—¿Toma miel en el té? —pregunta el francés poniendo la taza frente a él sin recordar cómo hacen las chicas del servicio.

—No, no. Así está bien. ¿Esta es su madre? —señala un dibujo de los que estaba mirando, es una mujer joven de pelo claro, muy parecida a Francis en realidad.

—Oui. Hace algunos años —asiente sin sonreír—. Le encantaría conocerle al fin, mi padre hablaba mucho y muy bien de su familia.

—¿No les conoce? A mis padres digo, tenía la impresión de que mi madre... —se encoge de hombros.

—El dibujo es de él y aunque no lo crea no está retocada... Es realmente así de hermosa o más, parece una princesa —sonríe y luego carraspea con eso de su madre—. Bueno, es un decir... ¿Qué impresión tenía?

—No sé puede negar que sea usted su hijo —asegura sin pensar en lo que eso implica al respecto de la belleza—. Que mi madre era bastante cercana a sus padres.

Francis sonríe muy levemente por el cumplido y se encoge de hombros.

—Me parece que era papá el cercando a ella...

—¿Solo su padre? En realidad no lo sé —se encoge de hombros girándose a él de nuevo, solo es algo que intuye por lo amable que es su madre con el francés y por cómo es que le ha reñido a él por horas solo por pensar en despedirle.

—Yo no creo que madre conociera a muchos clientes si no venían aquí. ¿Sabe? Yo tampoco lo recuerdo —cambia el peso de pie—. Ehm... L-Los papeles.

—Ah, es cierto —asiente para que vaya a buscarlos.

—Le... Su te está aquí —le repite algo que ya había dicho antes de ir hacia el cuarto y revolverlo todo histérico porque no tiene idea de donde están.

El inglés lo toma de la bandeja con el platito notando que las tazas no son del mismo juego y el sabor es raro. No le desagrada en lo absoluto, pero no es a lo que está acostumbrado.

Escucha la revolución en el cuarto por varios largos minutos. Levanta una ceja mirando hacia ahí con curiosidad todo el tiempo y es hasta al cabo de un ratito que Francis vuelve con los papeles revueltos con dibujos y otras cosas.

Arthur levanta las cejas con el revoltijo y deja la tacita en la bandeja tras haberse bebido la mitad.

—Lo siento, le he dicho que no... No sabía dónde buscar —se disculpa Francis un poco avergonzado.

—Oh, cielos... a ver, traiga. Fue a firmarlos a los juzgados de Fleet Street, ¿verdad? Se pueden pedir copias de lo que no tenga —asegura Arthur arremangándose y mirando los papeles.

—¿Y de qué cree que pudieran servirme? Mi padre ya no está aquí. Esto es, un poco, desenterrar el pasado —comenta el francés nervioso, sin entender del todo porqué el escritor quiere hacer esto.

—No, no, en lo absoluto. Usted estaba en un momento de debilidad lógico y necesitaba alguien que supiera leer toda la palabrería legal que se usa y pudiera decirle que significaba exactamente eso que estaba firmando, pero que por supuesto, en su estado y con sus estudios, no leyó lo bastante detenidamente —explica el inglés empezando a separar los papeles en dos pilas, una para los que son realmente sobre esto y otra para todo el resto de cosas. Francis sigue de pie junto a él como si de alguna manera sentarse a su lado volviera a eliminar la distancia tan tremenda entre ellos. Se humedece los labios.

—No creo que nadie la lea jamás —asegura sinceramente fijándose en lo que hace.

—Por supuesto que la lee. Todo el mundo —levanta solo un poco la cabeza, mientras sigue a lo suyo, leyendo los documentos solo en diagonal para saber en qué pila ponerlos—. Justo para que yo aprendiera a leerla pagó mi padre todos mis años de escolarización. Le dije que soy escritor... en realidad estudié leyes y notariado.

Francis le mira en silencio volviendo a pensar que este hombre lo tiene todo y lo sabe todo. Todo lo que por alguna razón él necesita.

—Monsieur... Hay solo una cantidad limitada de favores que yo puedo deberle —susurra preocupado—. No me tome como un malagradecido, al contrario. Solo... No sé cómo podré...

—Tranquilo, tranquilo... que sirva de algo este oficio tan desagradable —sonríe Arthur y se maravilla un poco cada vez que encuentra un dibujo, secretamente. El sastre junta las manos y se sienta lejos de él, tenso y solo en el bordecito de su propia sala estirando un poco el cuello para ver lo que lee.

—Mire, veamos... este es el Certificado de Defunción —hace un gesto para que se acerque para explicarle exactamente qué es lo que pone y para lo que sirve, una vez ha terminado de hacer la separación de documentos. El francés se acerca un poquito tímidamente sin querer ver siquiera los tristes papeles.

—Aja... —responde.

—¿Cuánto pagó por él? —pregunta mientras revisa los campos, leyéndolo ahora si con detenimiento—. Parece estar en orden pero necesitaría el libro de familia, seguramente el certificado de matrimonio de sus padres y su certificado de nacimiento, por si hay algún asunto con el testamento... ¿y dónde está, por cierto? —le mira por encima del borde.

—Eso si lo sé... Lo del costo de las cosas. Espere... —se levanta de nuevo y se va a la cocina, vuelve unos segundos después con un papel en la mano, algo sonrojado porque... Es su papel de deudas con las cantidades por rubro escritas a mano que le dieron al final, con números aficionados. Restas y enmiendas que él había hecho a mano. ¿Por qué estaba compartiendo esto con este individuo?—. Testamento no hay... Mi padre murió joven.

—De todos modos debe haber un registro de propiedades o una cuenta en el banco. ¿De quién es el taller? —pregunta mientras lee otros documentos a ver qué es lo que son,

—De mi madre. Aunque este piso es rentado —explica con el papel en las manos, como un niño que sacan a la pizarra a recitar la lección.

—A ver sus cuentas —mira el papelito y niega con la cabeza con una carita. Francis cambia el peso de pie otra vez, sonrojado.

—Con el trabajo que ya me ha ayudado a obtener podré pagar un poco más. Tarde o temprano acabaré —desea el francés.

—No se ponga usted nervioso. No debería usted tener... veamos explíqueme poco a poco cada uno de los conceptos —pide sonriendo un poco.

—Es que cada vez sabe usted peores cosas sobre mí —responde en un susurro, aunque la sonrisa ayuda a sentirse un poco mejor se sienta a su lado—. Veamos. Esto... Es lo de mi padre. Esto un par de rentas que no pude pagar justamente entonces... —suspira.

Arthur le escucha hablar con atención, concentrado un buen rato mientras le explica y pronto empieza a notar algunos problemas. Hay conceptos que no tiene que pagar o que está pagando por duplicado. Se los señala explicándole detalladamente que significan y como es que le están tomando el pelo.

El francés levanta las cejas porque no lo sabía, haciéndole varias preguntas. No tarda en traer una pluma y tintero para anotar las cosas que dice el inglés, sorprendiéndose además de que incluso amigos cercanos de su padre en quienes el confiaba estén hoy por hoy intentando... O más bien, engañándole.

—Así funciona este agujero de lobos, Francis. Todo el mundo quiere sacar tajada... pero la mayoría de las cosas se pueden arreglar tras unas cuantas gestiones. De todos modos habrá que ir a Fleet Street a por los documentos que faltan.

El francés asiente pensativo y mira su hoja de reojo.

—Si consigo en verdad pagar lo justo, que no sé si lo lograré, todo estaría un poco menos apretado —valora al final.

Arthur sonríe y asiente satisfecho con eso, pensando por primera vez en su vida que su profesión no es tan horrible e inútil como siempre ha creído.

—Iré por los papeles... Le molestaría... —vacila un poco el sastre porque no está seguro de estar en posición de pedir más favores.

—¿Acompañarle? —pregunta Arthur, bastante emocionado en realidad con todo esto, sintiéndose muy útil como nunca se ha sentido.

—Pensaba más bien en permitirme llevárselos para que los revise —responde levantando las cejas.

—Ah —se sonroja al notar que quizás se está implicando demasiado y gira la cara—. No, no, claro que no hay problema.

—Claro que si quiere venir conmigo... —le sonríe un poco.

—Eh... no, no. Es decir... usted puede ocuparse perfectamente —responde aun ligeramente incómodo, sin mirarle, fingiendo releer algún documento.

—Seguramente puedo. Merci, Arthur, no sé... Realmente no sé qué hacer para compensar al menos un poco... — aun cuando lo que Francis quiere es extender una mano hacia él y TOCARLE, esta vez consigue detenerse a sí mismo y solo sonreír un poco.

De repente, a Arthur le suena el estómago de hambre porque han estado en esto todo el resto de la tarde y es hora de cenar.

—Oh, disculpe. Creo que es hora de que regrese a casa —se sonroja un poco riéndose suavecito.

—¡Oh! —el francés levanta las cejas escuchándolo claramente... Y se ríe un poco—. Permítame al menos prepararle la cena.

—¿Eh? N-no, no... no es necesario —se disculpa porque es educado y de verdad no quiere molestar… además, seguro le están esperando sus padres en casa.

—Le aseguro que no voy a envenenarle —bromea Francis sonriendo.

—Hombre, ya me imagino —se ríe—. O al menos eso espero.

—¿Le gusta la sopa de ajo? —se ríe también.

—¡Oh! —parpadea pensando que no habría una comida más humilde—. Hace... hace mucho tiempo que no tomo una.

—Yo preparo una muy buena —le sonríe y luego piensa en las comidas en su casa, los platillos avanzados saliendo de la cocina y siendo servidos por criados que, seguramente, comían mejor que él—. Tengo además un poco de... Tocino —baja el tono de voz y se revuelve un poco.

—Tal vez será mejor que no se moleste... resulta un esfuerzo evidente para usted. Uno innecesario —insiste el inglés.

—Voy a prepararle sopa de ajo —decide, cambiando el peso de pie—. Quizás sea solo un tentempié y pueda llegar a comer más a casa —añade. Porque esto es lo que hay y lo que tiene. Además su sopa de ajo es fantástica—. Venga, ¿ha estado alguna vez en una cocina?

—Por supuesto que he estado en una cocina —frunce un poco el ceño por la implicación de esa pregunta.

—Voy a asumir que jamás se ha preparado comida en su vida —le sonríe esperándole en la puerta de la cocina.

—No ha habido nunca necesidad —se va con él—. Eso no significa que no pudiera.

—Si no ha habido necesidad, monsieur, significa claramente que no podría. Uno no puede hablar si no sabe cómo... O caminar si no sabe cómo.

—No puede ser tan difícil —responde confiado, apoyado en el marco de la puerta, mirándole.

—¿Quiere intentarlo? —propone mirándole de reojo, empezando a sacar los ingredientes.

—¿Me está retando? —levanta la barbilla sonriendo y frunciendo un poco el ceño.

—Le estoy invitando a pelar ajos, para ser preciso — le sonríe de vuelta. Arthur pone los ojos en blanco sin dejar de sonreír—. Aunque le creo incapaz.

—¿Disculpe? —levanta las cejas fingiéndose ofendido (y ofendiéndose un poco porque suena a la tarea más sencilla y básica).

—Incapaz. No creo que pueda pelar ajos —se recarga en el mármol de la cocina.

—¿Por qué piensa eso? No soy tan inútil como cree —entrecierra los ojos y se le acerca—. ¡Por supuesto que puedo pelar unos ajos!

—Muy bien, vamos a ver si es verdad... —le sonríe girando hacia un armario donde los tienen guardados.

—Esta es nada más una forma para que le ayude, no crea que no lo sé —mira lo que hace con curiosidad, inclinándose un poco para tratar de ver el interior.

—Veamos. No necesito tantos, creo que con cuatro serán suficientes —Francis toma una cabeza de ajos y se gira extendiéndosela.

—Eso es una cebolla —asegura el inglés al mirarla. Sí, este es el nivel. El francés levanta las cejas, parpadea... Le mira fijamente unos instantes y luego se muere de risa. El inglés parpadea y levanta las cejas—. ¿Qué? ¿Creía usted que iba a engañarme?

Francis se ríe más.

—¡No soy tan tonto para no saber diferenciar una cebolla de un ajo! ¡Sí los he comido! —sigue exclamando el escritor.

—Esto es un ajo, Arthur —asegura Francis entre risas.

—Esto no es un ajo, Francis —le imita de vuelta.

—¿Cómo no va a ser un ajo? Es un ajo —insiste, sonriendo.

—Está claro que hay un problema de concepto aquí. Los ajos son así pequeñitos —le dibuja UN diente de ajo con el dedo en el aire. El sastre se muere de la risa otra vez

—Por dios... Esto no puede ser. Arthur, eso es UN diente de ajo. Esto es una cabeza de ajos —explica entre risas. El escritor frunce un poco el ceño pero sonríe porque se le pega—. ¡No tienes idea en general de nada! ¡No conoces siquiera los ajos!

—¿Dónde están los cuchillos?—pregunta mirando la cocina, tan pequeñita y se lo quita de las manos dispuesto a abrirlo y a hacérselo oler, para que vea que es una cebolla… aunque él no huele demasiado a nada.

—¡Huélelo! Y ábrelo. Quítale poco a poco la piel... —le mira de reojo y le señala—. Ahí, en ese cajón.

El inglés saca un cuchillo, pone el ajo sobre el mármol y lo rebana como una cebolla cortando por la mitad todos los dientes de ajo. Parpadea un par de veces sin saber qué ha ocurrido porque por dentro no tiene el aspecto que debería.

—¿Ves? No es una cebolla —Francis sonríe viéndole la cara.

—Y-Ya lo sabía —mentira, aun no acaba de creerlo.

—No tenías ni idea —sonríe un poco, burlón—. Bien, ya me siento un poco menos en deuda.

—¡No! ¡Claro que lo sabía! ¡Estaba jugando contigo! —protesta sonrojándose.

—Claroooo, claro —sigue el francés, tan divertido. El escritor le fulmina, sonrojadito, con cara de no muy en serio—. Pélalos entonces.

Arthur se vuelve a su desastre intentando sacar las mitades de diente de ajo de los agujeritos que han quedado, con los dedos

—Vas a oler a ajo una semana después de eso —comenta el francés viendo lo que hace, mientras pone agua a hervir.

—¡Tal vez eso es justo lo que quiero! —exclama sin dejar de hacerlo, muy seguro de si mismo, como si no fuera la primera vez que hace esto.

—¿Oler a Ajo? Adorable. Pica los ajos —pide sonriendo, cuando ve que ya acaba.

—¿Qué? —pregunta sin entender del todo.

—Que los cortes —explica con paciencia.

—Ya están cortados, ¿Qué tan pequeños? —le mira de reojo a ver qué hace él.

—Querría rodajas, varias por cada diente —le sonríe sacando el queso y pan para freír.

Arthur asiente y se vuelve a los pedacitos, pensando que ¡JA! Va a hacer las mejores rodajitas de ajo de su vida. Nunca va a haber visto nada igual, seguro hasta llora de lo maravillosas que son sus rodajitas. Eso por haberlo hecho quedar como un tonto. ¿Quién iba a saber que los ajos no venían sueltos?

El francés prende el fuego con cuidado. El inglés trata de hacerlas tan delgadas que se está un raaaaaato con cada una, concentrado y con la lengua fuera. Francis sonríe de lado porque ha podido poner al señorito a hacer cosas... Moverse en ALGO.

—Veo que están quedando muy bonitas las rodajas —le sonríe acercándose un poco después, ya que tiene frito el pan.

—Ja! —exclama contento y se corta un poco en un dedo. ¿Por qué le gustara tanto al chef cocinar con él? Esta es la respuesta... Que se pone contento cuando algo le queda bien—. Au! —protesta llevándoselo a la boca enseguida y le sabe muchísimo a ajo, así que hace un gesto de asco, pero la sangre...

—Ah, sopa de burgués inglés no me gusta —le pone una mano en el hombro con suavidad sonriendo—. Déjame ver.

Se quita el dedo de la boca y se lo muestra, desconsoladito. Él le toma la muñeca con suavidad y se lo mira entrecerrando los ojos.

—Agua con sal y un trapo —le acaricia un poco la muñeca con el pulgar—. Y... Más cuidado —susurra en francés.

—Estaba yendo con cuidado... —susurra con la boca pequeña como un niño.

—Lo sé, pero te distraje —sonríe.

—Sí. Es tú culpa —sonríe un poquito.

—La aceptaré. Lo siento Monsieur Kirkland —responde mientras hace maravillas con el pan casi sin ni mirarlo.

—Está bien —se acerca el dedo hacia si para mirarlo.

—Espere, no le haga nada —saca un vasito y le pone un poco de agua y sal—. Métalo ahí

—Esto es muy irregular —comenta, pero lo hace.

—Mi vida empezó a serlo desde el momento que intenté tomarle medidas —asiente el sastre, el escritor levanta una ceja y sonríe—. Es verdad, yo era un sastre tranquilo... —se ríe echando el ajo a la sopa y siguiendo con su cocina, concentrado.

—¿Qué tenía usted de tranquilo? —pregunta mirándole hacer, con el dedo en el agua.

—Absolutamente todo —se ríe—. Era yo un ángel, tranquilo, con una vida regular y simple...

—Me cuesta mucho creer eso —se lleva el dedo a la boca de nuevo.

—¿Cómo se imagina mi vida? —pregunta Francis y saca dos platos para sopa, los que ocupa él todos los días y los llena.

—No lo sé... ah, ¿su ayudante no cena? ¿O ya se habrá ido? —pregunta el escritor girando la cara hacia las escaleras por donde se va al taller.

—Se fue ya, escuche la puerta —indica tomando dos cucharas, metiéndolas a los platos y poniéndoselos al inglés en las manos.

—Pues... supongo que debe levantarse por las mañanas, asearse, desayunar y luego trabajar en el taller. Más tarde debe ir al mercado para comprarse comida y por las tardes debe visitar a los clientes —los toma, sorprendido, sin saber muy bien qué hacer con ellos ahora.

—¿Y dónde está lo poco tranquilo de eso? Me está describiendo una vida aburrida —protesta el francés.

—Bueno, esa es la base de la monotonía... —se encoge de hombros Arthur, aun sosteniendo los platos como si fuera un niño castigado.

—Pero hay un montón de cosas además de la base... Cosas relacionadas con mi... enfermedad —le mira de reojo tomando una botella de vino, la mejor que tiene y decidiendo que es un buen momento para abrirla.

—¿Su enfermedad? —se le ha olvidado al tonto.

—Eso que llama usted enfermedad. Venga, vamos a comer —hace un gesto para que salga a la mesa de nuevo.

—Aaah! —paso atrás, se tensa.

—Por favor, no sea ridículo. No lo había ni pensado ya... Vamos a comer y a hablar de esto abiertamente —pide el francés sacando las copas, sin mirarle demasiado, pero nervioso.

—Es que... —deja los platos en la mesa y aparta la mirada… sería muy muy feo marcharse ahora mismo, además hace un buen rato que están a solas y no le ha hecho realmente nada malo.

—Es que nada. No vas a contagiarte por hablar, ¿sabes con cuánta gente hablo todos los días? —protesta Francis sin poder creer los niveles de paranoia, hace cinco segundos estaban coqueteando en la cocina, además.

Arthur se humedece los labios porque no está nada seguro de todo esto y menos ahora que acaba de acordarse.

—Come —le pide poniendo los vasos y el vino en la mesa, sentándose frente a él y jalando un plato—. Come y hablemos de esto. Jamás lo he visto como una enfermedad. ¿Acaso no debe uno sentirse mal para estar enfermo?

—¿Y no se siente usted mal cuando la gente se aleja y le repudia? —tampoco está seguro que comiendo no se contagie, así que mira el plato un poco escéptico, pero la verdad es que tiene una pinta estupenda y tiene realmente mucha hambre.

—Nadie se aleja y me repudia habitualmente. De hecho me impresiona que la primera persona que lo hace en mucho tiempo sea, de todos...Usted —responde Francis sirviendo el vino, con una mirada cargada de sentido.

—¿Por qué? —parpadea levantando la cabeza y mirándole a él otra vez.

—¿Por qué no me repudian? Porque no tengo nada repudiable, Arthur, se lo he dicho ya. Soy una persona normal, con gustos un poco más variados que los de todo el mundo —vuelve a explicar con cansancio y paciencia.

—Pero es que... —traga saliva y baja un poco la cabeza porque no concibe que eso sea posible, sabiendo bien, o al menos imaginando que es lo que le sucedería a él estando en su lugar—. Será que nadie lo sabe.

—¿Saber qué? ¿Que no me importa el sexo de la gente? Me gusta pensar que soy, de hecho, bastante superior a los demás por ello —responde altivo y toma un sorbo de vino.

—¿Superior? —levanta las cejas y vuelve a mirarle, sorprendido, tomando la cuchara y empezando a comer sin darse cuenta.

—Yo puedo ser más feliz, hay más personas para mí y no estoy preocupado en tonterías como esas que te preocupan a ti —resume encogiéndose de hombros y empezando a comer también.

—¡Pero hay un evidente problema anatómico en esto!... ¡y antinatural! ¡Y la sociedad... y la iglesia! —exclama, porque las explicaciones del doctor han sido gráficas y la reacción de su hermano bastante predecible.

—¿Acaso no eres un artista? —le acusa Francis, sabiendo que es un buen punto presión.

—Sí, pero... pero... —sigue vacilando, nada seguro con todo esto. La cara de su padre tremendamente enfadado y terrorífico se aparece en su mente sustituyendo a su hermano el sacerdote, para repudiarle y echarle de la casa.

—¿Sabes? No sé quién te dio esta idea, pero tengo la impresión que no estabas en lo absoluto preocupado antes, ni ayer en tu fumadero de opio... Ni en general. Ni siquiera habías pensado remotamente que fuera una enfermedad o no habrías puesto la boca o respondido a los besos —presiona Francis porque realmente le parece ridícula toda esta reacción.

—¡YO NO PUSE NINGUNA BOCA PARA NINGUN BESO! —chilla ante la acusación y se sonroja de muerte porque de eso sí se acuerda.

—Bien... Se enfría tu sopa —se la señala dándole un bocado a la suya. Arthur parpadea descolocado—. Cuando gritas así es que sabes bien de qué te hablo.

—¡No es verdad! —se lleva una cucharada a la boca y levanta las cejas porque está muy buena y hasta ahora no se había dado cuenta de ello, absorbido en la conversación.

—Sí que lo sabes. No habrías besado así a un leproso, por ejemplo, ni drogado hasta el tuétano. Así que no, no crees realmente que sea una enfermedad, aunque no te explicas bien nada de lo que pasa —sonríe a pesar de la regañina al ver la cara que pone—. ¿Está buena?

—¿Q-Qué? ¡Y-Yo no te besé! —vuelve al tema porque es que ahora esto es más importante, sobre todo dejar claras las cosas, a pesar de que sabe PERFECTAMENTE que es mentira.

—Me besaste tanto como yo a ti, patalea todo lo que quieras. Pero... TE ACUERDAS —vuelve a acusarle porque no soporta que mienta con algo tan delicado e importante como esto.

—¡No! —lloriquea.

—Come —otra vez voz suave y controlada. El inglés vuelve mirar el plato nervioso y descolocado.

—Yo... yo... —es que no sabe qué hacer.

—No tienes que pensar tanto, está bueno, ¿no? —trata de volver a cambiar el tema hacia la comida para relajarle un poco.

—No... No lo sé. No. Esto no funciona así, ¡deja de distraerme! —protesta apretando los ojos porque estas ideas son muy complicadas para él y no las ha digerido todavía.

—¿Cómo funciona? —pregunta Francis mirándole.

—¡Pues o hablamos de una cosa o de la otra! —exclama histérico.

—Podemos hablar de dos cosas sin que ocurra nada —replica calmadamente

—¡No cuando una es así de importante! —vuelve a exclamar, mirándole incrédulo.

—Bueno, hablemos de lo importante, es decir, de mi sopa —sonríe un poquito, porque la verdad es que tampoco quiere presionar demasiado con lo otro y que se marche y no quiera volverlo a hablar con él.

—¡No me gusta! —miente, frunciendo el ceño—. ¿Contento?

—Ah, ahora el mismo asunto con la sopa —suelta una risita y le cierra un ojo. El inglés se sonroja y se echa atrás un poco.

—Pues no me gusta. ¡Ni la sopa, ni usted, ni nada de lo que dice! —exclama de nuevo, tomando la servilleta de encima de sus rodillas y poniéndola en la mesa como acto de punto final a todo este intercambio. Francis suspira encogiéndose de hombros.

—Bueno, pues termínatela igual que es de mala educación no hacerlo —se la señala al ver lo que hace con la servilleta.

Arthur frunce el ceño y… vuelve a poner la servilleta en su sitio en las rodillas, volviendo a tomar la cuchara, refunfuñando un poco y relamiéndose sin poder evitarlo. El sastre le sirve un poco más de vino notando que se relame.

—¿Por qué no me cuenta usted de su gusto por las chicas? —propone, con un enfoque un poco distinto del tema.

—¿Qué? —pregunta descolocado, pensando que ya habían hablado todo lo necesario al respecto.

—En general. Cuénteme de su vida con las chicas —especifica el francés como si esto fuera algo muy fácil y distendido.

—No le voy a... ¡eso es íntimo! —exclama girando la cara, pensando que además no se le ocurre ni una sola historia que contarle, ni siquiera había besado nunca a una chica antes de conocerle a él.

—En ningún momento dije que me contara sus intimidades, solo le pedí que me contara sobre ellas. ¿Le gustan? —pregunta tranquilamente, escrutándole la mirada y la postura corporal.

—Pues claro que me gustan —responde escandalizado, sonrojándose, sin poder creer que le esté preguntando esto.

—¿Qué te gusta de ellas? —pregunta intencionadamente.

—P-Pues... ¡todo! —exclama porque nunca se ha detenido a pensar qué es lo que le gusta o no de ellas… piensa en las cosas clásicas, generalmente los hombres hablaban de… pechos y culos, no? Le parece una cosa terriblemente poco elegante que mencionar, además que nunca ha llegado a entender del todo que tiene de bonito un culo cuando todo el mundo sabe que sale de él.

—Eso es absurdo y general, no parece usted escritor —le acusa Francis expresamente para hacerle pensar en todas estas cosas a ver si así se da cuenta él solo.

—¡Es que no entiendo porque tengo que estar justificándome! —exclama dándose cuenta de sus intenciones en realidad.

—No está justificándose, está hablando conmigo —se defiende—. Luego yo le diré que es lo que me gusta de los chicos

—¡¿Por qué cree que yo quisiera saber eso?! —le mira con ojos como platos.

—Porque verá usted que en realidad... Quizás me entiende —explica.

—¡No le entiendo! —vuelve a chillar a la defensiva.

—Lo entenderá si en su acaso le gusta de alguien algo más que sus partes íntimas —replica.

—¿A qué se refiere? —Arthur parpadea un poco, porque ese pensamiento se parece un poco a su asunto de falta de entendimiento sobre la belleza que radica en un culo.

—A que me gusten las personas, quizás usted tiene la misma brillante idea —le señala con la mano, mirándole a los ojos.

—A mí no me gustan las personas, ¡me gustan las mujeres! —vuelve a ponerse a la defensiva.

—Bien. Entonces ¿qué fue lo de ante noche? —pregunta empezando a enfadarse.

—Fue que usted... ¡usted me forzó! —chilla a la desesperada a pesar de saber que es mentira. Los ojos azules le miran fijamente con su vasito en la mano.

—Tenía la impresión de que usted era un caballero —le riñe sin poder creer que le esté acusando de eso.

—Lo soy —replica Arthur girando la cara, que a pesar de todo, sabe que no debía haber dicho eso.

—¿Cómo puede inventar que yo le... Forcé? —suelta muy seguro de si mismo y luego piensa... ¿y si le había forzado en verdad? No recordaba nada.

—Aunque no lo hiciera es evidente que yo soy la víctima aquí —trata de convencerse a si mismo de eso, sin mirarle.

—¿P-Por qué? —vacila ahora no tan seguro… aunque piensa que si le hubiera forzado no estaría hoy aquí ayudándole con sus papeles y cenando sopa de ajo.

—Porque a mí me gustan las mujeres y es usted el que intenta convencerme de que no —le señala en pánico, porque sí está notando que no está seguro de qué es lo que le gusta de ellas, en su fuero interno.

—Yo no intento convencerle de nada como eso, intento explicarme por qué es que usted me engaño a mí —se defiende el francés.

—¿Que yo le engañé? ¿Disculpe? —pregunta incrédulo ahora, levantando las cejas.

—Sí, verá... ¿Sabe por qué no tengo problemas con nadie? Eso que decía del rechazo —explica con calma.

—¿Por qué? —pregunta con un poco de curiosidad, a pesar de las acusaciones.

—Porque no suelo tener nada con nadie en lo absoluto, pero ha sido USTED el que empezó todo esto. Yo solo iba a tomarle medidas —insiste, porque a pesar de todo, también le da un poco de miedo haberse hecho tan cercano de alguien en tan poco tiempo, alguien con esta clase de pensamientos y que además, ha estado mareándole tanto en sus intenciones. En general no solía hacerse cercano de nadie, porque no solía sentirse cómodo con nadie y no está seguro de cómo puede sentirse cómodo precisamente con este hombre tan indeciso.

—¡Yo no empecé nada! Por Dios solo intentaba ser amable y huir de mis obligaciones! —se defiende el inglés, aunque a cada nueva acusación se plantea en su fuero interno si no será cierta, sin poder evitarlo, lo que hace que sus miedos y nerviosismos afloren aún más. Frnacis le mira y finalmente se plantea la posibilidad.

—Quizás yo me equivoqué. Quizás yo malinterpreté ciertas señales comunes, sus sonrojos y sus flirteos. Lo siento, pensé que estabas intentando algo conmigo —sentencia directamente—. Más aún cuando me invitaste a tu casa. ¿Si notas lo absurdo?

—¡Yo no me sonrojé ni flirtee! —se sonroja porque ni siquiera sabía que lo había hecho y le da mucha vergüenza.

—¡Sí lo hiciste! Y pude haberte ignorado, pero me caes bien, fuimos al fumadero, y estabas tan... Cerca —sigue el francés recordándolo y es que todo es tremendamente contradictorio y confuso. Arthur aparta la cara y se sonroja más.

—Será mejor que me marche —decide volviendo a poner la servilleta en la mesa para levantarse, porque esto es demasiado complicado.

—Espera, hay algo importante que quiero decirte antes de que te marches si quieres —se acomoda bien en su silla—. Esto no es a fuerzas, ¿sabes? No es estar en una jaula de un león que va a comerte.

El inglés le mira y traga saliva, escuchándole sin levantarse.

—Vale, ya sabes que no me molestan los chicos... ¿Y? —pregunta el francés, porque nunca en su vida había sentido tanto que eso fuera algo malo como ahora mismo al hablar con él.

—Ya le he dicho que le pagaré un tratamiento, le he ofrecido mi ayuda y no quiere, le he dicho que no voy a denunciarle. Sinceramente no sé qué más quiere. Estoy siendo absolutamente comprensivo e intentando no darle la espalda en ello —se le acerca, frunciendo el ceño, empezando a hartarse.

—Lo sé. Solo quería explicarme —baja la cabeza, regañado.

—Y aun así sigue acusándome de ser yo el que ha dado pie. Ni siquiera sé qué puedo haber hecho —apoya una mano en la mesa y otra en el respaldo de su silla, acorralándole.

—Pues... —vacila un poco y levanta la cabeza, mirándole a los ojos—, cosas. No sé qué quiere que le diga, yo no voy besando a todos los hombres que encuentro.

—USTED me besó a MÍ. Usted es el pervertido. Usted sabrá por qué lo hizo —insiste en su pequeña tabla de salvación en mitad del océano.

—No me llames pervertido —aprieta los ojos—. Si lo hice es porque me gustas.

El escritor se paraliza de nuevo con el corazón acelerado, muy cerca. Demasiado cerca en realidad. Es de nuevo la primera vez que alguien le dice que le gusta e indefectiblemente es un sentimiento muy agradable.

—Me gustas y... Ya. Puedes juzgarme todo lo que quieras por ello —abre los ojos y le mira.

—¿Y c-como...? —vacila y se humedece los labios—. ¿Y cómo te gusto te crees con derecho a besarme? Con poner sobre mi boca tu pérfida y tentadora boca de labios envenenados de aspecto suave y apetitoso como si de una flor nociva se trataran. Crees que puedes tentarme con los deslices más hondos de la naturaleza lujuriosa del hombre en el pecado. Di lo que quieras, demonio, me llevas preso con tus viles artimañas, esclavo de algo que solo tú has visto y que no puede existir en la mañana, que no es posible concebirse en la mente humilde de los hombres buenos. Esas dos vulvas latientes en deseo siguen ahí, tentando a lo prohibido. A lo perverso y tú... tú se lo permites sin que te importe mi corazón, ni el de las personas. Hablas de que te gusta la gente, ser contra natura y no piensas en la naturaleza de esta misma, dices que te gusto sin pensar en lo que remueves y cuanto dolor provocas con semejante... —no acaba la frase perdida la mirada en los ojos azules.

El francés se queda mirándole fijamente, con la boca medio abierta y el corazón latiendo le con tanta fuerza como no sabía que pudiera latirle. Arthur se acerca y le besa sin tener ni idea de lo que está haciendo.

El sastre le besa de vuelta con completa intensidad y profundidad, olvidándose del mundo entero. Le abraza de la cintura contra si perdido en las palabras, en su voz y en sus ojos.

El escritor se le sienta en la falda, piernas abiertas y le abraza atrayéndole de los hombros y el cuello. Ni siquiera sabe lo que está haciendo ni cómo debe hacer para besar a alguien, es todo puro instinto... y la pasión con la que siente el beso devuelto le pasa por encima como un tren, más alejado de la realidad cada vez.

Francis se pierde igualmente, notando el beso inexperto, compensado del todo por la fuerza y determinación del que lo da. La cercanía ayuda mucho a empeorar, o mejorar la situación, dependiendo del cristal con que de mire.

El pelo largo en el que hunde las manos no ayuda, solo la barbita rala del extranjero que rasca a momentos en la cara del inglés, le recuerda lo que estás pasando y aun así no piensa en nada más que no sea en él al besarle. Ni UNA sola imagen de ni UNA sola mujer se le viene a la mente.

Y el beso tremendamente apasionado y profundo es llevado a caminos de más suavidad gracias a la habilidad de Francis, que piensa en algún momento que su este va a ser quizás el único beso que se den, quiere sentirlo a la perfección

El inglés no es capaz de llevar nada al plano consciente, pero este momento, pase lo que pase en el futuro, lo atormentará por el resto de su vida.

Finalmente el francés levanta la mano y le acaricia la mejilla con suavidad, cuando el beso ya es solo una suave caricia entre ambos.

Poco a poco Arthur se separa, temiendo abrir los ojos, desorientado como cuando uno es despertado sorpresivamente de un sueño muy profundo. Francis le aprieta aun un poco de la cintura, sin dejar de acariciarle la mejilla con suavidad. Le da un beso en la comisura de los labios y otro en la mejilla y se le acerca para abrazarte recargando la barbilla en su hombro.

Y la realidad le golpea como una ola de mar en cada uno de esos besos, paralizado al notar lo que acaba de pasar. Acaba... acaba de besar a un hombre. ¡Acaba de besar a un hombre de verdad y por primera vez! ¡Ese había sido su maldito primer beso y había sido con un hombre! Se levanta intentando salir corriendo de aquí cuanto antes sintiendo hasta cierta repulsión a la idea. Necesita aire, necesita estar solo, necesita alejarse de todo esto. Necesita PENSAR.

El sastre se queda paralizado con los brazos al aire, aunque si ha de decirlo, lo esperaba. Sin mirarle, el escritor empieza a recoger su abrigo y sus cosas, vistiéndose. Histérico, incrédulo, nervioso, descolocado, pero sobre todo muy muy asustado. Buscando en su mente la manera de convencerse que esto no acaba de pasar.

—Fue un muy buen beso —susurra el francés sin detenerle—. E-En serio que algún día termines de ordenar tus ideas... ¿Te acompaño a la puerta?

—U-Una valeda e-entoncadora. S-Sopas por la gracia —susurra y se hace un lío con sus propias palabras mientras toma el sombrero y el paraguas corriendo para salir de ahí lo antes posible.

—De nada, Arthur —se despide de él tomando un largo tiempo en levantarse, quizás tanto que Arthur incluso saldrá o bajará solo. Que es exactamente lo que hace, casi como si el lugar estuviera en llamas—. Adiós —susurra el francés y sonríe levemente cuando el inglés sale de su vista.

El inglés se mete corriendo en su carruaje y esconde la cara en las manos tremendamente preocupado. ¿Qué iba a hacer ahora? ¡SÍ estaba enfermo! ¡Y se iba a casar con una mujer que llegaba a la ciudad en un par de días!

El francés termina de recoger y sale a la calle, cuando es demasiado tarde, esperando que se calme antes de decidir nada.

Arthur va en su coche hecho bolita, lo había besado... ni siquiera sabía por qué. Había dicho todo ese tirón de cosas sin demasiado sentido, todo un discurso absurdo sobre el demonio como si fuera un reverendo dando su sermón de los domingos y al final, una especie de fuerza ajena a él le había arrastrado al hecho. ¡Tal vez era ese el problema! ¡Tal vez estaba poseído! Lo primero que haría mañana por la mañana sería ir a la iglesia a confesarse.

El francés se pasa las manos por el pelo escuchando alejarse los caballos del carro. Empieza una fina y molesta lluvia que no le impide quedarse unos cuantos segundos mirando a la oscuridad a la oscuridad. Le había dado un beso… ¡Y que beso! Se humedece los labios y sonríe un poco aun con algunas maripositas en el estómago preguntándose a sí mismo porque es que estaba sonriendo... Esto era un lío, grande y complicado. Ni siquiera sabía si le volvería a ver... ¡además solo tenía dos días de conocerle! Dos intensos días, eso sí... Suspira volviendo a meterse a su sastrería tocándose los labios y tratando de hacer memoria del discurso del inglés.