Francis sonríe tontamente todo el camino, emocionado, apresurando al cochero para que le lleve a casa. Cuando el carro se para piensa por un momento en los infinitos niveles de romanticismo que implican que un caballero listo, con facilidad de palabra, perfectamente educado y de sociedad, le pida a él... Un sastre... Que se escapen juntos para ser felices. Taaaaan romántico y complejo. Sonríe aún más cuando ve que la ventana del cuarto de su madre está abierta. Corre a la sastrería quitándose el sombrero y colgándolo en el perchero junto con su abrigo.
—Maman? —saluda Francis subiendo las escaleras de dos en dos.
—Estoy aquí —le llama desde la cocina cuando le oye.
—¡Eso huelo! —sonríe viéndola desde la sala—. ¡Y estás preciosa! Hace días que no te dejas ver... ¡Y han pasado muchas cosas!
—Hola, mi príncipe —le pone la mejilla para que la bese, sonriendo, mientras sigue preparando el chocolate para unos dulces. Francis la besa, la abraza y la aprieta contra él, cariñoso.
—Te echaba mucho de menos... —asegura él.
—Y yo a ti, ¿cómo has estado? —se deja abrazar, sonriendo y pone la cuchara para que pruebe lo que hace. Él saca la lengua y prueba un poco, relamiéndose
—Mmm! —sonríe —. Estoy bien, estoy MUY bien, pero... Tengo que hablar contigo.
Sonríe satisfecha con el resultado del taste de su hijo y se le echa un poco encima de forma natural, para escucharle, sin dejar de remover. Francis le acurruca un poco sobre él con un brazo y con el otro toma con suavidad la mano que revuelve para hacerlo a la vez.
—Conocí a alguien —comenta el chico casi como si hablara del tiempo.
—¡Ah! ¿¡De verdad!? —tan ilusionada, se gira un poco dejando de remover. El muchacho se muerde el labio y asiente un poquito, tratando de no sonreír como idiota, porque le ilusiona que se ilusione con él—. ¿Quién? ¿Cómo? ¡Cuéntamelo todo!
—¿Aja? —le insta a seguir tocándole una mano.
—Siento que estoy siendo un bastión de malas noticias... Una tras otra —se excusa un poco sonrojado.
—¿Por qué? —inclina la cabeza y vuelve a acariciarle la cara.
—Porque... Arthur me ha pedido que huya con él —responde llanamente mirándola a los ojos.
—¿Qué... huyas? —pregunta ella paralizándose un instante, sin voz por solo un momento.
—Va a casarse. O debería casarse. Su futura esposa llega de América mañana —explica con pesadumbre, porque le parece que es una situación tremendamente dramática.
—Oh... pero tú... —vacila ella sin saber muy bien que responder a esto. El chico la mira otra vez después de suspirar.
—Yo no habré hecho nada malo, así que... Podré volver sin problemas y... —responde, aunque se imagina que no será tan fácil porque tendrá que volver solo y no será algo que a Arthur le haga mucha gracia, puesto que él no podrá hacerlo.
—Pero si él se casa... tú... —sigue su madre y se le humedecen los ojos pensando en que su hijo tenga que pasar por el tormento de que su pareja esté a veces con otra persona, como ha pasado ella.
—La idea es que él no se case. Irnos a vivir para estar juntos —aclara al verle la cara, entendiéndola. Ella respira un poco más aliviada.
—¿Y a dónde iríais? —pregunta curiosa y preocupada de todos modos.
—No lo sé —le mira mordiéndose otra vez el labio—. ¿Paris? O quizás... N-No lo sé.
—Y ya no te vería más —le mira desconsolada al darse cuenta del problema.
—Yo vendré, maman... De hecho quizás podrías en poco tiempo venir a donde estemos —propone él. La mujer asiente y sonríe con eso de nuevo, acariciándole la cara—. Solo... Quizás no venga en algunos días, pero Mathieu cuidara de ti. Y quizás... Quizás los dos vendremos aquí a verte pronto, cuando sepamos qué pasa con la herencia. Por ahora solo es cuestión de huir.
—De todos modos eso es muy romántico —asegura en un modo mucho más soñador otra vez.
—Es lo más romántico del mundo. Quiere que deje todo para irme con él, pero lo que pretende dejar él es... —sonríe echándose atrás en el asiento y llevándose las manos a la cabeza.
—Aja? —le mira sonriendo.
—Es muy, muy complicado y temo que si te lo cuento todo no vas a estar tan contenta —asegura sonriendo un poco de lado.
—¿Por qué no? —apaga el fuego y se gira a él para prestarle toda su atención. Francis suspira, preocupadito y la peina un poco, mirando de reojo la estufa y pensando que seguramente va a echarse a perder lo que prepara... Pero la ocasión lo amerita.
—¿Tú cómo estás? ¿Estás bien? ¿Estás contenta? —cambia de tema.
—Venga, cuéntame y no te desvíes. Yo estoy bien —pide ella negando con la cabeza y sonriendo, sin dejarle escapar. Él sonríe, porque bien que le conoce, acariciándole la cara.
—Ven, vamos a sentarnos —la carga como si fuera una princesa y la lleva a la sala. Ella se le abraza naturalmente y le da un beso en la mejilla de paso.
El chico sonríe mirándola de reojo y pensando que es muy bonita... Mucho más bonita que Lady Kirkland. Frunce un poco el ceño levemente enfadado con su padre por ser tan tonto. La pone en el sillón y se sienta a su lado. Ella le mira sonriendo un poquito y le acaricia la cara con ternura.
—Conocí a alguien... Que... Es joven y tiene un atractivo especial. Habla muy bien y tiene una educación mucho más allá de lo que podrías haber soñado para mi… —empieza a enumerar.
—¡Todo eso suena maravilloso! —exclama con ensoñación imaginando quien sabe qué.
—¿Tú te acuerdas que papa siempre decía... que lo más importante de todo era ser feliz? —pregunta mordiéndose el labio y mirándola a los ojos.
—Pues claro que lo decía —sonríe un poco con nostalgia al pensar en él.
—¿Fuiste feliz con papa, Maman? —Le mira la cara al oírla hablar de su padre y se le humedecen los ojos.
—¿A qué viene esa pregunta, mi amor? —parpadea ahora y le toma las manos.
—Lo entenderás, ahora que te cuente quién es... —se humedece los labios, toma aire, cierra los ojos—. Es un chico.
Levanta las cejas, él la mira de reojo y se sonroja un poco.
—E-Es algo que va a parecerte mal, ya lo sé... De hecho es posible que creas también que estoy enfermo —se le corta un poco la voz—, y...
—¿U-Un... chico?
—Sí, un chico. Un hombre. Como yo —se mira las manos y traga saliva.
—Eso es... —le mira un poco desconsolada—. ¿Estás seguro?
—¿De qué es un chico? Sí... —asiente preguntándose qué tanto iba a romperle el corazón a su madre con esto. Había estado siempre excesivamente seguro de que su madre y su padre le querrían siempre y querrían que fuera feliz, sin importar lo que hiciera... Pero... ¿Y si no?
—De que... él... es esa persona especial para ti —aclara suavemente con un tono de voz controlado pero algo apenada por la posible respuesta.
—Estoy... Considerándolo muy seriamente, Maman... El además... Él... Él es un caballero.
—Pero mi vida... —le aprieta las manos, desconsolada. Francis aprieta los ojos y la abraza, angustiado. Ella apoya la cabeza sobre su hombro muy preocupada.
—Yo... Sé que querrías que fuera normal... Y que fuera una chica y que me casara... Y... —por una vez en la vida se siente avergonzado de verdad con todo esto.
—Sí... sí —le abraza de vuelta.
—¿Crees que... Crees que estoy enfermo? ¿Te parece horrible? —pregunta vulnerable.
—No, no lo creo. Pero creo que es difícil y que no vas a ser todo lo feliz que deberías y quisiera que fueras cuando los demás no te entiendan —responde ella acunándole.
—Ay, maman —solloza una vez porque eso es entenderle muy bien. Ella le peina un poco y le da un beso en la frente—. Hay más cosas que tengo que contarte... Y preguntarte —susurra dejando que le acune, sorbiéndose un poco los mocos.
—¿Cuáles? —pregunta con dulzura. Francis le mira, con sus ojos azules, medio escondido entre ella.
—Es... El hijo menor de Lord Kirkland —confiesa él escrutando sus ojos para leer su reacción.
—¡Oh! —exclama ella, que de todas las personas del mundo, no esperaba volver a tener tratos con esa familia más allá de los laborales.
—Kirkland —susurra él separándose un poco y mirándola.
—Los Kirkland —suspira y sonríe un poco. Junta la frente con la suya, el chico le acaricia la mejilla cerrando los ojos—. Siempre les traen problemas a mis hombres.
—Maman... ¿Qué es lo que sabes de eso? —pregunta preocupado.
—¿De qué? —parpadea ella porque no es la pregunta que se esperaba en lo absoluto, ya que se supone que su hijo no tiene ni idea de nada al respecto que pudiera darle curiosidad.
—De Lady Kirkland —le acaricia un poco el pelo y se acomoda para que se le acueste encima.
—¿Qué sabes tú de eso? —inclina la cabeza mirándole con atención.
—La mitad de lo que se puede saber —responde un poco apenado.
—¿Cómo es eso posible? —le mira, triste, porque es una mala noticia, sabiendo desde ya solo por su mirada y su tono de voz de qué es de lo que habla.
—Arthur... Arthur Kirkland estaba preocupado por nosotros y consideró que no teníamos lo apropiado. Me ha estado ayudando a ver los papeles de papa —explica en un susurro un poco culpable.
—Oh... los papeles —aprieta los ojos y niega con la cabeza—. Esperaba que nunca tuvieras que saberlo.
—Yo no sé cómo es que nunca lo supe... Y tú sí. Maman... Podrías... —ella le besa la cara otra vez—. Maman... ¿Qué pasó? ¿Cómo es que...?
—No mal juzgues a tu padre, Francis... —pide lo primero de todo, porque eso es lo que de verdad le dolería más. Su hijo tenía a su padre en un pedestal, era una imagen heroica a la que aspirar a ser y no quería que eso cambiara por un asunto como este.
—¿Cómo vas a llamarlo "mal juzgar"? ¡Con lo que te hizo! Tenía todo aquí para él. Él era para ti y tú para él ¡Además eran felices! —exclama indignado, porque sí está enfadado con su padre por no ser la persona perfecta que él creía y hacer daño a alguien que él amaba tanto como era su propia madre.
—Y lo fuimos siempre, mi niño. Él me amaba y te amaba a ti también. Siempre y por siempre—explica con paciencia.
—Pero hizo esta cosa horrible... Y el orfanato... Y... —la mira de reojo porque hasta ahora no ha querido ni pensarlo, se limpia los ojos—. Explícame
—Shhh, sh, mi amor —saca su pañuelo y le limpia los ojos y la cara, consolándole—. Calma. Hay algunas cosas que... tú padre estaba muy lejos de ser un hombre perfecto. Tenía muchos muchos defectos pero nunca fue su voluntad dañarme. Ni a ti tampoco.
—Pero te dañó. Y... Tú... ¡Es que no entiendo! ¿Cuándo fue eso?... ¿Cuántas veces? ¿Con quién? ¿Qué te decía? —pregunta todo lo que en realidad quisiera reclamarle a su padre.
—No, no me dañó al final. Me costó entenderlo, pero su corazón era muy especial —explica de un modo un poco enigmático, pero sincero.
—Maman —ella le mira a los ojos—. Papa... Papa estuvo con ella mucho tiempo... Y tú aquí.
—Yo estaba bien, yo siempre iba delante —asegura convencida.
—¿Ibas delante? ¿De verdad? Pero él..., ¡ÉL! ¿Tenía además el cinismo de CONTARTE? —pregunta indignado todavía porque no quiere creerlo.
—No, él no quería contarme. Yo le pedí que lo hiciera y muchas veces no me lo contaba —aclara ella mirándole fijamente, con bastante seriedad.
—Tú le pediste... Que te contara —se le corta la voz—. N-No tenías... No tenías por qué aguantar esas cosas.
—Querer a alguien no es tan sencillo ni bonito —suspira ella, derrotada.
—¡Pero tú merecías que te quisiera igual de vuelta! —la mira enfadado aún—. Él era feliz... ¿Y tú? Tú aquí deseando que te contara sus otras aventuras. ¡Es horrible!
—Él me quería de vuelta todo lo que era capaz —asegura con paciencia intentando calmarle.
—No te merecía —suelta el aire por la nariz en un bufidito inconforme.
—No te enfades con él, nosotros siempre fuimos los primeros —le da un beso.
—Sí que me enfado con él. Claro que me enfado con él, me enfado mucho con él. No merecía que le quisieras, ni que le quisiera yo. No si fue feliz a tus costillas —se cruza de brazos volviendo a sollozar porque su padre hasta hacía un minuto era el mayor ejemplo que tenía a seguir.
—Escúchame, escúchame. Es difícil de entender, pero abre tu corazón. No es que tu padre me quisiera menos con ello, es que no sabe decir que no —vuelva a intentar explicarle, aunque sabe que es muy difícil de entender. El sastre se sorbe los mocos y la mira de reojo.
—Sí supo decirte que no a ti, cuando le pediste que dejara de hacerlo —sentencia frunciendo el ceño, bastante dolido y agresivo.
—No, no fue así. Dejó de hacerlo cuando se lo pedí —desmiente ella porque ya se imaginaba que estaba haciéndose ideas erróneas.
—No dejo de hacerlo por ti... Ella también se lo pidió —susurra con suavidad.
—No, él dejó de hacerlo y se marchitó. Francis... rechazó volver varias veces, pero estaba tan preocupado por ella... ¿Cómo podía yo ser feliz viendo que él no lo era? Siempre fui la primera para él —insiste determinada a grabarle esta idea a fuego en la cabeza a su hijo. El francés se le recarga encima y cierra los ojos que otra vez se le llenan de lágrimas. Ella se las limpia con dulzura.
—Y tú... ¿Cómo te sentías? Cuando se iba y sabias a qué —pregunta ya no tan agresivo, sino más bien pensando un poco en sí mismo, aunque cuando recuerda que van a huir juntos un sentimiento cálido le sobreviene desde la boca del estómago.
—Nunca sabía cuándo iba a pasar, tampoco fue tantas veces como crees. Duele. Duele bastante, pero no tanto como verle apagado y él se odiaba a si mismo mucho más de lo que lo hacía yo —explica y se vuelve a sentir un poco mal al recordar a su marido mismo diciéndole las mismas cosas que decía Francis sobre no merecerla y que ella debía buscar a alguien mejor.
—Pasó muchísimas veces, Wallace es un adulto —susurra teniendo dificultades para conciliar esto. Tomará tiempo—. Tú no merecías esto.
La mujer le pasa la mano por el pelo, acariciándoselo y suspira.
—No le odies, por favor. Si yo pude perdonarle tú podrás también con el tiempo. Cuando aprendas que el amor, sobre todo, es sacrificio —le besa la frente.
—Sí que le odio... Le odio porque además lo quise siempre mucho y le echo mucho de menos aún... Y me entero de esto cuando ya no está y... —solloza otra vez—. Lady Kirkland... Va a conseguir la firma de Wallace que hará que él no se quede con el dinero.
—Quiérele todavía, por favor, mi vida. Me rompe el corazón que le odies —pide ella, desconsolada.
—Yo te quiero más que nadie —levanta la cara y la mira, completamente sincero.
—Yo lo sé. Y yo a ti —vuelve a abrazarle y a darle un beso.
—Non... Non, non. Lo digo en serio. Para mí sí eres la MÁS especial. No tengo otra maman, nadie ha sido más buena conmigo, nadie es capaz de sentarse aquí conmigo a intentar convencerme de que papa era buena persona después de todo esto —le sonríe un poquito con los ojos hinchados.
—Lo era, era un hombre maravilloso —le peina y le sonríe también sintiendo cálido el corazón de que su hijo le diga que la quiere, humedeciéndosele un poco los ojos porque los dejó muy pronto.
—Y un patán que no sé si te hizo todo lo feliz que debía —discute.
—No digas esas cosas, por favor. Me rompe el corazón que no ames a tu padre —vuelve a pedir, vulnerable.
—Maman... No hay manera en que yo no le quiera —susurra con voz grave, sinceramente. Ella le abraza más fuerte—. Pero no deja de dolerme que no fuera todo tan feliz y perfecto como parecía... Y no haberme dado cuenta antes
—Era todo mucho más feliz y perfecto aun, mi príncipe, porque nos queríamos mucho aun siendo imperfecto. A pesar de ello —explica recordando que ella misma fue quien le dijo que nunca iba a encontrar a otro hombre que la mereciera más que el que se había dado cuenta por sí mismo de que la estaba dañando y había decidido sacrificar su felicidad por ella.
Este último argumento le parece bastante más romántico y bonito que los anteriores. La aprieta de vuelta. Ella le da otro beso más, en la sien.
—Creo que aun vamos a ser más felices... Papa dejo dinero, maman —explica ahora cambiando de tema.
—¿Lo hizo? —pregunta, porque en realidad nunca entendió demasiado bien toda la parte económica.
—Aparentemente más del que creemos. Arthur... Y Lady Kirkland... Ayudaran a obtenerlo —asiente como respuesta, sonriendo un poco.
—Eso es estupendo —sonríe sinceramente, complacida.
—Solo que... —se tensa un poco porque no había pensado como unir eso con el plan actual. Traga saliva.
—Pero como me besa, maman... Esa intensidad. Y la poesía que dice, ¡me enamora! —asegura sonriendo y haciendo gestos con las manos, completamente ilusionado.
—¿Te ha dicho poesías? —tan ilusionada ella también, contagiándose del humor de su hijo.
—Me dice, casi cada vez que nos besamos, algo tan bonito que... Me embriaga, maman —explica tomándola de las manos con fuerza.
—Oh, cuanto me alegro —le sonríe complacida.
—Aunque sea un chico. Sabía yo que entenderías —le da un beso en la mejilla y la abraza otra vez.
—Me sabe mal por los problemas que puedas tener, es feo que no puedas besarle en público ni tomarle de la mano —explica ella dejándose y acariciándole la cara con ternura.
—A mí también me sabe mal... Pero... ¿Crees que no debería irme solo por eso? —eso y que le conoces hace tres días...
—En realidad es más fácil para ti si él no se casa con otra —asegura ella.
—Si él se casa con otra YO voy a ser siempre "el otro"... Ya lo sé —responde un poco menos contento.
—Ve y diviértete, mejor. Y no te preocupes de mí, estaré bien —vuelve a besarle, sonriendo.
—Sí que me preocupas. Mucho —se deja —. Pero sé que esto puede ir bien para todos —Francis con la bandera de Francia, seguro de su futuro. El idealista.
—Estaré bien —y va otro beso.
—Ahora... Tengo que poner mis cosas y alistarme —sí, HOY. Ahora mismo, de hecho.
—Ve, acabaré los dulces y te los llevas —asiente. El muchacho le sonríe más, le da un último abrazo y un beso suave en los labios y se levanta.
—Je t'aime, maman —asegura sinceramente.
—Y yo a ti —le sonríe del mismo modo.
Así que ahí se va el chico a poner sus cosas en una maleta y lo difícil, a tratar de elegir entre toda su ropa.
xoOXOox
Arthur tendría un conflicto similar ahora mismo... pero con sus libros. Si no fuera porque está en la puerta esperando a su padre. Lord Kirkland baja las escaleras hablando suavemente con el mayordomo.
—¡Ah, Arthur! —saluda cuando le ve.
Él, que estaba pensando de nuevo en su dilema moral sobre si es o no es homosexual, pega un saltito, atrapado.
—Veo que puntualmente me esperas vestido con corrección —asiente conforme—. Parker, has dicho que los caballos ya están, ¿verdad? Vamos afuera entonces.
—Ah... ehm... sí —sale delante el escritor. Lord Kirkland no le dice nada más hasta que ya están arriba del caballo, lejos de los sirvientes.
—¿Cómo estás, Arthur? —pregunta mirándole de esa manera inexpresiva propia suya.
—Eh... uhm... ¿Nervioso? —le mira de reojo, montando a su lado intentando seguirle el paso.
—Es normal. Recuerdo la tarde anterior a conocer a tu madre... Estaba muy nervioso también —asiente volviendo la vista al frente, cabalgando.
—¿S-Sí? —esto no podría interesarle menos.
—Mucho. Yo tampoco conocía a tu madre cuando me comprometí con ella... Y no creo que haya ido mal —valora en una autorreflexión sencilla, más para sí mismo que para su hijo.
Los ojos verdes le miran de reojo pensando que hasta tiene un hijo que no es suyo, pero desde luego no dice nada. Él le sonríe un poco y se le adelanta.
—Ven, sígueme —pide corriendo un poco y ahí va a espolear el caballo más fuerte.
Y si Arthur creía que esto no le interesaba, quizás debía armarse de paciencia, ya que la próxima media hora va a tener que perseguir a su padre por los bastos terrenos a oscuras de sus propias tierras.
Al cabo de un rato, empieza a perderle, porque además se le va la mente a lo que va a hacer esta noche y mañana y como organizarlo todo. Lord Kirkland baja la velocidad al notarlo, mirándole de reojo.
—Lo que quiero decirte y por eso te he traído aquí... Es que sé que no te quieres casar, que te da miedo hacerlo y que preferirías hacer otras cosas, como escribir, en lugar de trabajar en el negocio —explica lo que le parece es un buen resumen del porqué su hijo menor se ha estado portando tan raro estos últimos días.
Arthur le mira, saliendo de sus pensamientos. Lord Kirkland carraspea, moviendo al caballo y acercándose un poco a él.
—Habría esperado un poco más de tiempo para ti, quizás encontrar una mujer afín contigo con quien sí quisieras casarte... —explica serio, con voz serena y firme.
El chico levanta las cejas porque no hizo eso con los demás.
—Pero tienes que entender que todo esto que tenemos —lo señala, la enorme casa al fondo, rodeada por una excesiva cantidad de negrura—. Se sostiene con estos negocios.
—Pero esos negocios son de Wallace... —precisamente el único de tus hijos que no es tuyo.
—Lo son. Pero se necesita el dinero de los Jones y yo ya no tengo más hijos que casar—explica Lord Kirkland con paciencia, él aprieta sus ojos verdes—. Creo que a pesar de todo podrás darte cuenta de que los años y la convivencia... Hacen al amor y felicidad de una pareja.
—¿Lo hacen? —pregunta no muy seguro porque además el momento en que su padre intenta convencerle de esto no podría ser menos propicio.
—Sí. Aun cuando creas que no funciona, siempre puede funcionar —asegura mirando la casa.
—¿Cómo? —insiste con un poco de curiosidad, tal vez había algún detalle que había pasado por alto, una tabla de salvación en un mar de confusión y frustración.
—Con paciencia y con ganas de que funcione. Míranos a mí y a tu madre, tantos años que llevamos juntos en un buen matrimonio. No, no es un amor como el de esos libros tuyos. Ese amor no existe. Lo que existe es esto. El trabajo —sentencia su padre con un poco de severidad en la voz, porque considera que lo que necesita el muchacho es madurar y dejar de aspirar a cuentos de hadas para darse cuenta que la relación que le está proponiendo no es para nada tan mala como cree.
—Pero... Padre —le mira un poco desconsolado.
—¿Sí? Estoy seguro que terminarás queriendo a Miss Jones y siendo un marido honorable y feliz, como lo son tus hermanos —asegura, convencido de ello.
—Es que... padre... ¿Alguna vez te has perdido en los ojos de madre como si fueran dos ventanas al firmamento nocturno infinito en los que a su vez pudieras verte reflejado tú mismo? —pregunta un poco desconsolado sin siquiera escucharse del todo a sí mismo, pensando en los ojos azules de Francis y lo distintos que son de los de su padre, ahora que se da cuenta. Lord Kirkland parpadea.
—¿Perdido en los ojos de tu madre? Yo no soy del todo bueno para la poesía, pero alguna vez intente hacerle algún verso —no tiene IDEA de qué hablas.
—¿Qué? —se descoloca ahora él.
—¿Estás hablando de si me gustan los ojos de tu madre? —pregunta intentando seguirle.
—¡No! Estoy hablando de... una sensación. ¿Alguna vez has sentido que el mundo era un lugar oscuro y desalentador, que la vida era dura y fea y que todo tu futuro iba a ser desdichado hasta que la besaste a ella y pareció ser la única luz en un mar de tinieblas? —sigue, intentando describir su propia situación y notando que no lo consigue todo lo bien que quisiera a pesar de ello.
El hombre parpadea un poco otra vez.
—No, pero eso que describes es... —empieza, siendo de nuevo interrumpido por el muchacho.
—O has sentido la fuerza y el ingenio de diez mil hombres y tu corazón palpitando aun en tus labios por su tacto no ha tenido más remedio que esparcirse por todo el cuarto como palabras de amor porque no te cabían tantos sentimientos en el pecho —insiste explicando lo que le ha sucedido más de una vez, sacando la poesía de sí mismo en los momentos más inesperados.
—No Arthur, pero eso... Esas son cosas de tus poesías o de tus libros de amor. Son cosas irreales. Nadie puede darte un beso y hacerte sentir la fuerza de diez mil hombres —intenta explicar de forma razonable y paciente.
—¡No es cierto! —grita de repente Arthur, indignado con esa respuesta y ese tono condescendiente.
—Sí lo es. Siento sacarte de tu mundo de fantasía, pero si es eso lo que esperas de Miss Jones o de cualquier otra persona, vas a tener muchos disgustos en la vida —insiste negando con la cabeza.
—¡No es cierto, Padre! Yo... ¡yo pensaba como tú! —chilla desesperado.
—Miss Jones será tu compañera. Quien te escuche en un mal día o te aconseje de vez en cuando. La persona con quien hablar en las noches o en las comidas —sigue y ese último argumento le llama la atención—. ¿Lo hacías?
—Lo hacía antes de comprobar que es mentira —replica frunciendo el ceño.
—Comprobar que es... —se detiene de hablar—. ¿Qué?
—Yo lo he sentido, padre —confiesa enfadado, sin escucharse, sin poder creer que realmente su padre no lo haya hecho nunca. Sintiendo una mezcla de pena e ira contra él por ser tan conformista.
—¿Sentido dónde? ¿En una de tus historias? Puedes preguntarle a quien sea, eso es irreal —insiste.
—¡No es irreal! ¡El amor nos eleva, nos exprime, nos desarma y nos libera! Hace girar todos nuestras creencias, desestabiliza la mente hasta abrirla como una flor a ideas nuevas y posibilidades remotas de otras épocas. Y se siente frio y miedo. Como fiebre enfermiza y a la vez un deseo enorme de que todo suceda de nuevo hasta que no se puede ni pensar con raciocinio, ¡hasta casi quedar ciegos! Hasta ser el ser más diminuto frente a todos los peligros y al momento siguiente el más poderoso gigante con absoluta convicción de que nada en esta tierra es capaz de dañarnos —grita.
Lord Kirkland le mira con la boca un poco abierta.
—E-El amor... El... Quizás si le dices todas esas cosas a Miss Jones —confiesa algo incómodo y, no lo dirá JAMAS, pero tratando de recordar algo de esa frase quizás para por una vez decirle algo así a su mujer.
—¡No voy a decirle nada de esto a Miss Jones! —sigue indignado.
—Deberías, seguramente le gustaría —confiesa carraspeando un poco—. Aprovecha que eres escritor y esas frases se te dan —quizás ahora te des cuenta de uno de los principales problemas de tus padres, que es la incapacidad real de tu padre de conseguir sentir algo así y a su vez, de hacérselo sentir a tu madre
—¡No son frases, padre! Son mis más devastadores sentimientos ardiendo a flor de piel como los infiernos. Me sorprende que si me tocas no te abrases y te contagies de ellos con un calambre que te sacuda como a mí. Que siento que me desmonto a pedacitos a cada paso. Que me acerco a un cruel y desdichado destino en el que no me aguarda mi amor —mueve las manos y se lleva una a la frente, apretando los ojos, desesperado.
Su padre parpadea de nuevo entendiendo una cosa.
—Tus sentimientos. ¿Por quién? —pregunta entrecerrando los ojos, inquisitivo. Arthur se sonroja y se tapa la boca dándose cuenta de lo que ha dicho.
—¡No estoy enamorado! —es lo único que se le ocurre gritar en su defensa.
—¡Acabas de decirlo! —Lord Kirkland levanta las cejas porque eso parece resumir muy bien lo que siente Arthur en realidad y apenas había acabado de formar el pensamiento en su cabeza.
—¡NO! —grita de nuevo, asustado con las conclusiones que esté pudiendo sacar al respecto de todo esto.
—¿Acaso toda esta renuencia es por ello? —inclina la cabeza valorando que tal vez este es en realidad el problema y se había estado equivocando en sus deducciones.
—¿Qué? —pregunta alarmado mirándole con los ojos como platos.
—Todos estos meses de pelear contigo por esto... ¿Hay otra mujer? —insiste porque en realidad, eso también explicaría todo el problema, aunque sinceramente ni se lo había planteado porque no se imagina a su hijo menor fijándose en ninguna mujer en lo absoluto, sinceramente, no recuerda haberle visto nunca hacerlo, ni durante la pubertad… Aunque para ser sincero consigo mismo, tampoco puede decir que le haya prestado mucha atención a asuntos como esos más dignos de… mujeres.
—¿Q-Qué? —se echa para atrás sonrojándose más.
—Estás hablando conmigo como un hombre enamorado. Explícate —exige, porque de todos modos no le gusta ser el último en enterarse de las cosas, aunque sean de esta índole. Tal vez podía hablar con su mujer al respecto para intercambiar impresiones. Sí, ella debía saberlo.
—¡No es verdad! —chilla nerviosisimo.
—¡Deja de hablarme con mentiras! —protesta enfadado porque hay pocas cosas en el mundo que le enerven más que esto. El muchacho esconde la cabeza en los hombros haciéndose pequeñito—. Deja de tomarme por un idiota y háblame como un hombre, Arthur.
El nombrado baja la cabeza como niño regañado y se mira las manos.
—Puedo hablar con tus otros tres hermanos con sinceridad —ja, lo dudo...—, pero contigo siempre encuentro complicaciones, no importa lo que haga.
Aprieta un poco los ojos verdes porque... justo ese es el problema, se has dejado llevar y ha sido demasiado sincero con su padre.
—Si estás... Si estás enamorado de alguien más es tremendamente tarde para decírmelo protesta.
—¿Por? —le mira de reojo, interesado.
—Si lo hubieras dicho antes, quizás podría haber averiguado si esta chica puede ser conveniente —se encoge de hombros—. Ahora es tarde y tendrás que atenerte a lo que hemos acordado.
—¡No hay otra mujer! —exclama en su defensa. Su padre le mira fijamente, seguro además, ahora, de que le está mintiendo.
—No sé por qué tu madre insiste que debería oírte —protesta impacientándose del todo.
—¿Qué? —parpadea entendiendo ahora que esta charla no es un verdadero interés de su padre por él y sus pensamientos y emociones, sino algo que su madre los ha obligado a hacer a los dos.
—Vas a actuar perfectamente bien mañana, vas a ser un caballero, vamos a hacer tu fiesta de compromiso la próxima semana... Y vas a casarte —sentencia convencido.
—¡No quiero! —lloriquea Arthur.
—No me importa. Vas a casarte y a hacer lo que se espera de ti —responde duramente, espoleando al caballo dando por finalizada la conversación.
—¡No quiero! ¡Es mi vida! ¡Solamente tengo una y no la voy a desperdiciar como tú! —grita de forma muy pasional sin moverse de donde está. A lo lejos, Lord Kirkland arrea al caballo con un grito frustrado—. ¡No pienso acostarme todas las noches con una mujer a la que no quiero como tú! ¡Con una mujer que es una extraña! ¡No pienso pasar mi vida sin sentir latir mi corazón!
Lord Kirkland vuelve a la casa frustrado y malhumorado, con los gritos de su hijo sobre una mujer que no quiere y es una extraña aun zumbándole en los oídos. Arthur Kirkland reniega de su apellido en este exacto momento y cabalga hacia Portobello Road sin escribir la nota de despedida para su madre que planeaba dejar.
