magia, magia muy antigua.
—Me he dado cuenta —confirmó Astrid—. Deberás andarte con cuidado, Tormenta. El abogado me ha dicho que Lord Haddock tiene un familiar.
—Tendré cuidado —le prometió el cuervo—. Nadie sabrá que estoy aquí.
—Muchas gracias —murmuró Astrid agradecida antes de besar la cabeza del pájaro.
A excepción de dos personas contadas, entre ellas su madre, quien no era más que una gizati, una persona no mágica, que poco sabía del mundo mágico, nadie sabía que Astrid contaba con un familiar. No había registros de Corrientes con familiares y eran tan poco comunes en esos días que existía una gran probabilidad que intentaran quitarle a Tormenta si la descubrían. Los familiares escogían a sus compañeras brujas y hechiceros y Tormenta había sido su compañera y amiga más íntima desde que era muy niña. Tormenta, además, era un cuervo hermoso, de plumas azuladas con toques dorados al sol, y siempre prestaba sus sabios consejos a Astrid cuando los precisaba. La bruja era consciente de que el hecho de tener un familiar potenciaba sus poderes hasta límites que los Corrientes no solían alcanzar y, si no quería meterse en problemas, le convenía ser discreta.
Astrid deshizo su equipaje con un gesto de su mano y toda su ropa salió con sus respectivas perchas y doblada para meterse sola en el armario y en la cómoda que contaba el cuarto. Sacó los libros de la maleta y los acomodó sobre la cómoda en dos torres. Cogió de su bolso una copia de La maldición de Hill House para dejarlo sobre la mesita de noche y también agarró un trozo de pastel de semillas envuelto en papel albal que causó que Tormenta diera un aleteo feliz. Dejó el pastel sobre el escritorio que daba a la ventana para que su familiar comiera tranquila y se tumbó sobre la gigantesca cama. El colchón quizás era algo blando para su gusto, pero era confortable y el edredón de satén le daba la sensación de estar echada sobre una nube.
Estaba agotada. Contenta por haber conseguido el trabajo, pero cansada por haberse pegado un viaje de doce horas en coche desde Londres.
La notificación del Ministerio mágico de Archivos le había llegado a las ocho de la tarde, justo cuando Astrid había salido de la ducha después de haber acudido a su clase de Crossfit. Vivía en una habitación de un piso compartido con otros gizatis en Londres y la carta había aparecido mágicamente sobre su cama. A Astrid casi le dio un infarto, puesto que a diferencia de otras brujas y hechiceros que tendrían tiempo de sobra para descansar, prepararse y acudir mediante un hechizo de teletransporte hasta Escocia, Astrid estaba obligada a viajar como cualquier persona no mágica y, dado el poco margen de tiempo con el que contaba y su poco presupuesto, la mejor opción era coger el coche que compartía con su madre y conducir toda la noche hasta las Highlands escocesas. Había tenido que recoger de forma precipitada todas sus pertenencias con magia y dejó la habitación vacía en menos de media hora antes de abandonar el piso. Dejó sus llaves en el buzón y mandó un mensaje al casero para advertirle que se marchaba. Quizás había sido precipitado abandonar el piso tan rápido, pero Astrid se guiaba por su intuición y algo le decía que iba a quedarse en Escocia. Además, si no conseguía el trabajo, su madre estaría más que encantada de acogerla de nuevo en su casa de Hampshire hasta que encontrara otra cosa.
Ensimismada en sus pensamientos, Astrid terminó quedándose dormida y no se despertó hasta que ya caía la tarde. Su estómago rugió cuando abrió los ojos, alertando de que sufría de un hambre voraz después de no haber comido nada más que un croissant rancio de gasolinera esa mañana. Tormenta estaba posada sobre el dosel, con la cabeza metida entre sus alas, profundamente dormida. Con cuidado de no despertar a su familiar, Astrid se levantó de la cama y se cambió de ropa por una más cómoda para andar por la mansión. Pese al frío del exterior, dejó la ventana abierta para que Tormenta saliera si le apetecía y, con el libro de La maldición de Hill House bajo el brazo, cerró la puerta de su habitación con un hechizo más complejo que el que estaba previamente lanzado para evitar visitas indeseadas. No estaba del todo segura de dónde debía estar la cocina en aquel lugar, pero Astrid estaba decidida a explorar la mansión para descubrirlo.
La casa no era en absoluto acogedora. Aunque a primera vista estaba decorada con mobiliario caro y cuadros de valor incalculable, la mansión olía a polvo, a cerrado y resquicios de magia que debía haber pertenecido a los Haddock de hacía varias generaciones. Aunque las estancias como el comedor, el salón de baile y la zona de los dormitorios estaba más o menos pasables de cara a los visitantes, las paredes de la zona cercana a la biblioteca tenían problemas de humedades, la madera del parqué estaba levantada y Astrid estaba convencida de que los muebles no había visto un trapo desde hacía meses. La mansión era lo bastante grande como para perderse con facilidad y Astrid optó por salir al jardín trasero para ubicarse mejor. Siendo hija de una florista, a la bruja le escandalizó la dejadez de aquel jardín, repleto de malas hierbas, ortigas y árboles que no habían recibido una poda decente en años. Cerca de la escalinata de piedra que bajaba por el acantilado hasta el embarcadero que le había mencionado Bocón antes, se encontraba un invernadero con los cristales rotos que apestaba a abandono. Astrid se hubiera acercado para curiosear, pero la hierba estaba demasiado alta y no le apetecía mancharse las Converse con barro.
Astrid había tomado el camino de vuelta a la casa cuando escuchó algo moverse entre la maleza. Estrechó los ojos para ver si podía apreciar qué era con la poca luz diurna que quedaba y enseguida salió a toda velocidad una mancha negra que la sobresaltó. La bruja dio un traspiés hacia atrás del susto y su espalda dio contra la barandilla de piedra de la escalinata que subía al piso superior. Con el corazón galopando contra su pecho, Astrid alzó la mirada y contempló que en la otra barandilla había un gato negro que la observaba con una atención y una frialdad que le puso la piel de gallina. Supuso que sería un gato salvaje, pero el animal emanaba una extraña energía que no supo interpretar. El gato bufó tan pronto dio un paso hacia él y de dos saltos casi imposibles subió hasta la planta superior y entró por una ventana que estaba entreabierta.
Qué raro, pensó Astrid inquieta.
Volvió de nuevo a la casa por uno de los accesos del piso inferior y encontró un pasillo de servicio que la llevó por fin hasta la cocina. La estética de la estancia era tan anticuada como el resto de la casa, aunque los electrodomésticos parecían más nuevos y el frigorífico era el más grande que Astrid había visto nunca. Tal y como había indicado Bocón, había bastante comida en la nevera. Aún así, Astrid se decantó por cocinar unos huevos revueltos con algo de queso escocés y tomates cherry y comió su cena mientras leía la novela de su querida Shirley Jackson. Acabada la cena, Astrid comió el último yogur natural que quedaba en la nevera como postre y seguido fregó los platos.
Durante el camino de vuelta a su cuarto, Astrid volvió a toparse con el gato del jardín. La criatura estaba posada sobre una consola adornada con un jarrón chino con pinta de muy caro. El gato volvió a bufar y le enseñó sus dientes largos en modo amenazante. Acostumbrada a lidiar con gatos, Astrid se sintió tentada a bufar de vuelta, pero el animal le resultaba la mar de inquietante y odiaba admitir que le inspiraba cierto temor.
Decidió ignorar al animal, consciente de que los gatos eran criaturas demasiado impredecibles y no quería meterse en problemas. Es más, ni siquiera estaba segura de que ese gato tuviera dueño y no quería que la culparan si el felino se había colado en la casa. Se perdió dos veces antes de encontrar la puerta de su habitación y Tormenta la recibió con un aleteo alegre antes de posarse sobre su cabeza.
—¿Qué tal el tour?
—Esta casa es demasiado grande —comentó Astrid acercándose hasta la cómoda para coger su pijama—. No le vendría mal una buena renovación.
—Hay mucha humedad, probablemente por su cercanía a la costa —apuntó Tormenta—. Hay mucha magia alrededor.
—Escocia es una tierra salvaje y más pura que Inglaterra y estamos en medio de la naturaleza —le recordó Astrid antes de soltar un suspiro de alivio cuando se quitó el sujetador—. Es normal que la intensidad de la magia sea mayor aquí que en Londres.
—No creo que sea solo por eso —dijo la cuerva preocupada.
Astrid se sentó en la cama e hizo un gesto con la mano para que la cueva se posara en su hombro.
—No niego que este sitio es extraño y que debemos estar alerta ante todo para que no te descubran, pero tenemos que pensar en positivo.
—Tú nunca piensas en positivo, Astrid.
—Bueno, pero he conseguido un curro que tiene un salario decente —replicó Astrid poniendo los ojos en blanco—. Y encima tengo acceso pleno a una de las bibliotecas más antiguas del país.
Tormenta dio un pequeño aleteo y voló hasta su rodilla.
—La verdad es que es para sentirte orgullosa —remarcó la cuerva en tono alegre—. La de información interesante que debe contener.
—La pena que sea tan poco tiempo —señaló Astrid torciendo el gesto.
—Eso también ayudará a que seas más selectiva —le animó Tormenta—. Por cierto, ¿has llamado a tu madre?
—¡Mierda, no! —exclamó Astrid levantándose de la cama de un salto para coger su teléfono del bolso. Había por lo menos siete llamadas perdidas de su madre y once mensajes de Whatsapp en las que le amenazaba con ir ella misma a Escocia si no daba pronto señales de vida.
Astrid desbloqueó su teléfono con rapidez y, antes de que pudiera marcar rellamada, saltó una nueva llamada.
—Hola mamá —se apresuró en saludar Astrid antes de escuchar la exclamación de alivio de su madre al otro lado de la línea.
Xx.
Astrid no sabía qué hora debía ser, pero tenía la sensación de que las cuatro paredes de la habitación la iban a engullir.
Se había puesto a llover poco antes de que cortase la llamada con su madre y se había levantado un viento desagradable que aullaba contra las ventanas. Pese al cansancio que le pesaba en los ojos y el haber girado una y otra vez por toda la cama, Astrid no era capaz de conciliar el sueño. Había algo en el fondo de su cabeza que la tenía un vilo, como una especie de llamada a la alerta ante una posible amenaza que no la dejaba dormir. Aquella sensación no había sido la primera vez que la había dejado en vela, por lo que Astrid no tardó en resignarse que esa noche poco iba a dormir. Entre la tétrica mansión, el intenso olor a magia extraña y la excitación por el nuevo trabajo, Astrid sabía que no iba a pegar ojo, por lo que decidió hacer algo útil en lugar de quedarse en la cama.
—Tienes que dejar de leer libros de mansiones terroríficas por las noches, Astrid —se recriminó a sí misma mirando fugazmente su copia de La maldición de Hill House.
Tormenta dormitaba sobre el dosel de la cama, su nuevo rincón favorito, por lo que Astrid se puso su vieja sudadera de Oxford con cuidado de no hacer ruido antes de salir de la habitación. Ante la oscuridad que reinaba en la casa, Astrid invocó unas luces flotantes a su alrededor que iluminaron el pasillo y caminó dubitativa, pues no recordaba bien el camino hasta la biblioteca y temía volver a encontrarse con el gato negro de antes. Tras subir y bajar varios tramos de escaleras y verse acosada por las sombras espeluznantes que sus luces formaban a su paso, Astrid encontró por fin las puertas de la biblioteca. Iba a abrir las puertas cuando se topó con un hechizo que las mantenía cerradas a cal y canto. Desconcertada porque Bocón hubiera cerrado la puerta a sabiendas que ella tenía que trabajar dentro, se dispuso a deshacer el hechizo. Para su sorpresa, el hechizo era un galimatías sin lógica alguna que no seguía el orden usual de los conjuros típicos de cerraduras. Aún así, Astrid no tardó en encontrar el hilo que le ayudó a deshacer el caótico hechizo y, en pocos minutos, la cerradura cedió a su magia.
Qué raro, volvió a pensar Astrid por segunda vez en ese día.
Aquel hechizo no tenía nada que ver con el que Bocón había preparado para ella esa mañana y aquel parecía un conjuro complejo que, si no hubiera sido lo bastante hábil, habría sido imposible de deshacer. Astrid siempre había tenido buen ojo analítico para encontrar los hilos conductores que daban forma a los hechizos, aunque sabía que ninguna Corriente como ella tendría la capacidad para romper conjuros de aquel nivel. El peculiar hechizo de la puerta desapareció de su mente tan pronto entró en la biblioteca. Astrid aumentó la intensidad de sus luces mágicas y las librerías se iluminaron con el cálido resplandor de su magia. Astrid acarició los lomos de la estantería más cercana a la puerta y contempló la magnificencia de la librería con una excitación difícil de ocultar.
Tanto conocimiento al alcance de su mano.
Tantos hechizos por leer.
Tantos secretos por descubrir.
Cogió un libro al azar y leyó su título: Antología de hechizos celestes del siglo XVIII. Sus dedos sintieron el agradable cosquilleo de la magia que brotaba de aquel tomo y, sin pensárselo dos veces, Astrid se acercó a uno de los sillones polvorientos que había cerca de la chimenea apagada para ojear el volumen. La bruja no tardó en recopilar varios volúmenes interesantes y a extenderlos por la amplia mesa de roble que estaba en el centro de la biblioteca. Estaba tan ensimismada ante la cantidad de libros interesantes que tenía ante sus ojos que no se dio cuenta de la otra la presencia que la observaba desde los estantes más altos de la mesa.
Sin embargo, Astrid se puso en alerta cuando sintió los pelos de su nuca erizarse ante la repentina presencia de magia en el lugar.
Miró a su alrededor en búsqueda del foco mágico y ahogó un grito cuando apreció unos ojos verdes resplandecientes desde lo más alto de una de las estanterías. El gato negro la estudiaba con frialdad e ira contenida. Un escalofrío recorrió su columna, ahora consciente de la enorme cantidad de magia que la criatura rezumaba.
No cabía duda de que aquel gato era un familiar.
Uno muy poderoso, cabía decir.
Y, a diferencia de otros familiares, había algo muy antinatural en él.
Las luces proyectaban su forma de gato, pero su sombra formaba una figura imposible de definir que parecía de todo menos la de un gato. El animal bufó enseñando sus dientes y saltó de la estantería hasta la mesa de roble, sacando sus largas uñas de forma amenazante. Astrid se apartó al instante, vigilante y nerviosa. No era normal que un familiar atacara a una bruja o incluso a un humano a menos que su protegido estuviera en peligro. Escuchó de repente el golpeteo del pico de Tormenta contra la ventana de la biblioteca y Astrid hizo un gesto para advertirla que estuviera quieta. Era natural que Tormenta hubiera aparecido de repente con intención de protegerla, pero Astrid rezó porque su razón primara por encima de su instinto animal. La escasez de familiares había causado que las penas por su agresión o muerte fueran mayores, por lo que si el familiar decidía atacarla lo conveniente sería dejarle hacer. A su dueño le caería una buena bronca, pero ella no tendría que pagar una pena por atacar a un familiar.
—Por favor —suplicó Astrid en voz muy baja para que la criatura no se sintiera amenazado—. Mi intención no es ocasionar ningún daño. Soy Astrid, la nueva bibliotecaria.
El gato bufó en respuesta y a Astrid le desconcertó que el animal no quisiera entrar en razón.
—Habla con tu amo, por favor, mis intenciones son buenas, de verdad —insistió la bruja dando un paso hacia atrás—. Lamento haberte importunado, desconocía que este fuera tu espacio, pero debes comprender que tengo que hacer mi trabajo.
El familiar no parecía entenderla y Astrid siguió caminando hacia atrás hasta que su espalda chocó con una estantería. Algunos libros se volcaron al suelo y el gato se tensó para atacar. Tormenta graznó con fuerza desde el exterior, buscando desesperada una forma de entrar, pero Astrid supo que no iba a poder detener al familiar. Se cubrió la cara con los brazos, contuvo su magia dentro de ella y rezó para que el animal no se excediera con ella.
Esperó que las uñas del animal atacaran primero sus brazos y rasgaran la tela de su sudadera, pero le desconcertó solo escuchar el aullido furioso del animal, seguido de una palabrota proveniente de una voz masculina y nasal. ¿El familiar había decidido hablar por fin? Astrid se atrevió a apartar los brazos de su cara, pero no esperaba encontrarse con otra persona a la que ni había oído entrar ni mucho menos lograba adivinar quién era.
Pese a que Astrid era una mujer bastante alta, aquel chico debía de sacarle al menos una cabeza. No era corpulento, pero sus hombros eran anchos y tenía unas piernas largas y fuertes. Las sombras de sus luces ahora intermitentes apenas definían la forma de su cara, pero se percató de que poseía unos intensos ojos verdes y una nariz grande que descompensaba sus pómulos altos y angulosos. Una barba incipiente cubría su afilada mandíbula y tenía el cabello del color del cobre, despeinado y húmedo por la lluvia. El gato, quien hacía medio minuto parecía la mismísima encarnación del mal, parecía haberse calmado entre los brazos de aquel extraño, aunque seguía con los ojos puestos en ella y le enseñó unos dientes largos y afilados.
Astrid tenía el corazón acelerado por el susto causado por el salvaje familiar, pero cuando quiso preguntarle al desconocido si aquel animal era suyo; el hombre, con un tono muy desagradable y frío, preguntó:
—¿Quién coño eres tú y quién te ha dado el permiso para tocar mis libros?
Xx.
