Francis por su parte sigue con las negociaciones con el coronel, habiendo conseguido ya venderle algunos trajes y concertado una cita para tomarle medidas.

—Buenas tardes, Coronel —saluda Arthur sentándose del otro lado—, espero que mi... —se sonroja recordando lo que acaba de hablar con el doctor—. Sastre no le esté incomodando demasiado.

—¿Eh? —sale él de la conversación volviéndose al joven escritor—. Ah, no, no. Hablábamos de negocios.

El francés le sonríe al escritor agradecido con todo esto.

—Espero que no haya tenido el atrevimiento de pedirle ningún trabajo en la actualidad cuando se le ha encargado una empresa de tales dimensiones como mis nupcias... o va a tener que pagar muchísimo dinero extra... —bromea un poco el escritor.

—¿Y qué? ¿A caso insinúa que no podría pagarlo? —protesta el coronel frunciendo el ceño. Arthur levanta las manos porque no era en serio. Francis parpadea y se revuelve, pero sigue sonriendo mirando al Coronel y luego a Arthur de reojito.

—No, no, en lo más mínimo —asegura sonriendo.

—Si me los tiene en menos de dos semanas le pagaré el doble, ¿me oye? —se pone chulo el militar, dando una palmada en la mesa, mirando al sastre. Francis levanta las cejas y se le pone otra vez el signo de libra en los ojos... Quizás no dormiría, pero ¡el doble era mucho!

—Estoy seguro de que puedo entregar todo a tiempo —asegura tratando de hacer cálculos mentalmente.

—Y ahora, si me disculpan... —murmura el militar levantándose para irse, asintiendo tras esa declaración.

—Merci, coronel —se despide el sastre con un gesto de cabeza. Arthur le mira irse y luego se vuelve a Francis, sonrojándose un poquito—. Merci, monsieur Kirkland. ¡No sabe lo útil que es esto para mí... Mis deudas! Nunca he tenido tanto trabajo en la vida y solo he hablado con una persona.

—Ah, sí, sí. Seguro pronto tendrá más —sonríe un poco pensando en las cartas que mandó ayer. Francis extiende una mano hacia él y se la pone suavemente en el brazo.

—Estoy muy agradecido con usted —asegura con seguridad.

—Ah... ehm... —da un salto, separándose. El francés levanta las cejas y la mano

—Seguro querrá hacer algo por mí, entonces —propone el inglés sin mirarle.

—¿Hoy sí hay algo que pueda hacer? —pregunta divertido porque ayer no hubo forma.

—Sí. ¡NO! O sea... no se trata de eso —chilla nervioso y no le mira—. ¿Quiere tomar otra cosa?

—Non, aun me queda un poco de té, Merci —señala su copa un poco extrañado de la histeria—. ¿Tratarse de qué?

—D-Deje que yo vaya por una copa y se lo cuento —se levanta yendo a pedirla pensando en a que deporte podrían competir y teniendo una idea maravillosa. Cuando le sirven la ginebra con hielo se pasa por un armario sacando un tablero antes de volver a sentarse frente a él—. ¿Sabe usted jugar ajedrez? —eso era, perfecto. Jugar a la guerra. El juego de reyes, un deporte puramente intelectual, sin contacto físico ni posibilidad de provocar ningún deseo sexual.

—Ajedrez. Mon dieu, ¿no podría haberse conseguido usted un juego más complicado y poco barrio bajero? —le sonríe.

—Es pura poesía —sonríe de vuelta poniendo el tablero y vaciando la caja de fichas—. Asumo que sí sabe jugar.

—No diría yo que sé jugar, pero me se las reglas del juego y como mover las fichas. ¿Todas se mueven para cualquier lado a excepción de la reina, no? —pregunta, nadie podría asegurar si en serio o como broma.

—En lo absoluto, esas son las damas —aclara por las dudas.

—Ah, es verdad —se masajea la barbilla sonriendo un poco—. Entonces puede que tenga que explicarme unos cuantos detalles.

—Está bien, no se preocupe —sonríe buscando las piezas adecuadas y empieza a colocarlas—. Verá, este juego trata de la guerra entre dos reinos que ostentan las mismas tierras.

—Guerra... Sobre un tablero —repite el francés lentamente, porque de todos modos le gusta mucho como todo parece convertirse en una historia cuando lo explica Arthur.

—Exactamente, es muy excita... interesante. Interesante —no le mira, sonrojándose por la desafortunada elección de palabra—. En este caso será el ejército francés —le señala—. Contra el ejército inglés —se señala a si mismo—. Como en tantas guerra que ha habido a lo largo de la historia entre ambos.

Francis sonríe un poquito con el sonrojo e inclina la cabeza, humedeciéndose los labios.

—Una batalla épica entonces, en la que el ejército inglés tiene todas las de ganar —medio protesta, riendo.

—No se crea usted —sonríe también—. Es lo divertido del asunto, empezamos en igualdad de condiciones Seigneur général commandant des braves et nobles troupes de l'armée française —le nombra en su propio idioma que POR SUPUESTO sabe hablar como signo inequívoco de educación en escuelas privadas... eso sí, con todo su acento marcado. Sonriéndole y tendiéndole la figurita del rey blanco.

—Oh la la... Usted tiene demasiados encantos escondidos, Monsieur —Francis levanta las cejas al escucharle hablar su idioma y le sonríe un poco más aun de lo que sonreía ya.

—¿Q-Qué? —se tensa con eso, sonrojándose de nuevo.

—Vous parlez français... —arrastra las palabras y las erres cerrándole un ojo.

—Ah... ah. Oui. Oui... pero prefiero el inglés —aparta la mirada con un pequeño escalofrió a la forma en que arrastra las erres y el acento cerrado. Se revuelve en el asiento recordándose a sí mismo las palabras del médico y carraspea.

—Bien, bien... Siga en inglés, entonces —mira la figurita del rey y sonríe de lado—. ¿Cuál es la reina?

—Esta otra —busca la dama blanca y se la muestra—. Se llama dama. Pero vamos por partes, la importante aquí es el rey, que es la que tiene en las manos.

—Para variar... Un juego tremendamente monárquico este, me pregunto si cuando le gane podré guillotinar a sus reyes... Y a los míos de paso —bromea.

—¡No puede usted guillotinar a nadie! —exclama y aun así, se muere de la risa.

—Sí que puedo, con estas piezas no debe ser tan difícil... Un cuchillo afilado y "clac!", vive la republique! —se ríe con el haciendo gestos con las manos mientras habla.

—¡No! —sigue muerto de risa intentando quitárselas—. ¿¡Qué tienen todos los franceses contra la monarquía!?

—Creo que es envidia —responde de forma un poco insinuante y coqueta.

Arthur se detiene y le mira a los ojos con las manos sobre las suyas. Francis le sostiene la mirada sin quitarse y sin dejar de sonreír y el momento se siente intenso, como si vibrara todo el universo alrededor.

—¿Quién no quisiera una buen vida? —pregunta retórico en un susurro.

Arthur sonríe un poquito y no puede evitar acariciarle suavemente las manos con el pulgar, pensando que ese comentario tiene más que ver con el hecho de la pobreza en sí y la diferencia de clases, yendo por buenísima línea en ese deporte, siguiendo las instrucciones del doctor.

Francis cede ante la caricia relajándose aún más y sonriendo con más sinceridad. Inclina la cabeza y le mira con ternura sintiendo otra vez esa compatibilidad... Como si el inglés realmente entendiera lo que dice. La conexión impalpable.

Arthur lo siente también, la relajación y la complicidad con la que le mira y como parece que realmente sí ha entendido por donde iba y Francis también ha comprendido su gesto. Moviendo la mano con total sutileza, el sastre gira un poco hacia arriba haciendo una suave caricia de vuelta antes de señalar a las demás piezas.

—¿Y ellos? ¿Son mi senado?

—¿Eh? —carraspea recordando el asunto y le suelta—. Sí. No. Más o menos —busca las piezas y le caen algunas al suelo, nervioso y sin mirarle.

El francés sonríe considerándole no menos que monísimo y adorable. El inglés las recoge del suelo con nerviosismo intentando relajarse y concentrarse en el juego.

El sastre se agacha a intentar tocarle de nuevo... Es decir, a ayudarle. Toma una pieza al mismo tiempo que él, haciendo que se asuste dando un saltito y recogiendo la mano. Sonrojándose.

—Sería útil que se relajara, monsieur. Soy yo el que debería estar nervioso en este lugar —murmura cuando se levantan.

—Estoy relajado. ¿Quiere jugar o no? —pregunta un poco agresivo porque se supone que el juego debía funcionar.

—Mais oui. ¿Cómo se empieza? —pregunta.

—Espere, espere. Aún no sabe que pieza es cual ni como se mueven —le detiene porque tampoco sirve si se lo va a inventar.

—Ah, non. Pero bueno, usted puede irme diciendo. Ponga todo el tablero —pide con despreocupación.

—Es más difícil que eso, pero está bien. Le voy a dar las blancas, ellas comienzan, lo que dan la ventaja del atacante a los que saben aprovecharla —explica mientras ordena los peones—. Por lo general se sortea, pero usted dice no haber jugado nunca.

—Es... Posible que haya jugado... Quizás... Alguna vez —confiesa al final.

—¿Ah, sí? ¿Entonces? —le mira sin entender.

—Pero le aseguro que no soy ningún genio del ajedrez. Al contrario —se excusa sonrojándose un poco.

—Bueno, eso ya lo veremos. Nada de ventaja entonces —decide sonriendo porque eso lo hace más divertido entonces.

—Una gran ventaja, estoy seguro que usted ha jugado cientos de veces —replica mordiéndose el labio y sonriendo un poco mientras mira las piezas. Toma un peón y lo mueve al frente.

Arthur sonríe porque sí, jugaba a esto en su college, estaba en el club de ajedrez. Saca el caballo mirándole directamente a los ojos.

Francis levanta las cejas y saca a un caballo también, en imitación. Esto va a ser carnicería. Le sonríe igual con tranquilidad, como si supiera muy bien lo que está haciendo.

Levanta las espesas cejas desviando la mirada porque creía que iba hacer un pastor, así que empieza a prepararlo él y le sostiene la mirada con media sonrisita retadora.

El sastre mueve otro peón pensando que debía haberle puesto más atención a su padre cuando le intento enseñar a jugar esto, a pesar de ello, sonriendo como aceptando el reto.

Arthur se humedece los labios desviando la mirada de los ojos de Francis al tablero solo lo mínimo indispensable para ver la jugada y sonríe confiado sin tener en realidad idea de lo que hace el francés.

Ahora saca al Alfil, ¿por qué no? en un movimiento peligroso. Él de verdad no tiene NI IDEA de lo que hace, además está tan concentrado en él y en su mirada, a pesar de todo rezuma seguridad por todos sus poros.

Con esto, el inglés finge pensárselo más porque sabe que es clave desconcentrar y poner nervioso al otro... y bastante nervioso le está poniendo a él el atractivo intangible del francés.

Y la realidad es que sí que consigue distraerle, porque en realidad no está poniendo casi atención al tablero, fuera de intentar ponerse en lugares desde donde no pueda comerse sus piezas. Lo que sí, es que la mirada le absorbe casi por completo.

—Entonces ha conseguido un nuevo cliente... —comenta como si nada comiéndosele el peón preocupante del jaque pastor.

—Oui, uniformes. Nunca he hecho uniformes, pero tengo una idea ya de lo que haré —el francés arruga la nariz porque se ha comido uno de sus peones e inclina la cabeza moviendo al caballo protegiéndose con bastante suerte.

—¿Qué idea tiene? —de todos modos al notar la defensiva ataca de nuevo agresivo, sonriendo.

—Algo muy parecido a lo que trae, pero más entallado, con hilos plateados en las hombreras. Los pantalones también, que le marquen el culo, ¿has visto como lo tiene? —suelta sin pensar comiéndose un peón del inglés y colocándose sin notarlo en una buena posición de ataque de nuevo.

—¿El... qué? —se tensa con la mención del culo, pensando en lo que le ha dicho el doctor y se le cae una pieza del tablero al suelo al darle un golpecito con la mano. Francis levanta las cejas y se ríe bajito al ver la torpeza.

—El culo —susurra.

—Desde luego que no, no le miro el... ¡esa parte a los otros hombres! — Arthur se agacha en busca de su pieza volviéndola a poner en su sitio y se toma lo que le queda de ginebra.

—¿Por qué? Tiene que conocer a mi amigo Toni, le apuesto lo que sea a que no puede ignorar esa parte de su anatomía —sigue Francis pensando ahora en eso y en que Arthur realmente parece no tener ni idea de sus inclinaciones.

—¡Desde luego no quiero conocer a su amigo Toni con esa descripción! —exclama escandalizado volviendo a notar las negras intenciones del sastre y poniéndose a la defensiva.

—Shhh... ¿Por qué no? Solo tiene un buen culo, es inofensivo —se excusa como si ni fuera nada del otro mundo.

—¡No me interesa ningún culo de ningún hombre! —exclama, casi grita demasiado alterado.

—Cálmese, cálmese —sonríe un poco.

—¡No! —sigue chillado con la idea de la penetración anal clavada en la mente.

—¿Pero qué pasa, Monsieur Arthur? ¿Por qué está tan nervioso? —pregunta inclinando la cabeza.

—Porque no me interesan todas esas cosas, no soy uno de esos pervertidos. Usted está enfermo y quiere enfermarme a mí pero yo... ¡Yo me voy a casar! —exclama acabándose la bebida porque planea marcharse, demasiado tenso, porque además el ajedrez tampoco estaba funcionando con la tensión que estaba sintiendo al mirarle a los ojos todo el tiempo y querer ganarle y… el cosquilleo en su estómago—. Ya he tenido más que suficiente de este asunto, solo trataba de ser amable con usted porque parece estar pasando bastantes penalidades entre los tiempos que corren y la muerte de su padre, ¡pero desde luego no tengo que aguantar nada de esto!

El francés parpadea con todo esto quedándose bastante frío.

—¿E-Enfermo? —susurra palideciendo con la acusación. Mira un poco a su alrededor, nervioso.

—Sí —responde tajante poniéndose de pie y yendo a buscar su abrigo y sus cosas.

—¡Espere! —se va atrás de él.

El inglés trata de que se las den lo bastante deprisa para huir de él, sintiéndose realmente asustado de este asunto, como si un segundo más o menos fuera a ser la clave para contagiarlo.

—¿Enfermarle de qué? —pregunta en un susurro, arrepintiéndose al instante de haberlo preguntado, porque ya lo supone.

—Lo sabe perfectamente. ¡No se acerque! —protesta poniéndose su sombrero y abrigo, apartándose. El sastre parpadea volviendo a sentirse algo humillado con esto.

—No es como que usted... No es como que yo... —traga saliva entrando en pánico otra vez. Eso era lo único que le pasaba alrededor de este hombre. Iba bien y al instante entraba en pánico paralizante—. Sabe esto desde antier... No me acuse a lo de hacer, ¡usted da pie!

—¿Qué yo QUÉ? —chilla completamente incrédulo de lo que está oyendo.

—Por favor no haga nada de lo que vaya a arrepentirse. Solo se asusta... Y me asusta —se pasa las manos por el pelo y aprieta los ojos azules.

—¡No me voy a arrepentir de esto! ¡No quiero ser como usted! —protesta y sale por la puerta.

—¿No es usted un escritor de mente abierta? ¡No quiero hacerle como nadie, es como es usted sólo! —Francis traga saliva y se le humedecen los ojos. Se va detrás aun sin su abrigo y sombrero.

—Mire —se detiene en mitad del portal y le señala con el dedo—. Sé cómo soy y no soy. No planeo ser un desviado repudiado de la sociedad y las personas decentes. Y como vuelva a insinuarlo le aseguro que voy a golpearle.

—Solo soy una persona —se abraza a si mismo dolido con toda esa frase.

—No planeo denunciarle, ni nada parecido —le baja un poco a la agresividad con ello—. ¡Pero le ruego no se acerque a mí!

—Está bien. No me acerco a ti, Arthur si no quieres. No te enfermo ni te llevo por el camino del mal que crees que te estoy llevando yo... Pero te aseguro que yo sé perfectamente bien que tú SABES igual que yo, que tú y yo tenemos una conexión. Quizás no quieras admitirlo más que cuando estés solo en tu cuarto y en tu cama, o acompañado de tu esposa. Vas a volver a pensar en esto y vas a acordarte de mí —suelta de u a sola tirada antes de pasar junto a él y echar a andar.

Arthur se sonroja con todo eso, mirándole azorado con la boca abierta. El dramático francés se limpia un ojo alejándose de él sin su sombrero y su abrigo sintiéndose además desnudo por ello.

—¡Eso es mentira! —chilla un poco demasiado tarde.

—Di lo que quieras —replica sin girarse a mirarle.

—¡Espere! —grita, sin saber muy bien qué hacer ni por qué. El francés aprieta los ojos y los puños y con un pequeño esfuerzo mental se detiene.

—L-Le... —traga saliva—. Le dirá a mi madre que... no quiere trabajar conmigo. Invéntese algo —ordena a la desesperada.

—¿Y-Yo? —pregunta con la voz cortada girándose a mirarle.

—A mí no me va a escuchar, me va a obligar a hacerlo —se excusa, porque de veras quiere alejarse lo más posible de este hombre ahora mismo.

—Yo no soy el del problema, eres tú —gesticula Francis incrédulo de que esté pidiéndole esto.

—¿¡Yo!? ¡No soy yo el enfermo! —se defiende de forma demasiado fría y cruel, sin pensar.

—¡No estoy enfermo! —chilla Francis de vuelta, ofendido. El escritor le mira fijamente y niega con la cabeza—. ¡No lo estoy! Dime, ¿me VES enfermo? ¿Te sientes mal?

—¡Es evidente que esto es contra natura! —explica el escritor que no puede aceptar esto aún.

—¿Según quién? ¿Tú? No me siento especialmente antinatural ahora mismo —replica Francis con el ceño fruncido.

—¡Según la naturaleza! —sigue alegando Arthur, que tampoco ha tenido mucho tiempo de pensar al respecto en realidad y se inventa los argumentos sobre la marcha.

—¡No es verdad! —Hace los ojos en blanco—. Lo crees porque... Todos lo creen. Pero es una tontería.

—No es ninguna tontería —replica frunciendo el ceño también.

—¡Lo es! Lo es si es algo que te impide ser feliz. Ser feliz como sea... ¡No estás dañando a nadie! —sigue Francis que sí ha pensado en esto largo y tendido y hasta lo habló con sus padres en más de una ocasión.

—Eso dice siempre la gente que quiere contagiar a otros —le acusa Arthur que está demasiado nervioso para pensar con claridad.

—¿Por qué QUERRIA contagiarse, tonto? ¡Es idiota! —discute Francis que quiere que Arthur le entienda.

—¡Y yo que voy a saber! —levanta las manos el inglés, escandalizado.

—¿Por qué no admites que es idiota que quiera contagiarte? ¡De hecho es idiota seguir conviviendo contigo! —le señala con el dedo el francés.

—¡Pues no entiendo por qué lo hace! —responde un poco dolido con ello.

—¡Lo hago porque me caes bien! Porque lo paso bien contigo. ¿Qué tiene de malo? —sigue alegando completamente absorto en la discusión. Arthur se queda paralizado porque es la primera vez que alguien le dice algo parecido y siente algo bonito en el estómago otra vez—. Y tú lo pasas bien hasta que decides ponerte histérico.

El inglés se sonroja y se echa un pasito atrás con esa acusación que es demasiado cierta para ser cómoda.

—Y me pones histérico a mí y me das miedo. No me gusta tenerte miedo —sigue discursando solo, el escritor traga saliva con el corazón acelerado—. Porque yo lo que sé es confiar o no confiar... No hacerlo a ratos —sentencia al final el francés.

—¡No... —empieza a chillar sin saber qué decir.

—... pero vale, le diré a tu madre que no puedo hacer los trajes de tu boda y ya está, seguro podrán conseguir otro sastre —añade sin siquiera dejarle hablar. A Arthur se le cierra la boca de golpe y Francis se limpia los ojos otra vez.

—No he dicho todos, he dicho el mío —susurra Arthur. Los ojos azules le miran otra vez y suspira sin saber qué hacer, él se humedece los labios.

—No sé qué me haces sentir, mon dieu —protesta Francis. El escritor se sonroja con eso.

—¿Y si le decimos al doctor? Tal vez tenga alguna cura para usted que no sea la castración, él es de verdad muy discreto y de total confianza —propone Arthur nervioso, intentando llevar esto por otro lado. Francis parpadea tres veces en concreto alterado con una palabra

—¿C-C-Castración? —repite como si la simple idea fuera la peor tortura en el universo que se le pudiera ocurrir a alguien.

—O quizás pueda recomendarnos un especialista, no tiene usted que preocuparse de pagar el tratamiento, yo lo haré, solo seguir las instrucciones del médico y tener buena voluntad de curación. Estoy seguro que hay otros muchos métodos menos invasivos. Tal vez con medicinas o con hábitos de vida saludables —sigue, pensando que él es un hombre bohemio de mente abierta que no va a darle la espalda a un pobre hombre enfermo que ninguna culpa tiene de haber nacido así y que además parece una persona muy agradable en todos los otros aspectos de su vida.

—¿Q-Quieres... Curarnos qué exactamente? —pregunta aun parpadeando incrédulo.

—No a ambos, a usted —señala dando otro paso hacia atrás, en la negación absoluta de que él tenga ningún problema real en relación a eso.

—¡Yo estoy enfermo y tú no! —exclama Francis levantando las cejas incrédulo al darse cuenta del discurso mental que está siguiendo el inglés.

—Eso mismo —asiente con hasta condescendencia—. Hasta podría permitirle hace mi traje para las nupcias si realmente accediera de buena voluntad a seguir los consejos y prescripciones facultativas.

—Non, merci. No necesito su condescendencia ni sus humillaciones por algo que los DOS hicimos —se humedece los labios sin creerse nada de lo que oye.

—¿Qué? ¡Yo no hice nada! —chilla poniéndose en guardia otra vez—. ¡Y haga usted el favor de entrar a por su abrigo que me pone enfermo verle temblando así en la calle!

—Pues si estoy así aquí es porque usted me abandonó sin razón ahí dentro... Y si me disculpa, permítame refrescarle la memoria, ¡fue USTED el que me trajo a su casa y a su cama! —le acusa Francis.

—¿Q-Qué? —Arthur hasta se queda sin voz con eso, sonrojándose.

—¿Cómo pude haber llegado a su casa si no? ¡Es su CASA, monsieur Kirkland! —vuelve a acusarle bastante furibundo.

—¡Pero eso no tiene nada que ver! Usted se metió en... —de repente nota que están gritando esto en mitad de la calle, DELANTE del club.

—¡¿En dónde?! —chilla de vuelta ajeno a todo ello.

—No voy a hablar con usted de esto —sentencia dejando de chillar de golpe, mirando alrededor nervioso por si acaso alguien les estuviera mirando o escuchando.

—A este paso no va a hablar usted conmigo otra vez de NADA —responde Francis venenoso.

—Pues usted solo quiere... ¡destruirme! —señala en donde están, Francis levanta las cejas y cae ahora él en la cuenta de lo mismo.

—Oh... Ehm... —vacila un poquito mirando alrededor nervioso también—. ¿Por qué no viene... A mi sastrería?

—¿Q-Qué? —pregunta descolocado ahora, porque una invitación es lo último que esperaría.

—Vamos a mi sastrería. Le daré algo de beber y hablaremos de este tema de la supuesta enfermedad calmadamente —repite extendiéndose un poco más en sus intenciones.

Arthur traga saliva, incómodo, pero que no se haya negado rotundamente es todo un punto a favor. Francis le mira fijamente y se cruza de brazos.

—Última oportunidad —suelta, arriesgándose desde luego a... Bueno, que le rompa la cara el caballero. Pero ya estaba bien.

—Vamos, pero usted no va a contagiarme —le advierte. El sastre hace los ojos en blanco intentando no golpearle él.

—Vamos a hablar de ello... De los contagios y de sus teorías —murmura yendo hacia adentro por su sombrero y abrigo. El inglés se cruza de brazos y pone los ojos en blanco, esperándole. No tarda mucho en salir, con el ceño fruncido y sin pensar mucho.

—Bien, vamos —accede.

Igual de fruncido que lo tiene él, que se acerca a su cochero indicándole que el sastre será quien le diga a donde ir y así lo hace pasando con los brazos cruzados y de mala gana todo el viaje.

Y ahí van a, evidentemente, una zona mucho menos fina de la ciudad por calles mucho menos bien adoquinadas, con más charcos y menos luces. Aun cuando su padre había elegido bien donde colocar la sastrería, es decir, en el borde entre las cazas proletarias y la zona más rica, en concreto en caso de que alguno de sus buenos clientes tuviera que ir ahí a alguna cosa, la realidad es que distaba mucho de la zona majestuosa y casi imperial en donde estaba la mansión de los Kirkland.

A pesar de todo, Francis mantiene la nariz en alto y el ceño fruncido, con la actitud de llevar a un igual a un lugar común del que no tuviera nada de qué avergonzarse. Ya estaba bien, no iba a permitirle un segundo más de humillaciones y vergüenzas. No iba a avergonzarse por quien era, ni por su casa ni por sus gustos.

Arthur mira por la ventanilla y frunce el ceño pensando que tiene que haber algún problema aquí. Los sastres, a pesar de ser una profesión humilde, no eran precisamente baratos y no cobraban poco dinero. Esto era un poco exagerado. Que apenas tuviera clientes y además esta zona... lo considera demasiado pobre y sus estudios de derechos y leyes le hacen pensar que algo está yendo como no debe por aquí.

La carroza se detiene frente a un aparador. Tiene la suerte de estar abajo de una de las farolas de la calle, por tanto se ve bastante bien iluminada la puerta y el traje que tienen colgado en un maniquí.

Tal vez un alquiler abusivo o le habían engañado haciéndole pagar más impuestos de los debidos por la herencia de su padre. Quizás... había nombrado el funeral, tal vez el médico... no, porque ese era el Doctor Zwingli, le había dicho. Sale luz del interior de la sastrería donde está su ayudante.

—Ya estamos aquí... —susurra volviendo a ponerle nervioso. Esto distaba demasiado del club de caballeros.

—¿Quién abogó por usted en la defunción de su progenitor? —pregunta ahora sumido en ello habiendo olvidado casi por completo la discusión anterior.

—Ehm... ¿Abogar? ¿A qué se refiere? —pregunta descolocado.

—A abogar. ¿Quién se encargó de velar por sus intereses y por la correcta interpretación de la ley cuando tuvo que arreglar los papeles de su padre? —explica un poco mejor al ver la cara de desconcierto. Francis le mira de reojo bajándose de la carroza y poniéndose el sombrero.

—No lo sé... Supongo que yo. Recuerdo vagamente la lectura y firma de muchos papeles —responde.

—¿Usted? ¿Recuerda VAGAMENTE? —pregunta incrédulo.

—Muy vagamente. Fueron días tristísimos —sigue, suspirando.

—Por supuesto que lo fueron, pero ese no es el asunto —niega con la cabeza, apenas si puede hacerse a la idea.

—No sé cuál sea el asunto, monsieur —vuelve al tono formal, tenso con el tema, acercándose a la puerta y abriéndola. Suena una campanita.

—El asunto es que es imposible que su padre muriera y usted solo haya heredado esto y un montón de deudas —le sigue.

—¡Francis! ¡Excelentes noticias! —exclama el muchacho rubio que está dentro recortando patrones, subiéndose las gafas con un gesto de la nariz y sonriendo al reconocerle.

—Es posible, perfectamente posible. Mathieu! Hola. He... Venido con alguien muy importante —Francis presenta a Arthur y Mathieu.

—Ah, buenas tardes —saluda el muchacho. Arthur hace un gesto con la cabeza y el sombrero como respuesta—. ¡Pero es que han venido de la Ópera!

—De la... ¿De la ópera? ¿A qué? —pregunta teniendo miedo por un instante de haber hecho algo inapropiado y que alguien haya venido a reclamarle o hacerle pagar alguna multa, aunque está bastante seguro que no fue el caso, Arthur le invitó, no se coló ni nada.

—A encargar un traje, ¡un rigolto! —exclama pensando que él sabrá qué demonios es eso perfectamente ya que él no tiene ni la más remota idea.

—¿Rigoletto? —levanta las cejas y se gira al inglés, que carraspea.

—Es un traje muy complejo, se trata de un bufón —explica el inglés.

—¡Un traje complejo! Un bufón. Quieren que yo... Quieren... ¿D-Del teatro? —sonríe sin poder evitarlo.

—De la ópera —susurra Matthew y Arthur se sonroja.

—Eso. Ópera. Es... Es maravilloso. Un traje de Ópera, Mathieu! —se acerca a abrazarlo y él le abraza de vuelta. El inglés les mira a una distancia prudencial pero sonríe sin poder evitarlo a pesar de poner los ojos en blanco y mirar el lugar por ahí.

Es un desorden latino, claro está, a pesar de que Mathieu intenta que no lo sea. Hay telas por todos lados, cosas a medio hacer y la idea generalizada de que este es un desorden ordenados porque, según Francis, sabe exactamente donde está cada cosa.

Hay una mesa grande de trabajo al fondo y casi todas las paredes están cubiertas por estantes de madera vieja con telas de colores enrolladas en tubos. Hay algunos percheros con ropas colgadas y un pequeño pedestal a un lado envuelto en espejos para que los clientes se prueben los trajes, junto a una cortina roja que debe dar a un trastero, supone Arthur, aunque en realidad es un probador. Junto a ella, semiescondidas, unas escaleras llevan a la trastienda en el piso de arriba.

Finalmente Mathieu suelta a Francis aun sonriente y desde luego, su presencia ahí sirve para que Arthur esté mucho más tranquilo.

—Monsieur Kirkland, le presento a Mathieu Williams, mi ayudante.

El inglés le tiende la mano al muchacho con una sonrisita tímida y este se la estrecha tras ponerse bien las gafas de coser otra vez con su gesto típico, es rubio de ojos azules y amables.

—Él es al hombre al que hay que agradecerle unas cuantas cosas el día de hoy... Trabajo. ¡Mucho trabajo! —sonríe un poco habiendo olvidando momentáneamente su discusión.

—Me recuerda usted a alguien y no sé a quién —cae en la cuenta Arthur sin poder evitar sonrojarse por eso.

—Ah... ehm —vacila Mathieu y asiente a Francis, sin tener ni idea de a quién puede recordarle—. Muchas gracias.

—Es muy buen muchacho y un ayudante muy dedicado. De no ser por él aun no habría podido adelantar nada de su boda, monsieur. A quien sea que le recuerde estoy seguro que es positivamente.

—Es su cara, en realidad, quien lo hace. En fin, Francis, como venía diciéndole, me gustaría que me mostrara las copias de los documentos que firmó cuando el desafortunado suceso tuvo lugar —le llama por el nombre de pila sin pensar.

—¿L-Las copias? —balbucea al notarlo y es su turno de sonrojarse un poco por ello... Y de confundirse más de lo que ya está, si es posible—, ¿de los papeles de mi padre? Estoy seguro que están arriba en algún sitio, sólo tendría que buscarlas. Comprenderá que... Bueno, en realidad me pregunto por qué habría de querer ver todas las deudas que... Ehm bueno...

—Porque no es posible que alguien a quien mi señor padre pagaba justamente tenga un negocio así de deficitario sin que haya alguien aprovechándose de algún modo. Solo quisiera revisarlos para asegurar que todo está en orden, nada más —pide con las manos a la espalda, cambiando el peso de los talones a las puntas.

—¿Le parece que mi negocio es deficitario? —pregunta suavemente con curiosidad acercándose a las escaleras.

—Tal vez no deficitario exactamente, que es un término un poco fuerte, pero sí parece ir peor de lo que debería —se va detrás.

—Eso... En realidad no sé ni que decir al respecto. ¿Quiere algo de beber? —ofrece, nervioso ahora por lo… pobre de la casa y el sitio en general, sobretodo en comparación al club de caballeros a la mansión Kirkland.

—¿Un té? Bueno, si no le molesta a usted dejármelos leer —pide, para nada interesado en realidad en si la casa es pobre.

—Té, sin alcohol. Bien, me gusta ese giro... —pide suavemente mirando al inglés de reojo—. En realidad es... bueno, no he vuelto a ver nada de esos papeles.

—¿El té se sirve sin alcohol? —bromea.

—Oui, en las casas pobres se hace con agua —se ríe.

—Un té a lo pobre entonces —sonríe también y mira esta estancia nueva con curiosidad.

Están en la sala de un apartamento sencillo. Francis prende dos lámparas de aceite, dado que ya está completamente oscuro y mira al inglés nervioso otra vez... Porque está cerca, muy cerca, de algo personal.

Los ojos verdes lo observan todo, quitándose los guantes. La poca luz, los techos bajos, las estancias pequeñas repletas de objetos extraños, con muebles viejos que no combinan, le hace sentirse asfixiado en comparación a su casa amplia y espaciosa, que no diáfana realmente. La falta de personal haciendo las tareas no le resulta menos extraña e incómoda por tener que esperarse, así como claro síntoma de una falta de disciplina de limpieza regular.

No es precisamente la estancia que Francis hubiera querido que fuera, desde luego. Tampoco está todo lo recogida que quisiera. Mueve algunas cosas y quita un poco de ropa del sillón y una taza sucia de la mesa de centro mirando al inglés de reojo.

—L-Lo siento, no esperaba visitas, y menos una de tanta calidad —susurra habiendo querido tener esto más presentable. La eterna distancia y diferencia de clases hacía que esa sensación de igualdad que había sentido en la carroza se esfumara. Al igual que su seguridad. Una versión mucho más tímida y frágil del francés es la que le invita a sentarse.

No es que Arthur no note de repente ese cambio, sintiéndose aún más incómodo y fuera de lugar. No está seguro de cómo comportarse, todas las casas de sus amigos son muy parecidas a la suya y las normas de conducta similares, esto es completamente nuevo. ¿Es de mala educación decirle a alguien que no quieres sentarte en su sofá zarrapastroso o en sus sillas llenas de cosas? Sonríe un poco nerviosamente y se quita el sombrero también. Nadie se lo ha recogido y lo ha hecho desaparecer por el tiempo adecuado, así que tampoco sabe qué hacer con él.

—V-Voy a... S-siéntese, por favor, voy a preparar su té —susurra nervioso deseando que el limpio y pulcro inglés no desentonara tantísimo en su sala. Desentonaría por completo, siempre, en su sala y en su vida y seguramente a pesar de sus esfuerzos él desentonaba de manera igual de evidente en el club de caballeros y la ópera.

Se le hace un nudo en la garganta sintiendo que lleva dos días haciendo el ridículo total y completo, incluso ilusionándose, como siempre de manera idiota, con ser el amante de alguien que no sólo era como un rey en una pocilga... Sino que lo consideraba un enfermo pervertido.

El escritor deja el sombrero sobre una silla y se quita el abrigo que acomoda también colgándolo del respaldo. También cuelga de ahí el paraguas aun mirando a todas partes. Las fotos le llaman la atención, pero sobre todo los dibujos colgados de las paredes con clavos.

Con mano temblorosa, el sastre prepara el té y le cuesta mucho trabajo no hacerse bolita aterrorizado esperando a que su padre venga a calmarle y asegurarle que todo está bien... Se recuerda a si mismo que eso ya NO puede hacerlo mientras sale de la cocina con dos tazas ya servidas. Se revuelve al ver que está mirando los dibujos.

A Arthur no deja de parecerle pintoresco. Hay un cuadro enorme de su padre y su madre encima de la chimenea del salón de su casa... está casi seguro. Lleva ahí tantos años siendo ignorado que a veces duda un poco de su existencia, pero estos dibujos son completamente diferentes y él, escritor y amante de las palabras no está muy seguro de saber en qué. Tal vez venir aquí podía considerarse un aprendizaje como lo debía ser para el francés haber ido a la ópera por primera vez. Evidentemente, desde su punto de vista de señorito acaudalado y del de cualquiera con dos dedos de frente según él, no representaba un aprendizaje tan excelso, pero no dejaba de parecerle en cierta manera interesante. Como cuando leía las historias de viajeros en África y en Oriente.