AVISO IMPORTANTE: este pequeña introducción puede tener contenido sensible para algunos lectores
El principio del fin - Parte I
Hikaru abrió los ojos en plena oscuridad de la madrugada, con las sábanas enredadas en sus pies. Una taquicardia retumbaba en sus oídos mientras gruesas gotas de sudor frío surcaban su frente. Últimamente sus descansos nocturnos se habían vuelto imposibles, pues se hallaban invadidos por una especie de pesadilla melancólica, que parecía pretender evocar algún momento de un pasado que jamás había vivido. En sus sueños atormentados, las imágenes no eran claras pero podía vislumbrar el sufrimiento de alguien, el jadeo agonizante de un hombre y su enorme cuerpo moribundo. Y aunque su rostro no era visible, él intentaba aproximarse a ella arrastrando sus pies, tambaleándose y tropezando con la nada misma, casi sin fuerza alguna en sus piernas. La distancia se acortaba de manera estrepitosa, ya que Hikaru también avanzaba ansiosa y apresurada hacia el encuentro con aquel desconocido de piel blanca como la luna y de un cabello negro azabache. Y cuando creía que la cercanía le daría la oportunidad de poder descubrir quién era, lo único que podía advertir era una profunda lesión en el pecho de él. Manchas enormes de un fluido carmesí entintaban el traje color marfil que vestía aquel extraño, y su ropa cortaba con un tajo en vertical, desde la clavícula hasta la boca del estómago, demostraban el próximo desenlace que le provocaría la fatal herida.
Ella no comprendía quién era, qué sucedía, o dónde estaba, pero hasta en sus sueños, su compasivo corazón deseaba ayudar. Sin embargo, al pretender hacerlo, al tratar de tocarlo y sostenerlo de los brazos para que no cayera de una vez y para siempre en el suelo helado y oscuro de esa pesadilla, una corriente de adrenalina lograba que la joven tomara conciencia de que sus propias manos, manchadas de sangre, tenían en su poder una gran y afilada daga dorada teñida de rojo.
- ¿Por qué me has hecho esto, Hikaru? - Aquella voz implorante, quedaría tronando como eco en la cabeza de la joven.
Hasta allí llegaba esa retorcida alucinación, que interrumpía su descanso y no le permitía volver a conciliar el sueño. Pero ese pequeño infierno lejos estaba de terminar. Aunque estuviese despierta, no podía escapar del feroz zarpazo del recuerdo de lo soñado, que le echaba encima sin piedad alguna todo el peso de una amargura virulenta. No podía olvidar aquella herida amplia y cruda, y el olor metálico proveniente de la sangre al rojo vivo. Recordaba con precisión el intento inútil de limpiar sus manos contaminadas por el pecado, de quitarse la sangre seca y pegajosa, restregándose contra su propia ropa. Quería olvidar pero no hacía más que revivir y volver real, el eco de aquella voz que demandaba una respuesta en su cabeza, una y otra vez, hasta saturarle la razón. Y cuando el peso de lo evocado la sofocaba por completo, un asqueroso reflujo subía por su garganta y la quemaba, al igual que la culpa, y la obligaba a dirigirse al baño, si no quería estropear con vómito todo lo que estaba a su alrededor. Y una vez que en su cuerpo no quedaban más que náuseas y espasmos, solo el agotamiento y la extenuación lograban que cerrara los ojos y consiguiera un poco de paz.
