Al día siguiente, después de que Lady Kirkland haya concertado otra visita a fin de que le tomen las medidas a su hijo menor, ahí va el francés de nuevo a la mansión a las cinco de la tarde como le han pedido. Le abre la puerta el mayordomo con el escritor inglés en la puerta poniéndose su sombrero y su chaqueta.
—Ah! Mister Bonnefoy, muy puntual, justo le estaba esperando. Vámonos —sonríe Arthur tomando su bufanda y paraguas también.
La cara de descoloque debe ser épica. El sastre mira al mayordomo de reojo antes de abrir la boca para decir algo y luego cerrarla otra vez. Arthur sale de la casa tranquilamente yendo hacia el carruaje.
El francés vacila un poquito antes de tocarse el sombrero para despedirse de Parker yendo hacia el carruaje tras él. El inglés sonríe y le mira de reojo entrando delante. Esto le quita un poco de tensión al sastre, aunque le pone nervioso por otras razones. Sube sonriendo también.
—¿Cómo se encuentra? —pregunta Arthur sentado frente a él.
—Bien, monsieur. Mejor que ayer, Merci. ¿Usted? —se ahorra no obstante de confesar su estupefacción.
—Bien, muy bien. He decidido tomarme esto con humor antes que amargarme —le sonríe arreglándose los guantes.
—Tomarse esto con humor —repite un poco extrañado—. Se refiere a... Ehm... ¿Qué exactamente?
—No sé si sabrá que mi madre ha vuelto a contratarle contra mis opiniones, como se hace todo en esta familia —explica sin mirarle con una sonrisa y tono un poco más agresivos de lo que quisiera que pudiera entreverse.
—Por eso estoy aquí, monsieur. Siento incomodarle —Francis traga saliva y asiente un poco con la cabeza sabiendo bien los designios de Lady Kirkland.
—No es usted quien me incomoda —miente un poco y levanta la vista para mirarle solo un segundo. El francés le mira sin estar seguro de que espera esta familia que haga.
—Puedo... Decirle a su señora madre que le he podido tomar las medidas, ehm... Y empezare a trabajar en un traje aunque nunca lo use —propone a reales fines de ayudar y cooperar esta vez.
—No, no, no. De ningún modo vamos a mentirle a mi madre. Ella me obligaría a llevarlo —niega con la cabeza porque de todos modos ese no es su plan, el sastre se sonroja un poquito con la idea de mentirle a Lady Kirkland.
—Ehm, sí. Lo siento. ¿Qué es lo que haremos, monsieur? —pregunta entonces con curiosidad.
—Por supuesto ir al club a tomar el té —sonríe un poco enigmáticamente y está claro que eso oculta más mala intención de la que puede adivinarse de una actividad tan común, aunque la malicia no está en el pasatiempo en sí, si no en llevarlo a cabo.
El francés suspira un poco pensando en su atuendo, que no es para ir a ningún club, a pesar de ser un buen traje y en la cantidad de trabajo que tiene... Recuerda a Antonio diciendo que no se sentiría cómodo con estas personas.
—¿Me... está invitando al club con usted? —pregunta Francis para tenerlo claro.
—No le estoy invitando, estamos yendo —responde sonrojándose un poco porque "invitarle" de nuevo como a la ópera le incomoda, como si acaso esperara que la velada terminara de nuevo como la pasada.
—Es decir, no puedo declinar su invitación —se revuelve un poquito y se humedece los labios mirándole.
—Debería haberle dicho eso a mi madre, ella es quien le ha invitado y le pagará a fin de mes —responde con la idea estructurada en su mente de modo que su madre puede obligarle a pasar tiempo con el sastre y puede pagar al sastre para que haga lo mismo con él, pero desde luego no puede obligarlo a que las cosas que hagan sean las que ella quiera, como que realmente se deje tomar medidas para al final de todo el intercambio, ella obtenga un traje de novio de la medida correspondiente de Arthur.
—¿Está enfadado conmigo? —se revuelve de nuevo porque el escrito sigue pareciendo un poco fastidiado y agresivo con todo esto… y la verdad es que él no siente que tenga realmente ninguna culpa y que solo está siendo absorbido por una vorágine de conductas y peleas de poder entre los miembros de la casa Kirkland como si fuera solo un daño colateral.
—¿Con usted? En lo más mínimo, no le traería conmigo de así ser —sonríe de nuevo sinceramente con eso, porque no está del todo de mal humor ahora que se le ha ocurrido esta maravilla estrategia para fastidiar a sus padres. Francis se relaja un poco más aun y le sonríe de vuelta.
—Bien. Gracias por traerme... Uno siempre puede ver un escaparate de modas y estilos en lugares nuevos —asegura prefiriendo dejarse llevar, porque al final disfruta de la compañía del escritor y si al final le pagan igual a final de más, no hay problema en todo esto.
—Por supuesto. Y le presentaré a algunas personas que tal vez le interese conocer —mira por la ventanilla porque en realidad se siente un poco culpable de dejarlo sin trabajo.
—Merci, nunca diré no a más trabajo —responde Francis y le sonríe más aún con eso mirándole con atención los mismos detalles que le veía ayer que estaban tan cerca. El corte de la barba recién rasurada sobre la mandíbula, el pelo alborotado, las horrendas cejas.
El inglés sonríe y asiente. El sastre se aclara la garganta y mira por la ventanilla.
—Espero que el dibujo no le haya metido en muchos problemas —susurra pensando en ello al observarle.
—¿Cuál dibujo? —frunce un poco el ceño volviéndose a mirarle sin saber de qué le habla porque no vio ningún dibujo.
—El... Dibujo. El de su cama —responde pensando que estaba ahí a la vista de todos y era obviamente un dibujo demasiado detallado para que nadie se creyera que lo había hecho en unos segundos para explicarle algo.
—No había ningún dibujo. ¿Dibujó usted el traje? —pregunta con curiosidad ahora y pensando en si alguien debió robárselo, cualquiera pensaría eso habiendo crecido en ese nido de víboras y ladrones.
—Sí había uno, di... Dibuje... El... Bueno, no el traje precisamente —carraspea porque no puede creer que no lo haya visto. Se revuelve un poco otra vez.
—Miraré por si cayó en el vestidor o bajo la cama —le mira de reojo con curiosidad ahora por ello.
—Si cayó por ahí... Seguramente lo encontrará alguien —se lamenta apretando los ojos.
—Le preguntaré al servicio —asegura con sinceridad porque después de todo quizás es que solo alguien lo guardó en algún lado o algo así. Sonríe un poco esperanzado con esa perspectiva, en el fondo si le hace ilusión ver como imagina Francis un traje para él.
—E-Espero que nadie lo encuentre —responde en realidad pensando que menos mal que no lo dibujó entero y desnudo como pensó en hacer por unos instantes.
—¿Por qué? —pregunta con curiosidad inclinando la cabeza.
—Ya lo verá —ahora sí se sonroja. El inglés levanta las cejas y se sonroja también pensando por un momento en si lo habrá dibujado a él desnudo o algo parecido—. Ehm... ¿E-Espera a ver a alguien en concreto en el club?
—¿Q-Qué? —sale de sus pensamientos sacudiendo la cabeza porque aunque... pasará algo o no, no puede tener tan buen recuerdo como para dibujarle desnudo, ¿verdad?
—No sé qué se hace en un club —asegura Francis un poco avergonzado.
—¿Ah? ¡Ah! Es... lo que quiera. Se toma el té, se fuma, se lee, se habla con los caballeros... algunos juegan juegos de mesa. Puede dibujar si quiere. ¿De verdad no ha estado nunca en uno? —es que no puede creerlo, no sabe qué haría él si tuviera que estar todo el día en su casa aguantando a sus padres sin poder escapar a algún sitio. Seguramente darse un tiro.
—Monsieur, los simples sastres como yo no tenemos ninguna razón para ir a un lugar como esos —explica encogiéndose de hombros y sonriendo un poco.
—Claro que la tienen, ahora lo comprobará —mira por la ventanilla mirando si ya llegan. Sonríe al ver que es así.
—La tenemos si algún mecenas como usted nos lleva —sonríe un poco también pasándose una mano por el traje y por el pelo, visiblemente nervioso.
—¿M-Mecenas? —parpadea sin esperarse eso y el carruaje se detiene.
—De mis aventuras. Ayer la ópera, hoy... El club. Me está mostrando un mundo que yo no podría conocer —explica en realidad bastante agradecido y emocionado con todas estas actividades.
—No diga eso, deben pagarle suficiente ¿Qué hace con sus ahorros, si no es indiscreción? —pregunta bajándose el primero del carruaje de madera oscura y girándose a mirarlo una vez en la acera.
—¿Ahorros, monsieur? Subestima lo que un sastre puede ganar. Por ahora termino de pagar el funeral de mi padre y ayudo a vivir a mi madre —responde el sastre bajándose con un saltito elegante.
—Ah, el funeral, claro... — asiente y le espera para entrar juntos. Francis se estira otra vez la ropa y vuelve a pasarse una mano por el pelo nervioso.
—¿Me veo bien? No quisiera avergonzarlo —pregunta preocupado mientras el inglés toca el timbre.
—¿Eh? Sí, sí —ni le mira, distraído, entrando delante cuando le abren porque no le interesa en realidad si se ve bien o no, es decir, lleva un traje y es bueno, no es como que realmente haya un código de color o algo parecido para ir al club. Se acerca al chico de los abrigos directo.
El sastre le sigue mirándolo todo intentando no parecer tan azorado. Hay muebles y paredes de madera con marquetería cara, de ellas cuelgan cuadros de paisajes con lámparas verdes individuales que los iluminan, todo está muy limpio y a media luz entre la artificial y la que entra de las ventanas, el suelo está cubierto por alfombras de color granate oscuro en algunas zonas. Se oyen risas suaves al fondo y rumor de conversación en la mesa de billar.
Desde luego... El muchacho de clase baja falla miserablemente en el azoro, interesado en ver los cuadros y el trabajo de las paredes, preguntándose de que va a hablar si alguien le habla.
—Deje su abrigo aquí —le indica Arthur sonriendo un poco al verle interactuar con el espacio.
—Es... Un lugar muy bonito —asegura quitándoselo y entregándolo al igual que el sombrero que ha visto que también lo ha dejado. Piensa que hubiera podido traer el reloj de oro de su padre.
—Sí. Venga por aquí —hace un gesto para que le siga—. ¿Qué le apetece tomar?
—¿A-Apetecerme tomar? Ehm... ¿Qué va a tomar usted? —Francis deja de mirarlo todo con la boca abierta para volverse a su acompañante.
—Un té irlandés —le pide al camarero y como respuesta, sentándose en los taburetes de cuero negro de la barra del bar.
—Ehm... Lo mismo para mí —decide, ya que eso es lo más sencillo, sentándose junto a él.
—Buena elección —sonríe Arthur y se gira un poco hacia él y hacia el resto de la sala, apoyándose de costado en la barra. El francés baja el tono y se le acerca un poco.
—No tengo idea de qué es eso —confiesa en un susurro, sonriendo un poco.
—Es té con Whisky y nata —le explica y seguro lleva también alguna especie aromática que él ni nota.
—¡Ah! Suena bien... Aunque otra vez alcohol con usted, me da cierto temor —Francis se humedece los labios, muy interesado en la reacción del escritor a esa afirmación. A Arthur se le borra la sonrisa, se sonroja y carraspea. Él sí se ríe un poco—. Es broma, disculpe.
—Eh... voy a presentarle a algunos caballeros —decide mejor cambiar de tema, mirando alrededor y carraspeando un poco.
—Oui. Asumo que les conoce a todos —le mira de reojo y asiente, girando luego la cabeza para ver todos los que hay en la sala.
—Sí, pero no todos son interesantes —asegura y les sirven las bebidas en una copa de cristal alta de champagne con la nata montada por encima, así que ambos de vuelven de nuevo a la barra.
—Ah, non? Vaya, cuénteme —sonríe mirándole a él de reojo y luego levantando un poco las cejas al ver la copa que, ha de admitir, se ve muy hermosa. Arthur apenas si la mira, solo dando un pequeño sorbito, aun valorando la sala.
—Mire, por ejemplo, ese de ahí —señala a un hombre de pelo blanco, fornido y malhumorado leyendo el periódico en una mesa pequeñita—. Es el coronel Beilsmidtch. El marido de la soprano, ¿se acuerda que le conté? Por lo que sé no es muy feliz con su sastre actual tal vez sería una buena idea que charlara usted un poco con él amablemente.
—Coronel Beilschmidt... Da un poco de miedo. ¿Qué cree que diga si me acerco a hablarle?
—Pues... le gusta la ornitología, a menudo habla sobre ello —se encoge de hombros—. Mire, ese es el doctor Zwingli —sonríe al verle, tomando su copa y bajando del taburete—. Voy a saludarle.
—Ah, el doctor. Ehm... E-Esta bien, ¿aquí espero? —vacila un poco y asiente.
—Vaya usted con el coronel, ande —le responde sin hacerle más caso, acercándose a su amigo. El francés le mira y luego mira al coronel con cara de muchas circunstancias.
—Vaya usted con el coronel, ande —le responde sin hacerle más caso, acercándose a su amigo. El francés le mira y luego mira al coronel con cara de muchas circunstancias.
Arthur se acerca a saludar al doctor con una sonrisa. Zwingli mira su periódico con atención aunque de vez en vez espía un poco al coronel, sin que nadie lo note. Bueno, eso quisiera.
—¡Buenas tardes! —saluda el rubio de grandes cejas sentándose en el sillón de su lado, tomándole por sorpresa y haciendo que dé un saltito.
—Arthur. Buenas tardes, ¿cómo estás? —saluda con su gesto seco y serio habitual, no obstante bajando un poco el periódico y pareciendo un poco más relajado.
—He estado mejor. Te eché de menos anteayer en la ópera —le tiende la mano para que se la estreche como saludo.
—Ah, tuve una urgencia con un paciente. ¿Qué tal salió? ¿Quién cantó? —pregunta EXPRESAMENTE para hacer notar que en teoría no tiene idea, mientras le devuelve el apretón.
—No, no. Nadie entona la habanera como Mistress Edelstein eso es indiscutible. Por desgracia mi amigo no pudo comprobarlo —señala a Francis en la barra.
—Nadie entona nada como ella —replica en automático con un sonrojito y mira a donde le señala—. ¿Quién es tu amigo misterioso?
—Mister Bonnefoy. Es el sastre de la familia y el encargado de los trajes para el desafortunado evento —se deja hundir un poco más en el sillón empezando a comerse la nata de su té con una cucharita.
—Ah, ¡el sastre! No sabía que frecuentara estos lugares —comenta porque no es muy normal ver gentes del servicio por aquí, ciertamente. Aunque todos los presentes tengan un oficio y ocupación, suelen ser de un tipo más… elevado, como algunos quisieran definirlo.
—No lo hace, lo que es una pena porque habría personas más interesantes con las que conversar para variar —protesta medio cínico y acaba de notar al mayor de sus hermanos en el billar—. Le he traído para hacer rabiar a mi madre.
—¿Personas más interesantes? Incluso me da curiosidad ahora conocerle —se encoge un poco de hombros—. Aunque sea solo para molestar a la pobre Lady Kirkland. ¿Cómo está?
—Tiene demasiado tiempo libre como siempre. Espero que cuando Miss Jones venga a Londres el fin de semana próximo esté más ocupada —responde poniendo los ojos en blanco de hastío con su vida y todo este tema.
—¿Ella o usted? —le mira de reojo y le sonríe un poco.
—Ella —sonríe de lado con eso y le mira de reojo—. Yo espero poder escaparme cuanto más tiempo posible. ¿Cómo está Lady Zwingli, por cierto?
—Lady Zwingli! Ah, ella... bien, en casa debe estar —asiente abriendo los ojos como si acabara de recordarla después de no pensar en ella en un buen rato—. O tal vez con Miss Kirkland —añade, porque Lady Zingli es la mejor amiga de la primera Miss Kirkland, es decir, la esposa del primogénito de la familia y suelen estar juntas. En resumidas cuentas, que el doctor no lo sabe, ni le interesa en lo más mínimo.
Arthur sonríe de nuevo y piensa por un instante en el asunto ese de los amantes que habló con Francis. A veces lo había pensado él mismo, pero siempre se lo quitaba de la cabeza diciéndose a sí mismo que su amigo el doctor, aun teniendo un matrimonio desencantado con una mujer con la que no se entendía, era un poco aburrido, una persona intachable incapaz de algo así... pero el sastre parecía tan convencido.
—Y... ¿Qué más te cuenta tu amigo el sastre? —pregunta el doctor tratando de cambiar de tema sobre el paradero misterioso de su esposa.
—De hecho quería conocerte —le comenta Arthur aun pensando en ese otro tema, en realidad no perdía nada por preguntar y si era cierto, conseguiría una buena historia, quizás si su amigo se lo confiaba todo hasta una trama para una novela.
—¿A mí? ¿Por? —le mira de reojo y levanta las cejas porque ha visto que se ha levantado y se ha acercado al coronel.
—Le hablé de ti en la Ópera. De ti y de Mistress Edelstein —explica decidiendo abordar el tema bastante de frente, porque andarse con rodeos en estas cosas suele ser contraproducente. El doctor abre los ojos como platos y se gira a mirarle.
—¿D-De qué? —pregunta vacilando un poco y volviendo a ponerse nervioso.
—Bueno, de vosotros, ya sabes —gesto con la mano, toma un sorbito de té mirándole tranquilo, pero sin perderse detalle de la reacción esta vez.
—Ehm... De lo mucho que me gusta su voz y que de vez en cuando la visitamos para felicitarla... Nada más. Ehm. Y... Y ¿qué ha dicho? —asegura el doctor, casi más para convencerse a sí mismo en voz alta de que no hay otra cosa sospechosa que Arthur pudiera haber comentado que para responder a la conversación en sí.
—Sí, todo eso —inclina la cabeza y piensa que esta es su gran oportunidad—. Cree que sois amantes —se echa adelante en el sillón recostándose en sus rodillas y entrecerrando los ojos.
Y así, con un infarto triple, es como el sastre le empieza a caer FATAL al doctor.
—A-A-A...
Arthur levanta una ceja esperando cualquier comentario al respecto y notando que no llega, parpadea un poco incrédulo sacando conclusiones al respecto.
—¡Peroqueatrevimiebtonosomos... esoooo! —chilla el doctor perdiendo su compostura y sangre fría de manera completamente atópica, puesto que suele ser un hombre templado, razonable y práctico hasta en las situaciones más tensas de quirófano.
El escritor carraspea un poco levantando ambas cejas, sorprendido y sacando más conclusiones. El doctor se cruza de brazos TODO sonrojado.
—Y-Yo ya le dije que no podía ser pero... —vacila el escritor intentando confortar a su amigo, aunque ahora teniendo más que dudas razonables al respecto.
—¡Claro que no puede ser! Y deja de decir esas cosas, ¿no ves que el idiota de su marido está aquí? —baja el tono de voz para decir eso último, mirando hacia el susodicho, preocupado.
—Tranquilo, tranquilo, nadie te acusa de nada —pide el escritor aun sorprendido y pensando que esta reacción es demasiado exagerada.
—Como ese concepto llegara a oídos del coronel... —dejaríamos de poder hacer lo que hacemos, piensa para sí mismo—... ¡La reputación de Mistress Belmischdt! —exclama en voz alta como si fuera un absoluto escándalo todo esto.
—No creo que fuera el coronel quien pusiera su reputación en peor estado, en realidad —valora Arthur mirando hacia el susodicho también, imaginando en su mente toda la novela si eso sucediera, con el coronel divorciándose y echando a la soprano de su casa patéticamente en mitad de una tormenta y luego el doctor yendo a proteger su honor, retando a un duelo de pistolas al coronel tras un montón de intercambios exquisitamente mordaces en una apasionada discusión.
—¿Perdón? ¿Insinúa que sería yo? —chilla Zwingli, histérico, tomando peor las acusaciones de lo que debería debido a la histeria.
—Eh? —sale de su imaginación aun sin haber decidido quien ganaría el duelo entonces, porque el doctor le cae mejor y quisiera que él ganara, pero opina que sería una trama aún más dramática si el vencedor fuera el coronel—. No, no, serían las malas lenguas. No creo que el coronel quisiera que se supiera, en realidad —asegura pensando que tal vez no la echaría de casa en mitad de la tormenta entonces.
—Como sea, ¡no somos eso que has dicho que somos! —protesta apretando los ojos tratando de zanjar el tema.
—Está bien. Está bien —vacila un poco nada seguro… es decir, la historia era muy interesante si realmente eran amantes, pero tal vez sí fuera nada más una de sus fantasías en su cabeza, si conocía bien al doctor… aunque todas estas reacciones llevaban a pensar lo contrario. El doctor Zwingli carraspea.
—¿Qué otra tontería dice tu sastre? —pregunta refunfuñando un poco pero calmándose al ver que nadie le acusa más, intentando cambiar de tema.
—No muchas, de todas formas no importa demasiado. ¿Sabes que era la primera vez que asistía a la ópera? No puedo creer que exista alguien así —comenta porque eso sí le impresionó bastante y no ha podido hablarlo con nadie, ya que la persona más razonable con quien se ha topado desde la aventura hasta ahora, es su madre o tal vez su hermano Wallace en su papel de detective.
—¡La primera vez que iba a la Ópera! —Vash levanta las cejas y también le llama eso la atención—. ¡Oh! Es increíble. Pobres personas que no tienen oportunidades. Claro que quizás si aprendiera modales... —replica bastante tenso aun con el otro asunto que acaban de discutir.
—Creo que fue una confusión inocente fruto del desconocimiento y que cuando os conozca notará que no podría estar más equivocado —trata de tranquilizarlo Arthur, aunque en realidad no está del todo seguro, pero si su amigo lo dice no tiene por qué no creerle. El doctor le mira tomando aire, pero eso suena un poco mejor.
—Bien. ¿Y qué tan interesante es convivir con alguien como un sastre? ¿Qué tantas cosas pueden tener en común? —pregunta el doctor girándose un poco hacia Arthur ahora que lo ha pensado bien con el asunto de la ópera.
—En realidad casi ninguna. Ni siquiera es inglés —de nuevo, el colmo de lo indebido—. Pero... —vacila.
—Pero... —le insta a seguir hablando el doctor, con curiosidad.
—Bueno, algo tengo que hacer para molestar a mi madre —acaba, sin mirarle, buscando a Francis con la mirada, en realidad porque tampoco está tan seguro de qué es lo que tengan en común que haga su compañía tan agradable.
xoOXOox
El sastre suspira cuando Arthur se aleja, aun con su copa en la mano... Y se da valor antes de levantarse mirando al imponente hombre de aire militar. ¿Qué podía ir tan mal? Se pregunta a si mismo antes de acercarse y trata de realmente no pensar en las posibles respuestas.
—Ehm... Hola, Capitán. ¿Está ocupado este lugar? —decide preguntar educadamente, para llamar su atención.
—¡No soy capitán, soy coronel! ¿Es que está usted ciego? —le ladra el hombre casi sin mirarle y sin responder en realidad a su pregunta. Francis aprieta los ojos azules, joder, ¿tenía que empezar así de MAL?
—Ehm... Lo siento. Coronel. Preguntaba si el lugar estaba ocupado para hablar con usted un poco... —se excusa y trata de volver a empezar sin desalentarse.
—No —responde escuetamente sin mirarle.
—Merci —le sonríe un poco a pesar de todo y se sienta dejando su bebida en la mesita de centro—. Ehm... Mi nombre es Francis Bonnefoy.
—¿Y quién es usted? —pregunta desinteresado en realidad, sin siquiera mirarle, porque nunca había oído su nombre.
—Soy el sastre de Lord Kirkland —suspira presentándose porque es la posición humilde pero real, que cree aunque no queda bien para mezclarse con todos los caballeros de clase alta.
—¿Lord Kirkland trae a su sastre al club de caballeros? —baja un poco el periódico y le mira por primera vez, sorprendido, buscando al hombre rubio de ojos azules alrededor, que además es su amigo.
—No, me ha traído su hijo, Monsieur. Arthur Kirkland –se sonroja un poco y mira al susodicho. El coronel levanta una ceja y mira también al menor de los Kirkland hablando con el doctor. El sastre se revuelve un poco—. ¿U-Usted se dedica únicamente al... Ejército?
—¿Le parece a usted poco? —frunce el ceño de nuevo, agresivo e imponente porque le incomoda que lo cuestionen.
—No, no, no... En lo absoluto. Al contrario —se revuelve un poco más pensando que esto está siendo un desastre—. M-Me imagino que le gusta mucho.
—Sí, sí me gusta —responde con ese aire seco y tajante, demasiado tenso para una conversación fluida. Francis le sonríe a pesar de los nervios.
—Me han contado que su esposa es cantante de Ópera. Anteayer fuimos y no tuve la oportunidad de escucharla —comenta intentando buscar algún otro tema un poco menos complicado y polémico.
—No —pone los ojos en blanco y bufa hastiado de ella en realidad, recordándola—. Estaba enferma de nuevo.
—Oh, ¿se enferma con frecuencia? —pregunta pensando en el doctor amigo de Arthur y que si son amantes, esa sería una buena excusa para verse a menudo.
—Con tremenda frecuencia —le mira de reojo con absoluta desaprobación a las actividades de su esposa.
—Bueno, ehm... Supongo que ya saben entonces que hacer cada vez: como cuidarla, llamar al doctor... —sonríe un poquito intentando verle lo positivo, aunque internamente se compadece de este hombre.
—Mire, llega un momento que ni me importa. Me vuelvo con los muchachos al cuartel y que se muera —responde igual de agresivo porque el tema de su esposa le tensa mucho, es evidente que no se llevan muy bien, aunque por lo menos esta vez la agresiva no está dirigida a Francis. Este levanta las cejas con esta respuesta tan tajante y... Esto le da más fuerza al asunto del doctor amante. Le sonríe sintiéndose un poco más por él—. No me mire así. ¿Está usted casado?
—O venir aquí al club a ver a sus amigos, seguro eso aparta su me... No, no. No estoy casado para nada —se ríe un poco con la idea como siempre que alguien se lo pregunta, porque no sé imagina a si mismo para nada casado en ninguna circunstancia.
—No puede entender usted el infierno que es esto. No me extraña que el joven Kirkland esté planeando su suicidio —asegura en un tono demasiado seco para que deje claro que es una broma, de todas formas el sastre levanta las cejas OOOTRA vez y sonríe de lado.
—No puede ser tan terrible, ¿o sí? Visto desde aquí parece solo tener ventajas —apunta en un tono un poco dulce, al notar que en realidad el coronel y el escritor tienen ideas muy similares al respecto del sagrado matrimonio.
—¿Ventajas? ¡JA! —sí, eso es todo lo que se ríe el amargado.
—Pues sí, ventajas. Estabilidad, una... Bueno, perdone mis pocos modos, pienso en una cama caliente, alguien que le quiera y se preocupe... —trata de razonar igual que hizo ayer y el día anterior con Arthur.
—Discúlpeme... Estabilidad que puede convertirse en esclavitud, una cama caliente con alguien que siempre tiene dolor de cabeza y que le quiere y se preocupa gritándole y riñéndole por todo —se queja. Normalmente no lo hace, manteniéndose serio y distante con este tema, disciplinadamente silencioso porque cree que los trapos sucios se lavan en casa, pero el sastre tiene cierto magnetismo inapreciable que le infunde confianza aunque no quiera.
—Ah... —arruga la nariz Francis, porque no conoce la historia completa de la pareja y la verdad es que cada una es un mundo—, cielos, dista bastante del ideal, sin duda. Pero... Al menos tiene alguien que organice la casa cuando usted no está. Estoy intentando ver alguna ventaja... Ella es famosa, quizás sus contactos sirvan de algo.
—No necesito a nadie que organice una casa, sé hacerlo perfectamente. De hecho me rijo yo mismo con mucha más disciplina que ella —asegura muy orgulloso de ello, porque las normas y la rectitud son su día a día con su trabajo, como una balsa protectora a la que asirse en una vida desdichada. Francis le sonríe y se pone una mano en la mejilla.
—Bueno... La ventaja es que hay más cosas que el matrimonio, estoy seguro de que puede divertirse igual con los chicos o en sus viajes —trata de confortarlo con otra idea.
—Por suerte —asiente un poco y sonríe levemente porque sí es verdad que lo hace, los soldados en el cuartel son sus camaradas, aunque él sea el superior, con quienes se relaja y se siente en un ambiente distendido peleando o inventando estrategias para divertirse cuando no están de servicio. El sastre sonríe más.
—Asumo entonces que usted no es especialmente seguidor de la ópera —deduce al notar el cambio de actitud hablando de un tema y de otro.
—¿Qué le hace pensar eso? —levanta las cejas porque la gente no suele deducir eso, más bien al contrario porque además la verdad es que no tiene ningún problema con la ópera, de hecho le gusta y así conoció a la soprano.
—Ehh... Bueno, si su esposa le molesta tanto en casa no creo que quiera verla cuando tiene tiempo libre —explica de todos modos un poco confundido.
—¿Dónde cree usted que la conocí? No es la música lo que me irrita —responde pensando que en realidad hubo una época en la que sí se enamoró de su esposa y por eso se casaron, en especial por su voz, que es obviamente, su mayor atractivo. Sobre todo al principio... luego fue cuando descubrió que no era una dulce palomita como sus personajes, si no lo exigente y mandona que puede ser hasta para un hombre del ejército como él, acostumbrado a recibir órdenes y ahí fue cuando se torció la cosa.
—¿La conoció en la ópera? Quizás... Bueno, no lo sé, mal juicio de mi parte, entonces —se encoge de hombros quitándole importancia—. Yo no soy experto en ópera en lo absoluto, soy un poco más experto en mujeres.
—¿Experto en mujeres? —eso suena bastante interesado, porque al parecer alguien tiene más que suficiente con el doctor y otro alguien toma demasiadas duchas frías en consecuencia. Francis sonríe.
—Estoy seguro que admitir eso no es la mejor cosa que puedo hacer siendo un sastre en un club de caballeros, Monsieur —responde un poco incómodo y en confidencia.
—¡Al diablo con eso! —protesta efusivamente porque de verdad está interesado en algún consejo para ser más cercano con su esposa, especial a lo que la cama se refiere (por lo demás le da igual si se muere).
—Vale, no es por presumir. Estoy seguro que usted sería igual de experto o más de seguir soltero —responde riendo un poco sin poder evitarlo.
—¿Qué? ¿Quién ha dicho que no lo sea? —frunce el ceño, porque a pesar de lo mal que lo pasa con su esposa está seguro que es culpa de ella, no de él que es genial. El sastre levanta las cejas.
—Experto, seguro lo es, pero no creo que tenga una mujer en cada puerto... ¿O sí? —pregunta sin estar seguro ahora, para no volver a equivocarse en sus deducciones. El coronel frunce el ceño más, Francis se humedece los labios—. Evidentemente lo digo por su señora esposa, Coronel. No por falta de capacidad, estoy convencido de que debe tener muchísimas chicas intentando quebrantarle.
El militar se relaja un poco apoyándose en la espalda de su silla y mirándole con cierto desprecio digno de la raza superior Aria.
—En realidad, si me disculpa el atrevimiento, si no fuera yo el sastre... —deja un poco la frase al aire para ver cómo reacciona
—¿Qué? —pregunta aun un poco agresivo de todos modos.
—Es muy inapropiado decirle algo así, disculpe... —hace un gesto con la mano y desvía la mirada—... Solo estoy impresionado con usted y pensé que un experto en mujeres como yo y un experto en mujeres como usted podríamos conseguir muchas cosas.
—¿Cuáles cosas? ¡Hable ya! —protesta impacientándose, porque es evidente que siente que no es experto en mujeres en lo absoluto, pues realmente no tiene una en cada puerto, pero lo que detesta es que venga un chiquillo del vulgo, inferior en clase, en poder adquisitivo y en todo, salvo quizás, en atractivo, cosa que de todos modos él no tiene manera de saber porque no es una mujer, a decirle a él que es un inútil con las chicas y por eso está frustrado.
—Chicas, chicas —aprieta los ojos.
—¡Soy un hombre casado! ¡Casado con un demonio, pero casado! —exclama como recordatorio o tal vez como advertencia, completamente perdido sobre lo que este hombre intenta explicarle, por si acaso se le ocurre proponer alguna actividad de moral laxa.
—Ya lo sé, ya lo sé. Solo lo decía como... Solo era hipotético, monsieur —susurra palideciendo asustado con la agresividad que desprende este hombre.
—¿Hipotético? —suaviza un poco el tono e inclina la cabeza.
—Oui, solo hablaba de su posible capacidad para atraer a las chicas por lo imponente y guapo que se ve —decide que adularle parece funcionar así quizás se tranquilice un poco y no quiera arrancarle la cabeza.
Beilschmidt se mira a si mismo y sonríe un poquito, revolviéndose claaaramente hinchándose sutilmente. Te puede el ego, mi amor. El francés se relaja un poco al ver que ha funcionado, aunque mirándolo bien, cuando no grita y se ve aterrador, sí que es guapo.
—Todo el mundo dice... no que yo sea un experto, pero dicen que el uniforme es un imán para las mujeres —cuenta el militar un poco en confidencia, relajándose.
—En realidad no lo dudo ni un segundo, aunque me temo que hay un pequeño problema con los uniformes... —se muerde el labio y le mira de arriba abajo con ojo crítico—. ¿Le digo la verdad?
El coronel le escucha con atención.
—Es un problema de estilo. Los uniformes son muy bonitos y sensuales, pero todos se ven iguales, están hechos con el mismo molde. Será que yo lo veo porque soy sastre, pero cualquier uniforme podría verse muchísimo más atractivo si estuviera hecho bien a la medida —explica, porque además es cierto.
—¿Y usted podría hacerme uno? No como reglamentario, porque no sería adecuado según el protocolo, pero para los días de permiso... —pregunta casi cayéndose solito en las trampas del sastre… que de hecho no son trampas, solo marketing.
Francis inclina la cabeza y le mira con atención, entrecerrando los ojos. El militar se hincha un poco más y se gira un poco mostrándole pecho y espalda.
—Podría, seguro. Alguien con un cuerpo perfecto como el suyo merece un traje perfecto... De hecho incluso podría arreglar un poco los imperfectos uniformes reglamentarios como ese que trae para hacerlo perfecto como su cuerpo —asiente finalmente.
—No, no, eso no está permitido —cuadratura mental—. Pero sí quisiera contratarle para uno nuevo. ¿Cuáles son sus honorarios?
Francis sonríe de todas maneras, y le brillan los ojos pensando que, maravilla, le debe ahora dos favores a Arthur Kirkland.
xoXOXox
El susodicho, está con cierta pregunta bailándole en la mente mientras habla de política con el doctor hasta que consigue hacer un hueco en la conversación para cambiar de tema. Visiblemente incómodo.
—Vash... tengo una consulta de carácter médico que hacerte. Es completamente inapropiada, pero eres mi colega y realmente no sé a quién acudir —explica Arthur mirándose las manos, un poco sonrojado y compungido, moviéndolas y jugando con ellas nerviosamente. El doctor le mira a los ojos notando el cambio de tema.
—No te preocupes por lo inapropiado —le calma, que debido a su profesión está acostumbrado a tener todo tipo de consultas sobre temas corporales de los que en general no se habla abiertamente en sociedad.
—Es... sobre temas concernientes a... el lecho conyugal —se sonroja más y carraspea sin mirarle.
—Oh... —se sonroja en espejo como siempre y traga saliva—. Entiendo.
—Me preocupa un poco... cierto asunto —carraspea intentando ponerse serio y profesional, como si esto no fuera para nada con él, pero aun con los ojos cerrados y el sonrojo visible—. En realidad no tiene que ver con el futuro enlace, es por... un libro que estoy leyendo. Uno que debería estar sin duda prohibido, pero por desgracia, esos siempre son los más interesantes.
—¿Qué es exactamente lo que te preocupa? —el doctor intenta que haga la pregunta ya si más rodeos, porque bien que conoce a su amigo.
—Es un poco... no te escandalices, pero ¿tienes alguna idea de cómo funciona cuando... —vuelve a carraspear y juega nervioso estrujando algo con sus manos—. Se trata de miembros de mismo género?
—Relaciones... entre miembros del... —Vash levanta un poco las cejas, casi imperceptiblemente.
Arhur carraspea más fuerte solo por si acaso tratando de ahogar las palabras. Convenciéndose a si mismo que lo único que quiere saber es si podría haber pasado sin que se diera cuenta y se acordara o puede calmarse y saberse aun inmaculado.
—Pues... Ehm... ¿Qué es lo que quieres saber? —se revuelve porque es una pregunta rara y él no es precisamente un experto en un tema tan delicado—. ¿Cómo funciona? Es un poco atroz, aunque está bien documentado.
—¿Atroz? —pregunta y ahora sí le mira, sin esperarse justamente ese adjetivo… nada de lo que sucedió le pareció tan atroz como el hecho de que sucediese. O más que PUEDE que sucediese.
—Pues el modo como funciona, es decir, anatómicamente no es natural y como no lo es, no se está hecho para eso. Así que a mí me parece atroz. Quien permitiría semejante... Ehm... Acoplamiento. ¿Sabes? —trata de explicarse no demasiado gráficamente porque le incomoda aun así.
—P-Pero... —vacila mirándole con ojos como platos porque estúpidamente no había imaginado la mecánica real del asunto y de hecho, tampoco la imagina ahora mismo. Solo piensa en un acto de onanismo... pero hecho por otra persona (en este caso otro hombre) y cree que eso es lo que el doctor considera atroz. Traga saliva y se sonroja más porque si un hombre de mente abierta estudioso del cuerpo humano considera el acto atroz, no quiere ni pensar como lo considerará la sociedad... o su propia familia.
—Pero hay muchas personas con esos gustos, más de las que imaginamos y están en todos lados... Escondidas en las sombras o detrás de una vida normal —sigue Vash como advertencia. El escritor levanta las cejas asustándose más, mirando a Francis de reojo.
—¿C-Cómo...? ¿Hay alguna forma de distinguirlas? —pregunta nervioso, porque no podía ser que alguien lo notara o algo. Y si había alguna forma tenía que saberla de inmediato para poder ocultarlo.
—No. Aunque hay indicios... Pero una forma real, no. Ya hubiera querido la Santa a Inquisición tener cómo. Pero están, ahí, cerca de nosotros... Haciendo una vida normal aparentemente y haciendo ese tipo de prácticas a puertas cerradas —sigue el doctor, explicándole en confidencia, porque algún caso sí ha tratado relativo a esto.
—Pero... —se relaja un poco al oír que no hay una forma real—. ¿Cómo funciona entonces?
—Hay quien piensa que es una enfermedad. Yo no estoy de acuerdo, creo que es un vicio de la conducta. ¿Quieres saber cómo funciona qué? El... ¿Acto en sí? —pregunta revolviéndose incómodo.
—Ah, no, no —se sonroja porque sí, justo eso quería saber pero le parece demasiado expuesto preguntar—. Un vicio de la conducta... como escribir con la zurda.
—Uno un poco peor. Y yo creo que el perpetrador siempre fuerza a la "víctima", aun con consentimiento, es la única manera —sigue según su propia idea, que en realidad no es tan apurada para el terrible horror de Arthur, que traga saliva y se echa para atrás, sintiéndose completamente identificado con la víctima.
—P-Pero habrá formas de... de evitarlo o de... luego no volverse para siempre un pervertido —pregunta completamente asustado. ¿Y si ahora para siempre jamás... no volvían a gustarle las mujeres? En el fondo tenía la esperanza de enamorarse de su futura esposa y tener una vida dichosa con una familia feliz, no como sus padres que no se hablaban ni se entendían demasiado... pero ¿y si por culpa de esto estaba condenado para siempre a ser repudiado de la sociedad como un paria? Su esposa sería quien le negaría y su padre el que dejaría de reconocerle como hijo. ¡¿Y si sentía repulsión física cuando su esposa le tocara!? Diosmiosuesposateníaquetocarle, de repente siente el acto con ella una completa invasión, alguien que no conoce tan cerca y en algo tan íntimo... ¡tal vez nunca podía consumar el matrimonio!
—¿De evitar el forcejeo? ¿O evitar qué? ¿La penetración? Es una situación que desconozco, pero supongo que sí es de común acuerdo en si se propicia la infame y muy complicada penetración. Debe ser incómodo y doloroso —sigue describiendo sin piedad, sin notar las preocupaciones del escritor.
—¿P-Penetración? —palidece con ese término concreto.
—Anal —susurra el doctor—, es lo que completa el acto en sí.
—¿¡Anal!? —¿por qué siempre tienes que gritar esta clase de cosas? Se tapa la cara muerto del sonrojo.
—Shhhh! —le ruega un poco el médico haciendo aspavientos—. Ya te he dicho que era una atrocidad.
—Dios mío de mi vida —reza de forma muy rara, ya que se las da de escritor artista moderno, ateo y medio comunista, llevándose las manos a la cara.
—Ya, ya lo sé —piensa que para lo que le está contando, es lógico que este tan escandalizado.
—¡Pero debe haber una cura! —casi se pone de rodillas a suplicar.
—¿Una corrección al vicio? Hay personas que han intentado, sí. En mi opinión, lo primero que se requiere es querer corregirse —comenta, porque ese suele ser el problema que más ve en estos casos.
—¿Y... y cómo... funciona? —le mira entre los dedos, completamente horrorizado.
—¿Estás seguro de que quieres escribir sobre esto, Arthur? —pregunta porque ha llegado a la conclusión de que eso es lo que pasa, debe estar trabajando en una nueva novela en uno de esos géneros novedosos en los que siempre acaba metiéndose con sus ideas de buscar la originalidad.
—¿Ah? Ehm... eh... n-no. No lo sé. ¿No? —vacila ahora descolocado, pero el tono del doctor induce a responder que no.
—No lo sé, no es un tema agradable —arruga la nariz—. Estos pobres individuos... Existe siempre la castración, pero antes que eso se podría intentar, yo pienso, en la reorientación de la sexualidad —valora de una forma más humana según sus propias ideas.
—Castra... —ahora sí que no puede evitar llevarse las manos ahí.
—Cuando nada más funciona... Si el deseo sigue ahí... —se defiende y mira un poco extrañado la postura que ha adoptado el escritor.
—¿Qué otras cosas pueden funcionar? —pregunta completamente incómodo y con los ojos apretados, casi rezando para que haya algo más.
—No lo sé, hay teorías diversas. Mi opinión va más hacia que el homosexual se auto convenza y con disciplina salga del mal camino —explica y carraspea un poco, porque esto empieza a tomar un cariz un poco melodramático para su gusto.
—D-Disciplina —asiente fervientemente con la cabeza, muy convencido, sin soltarse todavía.
—Sí. Yo optaría por las actividades deportivas, eliminar la convivencia con otros homosexuales, contraer matrimonio heterosexual, tener relaciones sexuales frecuentes, eliminar conductas y pensamientos homosexuales... —enumera el doctor usando sus dedos para contar.
Arthur asiente memorizando todas esas instrucciones y piensa en el asunto de los deportes, eso es, si jugaba con Francis a algún deporte masculino seguro podía situarlo en un contexto varonil nada sexual.
—En realidad me pregunto con cuántos hemos convivido a lo largo de nuestras vidas sin siquiera darnos cuenta... —reflexiona el doctor. El escritor le mira sin escucharle, aun sumido en sus pensamientos. El doctor se encoge de hombros y se agacha al frente a tomar un traguito de su Cointreau.
—Vuelvo en un rato, hay algo que debo hacer —decide, porque tiene que resolver esto cuanto antes, se levanta.
—Ah, está bien —se encoge de hombros y vuelve a abrir el periódico.
