Abraza la manada

19

Héctor y Aquiles

Primera parte

Una tarde, después de la comida, Candy salió al bosque en compañía de Canela para dar un paseo. El animal se acostumbraba a su nuevo hogar y se dejaba llevar mansamente por su dueña. Recorrieron los senderos que Candy ya conocía y en los que estaba segura de no perderse. Sujetando la rienda y caminando lado a lado, llegaron a unos metros del puesto de vigía este. Canela emitió un sonido de incomodidad y Candy la calmó dándole unas palmadas en el costado; a pesar de que el animal ya reconocía el aroma y naturaleza de los cambiantes, todavía se ponía nerviosa cuando se topaba con uno.

—Calma, bonita —repitió Candy cuando el animal seguía nervioso—, estás a salvo.

Canela relinchó y retrocedió unos pasos, haciendo que Candy soltara la rienda.

—¡Pero ¿qué…! —exclamó recuperando con rapidez la rienda y tirando del animal con firmeza.

—Parece que no le gustan los extraños. —Una fuerte y desconocida voz asustó a Candy y, con rapidez, buscó a su dueño. No tardó en identificar a un hombre alto, fornido y moreno que, recargado en un árbol, fumaba un cigarrillo.

Canela volvió a relinchar y Candy la sujetó con fuerza. Miró a su alrededor y volvió la mirada hacia el desconocido.

—No suele haber por esta zona —dijo modulando su voz para sonar tranquila y haciendo caso omiso al escalofrío que la recorrió al escuchar al hombre.

—Me lo imagino. —El desconocido sonrió y dio un paso adelante, en dirección hacia Candy y su caballo—. Es un espeso bosque al que no se entra fácilmente, ¿tú vienes muy seguido por aquí? —preguntó el hombre y, sin disimular, olfateó en dirección a ella. Sus ojos brillaron y una sonrisa se asomó en su moreno rostro.

Candy no dudó en que se trataba de un cambiante, un forastero. Apretó la rienda de su caballo y respiró lenta y profundamente.

—Vivo aquí —respondió con voz clara.

—Ya me lo imaginaba —sonrió otra vez el hombre y, tendiéndole la mano, agregó—: soy Héctor.

Candy iba a corresponder el saludo, pero no quiso hacerlo. No podía explicarlo, pero el hombre no le daba confianza, tal vez porque era el primer cambiante de una manada diferente que conocía estando sola; tal vez era la actitud de Canela; o, tal vez, su propio instinto.

—¡Héctor! —Un grito, que procedía del puesto de vigía cortó el intento de saludo—. ¡Todo listo!

Un segundo desconocido salió de entre los árboles, seguido de los vigías de la manada a quienes Candy sí conocía. Ellos, al verla, aceleraron el paso y se colocaron a ambos lados de ella.

—Candy, tenemos invitados —dijo el primer vigía señalando a los dos desconocidos que ya se encontraban lado a lado.

Eran idénticos, no había duda de que eran hermanos. Ambos eran muy altos, incluso más que los vigías que Candy tenía a su lado y que el Anthony mismo. También eran mayores. La tez morena de ambos, marcada por el sol, unas cuantas arrugas alrededor de los ojos y unas pequeñas cicatrices en la barbilla y cuello señalaban que esos cambiantes eran muy diferentes a los que Candy estaba acostumbrada.

—Pidieron paso por nuestro territorio y hablar con el jefe —dijo el otro vigía, mientras Candy los miraba con detenimiento. Esas palabras distrajeron a Candy y fijó su mirada en los vigías. Si ellos no notaban nada raro en esos hombres, ella no tenía porqué hacerlo, después de todo, Candy no tenía la experiencia ni el instinto de los cambiantes.

—Anthony está ocupado —dijo Candy y ambos desconocidos intercambiaron miradas—, pero supongo que podrá atenderlos.

—Sí —dijo un vigía—, ya le hemos avisado y Gabriel viene hacia acá para guiarlos a la casa.

—Justo eso le venía a decir a mi hermano —dijo el acompañante de Héctor mirando a Candy y ella supuso que era el mayor—. Mi nombre es Aquiles —tendió la mano a la rubia—, este es Héctor —señaló con la cabeza a su hermano, quien no despegaba la vista de Candy.

Ella tuvo que responder al saludo de manos y lo hizo más tranquila, teniendo a los dos vigías a su lado.

Un breve silencio se instaló en medio del grupo, mismo que sólo fue roto por Canela, quien seguía intentando soltarse.

—¡Quieta! —ordenó Candy y Héctor volvió a dar un paso en su dirección, acercándose al animal.

—Buen ejemplar —dijo tomando la cabeza de Canela—, pero ¿qué necesidad de tenerla aquí? Los caballos son inútiles para nosotros, ¿no es así? —preguntó mirando fijamente a Candy con sus ojos marrones oscuros.

—Yo la necesito aquí —respondió Candy elevando la voz.

Era claro que Héctor y su hermano habían descubierto que ella era humana y el primero sólo quería evidenciar lo obvio, pero, ¿con qué propósito?, ¿acaso eran de esos cambiantes que despreciaban las parejas entre ellos y los humanos?

— Y no le gusta que la toquen —agregó tras mirar detenidamente a Héctor. Este soltó a Canela y riendo, retrocedió.

—Disculpa a mi hermano —intervino Aquiles—, tiende a olvidar que no todo es como en casa. No tenemos caballos ni ningún otro animal. Son muy quisquillosos con los cambiantes y hemos visto pocos que se adapten a nuestra presencia.

—Pero no es imposible —la voz de Gabriel resonó en el bosque y todos voltearon a verlo. Candy exhaló y sonrió con discreción.

Gabriel y Lydia, que venía a su lado, se detuvieron en medio del grupo.

—¿Nuestros visitantes? —preguntó con cortesía y tendió la mano a los hermanos. Lydia hizo lo mismo e intercambiaron nombres y saludos de cortesía.

—Sólo por una noche —dijo Héctor.

—Queremos saludar al jefe Anthony, darle un recado de nuestro padre y seguiremos nuestro camino —secundó Aquiles.

—El jefe Rodrick, ¿no? —preguntó Gabriel.

—Así es —asintió Aquiles.

—Bien, el jefe Anthony los espera —señaló con la mano el camino y ambos hermanos tomaron la delantera, pasando al lado de Candy.

—Yo te acompaño, Candy —dijo la cambiante con una sonrisa tranquilizadora—. ¿Terminaste tu paseo o quieres andar un poco más? —Acarició a Canela y esta no se quejó, como lo había hecho al sentir las manos de Héctor—. Lo sé, bonita, lo sé —le dijo al caballo por lo bajo y dirigió su mirada a Candy, quien veía en dirección a los visitantes que iban escoltados por Gabriel.

—Vayamos a casa —respondió Candy y empezó a caminar siguiendo los pasos de Gabriel, pero varios metros atrás. Tiró de la rienda de Canela y Lydia la siguió también.

—Son de la misma manada del cambiante que viste en la fiesta de Chicago —dijo Lydia cuando ya habían avanzado un tramo—, son hijos del jefe.

—No me agradaron —afirmó Candy sin tapujos—, sobre todo Héctor.

—Ya hablas como toda una cambiante —dijo Lydia, divertida—, pero pidieron paso seguro y si no hacen nada incorrecto, no podemos ser hostiles.

—Sigue sin gustarme —repitió Candy.

Gabriel guio a Héctor y Aquiles hasta el despacho de Anthony, no sin antes avisarle que Candy ya los había conocido.

Los visitantes entraron al despacho de Anthony, donde éste y Víctor ya los esperaban.

—Jefe Anthony —se adelantó a decir Aquiles en cuanto estuvo frente a Anthony—, es un placer conocerlo, al fin. Yo soy Aquiles y este es mi hermano, Héctor.

Anthony miró con detenimiento al primero, pero su mirada azul se clavó en el segundo, quien, con rostro impasible, le tendió la mano.

—Tomen asiento —señaló Anthony las sillas frente a su escritorio y los visitantes así lo hicieron—. Este es mi tío y mano derecha, Víctor —señaló Anthony a su tío, quien asintió.

—Hemos oído de usted, lideró esta manada hasta hace unos años, cuando el jefe Anthony pudo hacerse cargo de su herencia, ¿no es así? —dijo Aquiles.

—Así es —contestó Víctor.

—Es usted muy joven, jefe Anthony —añadió Aquiles—; tiene suerte de haberse convertido en líder a tan temprana edad. ¡En cambio, yo! Aún espero a que mi padre me nombre el jefe de la manada.

—Debería pensar en iniciar la suya propia —contestó Anthony.

—¡Para nada! —exclamó Aquiles—. Es mucho trabajo, prefiero esperar un poco más —sonrió y miró a su hermano, que miraba el cuadro de Rosemary que colgaba de la pared, detrás de Anthony.

—Nuestro padre conoció a su madre —intervino Héctor dirigiéndose a Anthony—, una gran negociadora, según él. ¿Es ella? Usted se le parece. —Se inclinó hacia adelante e intercambió su mirada entre el cuadro y Anthony.

—Por desgracia, sólo en lo físico— contestó Anthony— porque yo no tengo la paciencia de ella. —Miró a ambos hermanos—. Así que, díganme, ¿a qué debo su inesperada visita?

Odette no mintió a Candy cuando le dijo que los cambiantes eran animales territoriales y, aunque también conocían la diplomacia, no había razón para que estos hermanos aparecieran de la nada en su territorio.

—¡Tan directo como nuestro padre! —exclamó Héctor.

—Lamentamos la intromisión —respondió Aquiles—, íbamos de camino a Nueva York cuando nuestro padre nos desvió hacia acá y no tuvimos tiempo de avisarles nuestra visita.

Mientras ellos hablaban, Víctor sirvió cuatro copas de licor y las puso sobre el escritorio. Héctor bebió de inmediato, y Aquiles jugó con el vaso entre sus manos, mientras seguía hablando. Anthony no hizo caso a la copa y Víctor dio un sorbo.

—Mi padre, el jefe Rodrick, le envía saludos y felicitaciones por haber encontrado a su compañera —dijo Aquiles con una amplia sonrisa.

—¿Sólo eso? —preguntó Anthony sin omitir la burla en sus palabras—. Pudo enviar una carta si tanto quería felicitarme.

—¡Ah, claro! —asintió Aquiles—, pero no quiso enviar esto por correo. —Sacó de su chaqueta una pequeña caja negra y la puso sobre el escritorio—. Un regalo para su compañera.

Anthony miró la caja, la tomó en sus manos y la abrió. No mostró ninguna sorpresa ante la joya. Cerró la caja y su rostro se contrajo.

—Si iban camino a Nueva York, ¿cómo es que su padre los envió con esto? —preguntó ante la contradicción del relato de Aquiles.

—Nos pidió comprarlo en el camino —contestó Héctor.

—Por desgracia confió en nuestro gusto para comprar joyas para una dama —bromeó Aquiles—. Esperamos que sea de su agrado. —Tomó la caja y volvió a guardarla en su ropa—. Nos gustaría entregársela en persona, así sabremos si le convence o no.

—Agradezco la atención que tienen hacia mi compañera, pero no era necesario. —Anthony se levantó de su asiento—. Y debo admitir que sigo sin entender la insistencia de su visita. —Se cruzó de brazos y miró con atención a los hermanos.

Estos intercambiaron una rápida mirada y tras un leve asentimiento de cabeza por parte de Héctor, Aquiles sonrió con discreción y retomó la palabra.

—Vayamos al grano, entonces —dijo—. Llegó a oídos de mi padre que la relación entre su manada y la familia Andley se había… ¿cómo se dice?, ¿recuperado?

La permanente sonrisa de Aquiles y la seguridad con la que hablaba no dejaban lugar a dudas de que ya se creía el jefe de su manada.

—Hace unas semanas, en Chicago, el guardia de mi tío Richard, dijo haber visto a una de nosotros en una fiesta de empresarios, al lado del director William Andley, algo que no había ocurrido en años y sólo quería saber si eso era cierto para actuar en consecuencia.

Anthony bebió el trago que Víctor había servido antes y tras un solemne silencio respondió.

—En primer lugar, la relación entre mi manada y la familia Andley nunca se ha roto — empezó a decir con firmeza—, segundo, sí había una cambiante de mi manada en esa fiesta porque estaba escoltando a mi compañera —Héctor y Aquiles se enderezaron en sus asientos— y, tercero…

—¿La humana es su compañera? —interrumpió el mayor— lo siento, jefe, no debí interrumpirlo —dijo al darse cuenta.

—¿Algún problema con ello? —preguntó Anthony, pero no esperaba una respuesta, era más bien una advertencia.

—¡Para nada! —contestó Aquiles—, es sólo la sorpresa. Eso quiere decir que… la joven de hace rato…

—Ella es mi compañera —afirmó Anthony.

Los dos hermanos intercambiaron miradas.

—Ahora, díganme —habló Anthony— ¿por qué y cómo es que el jefe Rodrick tiene que actuar entre la relación de mi manada y la familia Andley? —dijo en un tono de molestia que no era extrañarse—. Creí que sus asuntos se limitaban a la familia Bennett.

—No nos malentienda, jefe —dijo Aquiles mostrándose sereno—. Mi padre no tiene intención de interferir en el manejo de otras manadas o familias. Como bien lo dijo, nos limitamos a la nuestra y a la familia Bennett, sólo desea saber si, en efecto, han reanudado la comunicación para proponerle ciertos negocios que beneficiarían a ambas manadas, sobre todo.

—Lo escucho —dijo Anthony, inclinándose hacia el frente.

Víctor oía con atención, pero no intervenía en la charla. Héctor se echó hacia atrás en su silla y dejó hablar a su hermano mayor. Tan acostumbrado estaba a que este se encargara de esos asuntos, que no parecía importarle.

—Antes, necesitamos saber si usted y el señor William han reiniciado el contacto —insistió Aquiles—, si haremos negocios, es necesario saber dónde estamos parados.

—Como ya dije, nunca hemos roto relaciones con los Andley, al igual que los humanos Bennett y su manada, nosotros somos familia —dijo Anthony y, aunque no le gustara, era cierto; pues la parte comercial y económica entre la manada y William, o los Andley, nunca se había terminado, aunque la comunicación se había limitado a Víctor como único vínculo de la manada, pero eso era por decisión de William y era algo que no les explicaría a dos extraños.

—No se ofenda, pero mi padre sabe bien que, desde que su madre murió, la manada y el señor William no han tenido la misma relación.

—No pierdas la calma —dijo Víctor.

—Como supongo que también saben —empezó a decir Anthony—, la vida de mi tío Albert —las palabras le sabían a vinagre, pero sus problemas con él eran internos— ha sido bastante libre desde que era joven y nunca ha requerido de la protección de un guardia, como su tío Richard. Lo cual no significa que esté desprotegido o alejado de nosotros.

—Nos alegra escuchar eso —asintió Aquiles en repetidas ocasiones y Héctor sólo miró con detenimiento a Anthony—. Entonces está enterado de los negocios y alianzas que planea hacer en América Latina.

—¡Claro! —afirmó Anthony—, lleva meses trabajando en el proyecto.

—Así que lo sabía —murmuró Aquiles totalmente confundido, pero de inmediato se recompuso—. Sin embargo, las cosas no marchan bien y creo que los negocios de los Bennett son los que están interfiriendo.

—¿Por su alianza con Canadá? —preguntó Anthony, pero sólo para demostrar que sabía más de lo que Aquiles y su padre creían—. Los socios humanos no saben que ese territorio es de ustedes, hablo de lo comercial, y por eso insistían en entrar a ese mercado, pero desistirán pronto, de hecho, muchos ya lo han hecho.

—¿De qué hablas, Anthony?

—Shh, Candy me lo ha contado todo.

—¡Vaya! —exclamó Héctor con tono burlón—. Nuestro padre sí que está atrasado en noticias.

—Calla, hermano —lo reprendió Aquiles—. Volviendo al tema, me alegra que el señor William esté teniendo éxito, su crecimiento significa crecimiento también para su manada, porque estoy seguro que sus alianzas con manadas del sur están aseguradas.

Anthony sonrió, pero no afirmó ni negó nada.

—Ya que todo marcha bien para los Andley, sin duda mi padre querrá forjar una alianza con ustedes —sonrió nuevamente y Anthony empezó a hartarse de esa sonrisa—, y su plan original sigue en pie. El jefe Rodrick quiere ofrecerles lo siguiente: si se abren paso con América Latina y nos permiten entrar como socios, nosotros les abrimos el camino con Canadá. Los humanos Andley con los humanos Bennett y su manada con nuestra manada, ¿qué le parece?

—Me parece —respondió Anthony después de un largo silencio—, que se están adelantando.

La sonrisa de Aquiles se borró, ¡al fin!

—Y ahora vamos por partes —agregó—. Los negocios de mi tío están marchando, pero eso no significa que sean algo tan seguro como la relación comercial y de poder que tienen ustedes en Canadá, así que, comprenderán que yo no puedo comprometerme a ningún negocio si no cuento con alguna garantía. Tampoco puedo prometerles ni asegurarles relación con otras manadas porque no voy a comprometer mi nombre y la seguridad de mi manada, por una con quien yo nunca he tenido contacto y a quienes no conozco.

—Entiendo, jefe, pero…

—El jefe Rodrick es tan desconocido para mí como cualquier otra manada de Panamá o Uruguay, si es que las hay —habló Anthony con una voz autoritaria que enorgulleció a Víctor y descolocó a los hermanos, quienes no veían con buenos ojos que dijera que su padre era un desconocido, casi un ser insignificante—; así que no creo que espere que, sólo porque ustedes lo piden, yo les daré los beneficios de un negocio que, repito, no se ha concretado.

Anthony hizo una pausa para estudiar la reacción de sus interlocutores, que no era muy difícil de leer. La sonrisa y calma de Aquiles había desaparecido, mientras que la tranquilidad y casi desinterés de Héctor ante el tema se había transformado en inquietud, en evidentes ganas de solucionar la afrenta a su padre, si es que la había, a golpes.

—¿Ya los puedo correr de mi territorio? —preguntó Anthony a Víctor.

—Se irán solos —respondió su tío.

—¿Y si no?

—Nos comportamos como buenos anfitriones esta noche.

Aquiles y Héctor se comunicaban también a través de su propio enlace mental y no había manera de que Anthony supiera lo que se decían.

—Entiendo que no somos aliados, jefe —habló por fin Aquiles—, pero tal vez podamos serlo.

Su insoportable sonrisa volvió a aparecer y, buscando nuevamente en el interior de su chaqueta sacó un objeto pequeño que puso sobre el escritorio.

El rostro de Anthony y Víctor se contrajo de inmediato ante la bala de plata que tenían frente a sí. Intercambiaron miradas y esperaron a que Aquiles volviera a hablar.

—Supimos que tuvieron un problema —dijo Aquiles—. Atacaron a uno de sus miembros con balas de plata, ¿no es cierto?

—¿Cómo se enteraron? —preguntó Víctor que, hasta ese momento, no había dicho nada.

—No son la única manada que ha sido atacada con tiradores cargados con balas de plata —habló Héctor.

—¿Ustedes también? —cuestionó Anthony.

—¡Desde luego que no! —negó Héctor con orgullo—, nuestra manada es muy difícil, sino imposible, de penetrar.

—Una manada pequeña, vecina y aliada nuestra, sí fue atacada; dos de sus miembros fueron sorprendidos en la madrugada y uno de ellos murió por el veneno, el otro lleva semanas en recuperación —explicó Aquiles.

—¿Saben quién fue? —preguntó Anthony haciendo un gran esfuerzo por controlar sus emociones y mantener la tranquilidad.

—Al que atacó a nuestros aliados, sí; el que hirió al suyo, no.

—¿Es más de un tirador?

—Hasta ahora hemos identificado seis.

—¡Cómo es posible! —exclamó Anthony—. Yo me puse en contacto con otros jefes y dijeron no haber sido atacados; sólo en Montana me dijeron que habían perdido armas y municiones —señaló con la vista la bala.

—Tal vez los ataques no se han expandido a este lado del país, pero desde el oeste han sido unos cuantos —contestó Aquiles.

—Quien atacó a nuestros aliados ya fue capturado y cazado —informó Héctor—, así fue como supimos que son un grupo.

—¿De cambiantes? —cuestionó Víctor.

—De humanos— sentenció Héctor

No saben que hay una cambiante en ese grupo —supuso Anthony— o no quieren decirnos y nosotros tampoco lo haremos.

De acuerdo.

—Atacaron y robaron en Montana, como ya lo saben, y se han dividido los territorios para acabar con los cambiantes —agregó Héctor.

—¿Por qué? —preguntó Anthony con seriedad e inclinándose hacia el frente, recargando los brazos en el escritorio.

—Son humanos —contestó Héctor con desdén—. Odio, miedo, dinero, deporte —enumeró—. Ustedes elijan sus motivos.

—¿No lo saben?, ¿no le preguntaron al que capturaron?

—No hubo tiempo de charlar —respondió Héctor con una sonrisa socarrona—. El bastardo no aguantó mucho el interrogatorio.

—Tú te encargaste de ese interrogatorio —afirmó Anthony y el aludido asintió.

—Conocemos de primera mano lo que la plata puede hacernos —contestó Héctor y miró a su hermano, como preguntándole si podía revelar algún secreto; este asintió—. Cuando éramos adolescentes —empezó a contar—, poco después de convertirnos, mi hermano y yo fuimos atacados por un par de cambiantes salvajes, nos torturaron con plata y dejaron cicatrices en nosotros —miró de nuevo a Aquiles.

—Destruyeron mi nariz —dijo el mayor y señaló su cara— y desde entonces, mi olfato es inútil, tan básico como el de un humano.

—Así que no, no nos detuvimos a preguntarle al humano los motivos de su ataque, sólo necesitábamos saber cuántos eran y hacia dónde se dirigían —agregó Héctor—, como dije, se han dispersado por todo el país. Llaman la atención de la gente al robar ganado o causar cualquier disturbio que indique que fueron lobos y, cuando estos aparecen para limpiar el desorden, atacan. ¿Eso fue lo que pasó aquí?

—Algo así —contestó vagamente Anthony, pues ellos no se habían involucrado tan abiertamente al investigar el robo de ganado y su única sospechosa era la cantante de la taberna que había desaparecido tan pronto como Gabriel fue herido, dejando a Jimmy Cartwright con toda la responsabilidad del ataque, porque, hasta ese momento, no había motivos para creer que el chico estuviera involucrado directamente con el ataque, ni que supiera de la existencia de los cambiantes.

—Pero no encontraron al culpable —las palabras de Héctor estaban cargadas de acusación y superioridad.

—Fue una mujer —explicó Anthony—. Usó canto de sirena para influir en un chico de la zona y que él hiciera el trabajo.

—¡Una mujer! —exclamaron ambos hermanos con asombro —¿la detuvieron?

—Huyó —contestó Anthony—. El último rastro que tenemos de ella se quedó en Colorado.

—Cerca de casa —murmuró Aquiles bajando la mirada, sopesando sus opciones—. Puede ser que su punto de reunión sea por esa zona. —Miró a su hermano y este asintió, dándole la razón—. Jefe Anthony —lo miró a los ojos—, este asunto ya no se trata de manadas aliadas o negocios comerciales entre nuestras familias humanas. Mi padre quería ofrecerle información a cambio de eso, pero yo le ofrezco capturar a la culpable del ataque a su manada.

—¿A cambio de qué? —preguntó Anthony enarcando una ceja.

—De nada —respondió Aquiles y Héctor se enderezó más de su silla—. No quiero nada más que acabar con aquellos que quieren vernos muertos.

Las palabras del mayor salían sin pausa, con una exagerada emoción y totalmente ajenas a la voluntad de su padre, el jefe de su manada.

—¡No puedes ofrecer eso! —intervino Héctor—. Nuestro padre no lo aceptará y lo sabes.

—No me importa —Aquiles se encogió de hombros—, tú mismo acabas de decir que nosotros conocemos bien lo que la plata hace en nuestro cuerpo y en nuestra mente, ¿ya lo olvidaste?

La mirada de Héctor se clavó en su hermano, estaba cargada de furia, desconfianza y duda por sus próximas palabras.

—No dejaré que más cambiantes pasen por lo mismo que nosotros, que nuestros aliados, que los lobos del jefe Anthony, y padre tendrá que aceptarlo, si no…

—¡Piensas retarlo! —gritó Héctor levantándose con violencia de su asiento. Aquiles hizo lo mismo y Anthony y Víctor se interpusieron entre ambos hermanos, alejando uno del otro.

—Será mejor que se calmen —habló Víctor, mientras sujetaba a Aquiles y Anthony contenía a Héctor—, lo que están hablando es bastante delicado y serio como para arreglarlo a golpes.

Aquiles asintió y se zafó con sutileza del agarre de Víctor, mientras que Héctor se sacudió del agarre de Anthony y siguió mirando a su hermano de manera retadora.

—Un arranque más y yo mismo te sacaré de aquí —amenazó Anthony por lo bajo a Héctor. La diferencia de estatura no era tanta y la de fuerza, podría ser fácilmente medida en una pelea que no debía llevarse a cabo.

—Lo siento, jefe —habló Aquiles—. Víctor tiene razón, esto es bastante delicado y quisiera hablar a solas con mi hermano, si no le importa.

—Síganme —ordenó Anthony.

Al sacarlos del despacho, los llevó a una de las salas de estar de la planta baja. Los hizo pasar tras asegurarse de que estaba vacía y cerró la puerta, no sin antes advertirles:

—No quiero peleas en mi territorio.


C &A

Nos leemos pronto

Luna