Abraza la manada
1
El bosque
La joven rubia no sabía cuánto tiempo ni qué distancia había andado y a su cuerpo parecía no importarle, pues no mostraba ninguna señal de cansancio. Su seguridad, al parecer, tampoco le importaba; eran las tres de la tarde de un día despejado y, en medio del campo, no corría ningún peligro.
Candy White caminaba colina arriba alejándose cada vez más del orfanato en que vivía desde hacía dos años. Con sus conocimientos de enfermería, el dinero que recibía de la familia Andley y la administración de la señorita Pony y la hermana María, el hogar para niños huérfanos prosperaba en una época en la que la humanidad estaba en caos.
La guerra había hecho mella en la sociedad y al parecer nadie estaba exento de haber perdido a alguien en el frente o, al menos, de conocer a alguien que estuviera ahí. Era una época difícil para volver a creer en la fantasía, en los mitos y en los cuentos que servían para hacer dormir a los niños, o para asustarlos de no alejarse de sus casas o salir de noche. Era una época en la que lo fantástico podría robar y proteger el corazón de una joven que ya había tenido suficiente del mundo de los humanos.
Era la primera vez que Candy llegaba tan lejos, faltaba muy poco para que se acercara al pueblo vecino con el que Lakewood no tenía mucho contacto. La joven se sorprendió de encontrarse tan cerca del bosque al que los habitantes de Lakewood tanto evitaban para sus viajes. No había nada malo, solo preferían tomar otros caminos, a veces más largos o más concurridos, pero nunca el bosque.
Los árboles eran imponentes, fuertes y gruesos troncos soportaban grandes y frondosas copas verdes que oscurecían el lugar. Era verano y la tierra mojada desprendía un agradable olor gracias a la tormenta de la noche anterior. Si Candy no se apuraba en volver, la siguiente lluvia la sorprendería a medio camino, pues las nubes negras comenzaban a moverse hacia su hogar.
Tras mirar el imponente escenario, la joven tuvo deseos de adentrarse en el bosque y caminar un poco entre sus árboles, tal vez podría trepar uno, pero no lo hizo. En su lugar, desanudó de su cuello la capa que llevaba y la tendió en el suelo, cerca de un árbol para sentarse y descansar un rato. Había caminado mucho buscando un lugar diferente y tranquilo para poner en orden sus pensamientos y la entrada del bosque parecía ser un buen lugar.
Recargó su espalda en el tronco del árbol y cerró los ojos. Estiró las piernas y se puso cómoda. Respiró el aire fresco, limpio y puro que otorgaba el bosque. La tranquilidad que la naturaleza le daba era algo que toda la vida había disfrutado, y la prefería mil veces al bullicio de las ciudades grandes. Si lo pensaba bien, la naturaleza había sido escenario de los momentos más felices de su vida, ya fueran las colinas de Chicago y Londres o los parajes de Escocia. En su interior, Candy sabía que no había nada más reconfortante que un buen paseo, rodeada de árboles y acompañada del viento.
Al descansar en ese lugar iba a pensar, estaba dispuesta a enfrentar sus emociones y terminar definitivamente con ese dolor que sabía que aún estaba ahí. Iba a hacerlo, era el momento después de posponer la reflexión, ya fuera por falta de soledad o de valor por tanto tiempo. Tenía que entender de dónde venía esa paz que, de unos meses atrás, sentía, pues ya no leía los periódicos con temor ni le avergonzaba ver a sus más cercanos amigos con temor a que ellos sintieran pena por ella. Candy quería averiguar, en lo más profundo de su ser, si realmente había sanado, o si las heridas de su paso seguían ahí y algún día volverían a atacar como una enfermedad de la que uno cree haberse repuesto.
Inhaló muy despacio el olor a tierra mojada, a humedad y a pino y roble que el bosque otorgaba. Por un instante se imaginó envejeciendo en una pequeña cabaña cerca del bosque, y ¿por qué no?, podría ser una buena vida. Cerró los ojos para disfrutar de la placentera soledad y, poco a poco, fue quedándose dormida, recargada en el tronco, protegida por el bosque.
La frontera del bosque era tranquila, tanto que parecía no tener fauna, no se oía el cantar de aves, ni el sigiloso andar de un animal más grande. El silencio era abrumador y, al mismo tiempo, tranquilizante. Incluso los olores parecían estáticos; lo que hacía que la mínima variación rompería con ese estado de quietud y normalidad.
Un olor, no, un aroma desconocido perturbó la tranquilidad de su entorno. No sabía de qué se trataba, ni qué tan cerca estaba para ser capaz de percibirlo desde su actual posición, sólo sabía o, mejor dicho, sentía que debía buscarlo. No parecía una amenaza, pero en su cuerpo surgía una incómoda necesidad por encontrarlo. Olfateó el viento y en dirección a este, comenzó a buscar ese hipnótico aroma que de un momento a otro lo había distraído de su recorrido. Avanzó con paso ligero hacia la frontera del bosque, ahora estaba seguro que de ahí provenía el olor y, cuando estuvo más cerca, aceleró el paso.
Tal vez… era imposible, o no lo era, sólo no lo quería. Todavía no era el momento de encontrarla, era algo que debía pasar, pero no se sentía listo para afrontar el hecho. Eso cambiaría su vida, otra vez, y para siempre. La impaciencia, la ansiedad y la emoción hicieron un cóctel en su cuerpo y corrió con desesperación hacia aquel aroma que ahora parecía llamarlo solamente a él. Ya no era una leve fragancia, era una cascada de frescura, bondad, ternura, alegría y seducción que lo invitaba a acercarse, a despejar la duda y sellar su destino.
La imprevista siesta llegó a su fin cuando el viento la golpeó y le caló hasta los huesos, como si de repente los árboles se sintieran incómodos por algo. Su cuerpo se estremeció e instintivamente encogió las piernas e intentó levantarse, pero no pudo hacerlo tan rápido como había querido porque quedó paralizada por unos segundos por… no era algo que hubiera visto, ni siquiera oído, sino que lo había sentido. Su cuerpo le pesaba. Apretó las manos sobre el suelo y estas se llenaron de tierra húmeda y hojas. Se le hizo un nudo en el estómago. Era incapaz de entender lo que ocurría con su cuerpo y, mucho menos, con su alrededor. Algo se movía con sigilo entre los árboles e iba en su dirección, de eso no había duda, pero no podía verlo.
El bosque parecía haber devorado toda la luz y, por un segundo, Candy creyó que la noche había caído. La incertidumbre se apoderó de ella, porque no era miedo lo que sentía, sino, curiosidad, atracción hacia el oscuro interior del bosque, deseo de buscar aquello que se acercaba a ella y lo hubiera hecho, de no ser porque un gruñido resonó entre los árboles y la hizo retroceder, a gatas, hacia la luz. Aún era de día. Sujetando la capa con un puño del que cayó tierra comprimida por su propia mano, se levantó y se la echó a los hombros. Caminó un par de pasos hacia adelante como hipnotizada, pero otro gruñido la detuvo y se movió a su derecha para buscar entre los árboles al animal que le gruñía. No pudo ver nada, y la curiosidad, que hasta ese momento la había movido, se convirtió en miedo y echó a correr lejos del bosque.
Candy corrió hasta que sus piernas ya no pudieron avanzar más y se dejó caer de rodillas sobre el pasto. Al llevarse una mano al pecho, sintió cómo su corazón latía desenfrenado y un sudor frío le corría por el cuello. Sentía miedo, pero no sabía a qué. Entonces empezó a dudar de lo que había pasado, tal vez había soñado esa presencia en el bosque y, al despertar tan rápido, no había tenido tiempo de separar la vigilia del sueño y su cuerpo se había movido creyendo que eso, que algo, la perseguía, la observaba, pero seguramente no había nada. No había nada que temer en el bosque.
"Piensa, Candy, piensa. No hay nada que temer. Ya no tienes nada que temer" dijo en voz alta para tranquilizarse. Se levantó con lentitud y reinició su marcha; su paso era tranquilo y continuo. Debía llegar a casa antes de la cena para ayudar a los niños, pero debía recuperar el color de su rostro, que sabía estaba pálido. "No hay nada que temer", dijo una vez más cuando divisó su hogar y echó a correr con una sonrisa triste, angustiada en el rostro. Con suerte, ni los niños, ni las mujeres mayores notarían su turbación.
El destino, porque no había duda de que era cosa del destino, tenía un sentido del humor muy retorcido. De entre todas las almas del mundo, de entre todas las mujeres que podían ser, tenía que ser ella. Y estaba seguro de que era ella, sus ojos eran inconfundibles, aun después de tantos años no podía confundir esos ojos verdes; mucho menos ese cabello rubio y rizado. ¡Cuántas veces había deseado enredar sus dedos en esos rizos y abrazarla!, ¡cuántas veces había deseado besar esas mejillas y perderse en su mirada!, pero no había podido ser y eso lo había entendido hacía mucho tiempo; entonces, ¿por qué demonios el destino la había elegido a ella?, ¿por qué cuando ya había hecho su vida, cuando ya había abrazado ese tipo de vida, el destino removía el pasado? Si aceptaba sus designios, se enfrentaría a muchas preguntas, dudas, suposiciones de lo que habría sido su vida si el cambio se hubiera dado de otra forma, si ella hubiera estado ahí, si habrían podido recorrer el camino juntos. Todas esas suposiciones, que él había aprendido a ignorar, volverían con más fuerza y tal vez, con reproches.
"No nos adelantemos, tal vez no vuelva" se dijo mientras hacía el camino de vuelta a casa, a su manada.
Después de la oración previa a la cena, el Hogar de Pony era todo, menos un lugar silencioso. Los niños, sentados alrededor de la mesa, hablaban de cualquier cosa y entre todos. Tres a la izquierda de Candy hablaban de cómo Canela, la yegua, se había comido todas las manzanas del saco que debía durar al menos otros dos días; uno de esos mismos niños, hablaba con otras dos de lo rico que era el puré que había preparado la hermana María y de cómo él había ayudado a la elaboración. Los niños que estaban al lado de esta última, y siendo los más grandes, hablaban entre sí de cómo podían ampliar la habitación en la que dormían para tener más espacio para ellos, pues creían haberse ganado el derecho a la privacidad.
—¿Por qué estás tan callada, Candy? — preguntó la señorita Pony cuando se servía más puré. En verdad estaba delicioso.
—¿Yo? — preguntó Candy, nerviosa—. No lo estoy, solo tengo hambre— respondió metiéndose un enorme pedazo de carne a la boca, logrando evadir la conversación. El nudo en su estómago iba y venía, por lo que le fue muy difícil terminar el plato de comida.
Al llegar a la casa se había comportado como siempre, había revisado que los niños hicieran sus deberes, había ayudado un poco en la preparación de la cena y puesto la mesa, siempre con uno o dos niños detrás de ella, por lo que no había tenido ni un segundo a solas para pensar, otra vez, sobre lo que había pasado en la entrada del bosque. Por suerte, esa noche le tocaba a ella lavar los trastes sucios de la cena y las otras dos mujeres se encargarían de poner a dormir a todos los niños. Esto significaba que pronto tendría silencio en la planta baja y tiempo para ella sola. Tras recoger todo, se haría una buena taza de té, pondría en orden sus pensamientos y recuerdos y se iría a la cama. A la mañana siguiente, el nerviosismo que había tenido durante toda la tarde obstruyéndole el estómago se habría ido. "¡Vamos, Candy, desde cuándo has sido tan nerviosa!", se reprendió cuando ya estaba sola en la cocina.
El té pareció funcionar y, tras lavar la taza, Candy se fue directo a la cama. Por suerte, tenía una habitación para ella sola, gracias a Albert, que había pagado la ampliación de la propiedad. Su habitación daba hacia el sur, era la más tranquila de la casa y la única con un balcón en el que tenía un rosal, traído de la mansión Andley, y otras plantas. El establo y el granero también eran más grandes y, ahora había dos salones amplios y luminosos que eran usados para dar clases a los niños por las mañanas y, por las tardes, Candy les enseñaba primeros auxilios y algo de ciencia con un sencillo equipo de laboratorio que ella y Archie habían comprado seis meses atrás.
La actividad en el Hogar de Pony empezaba a las cinco de la mañana para las adultas y a las seis y media para los niños. El desayuno era a las ocho y las clases empezaban a las nueve. Mientras estas transcurrían, Candy bajaba al pueblo algunas veces a comprar víveres o a hacer algún recado. En el pueblo charlaba con la gente y, en ocasiones, hacía consultas médicas. Muchas veces se encontraba con Tom y este la acompañaba de vuelta al hogar. Después de la comida, Candy daba sus clases, aunque no todos los días, sólo los martes y jueves; y el resto de la tarde, los niños tenían tiempo libre para jugar y hacer la tarea escolar. Las tardes que Candy tenía libre de clase las usaba para estudiar y actualizarse sobre medicina, otras, salía a cabalgar o a caminar, como había ocurrido aquella tarde. Esa era la vida de Candy White, hasta que decidió volver al bosque al día siguiente, martes, tras cancelar la clase.
—Llevaré a Canela a dar un paseo— avisó a la hermana María cuando la encontró en la entrada de la oficina. Llevaba su traje de montar azul marino; se trataba de una falda larga entallada en la cadera y suelta en las piernas, el saco también era entallado, pero lo bastante cómodo para poder moverse; sus botas eran altas hasta las pantorrillas y tenían un pequeño tacón, que existía más por estética, que por utilidad. El traje se complementaba con un sombrero, pero Candy no lo usaba porque su cabello rizado y esponjado no podía mantenerlo puesto y se caía con facilidad, aunque lo sujetara con mil pasadores.
—Vuelve antes de que llueva— fue la única instrucción de la monja. Candy le dio un beso en la mejilla y salió rumbo al establo, donde ensilló a Canela, una joven yegua que habían comprado a Tom un par de meses después de que la joven se mudara al orfanato. En términos simples, era propiedad de Candy.
El destino de Candy era claro, volvería al bosque. Montó la yegua cuando estuvo lo suficientemente lejos del hogar y apresuró el paso. La conclusión de sus reflexiones nocturnas era que el miedo que había sentido en la entrada del bosque era totalmente infundado. No había nada que pudiera hacerle daño a voluntad y, probablemente, se trataría de un animal herido o viejo a punto de morir que se había alejado de su guarida. Si lo veía, por lo menos de lejos, sabría que eso había sido el causante del miedo y, si no, enfrentarse otra vez al bosque, totalmente despierta y con sus cinco sentidos atentos, le confirmaría que nada, absolutamente nada le haría daño.
Por fin llegó a la entrada del bosque. Igual que el día anterior, era solitario, callado. Canela, guiada por Candy, avanzó con lentitud hacia los primeros árboles, pero pronto retrocedió, nerviosa por lo imponentes y grandes que eran para el animal. Candy la tranquilizó con unas palmadas en el costado y la hizo andar más hacia adentro. La yegua obedeció, pero seguía nerviosa.
El mismo olor.
No había duda.
Igual que el día anterior, se apresuró en su búsqueda, pero esta vez no iba solo y eso lo incomodaba, sin embargo, no podía hacer retroceder a su compañero, y solo esperaba no volver a asustarla como la última vez. Mientras corría, se preguntó si tendría el valor de hablarle. La respuesta era no, no en esta forma. Entonces, ¿para qué corría hacia ella con tanta desesperación?, solo para verla. Verla aliviaría su ansiedad, verla otra vez, con más detenimiento, tal vez lo ayudaría a dormir esa noche, no como la anterior que había estado dando de vueltas en su habitación y después había tenido que salir y correr en medio de la noche fingiendo que inspeccionaba las patrullas.
Su compañero, que le seguía el paso muy de cerca, no se comunicó con él. Solo lo acompañaba, intrigado por su repentina carrera hacia la frontera del bosque. Era tan joven como él y tampoco conocía las emociones y sensaciones de lo que estaba ocurriéndole, de haber sido así, habría dejado correr solo al jefe en busca de su destino.
Detuvo su paso cuando olió al caballo, un animal complicaba el acercamiento pues eran más sensibles a su presencia, y los caballos eran extremadamente nerviosos.
—Detente— ordenó a su compañero. —Hay un caballo que podría asustarse.
—Ya lo noté— respondió —¿es eso lo que buscas?
—No.
—¿Entonces? — olfateó —hay una humana. ¿Es eso?
No respondió, solo siguió avanzando con cautela, al igual que su escolta. Unos metros más adelante la vio. Montaba a caballo con elegancia, la espalda recta, las manos bien sujetas a la rienda y las piernas firmes a los costados del animal. El último recuerdo que tenía de ella se presentaba ante sus ojos con una variante, pues no se trataba de la niña de coletas y traje de montar escocés, sino de una mujer esbelta y elegante vestida de azul.
—¿Qué busca esa chica? — preguntó su compañero avanzando en dirección al viento y en zig zag para olfatearla. —Los humanos no suelen detenerse de este lado del bosque— añadió avanzando unos pasos hacia ella, siempre entre las sombras para no ser descubiertos, pero el sigilo no fue suficiente para engañar a la yegua y, en un instante, la tranquilidad del bosque se perturbó de una manera violenta.
La yegua relinchó, nerviosa mientras más se adentraban al bosque. Candy le pedía que se calmara y, apretando las piernas, la hizo avanzar. El bosque era tan silencioso como el día anterior, no había nada diferente. El animal viejo o muerto que esperaba encontrar no estaba cerca. Candy estaba tranquila y quería adentrarse en el bosque, pero su caballo no cooperaba y cada tanto retrocedía hacia la luz, hacia campo abierto; pero Candy era una jinete prodigiosa y la hizo obedecer.
No encontrar nada extraño era una victoria para los nervios de Candy. Confirmó que en el bosque no había nada que temer y detuvo la marcha. Miró a su alrededor mientras daba unas palmadas tranquilizadoras a la yegua. Le gustaba el olor del bosque, así que inspiró profundamente y cerró los ojos disfrutando del momento. Una ráfaga de viento le alborotó el cabello y abrió los ojos. Con una mano, se acomodó los rizos que se habían salido de su lugar y, en un instante, perdió el control del caballo. Canela relinchó nuevamente y caracoleó muy nerviosa buscando la manera de salir del bosque.
Candy intentó recuperar el control, pero el animal ya había ubicado la salida y galopó hasta encontrar la luz del día. Candy gritaba, asustada y llamaba al caballo para que se detuviera, pero era imposible que Canela hiciera caso, era un caballo desbocado que corría sin rumbo ni control.
Candy apretó las piernas a los costados del animal y se sujetó bien a la rienda, inclinó su cuerpo hacia adelante para tener mayor fuerza y equilibrio y siguió luchando por recuperar el control. Habían avanzado ya varios metros lejos del bosque y el terror se apoderó de Candy. No sabía cómo detenerse y no había nadie que pudiera ayudarla.
Sin pensarlo dos veces, corrió detrás del caballo descontrolado, asustado no por sus recuerdos, sino por verla caer. Persiguió al animal y cuando ya estaba a campo abierto alcanzó su velocidad y corrió a su lado. Él era más rápido que un caballo, lo sabía y tenía que serlo. Aceleró y se colocó frente a él. Canela frenó de golpe y se encabritó. Su relincho se fundió con el grito de desesperación de Candy, que supo que ese era el final de la carrera. Su cuerpo cayó pesadamente en el suelo y el golpe la dejó inconsciente.
—Detén ese caballo y llévalo a la casa— ordenó a su compañero que ya lo había alcanzado en el campo. Este no dijo nada y siguió al animal, que tras tirar a su jinete había huido, todavía presa del miedo.
Miró el cuerpo que yacía en el suelo y olfateó buscando el rastro de una herida grave, no había sangre ni señal de algún hueso roto. Aun así, no se arriesgó a moverla, no en su forma actual porque podría dañarla.
Miró en todas direcciones y en un instante, el lobo que había observado a Candy entre los árboles y la había perseguido, se transformó en un hombre.
Con sumo cuidado, tomó a Candy entre sus brazos y se aseguró de que realmente no hubiera sangre ni huesos rotos. Agradeció su estado de inconsciencia ante su propia desnudez y, como si la joven desmayada no pesara nada, echó a correr al interior del bosque. Corrió tan rápido como su forma humana se lo permitía, lo cual era más rápido que la de cualquier hombre, pero más lento que un lobo. En minutos, llegó a casa. Los miembros de su manada que encontraba a su paso, se hacían a un lado y murmuraban, nerviosos e intrigados por lo que estaba pasando. La mujer que el líder llevaba en sus brazos era una humana, completamente desconocida para todos y estaba inconsciente.
El jefe entró a la casa y se dirigió a una de las primeras habitaciones de la planta baja, era un despacho.
—¡Tráiganme ropa! — gritó a quien pudiera obedecer —¡agua y alcohol! — añadió antes de entrar al despacho. —¡Sofía, ven pronto! — volvió a gritar mientras colocaba con cuidado a Candy sobre un amplio sillón cubierto de piel.
Sus órdenes no tardaron en ser obedecidas. Un hombre entró con ropa para él y se la puso con prisa. Una jovencita entró con una vasija de agua limpia, paños y una botella de vidrio con alcohol. Detrás de esta entró una mujer de no más de cuarenta años, cabello castaño y tez morena. Sin recibir indicaciones se acercó a la joven que yacía en el sillón y la examinó.
—Se cayó del caballo— explicó el jefe colocándose detrás del sillón para no perder de vista a Candy y ver las primeras reacciones de Sofía.
—Tal vez no debiste moverla— fue lo primero que dijo antes de escuchar su corazón y empezar a palpar el cuerpo de la joven. —Pero no hay peligro, se golpeó la espalda, no la cabeza, milagrosamente, pero no sabremos con certeza hasta que recobre el conocimiento.
El jefe respiró profundamente por primera vez en los últimos minutos y asintió con la cabeza.
—¿Qué pasó? — preguntó Sofía cuando un hombre de mediana edad, rubio y con barba, entraba en la habitación. Miró la escena en silencio y cerró la puerta tras de sí.
El jefe observó al hombre que recién había entrado y lo guio con la mirada hacia Candy.
—¿Es ella? — preguntó y el jefe volvió a asentir. —¿Cómo está, Sofía? — preguntó a la mujer, que había entendido las miradas, pero no había intervenido en la comunicación.
—Parece que no es grave— contestó y repitió lo dicho minutos antes.
—El caballo en el que venía nos olió a Gabriel y a mí y se asustó. Salió corriendo y al detenerlo, ella cayó. No pude amortiguar la caída, el animal me estorbó— contó el líder a los dos.
—Tal vez se desmayó antes de caer, la pobre debió llevarse un susto de muerte al perder el control—. Sofía verificó la respiración de la joven y vio que era normal. —Esos animales nunca me han gustado— añadió. Tomó una frazada que había en el respaldo del sillón y cubrió a la chica que seguía ajena de lo que pasaba a su alrededor. Vio la botella de alcohol y el agua. —¿Quieres que intentemos despertarla? — señaló el alcohol.
—Dices que lo hará sola— respondió el jefe, —pero si tarda más de lo que esperas, hazlo.
—Bien—. Tomó un paño y lo remojó en agua. Limpió la cara manchada de tierra de la joven y también sus manos. —Es hermosa— añadió mirando con detenimiento su tez blanca y perfecta, y sus rizos dorados definidos. Sus pestañas eran largas y sus cejas enmarcaban perfectamente sus ojos, aún cerrados. Sus labios rosados se abrían ligeramente. Más parecía que dormía a que estuviera inconsciente.
—Lo es— dijo el jefe contemplando también el rostro impasible de Candy.
—Y bien, Anthony, ¿qué harás ahora? — preguntó el hombre llamando la atención del líder. —¿Qué fue lo que vio y cómo se lo vas a explicar?
—No lo sé, tío— respondió con una seria voz que no era desconocida para nadie. —Ahora solo me importa que despierte y que esté bien— se llevó una mano al cabello, rubio como el de su tío. —Veré qué hacer en su momento. Por ahora, no digan nada a los demás. Deben querer saber qué pasa aquí, pero no es momento de dar explicaciones.
El hombre asintió. Aprobaba la decisión y estaba obligado a respetarla.
—Busca a Gabriel, por favor— dijo —se encarga del caballo.
Su tío asintió y salió del despacho.
—¿En serio es ella? — preguntó Sofía con un dejo de emoción, una vez que estuvieron solos. Él asintió. —¿Cuándo lo supiste?
—Ayer la sentí— contestó —ella también me sintió, por eso volvió hoy y mira lo que pasó—. Se llevó las manos a la cara, su voz estaba llena de culpa.
—Anthony, fue un accidente— dijo Sofía tendiéndole una mano. —Su caballo se asustó.
—¡De mí!
—Los caballos se asustan de todo— respondió Sofía con tono despectivo hacia la especie. —Los humanos les tienen demasiado aprecio, pero son unos cobardes.
—Yo solía montarlos— respondió con una media sonrisa llena de pesar.
—Eso fue antes de que supieras lo que es la vida— bromeó Sofía. Sus palabras y su trato afectivo hicieron sentir un poco mejor al líder, que no perdía de vista a Candy mientras hablaban. —Esta niña necesitará comer y beber cuando despierte, ahora vuelvo—. Con rapidez se dirigió hacia la puerta y salió del despacho, dejando al jefe lobo de la manada Anthony Brower Andley solo con la humana Candy White.
Estimadas lectoras
Muchas gracias por darle la oportunidad al primer capítulo de esta historia. Notarán que se trata de un fic de fantasía, por lo que espero que hagan el pacto de lectura conmigo y me acompañen en el transcurso de esta narración.
Al tratarse de un Anthony fic, decidí publicarlo hoy que es su cumpleaños, aunque en realidad tenía planeado publicarlo mucho tiempo después, pero me ganó la emoción.
Espero que les haya gustado este inicio y les comunico que los capítulos se actualizarán cada 15 días, así que nos leemos el 14 de octubre, en caso de cualquier imprevisto dejaré un mensaje en mi perfil; por cierto, ahí hay un mensaje para aquellas lectoras que ya me conocen y con quienes tengo una deuda pendiente.
Saludos
Luna Andry
