© Hidekaz Himaruya

VICTORIAN DECADENCE

La dama pelirroja aburre al dandi inglés con su letanía incesante sobre los últimos escándalos de la sociedad bien estante londinense, pero el joven hombre parece mucho más interesado en observar las gotas de lluvia resbalar sobre las hojas del cerezo que florece en su jardín y se ve a través del ventanal de la sala.

Habla y habla, ahora de los pormenores de una boda, recatadamente sentada en la butaca tapizada de seda verde bordada, mientras él apenas la escucha, sin chaqueta, con la camisa azul cielo arremangada por los codos mientras juega con un objeto que ha encontrado en la mesita, con aire aburrido y con los pies apoyados en la mesa auxiliar como los caballeros no deben hacer.

Vuelve a la sala después de despedir a su madre con un "Tenga usted muy buenos días, Señora Kirkland" que le aseguraba mejores días a él cuando el mayordomo de la mansión anuncia de nuevo la presencia de una visita.

A vistas de lo anterior, esta había funcionado adecuadamente como excusa para echar a la infernal mujer con presteza pero en realidad no tenía ganas de recibir al susodicho.

Bufa con hastío sirviéndose una copa de líquido anaranjado de la botella de cristal tallado, quitándose la pajarita y abriéndose el cuello de la camisa mientras pide que dejen entrar a otro de los que conforman el sequito de su dramática agonía personal los últimos tiempos, puesto cuanto antes lo reciba antes acabará el suplicio.

Con aire soñador y una media sonrisa, el visitante sigue al mayordomo por los pasillos de la mansión, interesado en conocer las particularidades de la vida privada de uno de sus mejores clientes. No era que tuviera un especial interés por Mr. Kirkland, pero un poco de curiosidad morbosa por los hijos del amargado y siempre estirado señor nunca hacía daño.

El trabajo propuesto tenía cierto atractivo, a pesar de que secretamente él hubiera preferido que el encargo fuese vestir a la novia, tarea que jamás le iban a dar siendo un hombre, pero que al menos podría tener el beneficio de bordar encaje y pedrería y ver a la chica en corsé. Y no es que no tuviera interés en ver a un escuálido, cejudo y malhumorado más de la casa Kirkland en paños menores y sin el más mínimo interés en su ropa, pero alguien debía pagarle. Bien valía escuchar al a familia entera quejarse, el poder darse el lujo de traer ropa mejor que cualquiera que pudiera contratarle.

El sastre, esa era la visita. El mismo hombre que había vestido a sus hermanos en la misma situación en la que se encontraba él, el hijo del sastre de su padre, ni siquiera sabía su nombre ni le importaba en realidad en lo más mínimo al joven aristócrata.

Así que, volviendo a pensar en la futura novia en corsé (ni siquiera la conocía pero no era difícil imaginar únicamente un par de buenas piernas... y un poco más debajo del vestido), es que entra a la amplia biblioteca de la aún más amplia mansión que, hasta ahora, solo le había hecho confirmar lo que ya suponía... Como todo lo que tenían los Kirkland era clásica, funcional y tremendamente aburrida.

Nada más aburrido que un Kirkland aburrido repasando con el dedo los tomos encuadernados de cuero y oro solo dios sabe por qué vez, de espaldas a la puerta.

Después de escuchar su anuncio y verle salir, el sastre se queda en silencio mirando lo mal (a su gusto) que le quedan los tirantes y los pantalones. Esperando, en silencio como ha aprendido después de años de trabajar de esto, a que le hable.

—Buenas tardes, míster —empieza con desgana el hombre británico sin girarse, dando un trago a su copa leyendo el lomo del tomo de las comedias de Shakespeare.

—Buenas tardes, Monsieur Kirkland.

—Una tarde esplendida, ¿no le parece? Que lamentable perderla en semejantes quehaceres... —comenta llegando al ventanal.

El francés suspira mirando también y pensando, como siempre, que los ingleses tienen un sentido peculiar del humor, en especial cuando hablan del clima.

—¿Qué preferiría hacer en vez de esto, monsieur?

—¿Importa realmente? Se me ocurren un sinfín de entretenimi... —se queda en silencio al darse la vuelta y verle, sin aliento.

—... mientos —le completa la frase y sonríe—. A mí también se me ocurren un sinfín de cosas peores que hacer.

El inglés traga saliva un instante antes de sonreír de lado levantando una ceja.

—¿Cómo cuáles?

—¿Ser comido por lobos?

—Una muerte rápida, en comparación a la infinita agonía del matrimonio —niega riéndose—. Así no vais a convencerme.

El francés levanta las cejas, porque CLARAMENTE no suponía que fuera a reírse. Se relaja un poco sin siquiera notarlo.

—Ahí lo tiene, esto es sólo un preparativo.

—Uno detestable como todos los otros.

—Pero con resultados casi inmediatos y prácticamente cero esfuerzos de su parte.

—Un esfuerzo infinito de paliar el hastío y aburrimiento que la sola idea me provoca. ¿Porque no acepta usted acompañarme en lugar de eso? —le muestra su bebida. Los ojos azules del sastre miran la copa mientras su dueño inclina la cabeza.

—Hmm... Una copa a cambio de no hacer mi trabajo —se lo piensa.

—Así de cínico como suena, más bien es a cambio de buscarse problemas con mi padre —igualmente se acerca al bar para servir otra copa—. ¿Cuánto le ha pedido que haga?

El maestro de agujas le mira a los ojos unos segundos y luego de arriba a abajo.

—Bastante menos de lo que puedo llegar a hacer —asegura cínicamente pensando que va a hacer exactamente lo que le han encargado... sean cuales sean los métodos empleados—. ¿Me pregunta en cantidad? ¿Cuánto me ha pedido? Varios trajes.

—¡Varios! Que escandaloso puede llegar a resultar —protesta acercándose y tendiéndole la copa.

—Asumo que considera que los necesita... —se encoge de hombros, sonríe de lado y extiende la mano tomando la copa y rozándole la mano sin siquiera notarlo—, merci. En concreto me ha pedido uno especial para la ceremonia a la que usted hizo mención. Felicidades...

Él sí lo nota, haciendo los ojos en blanco por la felicitación. El francés sonríe levemente al ver la cara, intentando ocultar la sonrisa con un trago a su copa. Su padre le mataría quizás de haberle visto beber así con el señor. Quizás el mismo Lord Kirkland le mataría de verle beber de una de sus copas. No es como que le importe demasiado.

—¿Y diría usted que no hay forma alguna de liberarme del deber?

—Perdone la pregunta, monsieur. ¿Hablamos aún de los trajes? —pregunta con suavidad, relamiéndose los labios porque, a decir verdad, la bebida era buena.

—Creo que teniendo en cuenta su radio de acción, yes…

El francés levanta una ceja con esto y por un momento piensa que sería divertido rebatirle esta declaración, sonriendo mentalmente ante la idea de pervertir a un hijo de Kirkland. Agita la cabeza y elimina por completo esa idea, sin siquiera dejarse seducir con el posible atractivo personal del Kirkland que tiene enfrente.

—Se está imaginando que es peor de lo que realmente es, puedo asegurárselo.

—¿Acaso comparte usted la lamentable situación? —se sienta en la butaca. El sastre levanta una ceja notando que de nuevo no están hablando del traje. Sonríe hoy con esto.

—¿Yo? Non... Para mí es un placer, sin duda alguna.

—Ah, que dicha goza usted... —suspira dejándose caer, recostando la espalda y hundiéndose en la butaca—. Pero no quisiera aburrirle de más con mis quejas.

—Es parte de un trabajo que disfruto... —se acerca un poco a él—. Pero sigo insistiendo en pensar que se imagina usted que es peor

—¿Por qué lo cree?—sonríe y le mira de reojo con vistas claras de que sus pretensiones tienden más a perder el tiempo para evitar el hecho que nada. Ya se las vería el sastre para conseguir un milagro si quería huir de la ira de su benefactor.

El francés suspira, notando las intenciones y la imposibilidad de regresar al tema sin, quizás, molestar un poco al joven. Se humedece los labios porque él, evidentemente, habla aun de tomarle las medidas. Decide no especificar y seguir el juego, quizás de alguna manera podría conseguir convencerle.

—Mmm... —rebusca en su cabeza a ver si puede decir algo a favor del matrimonio, sin éxito alguno—, ¿qué tal la tranquilidad que proporciona la estabilidad?

El británico le mira fijamente un par de segundos tratando de adivinar si eso va realmente en serio, el francés sonríe un poco intentando no verse culpable... Porque de verdad que no lo piensa ni siquiera remotamente.

—No conozco hombre alguno con el que valga la pena hablar cinco minutos que piense como propone usted.

—¿Cómo suelen pensar los hombres con los que vale la pena hablar? —sonríe un poquito e inclina la cabeza.

—Me parece que suelen estar demasiado ocupados para hacerlo —se ríe—. No, no, no es verdad... ocupados precisamente no lo están —sigue, pensándolo mejor—. No en el trabajo al menos.

—Suerte que tienen...—el sastre sonríe un poco más con el chiste y desvía la mirada a la mesita, tratando de preguntarse cómo conseguir que se levante de la butaca.

—Oh... —nota la posición del hombre francés, que había sido olvidada—. Bueno, pero tendrá usted tiempo libre.

—Mais oui... Atesorables momentos para beber un buen whiskey y pensar por qué alguien podría querer casarse —asegura levantando su copa y brindando con él.

—¿Y nada más? —sonríe brindando igual.

—Menos aún quisiera yo aburrirle a usted con mis quejas y, créame... Esta conversación va a llevar a eso.

—Eso suena terrible —entrecierra los ojos—. Casi peor que mi destino.

—¿Mis quejas? —se ríe.

—También —se encoge de hombros sonriendo.

—¿Por qué no escapar de su destino?—pregunta repentinamente.

—¿Cómo? —parpadea descolocado.

—Pardón. Sólo... pensaba en lo terrible que le parece MI destino, aún peor que el suyo, pero...

—¿Aja?

—Pero su trágico destino es... Una elección.

—Una elección de mi señor padre.

—Oh... Una de ese tipo de elecciones —levanta las cejas y sonríe de lado sin poder evitarlo, el inglés hace un gesto vago con la mano y suspira—. No creí que aún en estos tiempos...

—¿Que acaso no trabajó para las de mis hermanos?

—Créame, monsieur... Ningún otro Kirkland me había hecho nunca ninguna confesión sobre cómo fue el arreglo de sus respectivas bodas.

Levanta las espesas y grandes cejas características de toda la familia Kirkland.

—No hay duda que mi señora madre lo considera una conducta inapropiada, pero yo también considero igual el hecho en sí.

—Considera inapropiado el arreglo... Y asumo que ha intentado evitarlo sin éxito —deduce sonriendo otra vez.

—Asume bien, es justo lo que hago al tenerle aquí charlando. Mis hermanos fingen estar felices al respecto, unos más que otros, supongo que consideraron que no era usted digno de saberlo. Pero a mí, sinceramente, no me importa, del mismo modo en que a nadie parece importarle mi opinión del asunto realmente.

—Ahora entiendo tanta renuencia, si me permite decirlo —se encoge de hombros—. Y... ¿Al menos la chica es bonita? Levántese un segundo.

—No tengo ni idea —lo hace sin pensar.

—¿Ni siquiera la conoce? Vaya... ¡Eso es inesperado! —saca una libreta de su chaleco y pone su copa al lado de la vacía del inglés—. ¿Cómo pretende reconocerla el día de la boda?

—¿Qué le hace pensar que tengo algún deseo de reconocerla? —se acerca a un mueble buscando en un cajón—. Sin embargo, poseo una fotografía...

El sastre saca un lápiz también y un lazo, con el que se amarra el pelo en un suave moño mientras le mira hacer.

—¡Una fotografía! —levanta las cejas—. ¡Eso es prácticamente conocerla! ¿O me dirá que no la ha visto?

—A mí no me parece que sea conocerla aunque quizás nunca tenga mucho más trato que el que tengo con la fotografía en cuestión —se acerca y se la tiende—. Miss Jones —se la presenta.

—Mmm... ¿No cree que tarde o temprano tendrá que tener una relación un poquito más... Cercana con ella? —le sonríe tomando la foto y volviendo a rozarle los dedos.

El británico se sonroja un poco, no está claro si por el roce o por el comentario que le lleva a pensar sobre la evidente consumación del matrimonio. El francés mira la foto y se pone un mechón de pelo que ha quedado fuera del lazo detrás de la oreja.

Los ojos verdes del aristócrata le observan, nervioso mientras la mira, aun pensando en ello. Bueno, eso si acaso le llamaba un poco la atención, por supuesto, aunque estaba seguro que al final, como a sus conocidos, le produciría hastío suficiente para buscar otras formas de divertirse, lo cual, a la larga, no era un beneficio tampoco.

Los ojos azules la miran largo rato sin decir nada y luego levanta la vista al inglés al notar que... Hombre, la chica no es fea, parece tener cierto aire dulce, son el pelo claro, corto a media melena y un poco entrada en carnes, lo que para la época es signo de belleza y salud… es una CHICA. ¡Oh! Que revelación. Este hombre, tan hombre como era, seguramente tenía... otros gustos.

—Es una bonita... —pausa dramática—... Chica.

—Americana —eso podía sonar menos despreciativo y más educado con ese arte que tienen los ingleses para la xenofobia. El francés casi suelta una risotada, que disfraza bastante mal con una tos. El inglés levanta las cejas un instante antes de fruncir el ceño sin entender de qué se ríe.

—¿Americana? ¿De verdad? Por vida mía que no le imagino a usted con una americana.

—Yo tampoco —suspira volviendo a guardar el retrato.

—¿Porque no se quita la camisa? —propone aún mirándole con esa curiosidad después de notar que deben de verdad gustarle los chicos... Entre eso y la frustración de casarse. Quizás era hasta virgen. Él levanta la mirada del cajón hacia él.

—¿Cómo dice?

—La camisa... Voy a tomarle sus medidas —explica mirándole con tranquilidad y cierta malicia—. Dice que no suele ir al sastre, ¿verdad?

—No, mando a hacer mi ropa a base de patrones de otros trajes... y sinceramente no planeo empezar ahora a cambiar mis costumbres

—Quítese la camisa, s'il vous plait —pide sonriendo cínicamente porque eso le da más rango de acción.

—Entiendo que este es su trabajo y que para esto le han contratado, pero lamentablemente el tiempo que tenía para dedicarle se ha agotado y debo acudir presto a un ineludible compromiso. Lo siento. La semana que viene será.

El sastre levanta las cejas sin esperarse esto último preocupándose un poco al respecto. No le había tomado ninguna medida

—Monsieur... Comprenderá que sin medidas me es muy difícil trabajar...

—Lo entiendo, lo entiendo perfectamente. Pero no hay forma en que pueda entretenerme más en este asunto. El día de hoy me es completamente imposible y estoy seguro de que usted está igualmente asediado de un sinfín de compromisos más.

—Ningún compromiso más importante que usted, eso se lo aseguro —le sonríe un poco nervioso con el cambio repentino. Sí, muy gracioso el que hablara y hablara de si mismo y su vida, pero... Necesitaba con urgencia tener ALGO para trabajar y esperaba al menos que le diera de su tiempo.

—G-Gracias, pero igualmente...

—Cinco minutos —propone acercándosele del todo, invadiendo su espacio personal. El aristócrata da un par de pasos atrás con el corazón acelerado.

—L-Lo siento, me es del todo i-imposible —balbucea un poco sin ni saber por qué.

—Dos minutos —levanta las dos manos y se las pone en los hombros.

—V-Venga usted conmigo —suelta. El sastre le mira a los ojos y parpadea con las manos aún en sus hombros, finalmente levanta las cejas y sonríe.

—¿A dónde?

—Ha dicho que no tenía más compromisos importantes que yo, acompáñeme en el mío —sigue, con un poco más de seguridad, pero aun con el corazón bombeando frenético. El francés traga saliva y le mira a los ojos—. Es más, exijo que me acompañe. El asunto que nos acomete es de vital importancia y no espero que el traje que reciba sea el de una confección cualquiera. ¡Vendrá conmigo para conocer mis gustos, movimientos y caprichos a fin de confeccionarme el mejor traje que se adapte a mí!

La verdad es que si tenía cosas que hacer... Entre ellas coser trajes y camisas para este joven. Trajes y camisas para los que, desde luego, no necesitaba conocer sus gustos ni sus movimientos y caprichos, pero sí su talla... Y la única manera de conocer su talla era aparentemente ir con él.

—¿Exige? —levanta las cejas.

—Sí. Puede declinar, por supuesto y simplemente contrataré a otro sastre si no está de acuerdo con las exigencias del trabajo —propone, en realidad ni siquiera sabe qué está haciendo. Es nada más un sastre del vulgo que por muy francés que sea no es más que un mayordomo en categoría social, de hecho, pensándolo detenidamente el que fuera francés lo hacía aun peor y en cambio no solo n podía echarlo si no que además le estaba invitando a ir con él... era completamente irregular hasta para él.

—No son necesarias esas agresiones, monsieur... Con todo gusto le acompañaré a donde... Desee —última palabra dicha en un susurro y sonriendo, empezando a pensar que quizás ha subestimado al inglés.

—No hay agresión alguna —traga saliva y hace por separarse un poco—. Es una simple exposición de los hechos, lamento si le ha ofendido.

No le deja separarse, da un pasito hacia él.

—En realidad —sigue el adinerado, poniendo las manos sobre las suyas para que le suelte—. Usted me ha hecho abrir los ojos sobre la importancia y beneficios de estos acuerdos y en adelante planeo tomármelos MUY en serio. Mi señora madre estará orgullosa de usted.

—¿Los acuerdos sastre-patrón o los acuerdos "exijo que venga conmigo"? —le suelta el sastre y se ríe suavemente.

—Prestamente, Parker! —se suelta llamando al mayordomo sin responder a eso—. Mande un mensaje a mi señora madre en casa de mi hermano para avisarla de que he este hombre ha abierto una ventana en mi mente haciéndome ver la luz por fin. Y otro a casa del doctor Zwingli avisándole de que nos acompañará a la ópera míster... —se vuelve al francés porque no tiene ni idea de cómo se llama.

—Bonnefoy —responde curiosamente preocupado por si trae la ropa apropiada para la ópera. Seguramente los pantalones debían ser más oscuros.

—Míster Bonnefoy nos acompañará esta noche —acaba de dictar el inglés y el mayordomo, tras vacilar un instante pensando en si nombrarle al joven Kirkland que el doctor Zwingli ya advirtió que al final estaría muy ocupado con el trabajo y por eso había movido el encuentro con el sastre.

El francés piensa que, sea como sea, estará mejor vestido que el inglés si es que va con esos pantalones o unos cortados con el mismo molde. Fuera como fuere... Ir gratis a la ópera a codearse con la aristocracia valía cualquier otra inconformidad relativa al atuendo. Además quizás pudiera... Conseguir algo más con el joven inglés lo cual podría significar trabajo por más tiempo. Y... ¿Por qué no? ciertamente le gustaba su sentido del humor. Además, ¿desde cuándo era tan quisquilloso para no querer ir con alguien (rico y poderoso) a algún lado? ¡Esta podía ser su oportunidad! El inglés acaba de despedir al mayordomo para que se ocupe de la correspondencia encomendada y se vuelve al hombre rubio.

—Tendrá usted que excusarme mientras me acicalo... quizás quiera pasar usted por su casa también.

—Oh... —sonríe pensando que eso le permitiría sin duda mejorar su atuendo aunque... Si por alguna razón el joven inglés cancelaba su invitación se quedaría con un palmo de narices, sin medidas y sin ópera, se debate entre las opciones pensando que tampoco es que el inglés le esté dando a elegir—, quiere que vuelva más tarde, entonces... Pensé que le daría la oportunidad de ver todas sus costumbres, hábitos y necesidades para poderle hacer el mejor traje que le han hecho nunca, completamente adaptado a usted.

—Pues sí, pero no las que se refieren a mi intimidad. Y no pensará ir usted a la ópera con su ropa de... —le mira notando que en realidad su traje es bastante exquisito—. Trabajo.

—Pocas cosas son más íntimas que la ropa, monsieur —explica el francés y levanta una ceja mirándose a sí mismo, arruga un poco la nariz con el comentario—. Y estoy de acuerdo con usted en que considerar ir a la ópera con un traje de día es repulsiva. Solo me preguntaba si irme no le haría modificar su amable oferta de permitirme comprender sus costumbres.

—No, no... En lo absoluto. Ya he advertido a mi colega y estoy completamente convencido de la determinación, aunque... —cae en la cuenta de repente. Los ojos azules le miran y levanta una ceja—. ¿Es usted el sastre de bastantes personas en Londres, verdad? Le conocen como tal.

—¿De clase y alcurnia, de esas que van a la ópera con usted? —le mira levantando la nariz—. Oui.

El señor Kirkland se humedece los labios porque no está seguro de que eso sea adecuado y bien visto.

—¿Hasta ahí llego su completo convencimiento de la determinación? —pregunta un poco en burla. Los ojos verdes le miran de reojo y frunce un poco el ceño.

—Por supuesto que no, planeo que todos sepan del alto poder adquisitivo y los modos de los Kirkland, que pueden invitar a su sastre a la ópera a fin de tener el mejor traje que se haya visto en Londres desde los tiempos de... desde nunca —resume.

La mueca burlona sigue ahí aunque mengua un poco. Al menos con ingenio había salido del dilema y fuera por lo que fuera que le estaba llevando, estaba determinado a hacerlo.

—Le espero en una hora en la puerta de la ópera.

—Una hora... Me temo que es posible que tarde un poco más ¿a qué hora empieza?

—No voy a esperarle si tarda más de una hora —resuelve sonriendo de lado con esa pregunta.

El sastre levanta las cejas al ver la sonrisa y cae en la cuenta de su error. Seguramente el horario de la ópera es el mismo siempre y universalmente conocido por todo aquel que va a la ópera con frecuencia. Se sonroja un poco porque claramente no es su caso.

—Es decir, ¿a qué hora suele... Entrar?

—¿Cuánto hace que usted no disfruta de un espectáculo de este tipo? —entrecierra los ojos.

—Ehm... —carraspea pesando que su padre lo llevó en una sola ocasión cuando era un adolescente—, no hará tanto tiempo.

—Una hora —sonríe pensando que debía estar bromeando entonces, saliendo de la estancia.

—Una hora... —asiente pensando que tendrá que pagar, sí o sí, un carro para ir... Y cambiarse a toda velocidad antes de tomar otro carro para volver. Saca el reloj y ve la hora tomando nota mental dirigiéndose él a la puerta distraído sin pensar si necesita o no que venga el mayordomo por él para salir. Pero este le sigue en silencio y cuando lo nota le pide que le consiga un carro... Distraído y un poco preocupado.

El dandi inglés vuelve a sus aposentos sonriente con el devenir de los eventos. Esto procuraba una excusa perfecta para desentenderle de otros asuntos de la boda y su señora madre no iba a poder alegarle más el no estar interesado en el evento y ser un lastre más que una ayuda. Un plan maestro de una brillantez excelsa.

El señor Bonnefoy se sube al carro... Quizás sería difícil cualquier tipo de contacto físico con el señorito, quizás debía desestimar la idea de liberarle de su frustración... sonríe a pesar de todo. Ópera gratis. Era un muy buen momento para ponerse su mejor traje y hacer que absolutamente TODA la alta alcurnia de Londres supiera quien era el mejor sastre del mundo entero.

Una hora más tarde, justo frente al palacio de la Ópera de Londres, Lord Kirkland Junior habla con algunos conocidos y saluda educadamente mientras mira con inquietud el reloj puesto que ninguno de sus dos acompañantes aparece todavía.

El francés, con completa calma, está casi arreando él mismo a los caballos, mirando su reloj. Quizás sí que lo espere cinco minutos... O posiblemente no sepa exactamente cuando era una hora, si no había visto el reloj al decirlo. Se arregla un poco el pelo y la corbata, visiblemente nervioso. Finalmente el cochero baja la velocidad y el sastre asoma la cabeza, poniéndose muy serio y en pose. Debía impresionarles a todos, con ademanes, conversación y sobre todo el atuendo completamente refinado y suave. Estaba seguro de que podía pasar por uno de ellos, podía hacer que se olvidaran de donde venía. Sonríe y, con seguridad, cuando el carro se detiene frente a la ópera, sale levantando la nariz con arrogancia.

El inglés se muestra aliviado al verle salir del carro y se despide de la gente con la que hablaba acercándosele. Los nervios y la expectativa del neofito hacen que mire a todos lados con menor aire de desinterés del que quisiera intentando desestimar la opción de ser plantado por el hijo del patrón.

—¡Por fin! ¿Ha tenido algún problema? —pregunta el inglés al acercarse

—Oh, Monsieur Kirkland! Buenas tardes —le sonríe un poco mirándole de arriba a abajo lo más discretamente posible.

—Míster Bonnefoy —hace un pequeño gesto asintiendo como saludo.

—Veo que ha conseguido llegar a tiempo.

—¿Disculpe?

—Mais oui, justo a tiempo monsieur! —sigue el muy cínico.

—¿Justo a tiempo? ¡Está usted llegando tarde!

—Non, monsieur, es buena hora... No se mortifique —insiste casi como si el que hubiera llegado tarde fuera él.

—¿Mortificarme yo? —frunce el ceño—. Llevo aquí más de un cuarto de hora esperando, míster.

—Por eso le digo que no se mortifique —sonríe más, se le acerca un poco, invadiendo su espacio personal, le acaricia la solapa del traje. Él parpadea y da un saltito atrás, apartándose.

—Nada más porque mi colega, de forma absolutamente inusual, está llegando tarde.

—Tendrá mejores trajes pronto de los cuales no se deba avergonzar, se lo prometo —sonríe pensando que es absolutamente mono.

—¿Qué? —le mira de nuevo dejando de buscar alrededor sin entender de qué habla.

—Esos trajes... —ooootra vez le acaricia, ahora el brazo—. No me extraña que su padre estuviera preocupado.

—No sucede nada con mi traje —separa el brazo un poco inseguro.

—Nada de lo que de ahora en adelante se deba preocupar, se lo aseguro —le sonríe—. ¿Qué decía de su importante colega?

—El Doctor Zwingli... ¿Le conoce? Sabe que no hay nada que tolere menos que la impuntualidad.

—Ah, le docteur... Oui —se le ensombrece un poco la mirada—. Atendió a mi padre al final... No recuerdo nunca haberle vestido.

—Ya me imagino —gesto de desinterés aun mirando alrededor y entonces cae en la cuenta—. Lamento la muerte de su padre.

El francés suspira y traga saliva.

—Una verdadera tragedia. Pero me decía del doctor... —mira su reloj—, va más tarde que usted.

—Yo no he llegado tarde, lo ha hecho usted —replica.

—Moi? Yo sería incapaz de hacerle esperar.

Los ojos verdes le miran fijamente un segundo. Este le sonríe y le cierra un ojo provocándole tener que parpadear apartando la mirada sin poderlo evitar y se encuentra de morros a un mozo de la casa del médico con un mensaje para él. El francés sonríe cada vez más, porque parece reaccionar muy bien. Levanta las cejas al ver al joven, esperando.

—Ah, no le había visto —se disculpa aceptando el mensaje y leyéndolo. Levanta las cejas volviéndose al sastre mientras el mozo se marcha.

—¿Va todo bien?

—No va a venir... —responde y aprieta los ojos porque además acaba de recordar que ya se lo había dicho.

—Oh... ¿Canta opera el doctor Zwingli?

—¿Qué?

—Ópera.

—Sí, ¿qué? —hace un gesto para que vaya dentro con él.

—Decía yo que si no canta su presencia es... Prescindible.

—Aun así es muy extraño, es muy devoto de la soprano.

—Bueno... Como sea, esto le ahorrara dar explicaciones sobre mi presencia.

—En lo absoluto, solo que tendrán que ser mañana en la comida —responde entrando y tomando un programa, pidiendo igual los dos asientos del palco reservados.

El joven sastre mira todo a su alrededor con ojos más azorados de lo que quisiera.

—Oh, no va a cantar hoy... eso lo explica todo —comenta el inglés tranquilamente—. Es una pena, me encanta como entona la habanera.

—Oh, habanera —hace memoria intentando recordar y cayendo en la cuenta de que no sabe siquiera que ópera van a oír

—Sígame por aquí —pide yendo hacia el palco sin pensar demasiado—. ¿Conoce a esta soprano? Su nombre me suena, ¿quizás un papel secundario en La Traviatta?

—Ehm... ¿Cómo dice que se llama? —pregunta evidentemente sin tener IDEA.

—Lady Hayes.

—Ah, oui... A mí también me suena —se inventa.

—Me han dicho que el director también es nuevo, ya lo han cambiado varias veces... ¿no ha pensado en dedicarse alguna vez a coser para el espectáculo? —pregunta de repente pensando en ello casi como si el sastre fuera su igual.

—Oui, me encantaría coser para el espectáculo —le mira de reojo sorprendido con la pregunta que, tiene una respuesta de un gusto bastante personal.

—¿Y? —se sienta en su butaca.

—No sé qué le hace pensar que es tan simple cambiar de giro en una profesión. La ropa del espectáculo, la que yo quisiera hacer, no tiene nada que ver con esto que hago —sonríe—, Imagínese... Si ni siquiera consigo tomarle a usted las medidas... ¿Cómo pretende que me cambie?

—Eso es distinto... —mira abajo a ver si reconoce algunos delos asistentes con asientos en platea.

—No veo como... —se acomoda bien en su asiento al lado del inglés y mira fascinado al techo las lámparas de araña con mil piececitas de cristal, los relieves dorados que enmarcan las pinturas celestiales y bucólicas de ángeles y querubines cantores y el patio de butacas de terciopelo rojo en las que toda la gente adinerada del país va tomando asiento.

—¿No se jacta usted de ser el mejor sastre de Londres? no debería haber problemas entonces —sigue tranquilamente, perfectamente cómodo con esta situación rara y esta persona desconocida de forma muy extraña para la característica idiosincrasia arisca y antisocial de la casa Kirkland.

—Non, no soy el mejor sastre de Londres. Estoy seguro de ser el mejor sastre de Europa al menos —baja la cabeza.

—Más motivo todavía —sonríe divertido.

—Pero el mejor sastre de Europa también come y duerme, aunque sea poco —se lamenta—, y cambiar mis actividades implica perder clientes...

—Es un riesgo, eso lo entiendo.

—¿Qué hace usted todos los días? —pregunta extendiendo un poco la mano y poniéndosela en la pierna, más hacia la rodilla

El británico se tensa y parpadea cuando está a punto de contestar, apartando la rodilla sin encontrar más oposición, que una seductora mirada azul.

—Algo debe hacer.

—Soy escritor.

—Oh, eso tampoco lo sabía. ¿Escribe poemas?

—En ocasiones... aunque pronto van a reclutarme para el infame negocio familiar.

—Mon dieu, es usted mucho más interesante de lo que su familia quiere hacer creer.

Levanta las espesas cejas con eso y se sonroja un poco.

—Sin ofender al negocio familiar, ni a su futura esposa, pero siempre he preferido las cosas que resaltan por distintas.

—Bueno, me parece que mis aspiraciones artísticas no casan demasiado bien con mi destino en la abogacía y notariado. Pero podría haber sido peor, podría haberme dado por la música.

—Uhh! ¡Eso suena infame! Cualquier madre del vulgo estaría preocupada con su hijo teniendo aficiones relacionadas con el alcohol y el juego... ¿La suya estaría realmente consternada con ten un prodigio musical?

—No, un prodigio lírico, pero no es sencillo con mi hermano Scott escalando en rangos militares y mi hermano Wallace dirigiendo su carrera a acceder a un cargo político.

—Ya ve... Usted resalta por diferente.

Aparta la mirada verde revolviéndose un poquito en la silla y las luces empiezan a bajar.

—Y va a resaltar más cuando traiga uno de mis trajes —le asegura en un susurro ya con las luces apagadas.

—¿Cuándo fue la última vez que vio esta ópera? —cambia de tema nervioso, en un susurro, acercándosele un poco al oído.

—Esta en concreto... —se le acerca un poco más hablándole casi al oído—. ¿Hace cuánto la pusieron la última vez?

—Diría yo que... unos cinco años.

—Habrá sido entonces... Recuerdo muy bien a la soprano.

—¿Sí? ¿A cuál? —pregunta sorprendido, porque en realidad el papel principal es una mezzosoprano.

—Ah, no recuerdo su nombre pero la voz era exquisita.

—¿Cómo es posible que no lo recuerde? —pregunta cuando empieza la música. Le pone la mano en la pierna otra vez y se le acerca un poco más bajando aún más el tono.

—Deje de distraerme.

Mister Kirkland carraspea y aparta un poco la rodilla dispuesto a ver la representación en silencio, pero la cosa es que la mano se mantiene en la rodilla aún después de intentar apartarla. El francés ni siquiera lo nota, en realidad, demasiado embobado con la música y los vestiiiidos.

Tras un rato de pelear con la mano desiste de ella pensando igual que este sastre es un tipo peculiar. La música, el vestuario y la historia (que gracias a Dios es en francés porque en italiano no la hubiera entendido) seducen al francés por completo, haciendo que se olvide del traje y, en especial, de que esta con el hijo del jefe.

Al final del segundo acto, los actores se retiran y se vuelven a encender las luces entre aplausos para el intermedio. El francés sonríe de oreja a oreja sin poder evitarlo porque las historias de amor le gustan mucho y no está seguro de cuál será el desenlace.

—¿Cómo termina? No, no... ¡No me cuente!

El inglés levanta las cejas y le mira de reojo. Míster Bonnefoy le sonríe visiblemente más emocionado de lo que alguien que ha ido a la ópera un puñado de veces estaría.

—Los vestidos podrían ser muuuucho más hermosos.

—Creo que ganaría al apostar que a pesar de ser nuevo, el director no se atrevería a modificar la interpretación académica del libreto de una composición clásica —comenta aun sorprendido.

—Ganar al… ¡Oh! —cae en la cuenta de su error y se revuelve un poco sin mirarle—. N-No lo sé, usted es el experto.

—Aun así los argumentos en las óperas no suelen ser lo más trabajado. ¿Qué opina de la música?

—Es hermosa... Querría bailarla —carraspea—, como siempre que la escucho.

—Opino que a pesar de todo, Toreador ha sonado mejor en esta ocasión.

El sastre le sonríe un poco sin saber qué responder, para él todo ha sonado bien.

—¿Y qué opina de los vestidos?

—Oh, ella estaba muy... —se le veían los pechos más de lo que se ven normalmente a las damas, así que se sonroja un poco al comentarlo, sonriendo un poco.

—Ella tiene unos pechos maravillosos —asegura haciendo un suave gesto con la mano y cerrándole un ojo.

—Bueno, no me refiero a esa vulgaridad —sonríe de lado un poco.

—No es ninguna vulgaridad —levanta las cejas y le mira sin creer la excesiva mojigatería entre hombres.

—Por supuesto que lo es, puesto de esta manera.

—¿Cómo querría decirlo? "Ella estaba muy... ", ¿qué iba a decir?

—¿Arrebatadora?

—¡Eso me parece más vulgar! —se ríe un poco.

—No veo por qué. En cualquier caso se nota que no es Mistress Edelstein. Ella puede hacer que hasta la traviata sea una mujer con clase.

—Estoy tentado a querer conocer a esta mujer de la que me habla, que parece llamarle bastante la atención.

—A mí no —se ríe—. Es cosa de mi colega el doctor y a fuerza de asistir a sus representaciones —se encoge de hombros—. Aunque debo decir que nunca he oído "Un bel dia vedremo" mejor que el suyo.

—Entonces su colega el doctor esta prendido con ella... ¿Y usted? No con su futura esposa pero debe tener a alguien que...

—No, no, no. Mi colega el doctor está felizmente casado con Lady Zwingli y es una muestra PERFECTA de porque el matrimonio es lo peor que le puede pasar a un hombre.

—Esta infelizmente casado con Lady Zwingli... ¿Y tiene una afición secreta por la chica que canta? Ustedes los aristócratas son tremendamente complicados —levanta las cejas interesado con ese chisme ahora.

—La chica... que canta, como usted dice también está casada, ella con el coronel Beilschmidt, aunque mantiene su apellido de soltera como nombre artístico. Pero no es más que una afición sana e inocente —responde para proteger un poco el buen nombre de su amigo aunque sepa que no es verdad y sea empujado a creerlo aun con más fuerza para probar el argumento de que no hay nada más desdichado que un hombre casado.

—No le creo ni siquiera un poco... Más aún si dice que es desdichado con su mujer. Es justo por eso que ningún hombre debería nunca unirse con alguien a quien no ama.

—Ni con alguien a quien no ama ni con alguien a quien ama puesto que afirma amar a su mujer en realidad.

—Ya, claro... Afirmar que hace uno algo y hacerlo son dos cosas completamente diferentes, Monsieur.

—¿Qué otra opción que creerle nos queda?

—Lo que queda es no seguir sus pasos. Puedo preguntarle... ¿Ha estado alguna vez usted enamorado?

—¿Yo? —se sonroja un poco—. Muchísimas veces.

—Ah, ¿sí? —parpadea porque esa respuesta claramente no se la esperaba. Se humedece los labios.

—¿Cómo podría ser poeta si no? Me enamoro cada vez que observo la belleza, al leer un libro, al presenciar una obra teatral, al oír una canción, oler las flores o al contemplar la puesta de sol.

Míster Bonnefoy sonríe sinceramente con esa respuesta que además le toma tan por sorpresa como la declaración. Le mira inclinando la cabeza y con un interés con el que no le había mirado hasta ahora. Seguramente la mujer con la que iba a casarse no llegaría jamás a saber esas cosas del hombre homosexual con el que dormiría.

Mister Kirkland se sonroja un poco sin notarlo con esa mirada.

—¿Y usted? —pregunta el británico desviando la atención.

—Yo... —se pasa la mano por el pelo y sonríe—, sí, me he enamorado si es lo que pregunta, pero creo que nunca lo suficiente.

—¿Cómo es eso de no lo suficiente? —inclina la cabeza.

—A que sé que algún día me enamoraré de verdad, de manera irrevocable y apasionada —sonríe.

—¿Cómo lo sabe? —levanta una ceja, el francés se encoge de hombros.

—Es sólo... Algo que sé. Que algún día debo encontrar a alguien que pueda igual matarme que darme vida con sólo una palabra, un gesto... Un beso. Pero hasta ahora no he tenido esa suerte...

—Quizás tenga menos suerte aun cuando le robe esa frase —bromea/nobromea un poco, sonriendo y mirándole de reojo porque es realmente suena bien.

—Podría robarme cosas mejores —se ríe.

—No necesito dinero —se encoge de hombros.

—No pensé jamás que pretendiera usted robarme dinero... No creo siquiera que con todo mi dinero usted notara alguna diferencia en su bolsillo —asegura sonriendo de lado.

—¿Entonces a qué otra cosa podría referirse?

—¿Mi corazón? ¿Un... Beso?

—¿Qué? —levanta las cejas escandalizado, sonrojándose un poquito y casi enseguida piensa que debe referirse a otra cosa que no está entendiendo.

Míster Bonnefoy se ríe con la expresión volviendo a tocarle y ahora Míster Kirkland da un salto bastante más grande intentando separarse/ponerse de pie/no caerse barandilla abajo. El francés le mira con las cejas en alto y divertido.

—Es un mal lugar para que le tome medidas.

—V-Voy... voy al... excu... excúseme —trata de salir corriendo y vuelve a casi tropezarse con las patas de las butacas, pero consigue salir de las cortinas con el corazón muy acelerado. El sastre sonríe comprobando cada vez más lo que ya suponía... Le pone nervioso. MUY nervioso.

El escritor casi corre hasta el baño por los pasillos enmoquetados de la Royal Opera House con los ojos abiertos como platos. No debía haber oído bien. ¿Había nombrado un beso? ¡Y su corazón, estaba seguro! ¿Pero qué demonios podía significar eso? ¿No era eso algo que se les decía a las mujeres? ¡Pero era un hombre! ¿Habría pensado acaso que era mujer? Se mira al espejo... no, eso era imposible, tenía que haber oído mal, no había forma en que un hombre le dijera eso a otro.

El francés sonríe pensando que el inglés es sumamente mono y está sumamente tenso y frustrado... Y ni siquiera parece saberlo. Quizás iba a pasar toda su vida unido a una mujer sin saber siquiera que otros placeres podía darle la vida. Claro que, Lord Kirkland Senior pretendía que le hiciera unos trajes, no que le sacudiera el cerebro hasta sus raíces.

Después de refrescarse un poco lavándose la cara y las manos, el escritor vuelve al palco cuando las luces han vuelto a apagarse para dar paso al segundo acto. El francés esta interesadísimo en la música y la historia, casi ni lo mira cuando se sienta, así que el inglés se relaja convencido cada vez más de que ha entendido mal y que su acompañante no había visto nunca Carmen. Diga lo que diga.

No tarda demasiado en volver a tener la mano del sastre encima de la pierna, apretándole la rodilla en tensión y vuelve a intentar quitarla de su alcance, de brazos cruzados, casi más pendiente de la mano que de la representación. Sin éxito alguno, quiero decirlo.

Hasta acabar usando las manos para que le suelte cuando se le acaban los métodos sutiles.

Míster Bonnefoy se le acerca un poco quitándole la mano de la pierna y poniéndosela en la espalda.

—Acaba mal, ¿verdad? —pregunta con la voz un poco quebrada incluso.

—¿Qué? —vuelve a intentar quitarle la mano.

—Esta historia... Acaba mal —ni caso a los intentos.

—¿Qué? Sí —pero lo sigue intentando.

—Oh... Eso está mal —protesta un poco arrugando la nariz y acercándose más, hablando en susurros—. ¿Cómo le gustaría que terminara?

—A mí me parece que es un buen final... tiene que haber historias trágicas, en la época de la Grecia clásica, las tragedias... —se le corta la voz cuando la OTRA mano viaja a su pierna y ahora ya te esta medio abrazando y has de cuidarte de dos zonas y no una

—¿Todas sus historias lo son?

—¿Las que quién? —se centra ahora en la otra mano, agobiándose.

—Las de usted —responde sonriéndole un poco, susurrando.

—No... —sigue peleando con las manos.

—¿Se encuentra bien? —pregunta apretándole un poco la rodilla.

—Perfectamente, perfectamente —sigue peleando.

—Parece nervioso, Monsieur —le acaricia la espalda.

—¿Por qué no me suelta? —lloriquea un poco.

—¿Soltarle? —levanta las cejas sin haberse dado cuenta de que lo estaba agarrando—. Ah, ¿esto? —quita un poco la mano de su espalda.

—¡Sí! —protesta apretando los ojos.

—¿Le pone nervioso?

—Sí. Me resulta incómodo.

—¿Por qué? —inclina la cabeza y le mira con curiosidad—. ¿No le tocan muy a menudo?

—No, no me gusta —le mira.

—¿Por qué no? —pregunta sosteniéndole la mirada

—Me hace sentir incómodo —repite.

—Pero no entiendo por qué, mire. ¡Sólo lo estoy tocando! Si estuviera yo haciendo... —sube la mano de su rodilla a su entrepierna y le pone una mano en el pelo de la nuca—... esto o...

Míster Kirkland le mete un empujón bastante fuerte, Míster Bonnefoy levanta las cejas sin esperárselo.

—¿Qué pasa?

—¡No lo haga!

—¿Por qué no? ¿No se siente bien?

—Pues... no sé si se siente bien, no me importa, ¡no lo haga!

—¿Por qué no le importa si se siente bien o no? —pregunta aún con las manos levantadas de haberle soltado después del empujón... Ya se ha perdido un poco de la ópera, eso sí—. Eso es lo más importante.

—No, no lo es. Igualmente usted y yo no tenemos esa clase de confianza.

—Shhh... Déjeme escuchar el final, monsieur —suelta haciendo un gesto con la mano.

Los ojos verdes parpadean porque se había olvidado de dónde están. El francés se gira a mirar por completo el final de la ópera, ahora sin tocarle.

El inglés se humedece los labios mirándole de reojo y pensando que es la persona más rara que ha conocido nunca, con el corazón un poco acelerado aun, sin prestar nada de atención a la Ópera. Piensa que no le ha gustado esa forma en la que le ha manoseado todo el tiempo hasta tener que chillar y empujarle y aún está nervioso con el asunto de robarle un beso y el corazón porque las piezas no acaban de encajar en su cerebro.

Cuando la ópera acaba, el sastre saca su pañuelo y se limpia un poco les ojos. El escritor de un saltito igual al verlo, sin saber si va a atacarle otra vez.

—Mon dieu... —protesta un poco del final.

—¿Qué? —pregunta mientras aplaude.

—No esperaba... No debería... Acabar así.

—Son cosas de la vida —se encoge de hombros relajándose un poco.

—Noto que hasta parece alegrarse porque no me guste.

—¿Eh? No... No. Estaba pensando que realmente parece la primera vez que la ha visto.

—Se ha tardado en estar seguro de ello... —se humedece los labios y le mira de reojo.

—Es que ni siquiera es de las más trágicas.

—Lo que digo es que le ha costado trabajo darse cuenta de que... —suspira y parpadea—. ¿Hay peores?

—Desde luego... La Traviata también muere al final, Made Butterfly se suicida, Norma no consigue estar con su amado, en Rigoletto casi matan a su propia hija, en Aída su amado es obligado a matar a todo su pueblo...

—Mon dieu! ¿Por qué les gusta tanto la tragedia a los ricos? —se ríe un poco entre los aplausos.

—Hace parecer las cosas más elevadas, profundas e importantes intelectualmente.

—¿Ha dicho "hace parecer"?

—Eso he dicho.

—Es decir... No es que lo piense —sonríe un poco de lado.

—No, no lo pienso —responde poniéndose de pie para salir.

—Es decir... usted no cree que algo tenga que terminar en tragedia para para ser intelectualmente atractivo. Me alegra saberlo —se levanta también.

—¿Por qué le alegra? ¿Está de acuerdo? —toma su chaqueta y su sombrero, poniéndoselos.

—Sí, no creo que todo haya de ser trágico... Por el contrario, me gustan las historias felices —se pone su sombrero también y se pregunta qué harán ahora, mirándole de rojo y teniendo una idea. El británico sonríe un poquito, sinceramente—. ¿Qué suele hacer después de la ópera, monsieur?

—Ir al camerino con los actores, pero no me parece adecuado bajar yo solo y sin estar aquí el Doctor Zwingli ni Mistress Edelstein.

—¿Y qué hacen en los camerinos con los actores el Doctor y Mistress Edelstein? —inclina la cabeza y sonríe más.

—Saludarles y hablar con ellos sobre la representación. A veces llevamos flores a Mistress Edelstein.

—Muy atentos... Y asumo que luego deja un poco al Doctor a solas con ella.

—¿Eh? Ah, claro, por supuesto —asiente sin pensar—. Pero hay bastantes más actores y músicos y personal.

—Claro, no que sea su amante ni nada —se ríe con voz grave. El inglés parpadea con eso y se sonroja un poco... en parte con ganas de contarle y en parte sin saber si confiar o no algo así—. Esas cosas pasan en todos lados, Monsieur. Y... Pienso que es un alivio. Me alegra por el doctor.

—Ambos son amantes de la música.

—Entiendo —sonríe con burla.

—Y ambos están casados con otras personas.

—¿Y? Si se han casado como usted no puedo más que alegrarme.

—No estoy seguro. No es habitual comentarlo, no está bien visto. Yo tampoco debería decirlo —susurra y rápidamente se vuelve a sonreír y saludar a alguien porque han llegado al hall con todo el mundo.

—Ah, Non... Para mí tampoco es habitual que se comente, pero... Suelo darme cuenta muy fácilmente.

Los ojos verdes le miran de reojo antes de sonreírle a alguien más otra vez y despedirse de unas señoras mayores. El francés sonríe también, levantando la nariz y el mismo tocándose el sombrero al encontrar a un hombre al que él mismo le cosió el traje. Siempre son los mejores... Aunque ninguno como los suyos.

—¿Suele darse cuenta de qué?

—De todo, en realidad... —sonríe—, las relaciones entre las personas son fáciles. Si no me cree puede ponerme a prueba... Aunque no sé si necesite que le cuente TODAS las intimidades de sus amigos —se ríe un poco y mientras camina a su lado, le roza la mano.

—No le he contado ninguna intimidad de mis amigos —replica nervioso porque ni siquiera le ha dicho realmente nada tan comprometido.

—Me refiero no a lo que usted me diga, sino a lo que puedo asumir de verles —explica.

—Lo que me está diciendo es que quiere usted conocerlos en persona.

El sastre sonríe un poco culpable porque en realidad, no estaría mal conocer a todos sus amigos y conseguir un montonal de gente a la que coserles trajes.

—En fin... quizás otro día. ¿Quiere que le pidan un carro?

—¿Por qué no me acompaña usted a mi ahora a tomar una copa? —le mira de reojo.

—Eh... —vacila mirando hacia otro lado porque tenía otros planes—. No, no creo que sea buena idea, mañana debo levantarme temprano y...

Los ojos azules le miran fijamente unos segundos porque no, no le gusta en lo absoluto el rechazo. Pero... Bueno, que podía esperar. Carraspea recordando quien es quien.

—Disculpe, no debí molestarle con mi atrevimiento

—Ah, no, no... No es molestia. Supongo que usted también tendrá encargos y trabajos.

—Oui, debería hacer unos trajes para alguien cuya talla aún desconozco.

—Haré que le lleven uno de mis trajes al taller para que pueda tomar los patrones —asegura riéndose.

—Lo siento... Pero no —niega con la cabeza—, no hago trajes así.

—Mejor, porque era una mentira —se acerca a la calle despidiéndose de alguien más—. ¿Va a ir en carro o no?

El francés suspira porque por más que quiera no puede darse el lujo de otro carro.

—No. Prefiero disfrutar la hermosa tarde —llueve, sí.

—¿Hermosa? —se muerde el labio porque es que él iba a irse andado para que nadie supiera a donde va.

—¿Quién no disfruta la lluvia torrencial cayendo en su cabeza? —sonríe cerrándole un ojo sin pensar. Lo bueno es que el inglés sí tiene un paraguas.

—Le pediré un carro.

—No, de verdad. Volveré caminando —pide el francés tocándole el brazo.

—Ehm... bien, como desee, entonces —se despide esperando a que se marche, sin moverse.

—¿Cuándo puedo tomarle medidas? —pregunta sin moverse tampoco.

—Ah... eso... es posible que haya algunos problemas con eso, pero bueno, me parece que hoy hemos adelantado bastante con nuestra investigación, ¿no es verdad? Seguro más o menos ya podría ir seleccionando telas —le pone la mano en el hombro, espalda y le empuja un poco en el gesto internacional de "largo".

—Mmmm... No, ni siquiera he averiguado cuál es su color favorito, cuestión de lo más importante —levanta la mano y se la pone sobre la suya en su hombro—. Si no me va a dejar tomar medidas tendrá que dejarme averiguarlas, monsieur.

—Es el verde —responde y carraspea quitando la mano—. En cualquier caso mandaré que le avisen cuando disponga de tiempo libre.

—¿Va a tomar un carro usted? —pregunta el francés a sabiendas de que si le deja ir NUNCA va a tener sus medidas.

—Eh... sí, ahora enseguida, debo despedirme antes de unas personas —señala dentro.

—Oh... Entonces deberá permitir que le acompañe. Lo siento pero no he cumplido mi cometido y todas las molestias hasta ahora no habrán tenido caso.

—¿Cómo? —parpadea.

—No me ha contado nada de la boda ni se realmente como debe ser su traje, ni el color ni la tela. Si me deja ir así incluso podría llegar a pensar que sólo me invito por gusto.

—Pues... —traga saliva porque en realidad... bueno, le cae bien y no ha sido una mala compañía—. Pero no creerá que va a acompañarme TODO el tiempo... ¿o sí? —vacila.

—Puede ir al tocador en soledad si realmente lo necesita —sonríe un poco e inclina la cabeza—. Por cierto... Gracias por invitarme a la ópera —agradece con completa sinceridad—, me ha gustado mucho.

—Es que... —se humedece los labios, inseguro desviando la mirada—. Ah, eso no ha sido nada.

—Quizás para usted no... —se encoge de hombros—. ¿A dónde vamos entonces?

—Pero es que... —le mira nada seguro—. No necesita seguirme a todas partes.

—¿A dónde va ahora después de despedirse? ¿A casa? Insisto que si me dejara tomarle las medidas...

—¡Pues no planeara meterse en mi casa también!

—Podría tomarle las medidas en su casa... —sonríe de lado—. Le recuerdo además que esto ha sido su idea.

—¿Es que no tiene usted más trabajos? — pregunta y aprieta los ojos porque quizás se lo cuente a sus padres si no le lleva.

—Ninguno más importante que usted, ya se lo he dicho

—De acuerdo. De acuerdo. Supongo que podremos instalarlo en un cuarto de invitados unos días —se pasa una mano por el pelo y le mira de reojo. Míster Bonnefoy levanta las cejas porque... Hombre, pretendía irse a dormir a casa. Claro que esto quizás favoreciera sus planes.

—Casi hasta parece que usted pretende convertirse en mi mecenas.

—Mecenas de un trabajo que no quiero que haga... —suspira y se ríe un poco derrotado.

—Pero del que no se va a arrepentir —le sonríe un poco más—. Ya lo verá... Luego no sabrá cómo vivir sin mí.

Míster Kirkland le mira con incredulidad y abre su paraguas saliendo del cobertizo para bajar las escaleras a donde le traen su carro. Como sea, el francés se pone el sombrero y trata de acercársele con una intención clara. El inglés se tensa cuando nota que se mete bajo su paraguas, intentando apartarse de él.

—No le importa compartir un poco de paraguas, ¿o sí? Ya que vamos a... Compartirlo todo —ese tono.

Aprieta los ojos verdes, nervioso sin saber por qué pensando que no quiere ir andando así hasta el Soho, pero igual no puede usar su cochero, así que lo despide como tenía planeado cuando llega ahí, diciéndole que ya puede ir a casa por hoy si les presta su paraguas.

El francés mira al chofer sonriendo y esperando a ver qué suerte le depara el destino, si medio mojarse, compartir paraguas (y toquetear un poco al inglés) o que le presten uno.

Igualmente no es por mucho tiempo que usa uno cada uno porque enseguida el inglés para otro coche para que los lleve, para la extrañeza del francés que no entiende por qué no usar su carro. Tentado que está a preguntarlo, decide no hacerlo y mirar mejor a ver qué pasa.

—Al soho —pide el escritor mientras se sube y luego mira al sastre—. ¿Ha estado alguna vez en... —carraspea y mira al conductor—. El soho?

—Esto se torna interesante... —sonríe y se encoge de hombros —, un amigo mío va ahí invitado por un amigo suyo de vez en cuando. Me ha llevado un par de veces —decididamente no a lo que tú vas, Inglaterra.

—Ah, ¿sí? ¿A dónde del Soho exactamente?

El francés sonríe notando una vez más, que se queda corto en cuanto a conocimientos de ciertos placeres secundarios de la aristocracia.

—Seguramente no a un lugar que frecuente alguien de su clase, monsieur.

—Conozco casi todos los locales de Soho.

—No le hacía alguien que visitara el Soho... —admite incómodo—. Es... Uno pequeño en una esquina.

—Como todos. En fin... hoy vendrá conmigo a mi favorito. Sobra decir que mi familia no puede saber una palabra de esto —pide pensando que el francés ya sabe de lo que hablan, había pensado no llevarle por un instante, pero es que lo necesita con el estrés de toda una tarde con su madre y el hecho de que ya lo haya entendido, le tranquiliza.

—Esto se pone cada vez más interesante, monsieur... Resulta ser que algunos aristócratas son considerablemente más entretenidos de lo que parecen.

—Parece tener usted ideas muy particulares sobre cómo somos los aristócratas.

—Tengo la idea de lo que miro, monsieur... —se encoge de hombros.

—Quizás debería empezar a mirar mejor, míster —sonríe un poco.

—Eso es lo que intento, monsieur —le cierra un ojo—. Y mi nombre es Francis.

—Oh, por el rey, ¿podría ser usted más francés? —"protesta" sonriendo. Él se ríe un poco pasándose una mano por el pelo.

—Si me escuchara hablar en el idioma del amor es posible que le pareciera aún más... Francés.

—El idioma del amor... —ojos en blanco—. Todas las ranas se lo tienen muy creído en ese aspecto, pero secretamente leen a nuestros autores.

—¡Ranas! —se ríe negando con la cabeza—, leemos para aprender cómo es que no se debe hacer.

—Por supuesto, por supuesto, debe ser que yo tampoco tengo una buena imagen del vulgo.

—Es lo que puedo ver... De igual manera noto que no está mirando atentamente —le toca suavemente la pierna.

—¿Eh? —pregunta sin entender a qué se refiere, notando la mano automáticamente, por si eso no fuera poco, el francés le cierra un ojo pero le suelta la rodilla—. ¿Qué es lo que no estoy mirando? —parpadea sin entender.

—Al vulgo, monsieur... No ha accedido a venir conmigo por una copa.

—He accedido a llevarle a algo mejor que una copa.

—Es verdad, sólo digo que si tiene una mala impresión debe mirar más de cerca... Seguro yo le dejo una peor impresión —se ríe cínicamente

—¡Peor!

—Mais oui... Especialmente de los franceses. Míreme bien y puede que nos odie aún más —sonríe claramente tomándole el pelo.

—¿Quiere que le odie? —sonríe un poco más.

—Mala estrategia para conseguir sus medidas, Francis —se "riñe" a sí mismo, riéndose. El inglés le imita—. Sólo bromeaba, monsieur —levanta las manos rindiéndose.

—Creo que siendo francés es fácil que le tome la palabra mal le pese —levanta la barbilla sonriendo.

—Me temo entonces que tendré que confesar... —niega la cabeza con gravedad.

—¿Que confesar qué? —pregunta para que siga la frase, inclinando la cabeza cuando el carro se detiene.

—Que en ese caso el odio será, es y siempre ha sido mutuo —sonríe esperando sin moverse a que se baje primero.

—No puedo creer que odie a los compatriotas ingleses y en cambio viva y trabaje usted en la ciudad —asegura desde debajo de su paraguas una vez ya ha pagado y bajado.

—Vuelve usted a caer en el error de pensar que se tiene la opción —se ríe colocándose bien el sombrero bajo el paraguas prestado, mirando a su alrededor—, aunque no me tome como un malagradecido...

—¿Cómo acabó en esta hermosa tierra bañada en agua donde solo las rosas son completamente felices?

—Mi padre vino aquí cuando éramos bastante jóvenes. Siempre bromeaba diciendo que intentábamos ir a América y cuando vio tierra aseguró "hemos llegado" —sonríe de lado caminando junto a él.

—Que prodigio de la cartografía y la orientación debía ser su padre, con perdón —se ríe un poco más.

—Por mala suerte sabía coser bastante mejor o nos habrían devuelto a casa.

—¿Puedo preguntar de qué falleció?

—De lo que se mueren todos y de lo que moriré yo seguramente. Tuberculosis —suspira tristemente.

—Oh... cuanto lo siento —le pone una mano sobre el brazo. Los ojos azules miran la mano sutilmente y de reojo y sonríe afectuosamente—. No pensemos en cosas tristes mejor —le aprieta un poco y le suelta con suavidad—. Aquí es donde quería traerle —señala una puertecita de madera negra.

—C'est la vie... Hay cosas tristes y felices detrás de cada esquina —le mira y mira a la puerta. Levanta las cejas—. Si alguien me dijera que un señor como usted entraría por una puerta como esta... Vamos, guíeme.

—¿Es que no son así los que usted frecuenta con sus amigos? Lo que sucede es que Míster Wang estudió en mí mismo College en Oxford.

—Deje que vea dentro y le diré si son o no así...

—Seguro que lo verá, seguro —se ríe entrando a la estancia toda colmada de humo y luz tenue color rojo donde apenas se ve nada. El sastre mira a su alrededor curioso... No que no lo supusiera ni que no lo supiera. Y si era verdad que había ido a un lugar parecido a este antes con su amigo Antonio, si recordaba bien, un par de calles más adelante. Sí, también, "Ido"... a hacer un recado.

—Es... Oh...

—Sígame —pide entrando y saludando a un hombre que se le acerca, haciendo una complicada coreografía secreta de los estudiantes de Oxford con las manos para acabar estrechándosela con fuerza. El francés se MUERE de la risa sin poder evitarlo. Oh, lo mucho que se iba a reír con Antonio cuando le contara del saludito.

Los otros dos se ríen sin hacer mucho caso y el inglés le pide lo de siempre, les guía hacia una zona de cojines de colores vacía. Francis les sigue mirando todo, parte impresionado, parte curioso, preguntándose qué tan ridículo sería que se ahogará a la primera calada de Opio.

Finalmente, Arthur, como le ha llamado el hombre chino, se deja caer en los cojines relajándose. Se afloja un poco el cuello, cierra los ojos y respira con profundidad unos segundos antes de abrirlos y sonreír. Su acompañante se sienta a su lado con bastante menos naturalidad, sin estar demasiado habituado a los cojines.

—¿Qué opina? Y ahora verá el producto, es de la mejor calidad de Londres.

El francés le mira con media sonrisa al notar la relajación.

—Pues... Podría mentirme en realidad —confiesa.

—¿Por?

—Siempre hay una primera vez para todo —le sonríe sintiéndose un poco idiota.

—Se refiere a que... ¿no me ha dicho antes que a veces venía al Soho? —se mueve en los cojines para acercarse un poco.

—He venido un par de veces, pero... Bueno, usted sabe —le mira preguntándose si debía estar haciendo todo esto sólo por sus medidas. Seguramente no.

—¿Y a dónde va cuando viene? —pregunta mientras les traen la pipa de agua.

—A la puerta de uno que esta una cuadra más adelante, monsieur.

—¿A la puerta? —se incorpora un poco para acercarse a la pipa de Opio mientras los ojos azules no se pierden detalle con atención para poder imitarle hasta que después de darle una calada, se la pasa.

—Veo que no es muy amigo de las indirectas... —asegura encogiéndose un poco de hombros

—Es que no le entiendo, ¿no le dejaron entrar?

—¿Por qué no habrían de dejarme pasar? —frunce el ceño con esto.

—Hay algunos locales a puerta cerrada que se reservan el derecho de admisión.

—No habría intentado ir a uno de esos locales. Simplemente vine a traer algo —se acerca la boquilla a los labios y absorbe un poco como si fuera tabaco. No debe ser muy diferente.

—¿Un traje? —sonríe, el sastre se sonroja un poco.

—No... —desvía la mirada pensando que trajeron comida.

—¿Entonces?

—Comida, monsieur... —cierra los ojos con la primera oleada del opio.

—¿Comida? ¿De qué? ¿Por qué?

—Mi amigo Antonio cocina muy bien, es el chef de uno de los restaurantes del centro.

—Ah... bueno, uno no tiene que esforzarse demasiado para ser uno de los mejores chefs de Londres —bromea.

Francis le mira a los ojos... Y se ríe sinceramente de su chiste, Arthur se ríe con él sintiéndose muy cómodo en este momento, sin que este lo note. El francés se recarga un poco y sonríe, relajándose considerablemente.

—Ay... va a resultar que seré yo quien le lleva a usted por mal camino... aunque le llevé a la Ópera. No me juzgue demasiado por esto, lo entendería si conociera bien a mi señora madre.

—Tan terrible no puede ser —se ríe un poco—, admita que el camino de la gente fina como usted pervierte del todo a un pobre individuo como yo

—La realidad supera a la ficción —suspira sonriendo—. ¿Y qué hay de su madre?

—Ah, mi buena madre. Vive aún ella sí, un poco destrozada después de la muerte de mi padre aunque últimamente la veo más contenta ya que conoció a alguien.

—Oh, me alegro por ella —sonríe.

—Oh, yo también me alegro —sonríe—, estaba muy triste y desconsolada y es que... Si conociera a mi madre... Es todo lo soñadora que puede ser alguien.

El británico sonríe y se siente un poquito mal porque él solo dice cosas malas de su familia.

—Es muy bonita también... Debería verla —Suspira. El escritor se pasa una mano por el pelo rubio corto impeinable y le da otra calada a la pipa.

—Es bonito que quiera usted tanto a su familia.

—¿Que usted no quiere a la suya? —extiende la mano por la pipa y le roza otra vez. Esta vez, quizás por la relajación de la droga, no aparta la mano frenéticamente.

—Bueno... sí, pero no suelo hablar bien de ellos —se encoge de hombros.

—Bien, supongo que su mi padre me hiciera casarme con alguien tampoco hablaría bien de él. Esto debe ser la cosa más relajante que he probado nunca —le sonríe extendiendo un poco la mano hacia él.

—Es bueno, ¿verdad? Parece más terrible al decirlo —le vuelve a pasar pensando que eso quiere, aun suspirando derrotado con el tema anterior.

—Le diré que tanto es mañana por la mañana... Tiene la pinta de dar un dolor de cabezaaaaa.

—Lo que hace es relajar y dar mucho sueño.

—Y que lo diga... —extiende la mano hacia él otra vez porque no era eso lo que quería—. Deme su mano —le pide y el inglés lo hace.

Francis tira un poco de él y sonríe haciéndole poner la mano en su pecho. Míster Kirkland parpadea dejándole sin entender demasiado lo qué hace.

—¿Siente mi corazón? —pregunta y le mira a los ojos.

El escritor cierra los ojos un segundo para sentirlo y asiente, el sastre sonríe y vuelve a pensar que es realmente mono. Le hace una caricia en la mano suavemente consiguiendo que sonría con ella, tranquilo. Así que el sastre se le recuesta un poco otra vez, prácticamente abrazando su mano, sin soltarle aún, haciéndole unas caricias más.

—¿Y el mío? —pregunta y hace para que sea él ahora quien ponga la mano en su pecho.

—¿Cómo se llama, monsieur? ¿El de usted? —se estira olvidando su pregunta y poniéndole la mano en el pecho.

—¿Se siente?

—Sí que se siente —bien, ahora te acaricia el pecho, querido. Se le acerca un poco más y le mira—. No alcanzo a sentido a ver... Espere...

—¿Y aquí? —pregunta moviendo la mano hasta el cuello, debajo de su oreja.

El francés le mira sin poderse creer que todo este movimiento sea inocente. Es decir, seguro estaba intentando... Algo. Quizás lo había subestimado. Quizás de verdad estaba intentando tener una aventura antes de unirse para siempre a una mujer...Y él no era quien iba a decirle que no, con lo mono que era. Se mueve un poco más hacia él y le acaricia el cuello.

Pero aunque no lo crea, es inocente. A pesar de todo no rechaza el tacto suave de las manos cariñosas puesto es algo insólito para él, incluso entre los miembros de su familia, mueve un poco la mejilla sin pensar para que la palma de la mano del francés se apoye en ella con suavidad.

—Puedo asegurar que tiene el pulso acelerado, monsieur... —susurra el sastre mirándole a la cara. Las cejas súper pobladas son excesivas, pero el corte de la barba es agradable, los labios se curvan con suavidad y a esta distancia, pese a la poca luz, puede ver unas pecas sutiles en su nariz. El francés sonríe un poco acariciándole la mejilla.

El inglés sonríe un poco sin abrir los ojos ni soltarle la mano.

—Aún sin sentirlo... —se humedece los labios sintiendo los párpados pesados, preguntándose a sí mismo entre la niebla de opio que se ha levantado en su mente, qué esperará este chico que haga... Cualquier paso en falso podía ser mortal, pero... Como estaban las cosas de adelantadas, el no hacer también podía representar una ofensa. Se le acerca un poco y con suavidad pone los labios en su mejilla.

Entreabre un poco los ojos verdes porque eso no lo esperaba, pero le pesaaan los ojos y no le parece que sea algo malo. El joven sastre toma eso como algo malo así que... Pesadamente y torpe también, se mueve al cojín del inglés dejándose caer. Él se revuelve un poco dejándole espacio y respirando profundamente.

—¿Por qué viene tan cerca? —pregunta con los ojos semicerrados. Míster Bonnefoy se humedece los labios acurrucándose un poco y notando él mismo lo pesado que se siente.

—Es más cómodo...

Abre los ojos un poco y le mira ahora que le tiene más cerca, pero está relajado, notando que tiene unos profundos y hermosos ojos azules de laaargas pestañas rubias. Este sonríe un poquito recargando la cabeza en el cojín.

—Preferiría hacer esto con menos sueño... —confiesa acariciándole la solapa del traje con lentitud.

—No me va a tomar medidas —susurra tomando su mano y apretándosela un poco.

—¿Por qué tanta renuencia? —pregunta sonriendo y notando también que debajo de esas espesas cejas, tiene un par bonitos ojos verdes.

—No deseo desposarme.

—No me extraña... ¿Y no hay manera alguna de evitarlo?

—Eso intento —suspira cerrando los ojos.

—¿Sabes? Seguramente podemos hacer que te olvides de que tienes que casarte —le sonríe y le besa la mandíbula.

El británico parpadea mirándole por el beso, sobre todo, porque aunque le ha hablado de tú, eso no le ha impresionado tanto.

—¿Qué? ¿No crees que podemos ponernos un poco menos formales después de todo esto? —pregunta creyendo que es por eso.

—Pero... yo no... usted... —vacila.

—Quoi? Que es lo que te preocupa —otro beso suave.

—¿Por qué me está dando besos?

—¿No le gustan mis besos? —le da otro.

—Es raro —cierra los ojos porque igual, está demasiado drogado para protestar mucho a pesar de lo raro.

—¿Raro por qué? —otro beso un poco más baboso ahora. La mano le acaricia el abdomen

—Porque eres un hombre... —susurra sintiéndole en el cuello y haciendo como que aparta la cara... dejándole llegar mejor.

—¿Y? ¿Los hombres no saben besar? —le acaricia más aún y sonríe al ver que se deja.

—Los hombres no se besan entre ellos —susurra.

—Ah ¿no? ¿Y por qué no habrían de besarse dos hombres si quieren? —pregunta subiendo la locación del beso considerablemente más hacia los labios. Ni siquiera abre los ojos y la habitación le da vueltas, pero esta conversación es una de esas que le gustan y que necesita tener con un pobre individuo que no parece tener idea de lo que es la vida real.

—Es una actividad de baja moral —sigue con la cabeza medio ida, con las manos a medio apartarle medio abrazarle.

—De baja moral piensa que es todo aquel que no lo ha hecho nunca... —entreabre los ojos—. Deje de preocuparse por ello.

—Preocuparte.

—Preocuparte. Deja de preocuparte. No sé ni siquiera cómo te llamas, Monsieur Kirkland... —le acaricia un poco la cara y no sé si está hablando ya en francés en un 80%.

—A-Arthur.

—Arthur... —se humedece los labios y se ríe bajito—. ¿Acaso tú podrías ser más inglés?

El escritor traga saliva, abre los ojos y le mira. El sastre le mira bastante adormilado pero sonriente.

—Nunca he besado a una chica —confiesa Arthur por algún motivo. Francis sonríe tiernamente con ello.

—Pues ahora va a besarte un chico —indica arrastrando las palabras, acercándose a él dispuesto, pero este se sonroja, esconde un poco la cara y la aparta antes de que le bese.

—¿Qué pasa? —pregunta el francés levantando las cejas al ver que se quita. Le abraza un poco.

—Aquí no.

—Aquí... No —repite lo que ha dicho.

—Wang está aquí y hay mucha gente y... —le mira desconsoladito.

—Wang... Entiendo... —susurra—, vamos a otro lado entonces.

El inglés asiente. El francés se le acurruca un poco recargando la cabeza en él.

Arthur Kirkland traga saliva un poquito nerviosito con esto, suspirando, cuando trata de pensar en ello le parece que bueeeeno, no pasa nada. Él es un hombre abierto a nuevas cosas y nuevas ideas y ha accedido a hacerlo de puertas para adentro. Además es bastante guapo, hasta podría parecer una chica si no fuera por la barba... y esto ayudara a no quedar como un tonto cuando venga su prometida de América en unos días.

Francis Bonnefoy le acaricia un poco más la mejilla y sonríe preguntándose en que piensa el inglés... ¿Qué cree que va a pasar? Quizás suponga de verdad que esto es como una fiesta de despedida antes de la vida... O en verdad quizás lo subestimaba y estaba interesado en novedades. Como fuera, parecía no ir nada mal. Le acaricia un poco más el abdomen.

—Tengo sueño aún...

—Nunca me voy tan pronto pero podemos ir a casa.

El sastre levanta una ceja porque no pensó que fuera a llevarle a su casa, ciertamente.

—Esperemos un poco... ¿Con quién sueles venir, Arthur?

—Con los actores, a veces.

—¿Y no has hecho tu amante a ninguno?

—Con mis amigos también —niega a eso y toma la pipa otra vez—. Pero ninguno me toca como tú, ¿por qué lo haces? ¿No te gustan las chicas?

—Oh, vaya que si me gustan. Mucho, tanto como los chicos —toma la pipa después de él, la mira y la prueba de nuevo, porque a pesar del sueño, tiene algo de relajante que no le disgusta en lo absoluto.

—¿Pero cómo? es inmoral... y los chicos no tienen... bueno, pechos grandes.

—Pero tienen... —mano a la zona en cuestión con suavidad—, penes... No siempre grande pero también me gusta.

El inglés aprieta las piernas y se sonroja quedándose paralizado. El francés le sonríe mirándole a los ojos.

—¿Habías pensado en ello antes?

El escritor se queda temblando un poco sin querer moverse y niega un poquito, sin saber qué hacer.

—Calma... —le acaricia un poco, suavemente consiguiendo que tiemble más, echando atrás la cadera con los ojos muy abiertos.

—¿No te gusta? ¿O sólo es extraño?

—Es... no lo sé... —le mira desconsolado, echándose un poco más hacia atrás.

—Calma —levanta la mano y el inglés se lleva las manos a la zona en cuestión cuando le suelta.

—Es un poco extraño al principio... Pero sólo hay que hacerse a la idea.

—Es que no lo entiendo... las chicas...

—¿Qué pasa con ellas?

—A mí me gustan ellas. Me voy a casar.

—Una cosa no es excluyente de la otra —le toca la mejilla. El caballero inglés se muerde el labio nada seguro de eso—. ¿Te gusta probar cosas nuevas?

—Sí, pero...

El sastre le pone una mano en los labios con dulzura. El escritor parpadea mirándole un poco nervioso, sonrojado y desconsolado.

—Vamos a un sitio donde no haya tanta gente, en el que podamos hablar. Vamos a su casa —le acaricia más la mejilla y le da un beso en una ceja.

Cierra los ojos verdes aun sonrojado y nervioso a pesar de la droga... Imaginemos como estaría sin ella.

—Aún tienes el control de todo —asegura el francés separándose un poco de él para sentarse bastante groggy... Se le medio cae encima cuando el mundo le da vueltas.

El británico se suelta un poco pasándose una mano por el pelo e incorporándose también más lentamente y con conocimiento de causa.

—Mon dieu... —el francés aprieta los ojos—. E-Esto es...

—Muévete poco a poco.

—Esto es... Peor que el alcohol —sonríe a pesar de todo, porque al fin le ha tuteado.

—Sí, pero luego no te sientes tan mal.

—Mañana lo sabremos —le mira de reojo y le sonríe aún un poco somnoliento. Le toma de la mano.

El británico que ya tiene experiencia, sonríe y se levanta poco a poco, apoyándose en él pero a mal árbol se arrima. Este tiene piernas de fideo. Se empieza a reír un poco cuando se levantan

Al notar que desestabiliza ambos, le toma de la cintura. El francés sonríe y le mira a los ojos. Se acerca y le da un beso rápido en los labios, logrando congelarle la sonrisa ya todo él.

—Vamos... —le sonríe un poco Francis. Arthur se humedece los labios y empieza a andar, llevándose los dedos a ellos.

El sastre le sigue, claro está, sonriendo un poco y trastabillando un BASTANTE más. El aristócrata pide un coche cualquiera para que les lleve a su casa cuando se han alejado algunas calles.

—¿Dónde vas a vivir una vez que te cases? —pregunta mirándole de reojo.

—En una casa en Nothing hill que mi padre ha elegido.

—¿Y vas a tener un amante como el doctor? —sonríe un poco más.

—¡No! No lo creo... —suspira—. No que nadie sepa.

—Quizás sea una buena salida a su tragedia. No tiene por qué ser tan malo. ¿No lo pasa bien el doctor?

—Ellos no son amantes...

—¿No lo son? —le mira sonriendo con una ceja levantada, como respuesta él niega y se le cierran los ojos—. No te duermas porque... —se ríe un poquito y se le acerca medio echándosele encima. Bosteza—, tengo que enseñarte cosas...

—No me duermo, no me duermo —abre mucho los ojos y se le cierran de nuevo en unos instantes.

—No te duermas... ¡A mí no se me duerme nadie! —medio protesta echándosele más encima—. Además tu eres mono y...

Al escritor le cuesta mantener los ojos abiertos y se le hace la respiración más pesada, el sastre le da otro beso suave en los labios y se queda dormido sobre él. Pasan un rato que no notan pues parece que justo entonces se detiene el carro, despertando al británico.

El francés duerme sobre el abrazándole. El inglés se revuelve un poco para que se le quite de encima y poder pagar al cochero. Así que ahí es cuando se despierta y mira a su alrededor un poco groggy de nuevo.

—Venga, hay que bajar —le apresura bajándose él, con ojos a media asta y bostezando.

—Esta... Es tu casa... Seguro tienes un cuarto más grande que mi casa —susurra recargándose en él para bajar y caminar.

El aristócrata tira de él hasta la entrada con los ojos cerrados y abre la puerta lo más silencioso que puede para que nadie los oiga... se le caen las llaves al suelo y las hace callar con un dedo. Le da la risa tonta con eso.

El francés abre los ojos cuando le escucha reír y se le contagia la risa... Menos silenciosa que la del inglés, que ahora le hace callar a él contagiado, tapándole la boca con las manos mientras abre del todo.

El sastre le lametea mirándole juguetón, él hace cara de asco, riendo, soltándole la boca y tirando de él para que entre, cerrando la puerta a su espalda.

—Vale, vale... Shhh —Francis se tapa la boca a su mismo, riendo.

—Shhh —le imita Arthur y eso le da más risa por algún motivo—. Ven, ven.

—¿A dóndeeee?

—A dormir —bosteza y se frota un ojo—. Tengo mucho sueño. Mañana ya haremos un traje y toas sssas oooosas muniunia munia —arrastra los pies hacia su cuarto diciendo algo inentendible. El francés le sonríe volviendo a pensar que es mono.

—Creo que puedes llegar a gustarme mucho, anglais.

Míster Kirkland hace un gesto con las manos mientras sigue diciendo algo sin sentido, abre la puerta de su cuarto y se arrastra hasta su cama dejándose caer en ella. Míster Bonnefoy susurra también algo medio dormido y alcanza a quitarse el saco, el chaleco los tirantes, pantalones y zapatos antes de echarse a la cama sobre él.

—Pijama... —susurra con los ojos cerrados, se quita los zapatos y se baja pantalones y calzoncillos todo junto sin darse cuenta.

—No necesitas pijama...

El inglés ya está dormido, pero eso no impide que conteste algo, quien sabe qué. El francés se le acurruca un poco y le medio besa el cuello, a saber qué historia se está haciendo a la cabeza. Se queda dormido en unos segundos.